Los libros (XIII)

23 04 2024

Mister Witt en el cantón – Ramón J. Sender

«A mister Witt le cansaba un poco la civilización, como a todo inglés culto».

Hace muchos años, en edad aún escolar, alguien me dio a leer Tupac Amaru, la novela de Sender sobre el levantamiento del caudillo indígena peruano contra los dominadores españoles. No recuerdo los detalles -esta misma tarde volví a tenerla en la mano-, pero el tiempo no ha deteriorado la impresión viva de una narración estupenda, de ritmo y acción contagiosos. Desde entonces me quedó un afecto admirado por Ramón J. Sender, a quien no volví a leer en años. Ahora lo hago con frecuencia. Este Míster Witt en el cantón justifica la revisión de un autor necesario. Sender narra otro episodio de revuelta -la descarnada rebelión en Cartagena de los federalistas intransigentes contra la República, en el verano de 1873- como fondo para un relato de orden íntimo: las vacilaciones psicológicas del ingeniero británico George Witt, matrimoniado con Milagritos, una española henchida de pasiones más o menos confesables, más o menos equívocas. Sender trenza con habilidad su humanismo social con la crónica de la guerra entre las fuerzas del gobierno central y las escuadras cantonalistas. Por momentos triunfa la delicada construcción literaria y en otros flamea el vigor rabioso de la noticia periodística. Ahí asoman las dos vertientes de la escritura de Sender. El foco se mueve con precisión para fijarse en el cuestionado heroísmo de los caudillos rebeldes, la ambigüedad de las adhesiones y el abatimiento de los inocentes, sometidos a la crueldad de un cañoneo incesante. En este poderoso episodio nacional, Sender captura el habla de los locales y el lenguaje popular, las coplas sardónicas de la calle y las soflamas del fuego; el arrebato a vida o muerte de las batallas navales frente a la costa; la convulsión latente en un país perturbado por dos guerras civiles simultáneas; y el reflejo de todas esas fuerzas en la creciente agitación de un míster Witt cuyo rigor intelectual y moral se desmorona, como la muralla de Cartagena bajo el fuego ávido de las fragatas. Considerada la primera obra maestra del autor aragonés, impresiona saber que Sender la escribió en 23 días, con el fin de presentarla al Premio Nacional de Literatura de 1935. Lo ganó. (Agrego un apunte personal: me encantan las ediciones de Contraseña… Y en particular esta ilustración de cubierta, obra de un Alberto Gamón cuyo trabajo siempre he saboreado con gusto desde nuestro encuentro en las redacciones hace años).


El Domingo de las Madres – Graham Swift

«¿Puede un espejo conservar una impronta en él? ¿Puede uno mirarse en un espejo y ver a alguien distinto? ¿Puede uno atravesar un espejo y ser otra persona? El reloj de pie dio las dos. Ella no sabía que él ya estaba muerto«.

Acostumbro a insistir con varias obras de los autores recién descubiertos y por eso vuelve aquí tan pronto Graham Swift, reseñado en la anterior entrada con Mañana. En esta ocasión, con un relato de nuevo ligero de forma y extensión, aunque con más acierto a la hora de dotarlo de una relativa profundidad intimista. Jane, criada huérfana al servicio de una familia de la alta burguesía inglesa, celebra el llamado Domingo de las Madres de 1924: una jornada festiva concedida por los de arriba a los de abajo, con el fin de que puedan visitar a sus familiares. Como no tiene un hogar al que regresar, lo hace a su manera: aprovecha la ausencia de los señores para un ardiente encuentro en la mansión familiar de su amante, mientras los padres de éste y su prometida preparan la inminente boda en un almuerzo en la campiña. Esos ingredientes habrían servido a Swift para armar una narración de liviana frivolidad, un enredo humorístico o un drama de pasiones. Sin embargo, el autor prefiere anclar su relato en un punto de vista menos previsible: pasados los años, Jane aparece convertida en autora literaria de éxito y desde esa posición de anciana venerada rememora el episodio de juventud. Esa voz recrea la sensualidad de una mañana de primavera que modificó para siempre su vida y la envuelve en reflexiones sobre el arte de la creación, la literatura, las jerarquías sociales y el desgobierno de las pasiones mundanas. Contra la corriente general -o al menos muy extendida, visto el éxito de este tipo de ficciones en el audiovisual- no soy muy afecto a las atmósferas de atildadas familias aristocráticas y las menudencias de sus country houses; ese aire de falso rigor moral y social de los ingleses stiff upper lip me aburre bastante, con sus formalidades de salón, las monterías y la pátina de distinción de su clasismo. Al margen de esa mera preferencia personal, tampoco me alcanza Swift para equipararlo a sus colegas de generación (Martin Amis, Julian Barnes, Ian McEwan…). No levanta ideas ni páginas memorables (ignoro si lo pretende), pero su delicado estilo y la fluidez del trazo permiten leerlo con distendido agrado.


La mitad evanescente – Brit Bennett

«Un pueblo que, como cualquier otro, era más una idea que un lugar».

Brit Bennett escribe un arranque de novela generoso de promesas y después no cumple ninguna de ellas. El regreso de una de las gemelas Vignes a Mallard, pueblo sureño del cual desaparecieron ambas a los 16 años, abre paso a una sugerente narración en retrospectiva, preñada de interrogantes. Pertenecientes a una familia de raza negra, aunque de piel clara (singularidad propia del lugar y fuente de equívocos y conflictos de orden íntimo y social), Desiree y Stella presenciaron de niñas el asesinato de su padre a manos de un grupo de convecinos blancos. Durante toda la infancia y adolescencia, cada una de ellas compone no una réplica física, sino una mitad cierta de la otra. Pero sus vidas al unísono se bifurcan en algún punto de esos años entre la desaparición de las dos y el regreso de Desiree a casa… a donde llega huyendo de la violencia de su marido y acompañada de su hija, mucho más oscura de piel. Bennett traza a partir de ahí una historia de búsqueda de la identidad, de autoafirmación frente a las hostilidades, de desarraigo y búsqueda, tensión racial y denuncias de alcance social. Pero el interés decae a partir del momento más halagüeño: el reencuentro entre Desiree y un amor de adolescencia, quien ahora se gana la vida como hábil cazarrecompensas, encontrando a personas perdidas o huidas. Como, por ejemplo, la propia Desiree. Justo cuando uno anticipa la amenaza de conflictos de difícil resolución, el relato abandona esa vía y se desinfla en convencionalismos. Sus intrigantes personajes acaban siendo lugares comunes. Nos importa poco entenderlos y a menudo resultan fastidiosos, cada uno a su manera. La narración progresa bajo el hábil timón de la autora, con buen ritmo y apreciable prosa; pero carente de vibración, sin comprometer una sola línea pese a la teórica estatura moral de los debates y posturas subyacentes. A partir de cierto momento el libro parece concebido sólo para alimentar el guion de una serie de éxito. El aplauso general vuelve a dejarnos la extrañeza de pensar si nos estaremos perdiendo algo de importancia mayor por no ver Netflix. Gana la impresión de haber leído en realidad una novela evanescente, de involuntaria coherencia con su título.


