La gent normal

6 06 2011

A la una y media de la tarde del sábado 28 de mayo, acompañado por una sonriente pelirroja, Jarvis Cocker observaba rigurosa fila en perpendicular a la puerta de Cal Pep. Enseñoreada la cara por la excesiva pasta negra de sus gafas, él mismo se levantaba escurrido y vertical como un silbido contra el embaldosado gris. Anónimo en medio de la Plaza de las Ollas, su hidalguía canalla lo revelaba con parquedad de gnomon despeinado de un reloj de sol. Nadie le prestaba la menor atención al desaliño indumentario, a las evidencias del tiempo en la barbita encanecida, a la prestancia liviana del quijote diletante metido a estrella del pop. Tampoco nadie lo diría el hombre que, doce horas antes, había incendiado la conciencia colectiva del Primavera Sound con una sensual apelación a la memoria de los instantes perdidos. Peor aún, los nunca atrapados. Una frase como una espoleta y el reventón cósmico. Algo así como: «Dices que tienes que irte a casa… / Porque esta noche se ha quedado otra vez solo».

La reunión de Pulp tantos años después comportaba, para quienes nos pusimos delante de semejante aplanadora emocional, el serio peligro de que la energética elevación tribal del arranque nos aplastara vivos, en todos los sentidos y también en el físico. El recuento visual expresa el inmoderado pandemónium que se armó cuando cayó ese telón de gasa: «¿Te acuerdas de la primera vez? / Yo no puedo pensar en una peor…». Estábamos ante el grupo que más alto llevó la corriente múltiple del pop británico de los noventa, el que definió lo más perdurable de una idea con muchas aproximaciones, el que más allá de los gustos alcanzó a entrever y dibujar el perfil de la generación que escuchaba, tal vez sin discernir del todo hasta qué punto ese flaco de ahí arriba y sus muchachos les estaban dibujando un retrato al natural, contra el que habríamos de enfrentarnos con el paso de los años: nosotros, un Dorian Gray multitudinario. En estas imágenes arrebatadas al caos se intuye exactamente lo que cualquiera vivió ahí adentro, en la ceremonia incruenta de arrancamiento general del alma y venta a cambio de dos horas de música. Arriba, la delgada silueta en contraluz de Jarvis aparecía y desaparecía, resplandeciente pero incierta como una centella, y sólo la música conocida servía para sujetarse en medio del tumulto. La única posibilidad consistía en aferrarse unos a otros, en la necesidad ineludible de no caer al suelo, que era un abismo. El milagro del rock, también abajo del escenario, consiste en la mera supervivencia.

Parado en medio de la plaza, sin embargo, el ladrón de almas Jarvis comunicaba una calma engañosa. Precisamente él, aguardando la apertura de la puerta del restaurante, en medio del alambique de callejuelas del Borne, confundido, nada sobresaliente… mezclado con el mediodía, a la espera de que se levantara la persiana para pasar a esa barra en la que alinean las tapas. Jugando a no ser nadie, jugando a los bolsillos vacíos, jugando a mirar las cucarachas subir por la pared. Jugando a lo que juega la gente normal.

El encuentro de la gente normal, pero menos... Como los torpes e insatisfactorios amantes de sus canciones, yo temblaba y él sonreía forzadamente.

Yo había almorzado el día anterior en Cal Pep. Yo había hecho, aunque no demasiado, esa misma fila. Pasado a la espalda de quienes se afanaban en sus butacas contra la barra, hasta el fondo, donde el mínimo cubículo de mesas conforma uno de los comedores más apetecidos de Barcelona. Cortesía, esta vez, de Ortiga. Afectado por un adolescente temblor, enfrenté a Jarvis para que le quedase claro que ahí, en esa plaza, al menos uno tenía la deferencia de conocerlo y aun molestarlo con la petición de una foto. Me sentí culpable de antemano, como aquella vez que reparé en Ricardo Darín comiéndose un bocadillo en el Museo del Jamón de la Gran Vía de Madrid, y me dije que ese hombre, ocupado en destazar con los molares la media barra con pernil, no merecía ser incomodado. Jarvis culebreó igual que en el escenario, aunque fue un cimbreo verbal y poco convincente, subrayado por la obviedad: «Estamos haciendo fila y vamos a entrar ahora a comer…». Muy bien. Pude haberle recomendado no perderse los chipirones con garbanzos, el rape Cal Pep, considerar con cierta distancia el steak tartar, pero sobre todo no perderse la tortilla trampera, con chorizo y una fina capa de alioli sobre el lomo. En lugar de hacer eso, retrocedí en una disculpa. Fue un gran concierto, eso sí podía decirlo. Y lo ablandé lo suficiente. Me abstuve de pasarle la mano por atrás mientras aguardábamos el silencioso disparo smartphónico. Ahí pude obtener otra ventaja, o tal vez no, tal vez hubiera constituido el peor error: no se le pregunta a un autor por el significado de su obra. Pero era mi ocasión de plantearle el diverso punto de vista que un íntimo amigo y yo tenemos acerca de la historia que cuenta Common People: esa chica snob que viene de cuna pudiente y quiere acabar en cama barrial con un bohemio estudiante de arte. Al señor T. la canción le sugiere un polvo de una noche con una niña pija; a mí, sin embargo, me produce la dulce amargura de la desesperanza generacional, el desarraigo que me acechaba en aquellas madrugadas cuando descendía la prosaica arquitectura urbana de Harrow Road para salir al paso del 52. Pero no le expliqué a Jarvis nuestras teorías. Apelmazado, sólo subrayé, como saboreando el momento,  una torpe interjección admirativa, declamada como si alguien me escuchara: «El gran Jarvis…». Y la pelirroja soltó una carcajada que rebotó contra la plaza. Porque todo el mundo detesta a un turista, aunque sea un turista que quiere fotos con las estatuas vivientes del rock. Uno de esos que se creen que todo es muy gracioso…