Roger Ebert, crítico de cine

5 04 2013

Ya habrán oído ustedes que en pocos días se han muerto Bigas Luna, Sara Montiel, Margareth Thatcher y José Luis Sampedro. Entre otros. Un director de cine, una actriz y cantante considerada diva, una ex primera ministra del Reino Unido y un humanista… La secuencia, tan bizarra, no arroja ninguna conclusión salvo ésta: la vida no atiende a nada. Pero eso ya lo sabíamos. A mí me ha dejado mucho más abandonado la muerte de Roger Ebert, el crítico de cine del Chicago Sun-Times. Tal vez a ustedes la noticia no les diga gran cosa; yo no se lo voy a reprochar, algo así resultaría presuntuoso. Cada uno elige a sus referentes. O se  los encuentra sin querer. Yo solía entrar en IMDB a leer críticas de cine de aquí y de allá. De periódicos, de revistas, de páginas webs… Ahí empecé a leer a Ebert, enlazando sus críticas del Sun-Times. Y volví, porque me gustaba. Se trataba de una elección simple. Además, a Ebert lo leían millones de personas, literalmente, sus críticas y sus libros, así que somos apenas un número en el océano de seguidores que tenía. No somos ninguna élite. Me limitaré a recordar que yo he hablado antes de él aquí, al menos una vez. Tal vez otras de las que ya he perdido memoria. «Uno de mis críticos, quizás mi único, crítico de cabecera», dije sobre Ebert en una de mis últimas efusiones acerca del cine en Somniloquios. Una de mis últimas efusiones en Somniloquios sobre cualquier tema, debería decir. Aquélla en la que abominaba de la lastimosa edición de los Oscars dominados por la (entonces célebre) película muda.

A Roger Ebert le gustó ‘The Artist’. A mí no. A Roger Ebert, por hablar de algo más próximo, le pareció notable ‘Django Desencadenado’. A mí me dio la impresión, aparte del indiscutible divertimento, de que la película se acababa varias veces y que Tarantino no se daba cuenta. Decidió terminarla cuando él (encarnado en cada uno de la serie de sus sucesivos y excesivos personajes) hubiera dicho la última palabra. No sé ya quién pensó, y expresó, aquello de que lo más difícil de escribir un cuento es darse cuenta de cuándo se termina la historia; y que, generalmente, suele ocurrir antes de que se percate el autor, que insiste en continuarla después de que todo, los personajes, la trama, las escenas y el fondo musical, hayan mutado en cartón piedra. Naturaleza muerta. A partir de esa frontera tan delgada, tan engañosa y transparente, la realidad que había levantado el relato se convierte en un trabajoso artificio al que le vemos toda la tramoya. La cosa ya no funciona. A lo que lleva esta digresión es a que el desacuerdo (o su revés más traicionero, el acuerdo) no tenía nada que ver con mi admiración por Roger Ebert: si interrogaba sus textos era porque me parecía que estaban llenos de lucidez, de profundidad del juicio, de rigurosa argumentación y, desde luego, de fácil entretenimiento. Un detalle capital. Casi todo me aburre ya profundamente. Casi todo. El intelectualismo más que nada: por eso temo aburrir cuando escribo…

Roger Ebert, en los días en que se convirtió en crítico del Chicago Sun-Times, con 24 años.

Roger Ebert amaba las películas… exceptuando todas aquéllas que odiaba. Eso decía él mismo en la cabecera de su página. Uno abraza aseveración tan sincera con toda facilidad. «Ninguna buena película es lo suficientemente larga; ninguna mala película es tan corta como debería», conjeturó. No era un escritor sentencioso, tentación muy común, sino más bien discursivo: pero discursivo a la manera concreta, exacta, de quien sabe lo que piensa y piensa lo que sabe. Desde Chicago, una ciudad contradictoria que levanta estatuas en Wacker Drive, sobre la margen del río que da nombre al lugar, a algunos periodistas célebres de la historia de la ciudad, Roger Ebert alimentaba de cine a Estados Unidos. Cuando el Chicago Sun-Times lo convirtió en su crítico en abril de 1967, Ebert representaba un arquetipo de apariencia engolada, algo juan manuel pradesco con sus anteojos prominentes y una figura oronda, que parecía un trasunto premonitorio del Jonah Hill de Moneyball. El conjunto anticipaba la posibilidad de la sabiduría. Sin embargo, Ebert nunca fue un intelectualista de la crítica. O sí lo fue, pero de una manera que uno encontraba distinta a los ensayos ampulosos en que suelen incurrir los especialistas del arte: la erudición de Ebert estaba en el fondo de la mirada, no en el modo de licuarla en el lenguaje; no en la constante referencia a otras películas con afán culteranista. Flotaba en la tranquila hondura reflexiva con la que recubría sus recensiones. Dicho de una manera vulgar: si uno leía a Ebert, se enteraba de qué iba la película. Algo tan básico. Luego también se enteraba del resto de las cosas. Y de otras que no sospechaba.

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