Y eso fue lo que pasó – Natalia Ginzburg

«Le pegué un tiro entre los ojos».

En las primeras líneas de esta novela suena un disparo. Y después, el eco de la detonación envuelve todo el relato de la protagonista, memoria de los años de relación con su marido hasta llegar a la conversación definitiva. Para armar una estructura de semejante riesgo hace falta estar muy seguro de todo lo que se quiere decir. Y de cómo se va a decir. Pero Natalia Ginzburg empuja el gatillo con la misma determinación de su personaje. Escribe con idéntica convicción entristecida, diríamos. La serenidad de la pesadumbre, la gravedad de lo inevitable, le ofrecen al dedo y al relato el peso necesario para una acción sin retorno, de callada desesperación y seca violencia. En poco más de cien páginas, la autora italiana condensa una historia de insondable desengaño. La desesperación inconcreta y culpable del amor frente a un marido apático, de ambigüedad tramposa y taimado maltrato psicológico. La lucha por una dignidad íntima e irrenunciable. No hay un solo rasgo de artificio en el modo de contarlo. Ningún exceso de dramatismo, ni alardes innecesarios. Todo parece hecho a medida, cada palabra resulta imprescindible, como los términos de una operación matemática. El propio título anticipa la adusta severidad de una confesión, ceñida a lo esencial para no entorpecer la desnuda verdad de los hechos. Un libro con el macabro aroma dulzón de un disparo. Terrible y hermoso, se lee pronto y se olvida nunca.


Abril 2024

(Para ver el diario completo de lecturas, aquí).





Los libros (XII)

8 04 2024

Volver la vista atrás – Juan Gabriel Vásquez

“¿En qué momento llegan unos padres a la convicción de que la revolución puede educar a sus hijos mejor que ellos mismos?”.

La biografía de Sergio Cabrera, director de cine colombiano que alcanzó notable éxito con La estrategia del caracol, hoy embajador de su país en China, incluye todos los ingredientes de un colosal relato: el antecedente de familiares exiliados en la guerra civil española; una educación marcada por el compromiso férreo de sus padres con los principios ideológicos del comunismo maoísta; la infancia vivida en Pekín, o al menos en una cierta burbuja para extranjeros, mientras afuera avanza la revolución cultural impulsada por Mao Zedong; el abandono de los pequeños Sergio y Marianella, a quienes sus padres dejan en China bajo la tutela del aparato maoísta mientras ellos regresan a Colombia para integrarse en la guerrilla del Ejército Popular de Liberación; el temprano despertar de los dos jóvenes al activismo como singulares miembros extranjeros de la Guardia Roja, aún en Oriente, y después su vuelta para enrolarse también en las fuerzas revolucionarias de su país; la lucha, la vida en la selva, la violencia de las armas y otra más sorda, activada por el estado permanente de sospecha y purga que con frecuencia carcome a los movimientos populares. Más tarde -por debajo de la búsqueda de la propia identidad y el extrañamiento-, un previsible desencanto, la amenaza de la persecución de un lado y del otro, las intrigas, la muerte acechante y el destierro… A nadie le puede sorprender el volcado de semejante biografía en la forma de una narración: algunas vidas parecen existir para ser contadas; su carácter excepcional promueve un mandato literario. Juan Gabriel Vásquez lo atiende y le da forma con encomiable destreza técnica, para integrar con naturalidad los muchos afluentes de esta historia en una epopeya a la vez torrencial y contenida; avasalladora en la dimensión de las vivencias de Sergio y Marianella; minuciosa para ambientar acontecimientos muy relevantes en dos países alejados por la geografía y sus idiosincrasias, pero al tiempo unidos por una incontenible fuerza de transformación. Y todo sin descuidar lo personal, el abismo de los diálogos íntimos, la reflexión y la necesidad de certezas. El fondo latente del conflicto familiar, la incertidumbre de un desarraigo tal vez irrevocable. La figura del padre, Fausto Cabrera, hombre de radical coherencia ideológica, sobrevuela cada página. Uno no puede aproximarse, comprender o aceptar el fanatismo opresivo que impregna a los personajes, ni sus extremistas motivaciones. A ese respecto, nos movemos en el escepticismo expreso por Josep Plá cuando habla de los movimientos tumultuarios y sus dificultades para la instauración de un nuevo orden, libre de los vicios del orden combatido: «Todo el mundo es bueno para destruir, construir es mucho más difícil», escribió en su Viaje a Rusia. Por eso las postreras epifanías de los hermanos no nos conmueven, las vemos apenas una consecuencia de la madurez, incluso demasiado tardía. La fe y los dogmatismos operan de un modo que nos resulta ajeno, con un inadmisible orden de prioridades y consecuencias prácticas. Sí nos alcanza todo aquello relacionado con el Sergio Cabrera del presente: su reencuentro con el hijo; la incierta historia de amor con Silvia; y desde luego el impacto de la memoria en la vida de las personas. Todo el relato se desenvuelve con la forma de un recuerdo activado por acontecimientos actuales, la impresión del proyector de la memoria sobre una remota pantalla blanca: «Pensó que los recuerdos eran invisibles como la luz y, así como el humo hacía que la luz se viera, debía haber una forma de que fueran visibles los recuerdos». Pese a nuestra imposible empatía con los protagonistas, el trabajo de edificación de Vásquez y la expresividad de su escritura justifican los elogios ganados por esta novela: la soberbia reconstrucción en forma de ficción de una vida excepcional.


Mañana – Graham Swift

“Puede que lo único que los padres quieran de los hijos sea volver a sentir esa profunda lentitud del tiempo, esa lentitud larga y casi detenida”.

