Tocan a muerte las campanas allá fuera, y aquí dentro nos hemos refugiado contra el peligro nuclear de la vida ambiciosa escuchando a Elizabeth deslizar una nana de palabras gruesas y timbres muy leves. Y nos sentimos seguros como si nos cubriera una campana de hormigón, aunque temo decirte, en susurros, que estamos más solos y más extraviados que nunca. Pero tú no tienes aún ninguna necesidad de saberlo. Y yo no tengo derecho alguno a imponer la frialdad de este día soleado sobre el juego enorme que acabas de comenzar, y que nunca sabremos cuando acaba.
A veces me fío de ti. A veces creo que vas a ser capaz de responder todas las preguntas que te haga, sin ninguna duda, y sonriente, como deben responderse las preguntas, con el punto de displicencia justo para la ocasión. Tú no te dejas tocar. Tú no necesitas un ángel de la guarda. Y menos aún esta minuciosa, torpe vigilancia que hemos montado entre ella y yo. Ella pendiente de los felinos al otro lado del cristal, como si los felinos tuvieran otra cosa de la que preocuparse que no fuera la siesta de mediodía, el sol en su vientre y contra los costados, y dormitar ajenos a todo como tú. Y yo pendiente de los lobos que aúllan en las noches heladas, cuando el frío de los montes los descuelga por las laderas de mi conciencia y vienen a hostigar mis valles, a los pequeños animales de los que me alimento, no digamos a esta entretela de pensamientos sombríos en la que me envuelvo yo como una oruga que quiere ser crisálida.
Habrá que quebrar esta cáscara sedosa y salir al mundo de una vez. Habrá que mirar a los ojos grises de los lobos y desollar su atractivo pelaje y arrancarles de las fauces la carne que he mimado. Habrá que salir a la tormenta y enarbolar una espada y cruzarla con los truenos y dejar que suene una guitarra. A ver si tenemos cojones.
Y frente a las campanas que nos olvidan, estas músicas que otros compusieron y que yo reuní como leña para el fuego, con cuidadoso criterio, para que tu primer sueño fuera tranquilo y poder acunarte en las voces que me salvaron. Que cada canción se revele como las oraciones que nunca digo, que mientras los otros elevan plegarias yo entremuerda las letras y te las enseñe y la melodía sea nuestro único dios. Que el silencio jamás nos incluya. Que los días sean música. Y que estas voces que te rinden las escuches como la única verdad.
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