La valiente Escocia

26 11 2009

Frente a la congoja existencial, basta el rugby. Si Camus hubiera probado el balón oval… Pero se hizo portero de fútbol. Por fortuna, en la condena le vino incluida la invención de El Extranjero, para redimirnos a los demás. Ha sido un fin de semana en Edimburgo, bajo sus cielos empedrados, por las calles como nubes de agua, camino de Murrayfield y la noche azuloscurocasinegro.

Puede que la vida no haya sido tan poco generosa como creíamos. Nos dio el rugby, y el rugby siempre devuelve algo. Al sur, a pocas decenas de kilómetros, en los Borders los ríos salieron de sus cauces. En la capital, la lluvia serena, el silencioso volcán apagado y el castillo de faldón negro; las calles pintadas con escuadra y cartabón, el ensanche hacia el puerto de Leith y el sombrío mar escocés. Y un arroyo de aficionados hacia Murrayfield, a su laderita esmeralda, a afeitarles a los australianos esos otoñales bigotes, adheridos a la campaña Movember contra el cáncer; gaiteros solitarios y a dúo en las esquinas; y las bandas de gaiteros marciales, iluminados por el único foco de un estadio en penumbra, en reverencial desfile. Parada prosaica de bandejas con pintas en formación de cuatro en fondo, cuatro por barba; los kilts, las medias blancas de lana, los wallabies hinchables silbados por la multitud al entrar en los pubs de Haymarket, la marea detenida con la barbilla en alto, mirando a los All Blacks batir a Inglaterra en las pantallas de primera hora de la tarde. Las celebraciones contra el Auld Enemy.

En los pubs de Edimburgo, el silencioso Clark’s en Dundas Street, el medieval Jeckyll and Hyde, el Ensign Ewart y el Deacon Brodie de la Royal Mile. La noche afuera. Luz repetida de Navidad. Hay que explicarles cómo elaborar un gin-tonic a la española, mucho hielo, doble o triple medida de gin, vaso grande… pero son buena gente, se aplican. Los parroquianos interrogan por ese idioma de timbres bárbaros, elevados, que atrona en el pub, acorralando el silencio. Aquí no eres invisible, como en Londres, donde un pingüino podría entrar, tomarse una pinta, y a nadie le extrañaría lo más mínimo. Si invitas a una pinta, te invitan a un vasito de scotch. Por qué no. Por esos milagros telúricos que no se pueden explicar, el whisky sabe a gloria en Edimburgo, como la Guinness en Oughterard, al norte de Galway, en Irlanda. Cantamos Flower of Scotland. Como siempre, olvidamos la segunda estrofa («The hills are bare now / and Autumn leaves lie think and still…»); y murmuramos algunas líneas de la tercera. Afuera, la noche cabalga.

En la valiente Escocia dirimen su lucha la montaña y el llano, como en Edimburgo hacen el viento y la lluvia, el pasado y la modernidad. El pequeño callejoncito en el que Boswell conoció al doctor Johnson (donde siempre he de pararme unos minutos, como si me faltara el resuello, pero es la inexplicable emoción de la Literatura) y el sueño polinésico de Stevenson y la aguja del monumento a Walter Scott y el año dedicado a Robert Burns, el poeta nacional escocés. Pintada la cara de azul y blanco, un falso Mel Gibson tira del hilo de Braveheart y tensa la cuerda que dirige las ciudades hacia su nueva condición de parque temático. Edimburgo sostiene su deliberada hospitalidad en el tamaño manejable de las calles, abiertas de tripas ahora para que pase el tranvía, siempre ahora los tranvías allá donde uno vaya. Todas las ciudades son ya la misma ciudad, o casi. Pero en ésta aguarda Murrayfield, distintivo.