La víspera del 16º cumpleaños de sus hijos mellizos, una madre rememora para ellos la historia desconocida de la familia, antes de descubrirles un secreto presuntamente decisivo en sus vidas. El plazo de la epifanía, fijado en el momento mismo de su nacimiento, se cumple mañana: los 16 años certifican una frontera de madurez suficiente para enfrentar la realidad. El futuro postergado adquiere la condición de inminente, como el amanecer, y el encargado del anuncio será el padre, por acuerdo explícito de los progenitores. Él duerme. Mientras, la mujer permanece en vela como heraldo insomne, para tejer un largo monólogo en el cual danzan las sombras del pasado: la leve tramoya de actos, decisiones y circunstancias, a menudo involuntarios, desembocará en una revelación susceptible de cambiar para siempre la existencia de los chicos. «Dormís el sueño profundo de los adolescentes. Yo apenas lo recuerdo. Me pregunto cómo dormiréis mañana», advierte. Graham Swift sostiene el mecanismo entero de su novela sobre la condición de esa incógnita y el suspense ordenado por el recuerdo, mientras el tiempo vierte su líquido candente de horas hacia el momento de la verdad. Esa tensión aspira a justificar la trabazón de un relato de interés desigual. El problema de la propuesta de Swift resulta simple: el secreto no es para tanto, la verdad. Su pretendida carga demoledora aparece en realidad desactivada, en contraste con el artificioso énfasis de la narración. El anuncio no justifica una crónica tan detallada -y a menudo insulsa- del noviazgo de los padres, ni de las singularidades afectivas y sociales de los suegros, ni siquiera la presencia afrodisiaca y premonitoria de un gato, los devaneos y saltos de cama de unos y otros. Todo el relato de la madre adquiere la forma molesta de una justificación innecesaria; y uno piensa en esas obsesiones absurdas de las noches sin dormir, bucles sin sentido, atenuados en cuanto asoman las primeras luces de la mañana. Conforme las horas aproximan el instante de la culminación, el edificio se desploma sobre la expectativa insatisfecha. Bajo los escombros, además, queda enterrada la única pregunta de verdad interesante: y los chicos, ¿qué piensan de todo esto?


Mejor la ausencia – Edurne Portela

«Crecer siempre implica alguna forma de violencia, contra uno mismo o contra aquellos que quieren imponer su autoridad».

No he leído Patria (algún día lo haré… o no) y eso nos ahorra el inevitable ejercicio comparativo entre la novela de Fernando Aramburu y esta de Edurne Portela. Mejor la ausencia me deja frío de la primera a la última de sus páginas, pero aún ahora, después de leído y pensado, no alcanzo a advertir la causa precisa: si es el tono amargo demasiado cotidiano, la crudeza sincopada de la escritura, el residuo de algún prejuicio, el ocasional laísmo… O si en realidad, de forma paradójica, sufro el indeseado efecto lateral de aquello que más interesante me resulta como propuesta en el libro: el modo de situar el foco sobre el reflejo de la violencia en las vidas privadas, mientras los núcleos externos generadores de esa violencia permanecen en un meditado fuera de campo. La falta de inconcreción parece su gran valor, y sin embargo me distancia. No es una novela sobre el terrorismo pero sí sobre su onda expansiva en la sociedad vasca de los últimos 50 años; no es una novela acerca de la guerra sucia, pero la densidad de una amenaza latente impregna toda la atmósfera. Es un relato sobre vidas afectadas de maneras diversas por un caldo de cultivo propicio a la crueldad, el salvajismo, la coacción y el desprecio mutuo. Cada uno de los miembros de la familia bracea por sobrevivir en el marasmo de agresividad permanente que ensombrece sus relaciones. Todos aparecen tamizados por la mirada de Amaia, la hija menor: una perspectiva primero de niña, después de adolescente, finalmente joven y adulta. Ella compone la primera persona del relato. Y todos parecen escapar a su desesperado intento -y el nuestro- por comprender, situarlos en un contexto y concretarlos, tal vez en etiquetas, tal vez en arquetipos, tal vez en personajes o categorías cuestionables desde una u otra postura. Esa extrañeza también nos alcanza como lectores. Cuando los vemos en la lente unificadora del hogar derrumbado, aparecen nítidos. Al alejarse, su figura y sus actividades, los sentimientos, las motivaciones, todo se emborrona en una bruma deshilachada. Queremos comprenderlos, o despreciarlos, a menudo ambas cosas. Pero ninguna resulta posible. Edurne Portela los construye con humana desolación y uno confiesa, no sin cierto disgusto, no haber podido hacerla propia. Todo el tiempo los miramos con la misma frustración de Amaia, pero con mucho más desinterés. Y en el fondo queremos perderlos de vista.


Archipiélago Gulag (Volumen I) – Alexsandr Solzhenitsyn

«Para hacer el mal, antes el hombre debe concebirlo como un bien o como un acto meditado y legítimo. Afortunadamente, el hombre está obligado, por naturaleza, a encontrar justificación a sus actos. (…) ¡La ideología! He aquí lo que proporciona al malvado la justificación anhelada y la firmeza prolongada que necesita. (…) Gracias a la ideología, el siglo XX ha conocido la práctica de la maldad contra millones de seres».

La obra de Solzhenitsyn ocupa un puesto capital en la historiografía del siglo XX, como inabarcable testimonio de la tiranía comunista: una autopsia minuciosa de la maquinaria represiva (de los centros de detención y las cárceles a los campos de trabajo) puesta en marcha por Stalin. Casi todo habrá sido dicho ya acerca de esta «bomba de papel», fundamental por su efecto de voladura del gigante URSS desde sus mismas tripas, como para pretender sumar aquí ningún enfoque significativo: el Archipiélago ha sido estudiado, debatido, celebrado y combatido, y tan o más interesante que su lectura es la indagación en las consecuencias, alcance y reacciones a lo largo del tiempo. Pero eso es otro asunto, ajeno a esta nota. Joven capitán del ejército soviético durante la II Guerra Mundial, el autor fue detenido en febrero de 1945 por criticar de forma más o menos velada la deriva del país y del estalinismo en una serie de cartas intercambiadas desde el frente con un viejo amigo. Su condena lo llevó primero a ser recluido en la Lubyanka, sórdido centro de detención e interrogatorio del KGB en Moscú (este primer volumen se centra en ese periodo). Más tarde vino la sentencia a ocho años en un campo de trabajo; y, tras un largo paso por otra cárcel de la capital, la deportación a un campo en Kazajistán. En este ensayo/libro de memorias/documento histórico, Solzhenitsyn relata su propia experiencia, pero ni mucho menos se detiene ahí. De la narración memorística parte una investigación que se expande de forma interminable, sostenida en una profusa documentación de casos y testimonios. Solzhenitsyn vuelca en sus páginas lo individual, pero también y sobre todo lo político, sociológico, jurídico y administrativo. El libro resulta opresivo, indignante por la imposible asimilación de un horror obsesivo y despiadado. También porque arroja una instructiva luz acerca de los mecanismos cotidianos para su administración y revela a todos los cooperantes necesarios, públicos y anónimos. Solzhenitsyn lo dota no tanto de densidad emocional -aunque resulte inevitable sentir la impotente piedad por el ser humano frente a la barbarie impuesta por otros seres humanos-, como de una prolija descripción de todas las aberraciones, injusticias y abusos perpetrados por un sistema legal (!) de apariencia sofisticada pero basado, en el fondo, sobre un sustrato cochambroso. El propio autor contribuye a ello al oponer en no pocos momentos una afilada ironía, casi un humorismo oscuro, a las atrocidades por las que debió pasar, contempló o recopiló en voces ajenas. Ridiculiza a los monstruos, se ríe de ellos. A menudo, el relato se hace desigual, reiterativo o directamente tedioso en su propia monumentalidad descriptiva. No resulta precisamente entretenido de leer. Leí en algún lado: un clásico indudable, un libro más importante que bueno. Aun así, de necesaria lectura, agregaría uno como mera opinión personal.


