El año que escribí por televisión

18 05 2010

Ahora que se ha acabado el fútbol (aunque yo sé mejor que nadie que el fútbol no se termina jamás), habré de confesar que nunca el fútbol me interesó tan poco como este año. La otra tarde le confesé a Nayim: «Sé que no debería decirte esto, pero lo haré: no he ido ni una sola vez a La Romareda este año». Para calmar mi aprensión al pecado, el generoso Gigi me respondió: «Eso es porque eres muy zaragocista». Todas las crónicas que he escrito esta temporada -creo que suman 18 en total- las he hecho por la televisión, con los comentarios en silencio para no intoxicarme ni de los lugares comunes ni de las opiniones de los demás. Mientras mis compañeros se iban al estadio yo apuraba un café, compraba el partido, subía las piernas sobre la mesa como Aznar y Bush y me comía la morralla de cada tarde de domingo. Como siempre, sin tomar un solo apunte. Mirando el partido para ver a través de él, su fondo, su historia. Mi ausencia del estadio (donde siempre me ha gustado mirar los partidos desde las gradas bajas, lejos de la tribuna de prensa, en un asiento cualquiera) la explicó al principio la urgencia del cierre: a menudo he de escribir, por cuestiones de hora, mientras se juega el partido. Después lo convertí en costumbre. Por fin, devino en una actitud moral. Me negaba a someterme en directo al espanto dominical…

En algún momento de mi paso por Heraldo, ese lugar donde los siglos no transcurren, Antón Castro me hizo esta anotación cierta tarde en uno de los añejos pasillos embaldosados que circunvalaban la redacción. «Escribes como si ya el fútbol te diera lo mismo, como si estuvieras por encima de él, como si te pareciera una tontería innecesaria…». En aquel momento me sorprendió, porque ninguna de las impresiones que me atribuía el querido AC me eran conscientes. Como siempre le aprecié las opiniones, dejé el pensamiento botando en mi memoria todos estos años: ahora, mucho después, reconozco que escribo de fútbol precisamente como él anticipó. No con desprecio vanidoso, sino con un creciente desapego emocional. Este año ha supuesto la culminación de tal declive. Y sin embargo, yo juzgo mejores las crónicas escritas desde esa postura que no diría aséptica, porque mi implicación sentimental resulta inevitable, pero sí algo distante. En la final de Montjuïc aprendí que la tristeza que me consumía por dentro iba a equilibrar la desaforada emoción de la victoria, conspirando a favor de la que considero mi mejor crónica de un partido de tan alto contenido victorioso. Sin embargo, aborrezco la rabiosa crítica que perpetré el día del descenso en Villarreal, en mayo de 2002. La euforia y la frustración explotan en obsesiones, diatribas, ditirambos e hipérboles a la hora de componer un relato, y ese contagio anímico provoca que el texto reviente de exageraciones y pase a ser no una narración, sino una feria de atracciones léxicas y sintácticas. Están la noria, la cueva del terror, la parada de los monstruos, la casa magnética, la montaña rusa y el túnel del amor. Si uno interroga el resultado unos cuantos meses después, el edificio se ha venido abajo. No queda ni una línea que salvar. Todo lo escrito debería aspirar a la intemporalidad, en mi opinión. Trampa mortal para un oficio que vive de los instantes.

Doug Howlett, el velocista neozelandés, en plena carga de la brigada ligera del Munster.

En todo el año sólo fui a ver al Real Zaragoza -o lo que quedaba de él- al Santiago Bernabéu, más por amistad que por interés. Pasé tanto frío que hasta se me rajaron los pantalones vaqueros cuando salté de un taxi en los alrededores del Congreso de los Diputados, mascullando el 6-0 que un rato antes habían desatado Narciso Ronaldo y sus amigotes. Debo de haber visto más rugby que fútbol a lo largo de este año. En directo, seguro… Basta contraponer la noche del Bernabéu frente a las dos visitas a Murrayfield, Edimburgo, para ver jugar a Escocia frente a Australia y Francia; y la semifinal de la Heineken Cup en San Sebastián, Biarritz frente a Munster. Sin contar aquella mañana de lluvia tan escocesa en el campo del Heriot’s Rugby Club y los partidos en directo del Semi, que los miro y los juego. El viaje a Anoeta tenía por objetivo rendir pleitesía a Doug Howlett, nuestro admirado Howlett, y a lo que va quedando de ese equipo dominador e impiadoso que ha sido Munster durante los últimos años. Con sus nombres resonantes: O’Gara, Stringer, O’Leary, O’Callaghan, Howlett, De Villiers… y esa primera línea que uno no piensa extraviar jamás en la memoria: Horan, Flannery, Hayes, el hombre montaña, un pilar de 1,90 muy largo que podría hacer el papel de La Cosa en Los Cuatro Fantásticos sin demasiado maquillaje. Y sí, en cierto modo pensamos que, tal y como se está poniendo todo, y como dijo alguien más abajo, siempre nos quedará Howlett. Entonces se cruzó la realidad: para nuestro escarnio anímico, Howlett se lesionó tres días antes del partido y Munster tropezó con la decadencia de sus fases estáticas, la indisciplina, la implacable cacería defensiva de Biarritz y el pie incorrupto de Dmitri Yachvili, que hizo todos los puntos hasta la cómoda victoria francesa.

Y ahora vuelvo al fútbol. Pensé en regresar a La Romareda con la aparición de Nayim, pero ni por esas conseguí sacudirme la desgana. Menos mal que somos amigos y me ha perdonado. Y así se fue muriendo la Liga mientras yo sobrevivía con raciones desiguales de interés, harto del duelo entre el Barcelona y el Madrid, mientras el Zaragoza se debatía en una agonía amorfa de fútbol, en la que cada partido jugaba a perfeccionar la cabalgante mediocridad de toda la temporada. El año que escribí por televisión dejó al menos la relativa gloria íntima de haber contado el que seguramente es el mejor partido de un futbolista que va a traspasar los tiempos, el barcelonista Leo Messi: su noche de violenta explosión de habilidad loca en La Romareda, en un 2-4 frente a un Zaragoza orgulloso. Un epílogo memorable para la historia aquélla del flemón que no iba a permitirle jugar. Más que nada me queda la alegría, ahora que he releído aquella pieza, de haber firmado algo que no le daría al fuego…