Escocia le iba a ganar a Australia, victoria histórica (hacía 27 años que los Scots no festejaban un triunfo contra el rival oceánico) que no debe explicarse sólo por el error final de Matt Giteau en la transformación que le hubiera dado el triunfo a los wallabies. Hubo mucho más y algunas notas esperanzadoras para quienes profesamos la mayor simpatía por el equipo del Cardo. Durante el primer periodo, cruzado de lluvia épica, Escocia levantó una fortaleza en su zona de 22 y estableció un tratado de resistencia que al principio juzgamos perecedero, condenado al cansancio y la quiebra en la segunda mitad, pero que poco a poco se reveló interminablemente heróico. Australia, asomada varias veces por sus centros, por el ariete de Rocky Elsom y Palu, por el peligro en jugadas abiertas de su talonador Stephen Moore, pasó media tarde asomada a la zona de marca como al balcón de una calle prohibida. Sólo pudo anotar con un golpe de castigo que pasó Giteau, anticipo inverso de la errática tarde del pateador australiano. Igualó Phil Godman y cada melé se convirtió en una trampa de la guerrilla escocesa capitaneada por Moray Low, un tres digno de la causa; hubo mil golpes francos por melés perras, envenenadas por esa ponzoña que gastan los pilares; y Nathan Hines (aussie de nacimiento, por cierto) dominó uno de los grandes valores locales en la nueva etapa de Andy Robinson, la touche, apoyado por la brava tercera de Beattie, Strokosch y Barkley. Valores que ya le habíamos observado contra la inferioridad de Fiji una semana antes y que deberá confirmar frente a Argentina este sábado. Rigor en las fases estáticas y arrojo para contener las dinámicas. La capacidad de definir un ritmo de partido conveniente. Muchísimo placaje en el centro y atrás, con un Rory Lamont amurallado, con un Sean Lamont sólido como pedernal por afuera. Con esas armas, sin apenas salir al ataque o llegar al otro campo, Escocia terminó por agotar la ofensiva australiana como hizo Mohamed Ali frente a Foreman en el Zaire.

Si salió de las cuerdas fue para ser clínico con el pie y vencer. Godman pasó otro golpe de castigo, mientras Australia perdía a Palu que se fue en una camilla con los pies por delante (antes se había marchado el escocés Cussiter con la cabeza girándole como a la niña del Exorcista) y poco a poco caía el ritmo del magnífico Will Genya en la creación desde el número 9 aussie. Entró Burguess para dinamizar el asunto, si es que eso era ya posible. Y Peku como talonador, un cambio que juzgamos equivocado porque sólo Moore había comprometido con sus cargas en las fases abiertas. Pero Giteau empezó a poner pataditas a seguir cuando llegaba a territorio comanche, en lugar de buscar sus célebres combinaciones cruzadas con los centros, y ahí advertimos la fatiga del largo intento australiano. Murrayfield hizo florecer su cántico preferido a la flor de Escocia y supo que el milagro era posible. Pedimos una bandeja más de pintas. Entonces apareció Chris Patterson. Nos las bebimos a su salud. Cuando más crecía el desconcierto australiano, Patterson capitalizó un avance local para poner un drop que era casi ganador, el del 9-3. Con dos minutos por delante, Australia se lanzó a tumba abierta por el desfiladero de los suicidas e hizo el ensayo de Ryan Cross. Sin tiempo para nada más, Giteau se sacó el casco para patear la transformación definitiva. Si la metía, Australia salvaba el resultado, aunque hacía rato que había perdido la consideración del continente entero que los mira. La carga defensiva de los escoceses contra la pelota parada encarnó el deseo escocés de triunfo: hasta seis jugadores se arrojaron desesperados a intentar contener el pelotazo de Giteau. De igual manera se hubieran cruzado frente a una bola de cañón, dispuestos a perder las piernas si eso aseguraba el triunfo. La pelota se abrió en un vuelo descompensado, lastimoso, y cayó lejos de su objetivo con el mismo desánimo con el que Giteau compuso el gesto de la decepción. La hazaña escocesa levantó, ya para siempre, el recuerdo de un partido con mayores méritos emocionales que deportivos. Pero al rugby se juega con corazón y pelota. Es un juego decididamente visceral pero de inesperada y a menudo rotunda lógica. Esta vez floreció una ocasión inolvidable. Y allí estuvimos.