Marzo 2024

(Para ver el diario completo de lecturas, aquí).





Los libros (XI)

19 02 2024

Poeta chileno – Alejandro Zambra

“El padre se deja ganar, porque para ser un buen padre hay que dejarse ganar. Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera”.

El entusiasmo crítico alrededor de Poeta chileno me hace sentir el tipo solitario en una fiesta. No tan radical, pero algo así. Aprecio la escritura diáfana de Zambra y su música: literatura de lo cotidiano, épica menor de las personas imperfectas, un poco extraviadas; relaciones extemporáneas, por lo general casi felices o eso dirían sus protagonistas, aunque en otros momentos no. Los errores cometidos o tal vez no; los encuentros casuales o quizás no. El amor de una vida o de un día. Quién sabe. Los sueños cumplidos o no. Quizás la paternidad. U otra cosa que es paternidad pero no lo es. Ser hijo y ser padre o ninguna de esas cosas. El nombre imposible de los sentimientos. Zambra dibuja su pequeño universo con un trazo muy humano y real, próximo, cierto. Con personajes en general encantadores en las incoherencias de su búsqueda, amenazada por respuestas poco concluyentes. Excluiré a esa Carla a quien juzgo antipática, hiper protectora y glacialmente arbitraria: la novela me parece mucho más generosa con ella de lo debido. Hay también una gata, de nombre Oscuridad, con los colmillos muy largos. Presente y ausente, como el resto de protagonistas, encarna de forma implícita el ligero aroma de pesadumbre desplegado por Zambra en sus páginas. Una sombra acechante, como un gato silencioso cuando se mueve de un rincón a otro para seguir durmiendo. El título habla de un poeta chileno, en singular. Pero se trata de un singular genérico, con artículo elidido: el poeta chileno. Una categoría. En efecto, la novela está llena de poetas. Zambra es poeta. Gonzalo y Vicente, sus personajes, aspiran a serlo; Pru entrevista a un sinfín y escribe sobre ellos. Las citas de versos son frecuentes. Y ese fondo tan chileno, mezclado con el marco de un país en tránsito desde la dictadura al desencanto, ofrece el ambiente para una novela con cuatro relatos en tiempos distintos: Gonzalo y Carla de novios; Gonzalo, Carla y Vicente, el niño de ella, como adultos; Vicente en la adolescencia y Pru, una mujer norteamericana llegada al país para rastrear la inacabable tradición poética en Chile. Más la pléyade de poetas, por momentos demasiado poetas pero siempre imprescindibles. Y por fin, una outtro en la forma de fade out, el desvanecimiento de una canción, sin desenlace ortodoxo. Zambra declara su decisión de autor: abandona la pista de los personajes para no someterlos a un destino. Sobre los ecos de Bolaño anotados en muchas de las referencias a esta novela sólo diré esto: me suena a aquella inútil obsesión de la música inglesa por encontrar a los nuevos Beatles. En fin: gran novela, dice el mundo. Uno no le guardará tanta pasión admirativa. Pero sí un cálido afecto. O tal vez no.


Una novela francesa – Frédéric Beigbeder

«Es difícil reponerse de una infancia infeliz, pero puede resultar imposible reponerse de una infancia protegida».

El niño que mira desde la cubierta de Anagrama con rasgos de querubín es el propio Frédéric Beigbeder, en un retrato infantil que cuelga en los muros de su casa. Confiesa el autor que, cuando a menudo cruza la mirada con su propia mirada en el cuadro, advierte un gesto admonitorio: el niño examina al adulto y este le corresponde con su propio juicio retrospectivo. Una novela francesa es, en cierto modo, la transcripción de ese diálogo. Esto fuimos, en esto nos has convertido. Detenido dos días y sus noches en un lúgubre calabozo parisino por consumir cocaína en plena calle, el escritor inició durante su reclusión este particular De profundis, para rendir cuentas consigo mismo y su familia. Mientras protesta contra los excesos del sistema -la denuncia suena a parodia adolescente, a propósito o no- , combate su amnesia («No me acuerdo de mi infancia», declara en principio) y revisa el siglo de una estirpe mezclada de aristócratas provincianos y burgueses venidos a menos. Beigbeder alterna pasajes de descarnada honestidad -cuando se refiere a los padres, a las relaciones extramatrimoniales de ambos y al modo en que lo afectó su temprana separación-, con lugares comunes de sentimentalismo bon vivant. Aun así dibuja momentos logrados de arqueología sentimental. El libro deja impresiones desiguales, como el propio Beigbeder. Por momentos asoma un escritor de ingeniosa ironía: «El estado francés intenta hacer lo posible para que los ciudadanos puedan ascender socialmente, pero no prevé nada para ayudarlos a descender. La amnesia es la única evasión de los pudientes frente a la ruina», escribe con sarcasmo sobre la decadencia de su familia. En otras ocasiones descubre una superficial pose de enfant terrible. Un Peter Pan esnob algo sobradito, ligeramente provocador, al que igual no le vino mal el escarmiento. Pero bueno… tampoco es eso, que el pobre lo debió pasar mal.


El colgajo – Philippe Lançon

«Aquellos días me di cuenta de cómo un periódico como Charlie formaba parte del contrato social francés -o de lo que quedaba, para ser más exactos-. La mayoría de la gente no habría suscrito este contrato si se lo hubieran dado; pero no era imprescindible firmarlo para disfrutar de él, incluso sin querer. Bastaba con respirar el aire en el que su tinta se había secado hacía tiempo».

Philippe Lançon asistía a la reunión de redacción del semanario Charlie Hebdo en la mañana del 7 de enero de 2015. Los periodistas debatían sobre Sumisión, la novela en la que Michel Houellebecq imagina una Francia gobernada por islamistas. Y Lançon le mostraba a un compañero un libro de fotografías de leyendas del jazz en el sello Blue Note. Entonces, dos jóvenes armados con Kalahsnikovs entraron en las oficinas y sustituyeron el ligero aire intelectual de la mañana por un pesado infierno de fanatismo yihadista. Parece difícil imaginar una contraposición más extrema -la 5ª República frente a la deformación moderna de la Bastilla-, pero la crueldad atrabiliaria del terrorismo desactiva cualquier metáfora. Once periodistas, además de un policía rematado en el suelo en plena calle, murieron asesinados entre las mesas de trabajo. A Lançon las balas le abrieron un boquete en la mandíbula y varias heridas en los brazos y las manos. El colgajo es la memoria acumulada en largos meses de hospital. Mientras afuera el país entona una letanía fugaz para defender su principio de civilización («Je suis Charlie!»), Lançon era Charlie de un modo que nadie más podría comprender. A menudo, ni siquiera él mismo. Lançon relata con afán minucioso de cronista el diario de penalidades de su convalecencia. Las físicas y las psicológicas: cuidados intensivos, pruebas, análisis y hasta 17 operaciones para reconstruir el rostro deshecho mediante el trasplante de un peroné y los injertos de piel tomados de sus propios muslos. Colgajo, le llaman los cirujanos. Luego, la alimentación por sonda, la pelea con los laboriosos apósitos empapados de baba, las incomodidades de la unidad VAC, sus conversaciones por señas, gestos y una pizarra de autoborrado. La solidaridad, la incertidumbre en la rehabilitación, las terapias para el cuerpo y la mente. El miedo, la incomprensión y el distanciamiento de los relatos exteriores. En todas partes lo custodian día y noche parejas de policías armados, por si los yihadistas vuelven a terminar el trabajo. Un cambio de habitación supone un abismo de terrores. Batalla en una relación sentimental que amenaza con ahogarse en la brutalidad de la experiencia. Va y vuelve al quirófano, ahuyenta fantasmas, mira de frente a imágenes repetidas: los extraños gritos en la antesala de la redacción, el tableteo sordo de las primeras descargas, el guardaespaldas que no desenfunda a tiempo su arma, las piernas vestidas de negro que proclaman «¡Alá es grande!» mientras disparan, una arenilla de dientes en la boca destrozada, los sesos de un compañero derramados sobre el suelo de linóleo. Le preocupa si alguien robará su bicicleta atada durante meses a a la puerta del periódico; y cuándo podrá recuperar su móvil; dónde habrá quedado el libro de fotografías de Blue Note. Asideros de la normalidad arrasada. La soledad inaccesible de lo vivido en primera persona. El libro relata ese extenuante suspenso de reconstrucción física y mental, sostenido por los médicos -al frente su cirujana, Chloé, uno de los personajes fundamentales y más vívidos del libro-, enfermeras, policías, cuidadores, familiares, amigos y amantes. Lançon se aferra a todos ellos en su dependencia y anuda la cordura del espíritu a la literatura y la música: lee las Cartas a Milena de Kafka; le acompañan y acompaña a los habitantes del sanatorio de Davos en La montaña mágica de Thomas Mann; escribe sus columnas para Charlie Hebdo y Libération; por las tardes, escucha a Bach y por la ventana de su estancia en Los Inválidos admira la cúpula de la tumba de Napoleón. Inspirado por Proust y El tiempo perdido, pugna a diario por encontrar coordenadas fiables en medio del tiempo destruido, tiempo interrumpido, tiempo suspendido. La reconstrucción de su rostro sintetiza la reconstrucción del hombre. “Un cuerpo que no era del todo mío, en una vida que no era del todo mía”. Lançon obra un prodigio trascendental: conjura la atrocidad para levantar sobre el polvo abyecto de la muerte un monumento a la vida. La existencia, la resistencia y la persistencia del hombre y de la razón contra el fanatismo y las supercherías. Bellísimo y doloroso. Tan terrible como magnífico.


Febrero 2024

(Para ver el diario completo de lecturas, aquí).





Leer está sobrevalorado

16 02 2024

Hace un tiempo encontré un artículo dedicado a ciertos superlectores: gente que devoraba cien o más libros al año. Me causó curiosidad la cifra. Vale decir asombro, claro. Algo nos interpela siempre en la estadística: compararnos con el resto. Estos días también leímos sobre la media de encuentros sexuales de los aragoneses (siete cohetes por mes, si no recuerdo mal) y ahí aún habrá sido más inevitable para todos compulsar el baremo para contrastarlo con el rango propio. Como cuando los niños van al pediatra y les sitúan sus medidas en el percentil. Ese momento en que la ciencia te detalla la posición de desarrollo de tu vástago frente al rebaño y tú adviertes ahí el peso del desafío, un cierto prestigio de la familia en juego, hasta el anuncio del facultativo: «En altura el niño está en el tramo alto… pero usted viene follando poco, oiga».

Hablábamos de libros. Cien libros al año me pareció una cifra notabilísima y entré al detalle. Pronto temí el conflicto. Como es costumbre en la sociedad de hoy, en la actitud de los superlectores -o tal vez se la atribuyera el propio diario con entusiasmo mimético- había implícita una brizna de superioridad moral: ese orgullo injustificado, la insolencia que parece impregnar hasta los más nimios comportamientos o costumbres privadas. Con esta mierda de la marca personal, todo el mundo anda vendiéndose a sí mismo como proyecto de vida y se piensa un gurú de sus propias obsesiones. Resulta agotador.

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Los libros (X)

4 02 2024

La ciudad de los vivos – Nicola Lagiogia

«Deberíamos amar a la víctima sin necesidad de saber nada de ella. Deberíamos saber mucho del verdugo para entender que la distancia que nos separa de él es menor de lo que pensamos».

En marzo de 2016 Manuel Foffo y Marco Prato, dos veinteañeros romanos que apenas se conocían, pasaron cuatro días y sus noches en el apartamento del primero, entregados a un amorfo ritual de excesos, cocaína, pastillas, vodka, sexo y travestismo. Conforme crecía su estupefaciente desconexión con la realidad, comenzaron a invitar de forma aleatoria a amigos o conocidos de Foffo, con intención confusa, alimentada por la agresividad de las alucinaciones dictadas por su imaginación, el paroxismo manipulador y abusivo de Prato -muchacho gay, narcisista de tendencias suicidas, que trabajaba como relaciones públicas en garitos de la noche capitalina- y la expresión desviada de traumas más o menos profundos. De entre los varios visitantes, el último se llamaba Luca Varani y nunca salió ya del apartamento. Prato y Foffo lo mataron a cuchilladas y martillazos. En teoría, «para saber qué se siente al matar a alguien». Lagiogia, periodista y escritor de éxito, se obsesionó con el caso y lo reconstruye de principio a fin: desde la personalidad de los criminales, la víctima, sus familias y entorno próximo, al impacto del suceso en todos ellos; los días y noches culminados en el asesinato (de lejos las mejores páginas de todo el libro, un relato minucioso, tenso, vibrante y desolador), el juicio y el final de la historia. Por el camino retrata una ciudad decadente, una Roma que, escribe Lagiogia, «si se contaban los asesinatos (…) se habría dicho que no era una ciudad especialmente peligrosa. Era violenta en el plano psíquico». A eso le suma apuntes que replican el desquiciamiento de esta sociedad de vanidosa, cruel estupidez, encarnada en la estridencia de las redes sociales. Bajo las páginas late una certeza: cualquiera puede ser asesino y víctima en un cruce estrambótico, fugaz y ridículo de las circunstancias. Este tipo de sucesos excitan el entusiasmo morboso de nuestra mente y una pregunta recurrente: por qué. Sin embargo, uno no cree siempre pertinente la búsqueda del por qué. A menudo la realidad -y la muerte constituye su forma más afilada- se explica apenas por la fuerza del absurdo. Además, la motivación oculta no pocas veces una tentativa de redención del culpable, sustituyéndola por la responsabilidad colectiva. Tal y como se afirma en otro libro que leo ahora, formar parte de “los humillados” de la sociedad no otorga el derecho de matar a nadie. Ni lo explica. Foffo y Prato no entran en esa categoría ni forzando las puertas. Dudo si Lagiogia buscaba un motivo, una explicación psicosocial o alguna forma de teorización. O si renuncia a ello. En un momento confiesa la naturaleza de su fascinación por el caso: un episodio íntimo lo aproxima de forma tangencial a lo sucedido. Al final, toda la historia me dejó una sola emoción, profunda, constante, dolorosa: la terrible pena por la víctima. La compañía de Prato, un indeseable con ínfulas, y Foffo, pobre diablo acomplejado, me resultó en todo momento irritante. Hablamos de impresiones personales y conviene no tomarlas como argumento crítico. La reconstrucción de Lagiogia se asoma a un abismo del que cuesta apartar la vista, pero no me parece añadir revelaciones significativas a los hechos desnudos: Foffo y Prato se pusieron hasta las cejas y mataron a un chico. Fin. No hay más misterio, ni psicológico, ni criminal, ni social, en un hecho así. Se trata de una tragedia sustantiva, cuyo relato comienza y termina en sí mismo. Por eso prevalece la pregunta de un colega de Lagiogia al autor en un momento de su investigación: «¿Quieres explicarme qué demonios te parece tan interesante en este caso?».


Simón – Miqui Otero

«Pronto empezaría a sospechar que gran parte de la vida adulta es más aburrida que seria».

Miqui Otero cuenta las andanzas de Simón, nacido y criado en un bar barcelonés, una infancia de la mano de su primo y el aprendizaje de su pronta y larga ausencia El relato de crecimiento de Simón se asienta sobre el tránsito desde la Barcelona olímpica de 1992 hasta la ciudad vampirizada por la crisis, el turismo y el conflicto político de hoy. Tal vez Otero apoya en ese decorado -cartón pintado al fondo del escenario- un leve paralelismo entre los anhelos personales y los colectivos, deteriorados por el tiempo y las circunstancias. No hay grandes énfasis y eso a veces resulta un acierto y otras, un problema. La lectura produce cierto gusto de fluidez y ternura. Otero hila una prosa amable, de media sonrisa y cálida proximidad. No narra grandes acontecimientos ni parece pretenderlo, aunque sí se aprecia la intención de una mínima épica barrial, sentencias de trascendencia modesta y guiños generacionales o de clase, esa clase algo difusa pero muy reconocible conformada por la gente normal. El conjunto de episodios van conformando una vida de resonancia más desenfadada que sustancial. El protagonista parece serlo a su pesar, por imperativo del título, no por la fuerza del relato ni por el impulso de su presencia, actos o pensamientos. El resto asoman y salen del foco como van y vienen las personas según los años, épocas y momentos. Ninguno hace ni dice nada demasiado interesante o estúpido. Son el coro de una vida adulta «más aburrida que seria»; el elenco de un relato anodino, aunque no molesto. Guardo por Simón, el personaje y la novela, una simpática indiferencia.


Diciembre 2023 / Enero 2024

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Los libros (IX)

12 01 2024

Nuestra parte de noche – Mariana Enríquez

«Los fantasmas son reales, y no siempre vienen los que uno llama».

Me tengo por hombre cauto y el terror no me interesa nada. El ocultismo, lo paranormal, las liturgias, las invocaciones, la astrología, el reino de las sombras, las ciencias ocultas… Nada. Y de eso hay mucho, todo, en esta larga novela de Mariana Enríquez: 667 páginas (una menos y habría sido un signo, ¿no?), sostenidas en la lucha de Juan por salvar a su hijo Gaspar del tenebroso destino al que lo aboca su condición de heredero, mesías de la inmortalidad ansiada por una secta familiar. Se trata de la equívoca batalla de un hombre desconcertante, padre hostigado y de amor elusivo, por redimir a su vástago de la extrema crueldad de los suyos. La sangre no como refugio o pertenencia, al contrario: un imperativo de irracional ferocidad. Enloquecida supremacía de clase. Toda la ficción discurre en paralelo al contexto socio-histórico de la última dictadura militar argentina y los años posteriores, cuando la oscuridad encubre más oscuridad. Enríquez sostiene con enorme destreza el envoltorio de contextos, asientos cruciales en la construcción de un universo trastornado. Pero lo que ocurre dentro, las líneas principales de la trama, reúnen todas las condiciones para mi desinterés. Es una cuestión personal relacionada con el tema, por tanto imposible de elevar a categoría de crítica. Habrá quien apunte lo innecesario de atravesar con apatía casi 700 páginas de relato, desde luego. Pero uno desligó la indiferencia por el fondo -la turbación, el sadismo y la barbarie, más espanto que terror, encerrados en sus páginas- del aliciente de la forma: la técnica en la elaboración, el trazo de personajes, los cambios en la voz narradora, el encaje de tiempos en cronologías variables, la construcción de ambientes y escenas. Y así, disfrutamos de leer a Mariana Enríquez sin disfrutar de la novela de Mariana Enríquez. Estas cosas suceden con los libros. Comparto una buena consideración acerca de su estilo narrativo, tanto como las opiniones menos favorables, sostenidas en la irregularidad de algunos pasajes del relato; y una resolución menor en comparación con la minuciosa edificación precedente. Las novelas, especialmente así de largas, recuerdan la discontinuidad de una cordillera: con sus picos, valles y mesetas. En fin… escuchando esta muy agradable entrevista, pensé que seguramente Mariana Enríquez y yo nunca nos encontraríamos en un cementerio. Pero no sería extraño cruzarnos en un concierto de rock. Pues igual con sus libros.


La mujer singular y la ciudad – Vivian Gornick

«Cada cincuenta años desde la Revolución Francesa se había descrito a las feministas como mujeres ‘nuevas’, mujeres ‘libres’, mujeres ‘liberadas’; pero Gissing había encontrado el término adecuado. Éramos mujeres ‘singulares».

Por singulares entiende Gissing, entiende Vivian Gornick, entiende uno al leerla, al opuesto de una mujer declinada en plural. En el título hay, entonces, una defensa de la individualidad, personal y desde luego femenina, en medio de una ciudad universo, donde el aislamiento constituye un estado natural de quienes la habitan. El volumen reúne diálogos fugaces captados en las calles, las tiendas, los bares o los rellanos de Nueva York. Una conversación permanente de Gornick consigo misma o con allegados. Reflexiones en torno al feminismo, la mujer, el amor y/o el sexo, la amistad, las personas… apuntes no necesariamente memorables o inspiradores. Gornick va y viene por sus rutinas y pensamientos urbanos, cruza las calles y atiende a otras voces, las intercambia con la suya o les agrega anotaciones. A veces jugosas, otras olvidables. En suma, un cuaderno de anécdotas cotidianas, lo cual no pretende ser peyorativo sino mera descripción: al cabo, lo anecdótico tiende a ocultar verdades esenciales. Entre todas las presencias sobresalen dos: su madre y un amigo, arquetipo gay de serie neoyorquina, sofisticado, culto, perspicaz en su lúcida infelicidad, apenas enmascarada. La mirada de la autora conserva cierta fascinación de niña de barrio que explora el deslumbrante Manhattan –«Caminé por aquellas calles durante años, entusiasmada y expectante, y cada noche volvía a mi casa en el Bronx a esperar que la vida comenzase»-; pero apaciguada por el tamiz reparador de la experiencia (el libro se publicó en 2015, cuando ella había cumplido 80 años). «Si has crecido en Nueva York, tu vida es una arqueología no de estructuras, sino de voces, que también se apilan unas sobre otras, y que tampoco se reemplazan unas a otras». Gornick examina el latido íntimo de la metrópolis, el alma anónima de sus habitantes, y los incorpora a las certezas de una existencia ya aprendida. El indudable valor literario e intelectual de su voz queda afectado, en algunos momentos, de un entusiasmo excesivo por sí misma.


Ayer – Agota Kristof
No importa – Agota Kristof

«Yo me quedo aquí sentado, en una silla, en mi casa. Sueño un poco, apenas nada. ¿Con qué podría soñar? Me quedo sentado, sin más. No puedo decir que esté bien, no me quedo ahí por mi bienestar, más bien al contrario».

A Agota Kristof se la lee fácil; pero asimilarla resulta más complejo. Nunca me había enfrentado a una escritura tan raquítica y hermosa, tal vez resultado de la peripecia vital de la autora: nacida en Hungría y emigrada a Suiza, por motivos políticos, en 1956. Aprendió francés y en esa lengua escribió su obra. He leído que la prosa de Kristof camina sonámbula por las páginas, una definición bien precisa. Cada línea se arrastra como el garabato entintado de un animal moribundo, un instante de clarividencia insomne. Las frases tiemblan de fragilidad, como una vela extenuada; el cadáver de la belleza pronunciando sus últimas voluntades. Al lado de Kristof, Raymond Carver parece un fabulador barroco. El resultado son obras de un estilo distintivo, lánguido, precioso, de desmayada poética. Ayer es una novela breve, asombroso monumento de apenas unas decenas de páginas. La mínima historia, de reminiscencias biográficas, de Sandor: exiliado a un país extranjero, alienado en su existencia rendida, despersonalizado entre compatriotas sin patria, trabajador en una fábrica de relojes. Como la propia Kristof, se infiere, aunque no haya referencia a un tiempo ni una geografía. Todo ocurre en lugares sin nombre, donde no merece la pena estar, y la nostalgia de otros a los que no se desea regresar. En días vaciados salvo por el exangüe amor de Sandor y Line, indeciso augurio de luz frente al nihilismo. No importa, mientras, reúne una colección de cuentos tan exiguos que apenas alcanzan a serlo, notas a veces inconexas o no figurativas, donde la trama no existe. Personajes y frases desubicados, en un extravío irreparable. Las palabras no conducen a ningún lugar. La siguiente frase muere en sí misma, como la anterior. En comparación con Ayer, No importa resulta menor. Aun así Kristof es una autora de la que deseamos ya fatigar cada línea. Interrogar su milagrosa sublimación del hecho narrativo, y del lenguaje, por la vía de la desnudez extrema. La sobrecogedora perfección del hielo.

Diciembre 2023 / Enero 2024

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Los libros (VIII)

13 12 2023

El dolor – Marguerite Duras

«Me duermo a su lado todas las noches, en la cuneta oscura, junto a él muerto».

En la mínima introducción que Marguerite Duras hace a El dolor confiesa no recordar cuándo, cómo ni en qué estado escribió este diario, encontrado en el armario de una residencia de vacaciones en los años 80. El dolor detalla sus días de angustiosa espera en un París recién liberado en el final de la II Guerra Mundial. Duras aguarda el regreso o la confirmación del trágico destino de su marido, prisionero en un campo de concentración nazi. Sus notas brotan del lacerante sufrimiento, el debate insoportable entre la esperanza y las crudas imágenes dictadas por los terrores de la imaginación. Duras lo licua en una escritura acosada por emociones que no alteran la necesaria precisión de la crónica. Un equilibrio inestable donde aflora la estatura literaria de la autora. El volumen lo completan cinco relatos más. Todos cuasi autobiográficos (excepto un par de ellos) y centrados en las actividades de la Resistencia, a cuyos cuadros perteneció Duras. Vibrantes y estremecedores, porque se mueven en el abismo de la guerra y declaran la deshumanización extrema, con escenas espantosamente vívidas, la caza descarnada del hombre por el hombre. En ellas, Duras escribe en primera persona por interposición. Se encarna en Thérèse, torturadora en busca de la confesión de un colaboracionista. Cuenta su peligrosa relación y la posterior entrega del oficial de la Gestapo autor de la captura de su marido, en una narración de suspense enardecido: ella teme ser descubierta por el despiadado nazi y él se obstina en imponer la desmoronada supremacía alemana sobre la evidencia de los hechos. En otra de las piezas, Duras muestra la sorda fascinación por Ter, miliciano apresado en uno de los centros de detención de los resistentes, quienes habrán de decidir sobre su vida. En esas páginas asoman, mezclados en la anónima ferocidad general, personajes históricos como François Morland, sobrenombre de quien sería presidente de la República Francesa, François Miterrand. Y por supuesto De Gaulle, a quien Duras y sus correligionarios oponen severos argumentos. Aunque en su postdata Clara Janés revela que el olvido de Duras no se debió a una enajenación traumática, sino a que escribió El dolor años más tarde, la desolación permanece intacta en cada línea, ajena a cualquier asincronía. De hecho, si hay una victoria en este libro reside en la vigencia implacable de su testimonio, desgarradora caligrafía de un horror minucioso, inconcebible y, sin embargo, aquí más presente que cualquier capítulo en un libro de historia.


Cero K – Don DeLillo

«En algún momento del futuro la muerte acabará siendo inaceptable, por mucho que la vida del planeta se haya vuelto más frágil».

La narrativa de Don DeLillo tiende a resultar enigmática y por momentos, como en Cero K, incluso glacial. Aun así prevalece su poder de deslumbramiento, en las ideas y reflexiones, o en la profundidad poco convencional de las tramas. Esta novela la abre la frase de uno de los personajes: «Todo el mundo quiere apropiarse del fin del mundo». A partir de ahí, DeLillo bascula entre la filosofía y la ficción, la religión y la ciencia, para imaginar una superposición de futuro y actualidad, ambos sombríos. Jeffrey Lockhart tiene un pie en cada lado. Primero acompaña a su padre, Ross, al remoto complejo subterráneo donde su esposa enferma va a entregarse a una solución de muerte inducida. Durante muchas páginas, Cero K se detiene en las descripciones del complejo, un personaje adicional con el aroma ilusorio, onírico e irreal de Kubrick: pasillos en laberinto, conversaciones indescifrables, presencias evanescentes, puertas que se abren y se cierran como en un sueño, cuerpos vaciados en asépticas cunas. Tras inyectarle una dosis de eternidad, la esposa será crionizada y conservada en una cápsula, a la espera de que la ciencia alcance el nivel de desarrollo que haga posible la curación y reversión del único suceso garantizado en la existencia: la muerte. El conflicto brota cuando el propio Ross -inversor principal en el negocio- anuncia su intención de acompañarla y convertirse en uno de los heraldos de la inmortalidad diferida. DeLillo contrapone la fe en tal estadio superior del padre con el recelo del contrariado Jeffrey, a quien conocemos en una versión mucho más tangible: su vida, más o menos sentimental, más o menos escéptica, en la fría Nueva York. Otra vez relaciones quebradizas, hijos extraviados, una amenaza latente. Pese a algunas resoluciones forzadas la prosa de DeLillo, imantada de sugerencias, resulta admirable y se impregna con los interrogantes del hombre frente a sus dudas, misterios y temores. «La tecnología se ha vuelto una fuerza de la naturaleza. No la podemos controlar. Recorre el planeta como una tormenta y no tenemos dónde escondernos de ella». Visiones abatidas sobre la anulación del individuo, entregado al vientre artificial de la máquina inteligente.


Ejército enemigo – Alberto Olmos

«La solidaridad ha fracasado».

Alberto Olmos me parece un columnista inteligente, mordaz y divertido, lo que tal vez sean tres formas de decir lo mismo. Es uno de mis preferidos, así que esta reseña contiene un sesgo favorable, si bien no incondicional. Sus virtudes como escritor las doy por constatadas, al margen del género: novelas (antes de Ejército enemigo leí Tatami, Trenes hacia Tokio y El talento de los demás, la más confusa para mí), artículos de opinión, recensiones literarias, críticas sobre series… Pretender un acuerdo sin fisuras con sus juicios supondría que sus opiniones fueran mías y no suyas. Esta simpleza la suele ignorar quien mide los pensamientos de los otros según el porcentaje de acuerdo con los propios. Dicho todo lo cual, imagino que, con Ejército enemigo, Olmos despertaría indignaciones en el momento de su publicación (2011 fue el año del 15-M, sirva el dato nada casual), como ahora lo hacen sus artículos en diversos medios. Siempre que lo leo me viene a la cabeza aquella frase de otro articulista montaraz: «Escribir es meterse en problemas». La vena polemista del autor está bien presente en el antagonismo de los personajes. Santi, publicista cínico que vive en un barrio degradado, alimenta una visión desapegada, sarcástica y corrosiva sobre los resortes del fenómeno llamado -de forma peyorativa pero certera- buenismo. Enfrente su amigo Daniel, activista de clase acomodada, víctima de un asesinato sin aclarar, le deja en herencia la contraseña de su correo electrónico y abre, así, la puerta a diferentes líneas de fuga: las múltiples derivas de nuestra existencia digital; la hipótesis, nada novedosa pero muy aguda, de la solidaridad como industria y estratagema del sistema para perpetuarse; y, sobrevenida en el tramo final del libro, una tentativa detectivesca de Santiago, quien intenta desentrañar con rudimentarias pesquisas los misterios de la violenta muerte de su amigo. El conjunto desemboca en una irregularidad que dispersa su buen tono general, sin anularlo. Alberto Olmos es escritor de una pieza: narra con solvencia, mecanismos aceitados (ritmo, personajes, escenas) y, a menudo, con visceralidad. Su estilo directo hunde las manos en realidades de escaso prestigio literario, pero bien descriptivas de un mundo donde la rendición de la intimidad cabalga de la mano de la impostura. Ejército enemigo no aspira a explicar esas disfunciones, pero las hace caldo en un buen relato. Como si nos quisiera decir: ahora es la realidad la que ofrece una visión deformada de los espejos.

Diciembre 2023

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Los libros (VII)

24 11 2023

A este lado de la luz – Colum McCann

«Nuestras resurrecciones ya no son lo que eran».

No acertaría a hacerle una enmienda académica a esta novela, en muchos aspectos irreprochable, salvo por un problema de orden mayor: me aburrió de principio a fin, casi sin paréntesis. La historia se despliega en dos planos temporales: por un lado la peripecia de Nathan Walker y otros inmigrantes -de los estados del sur, irlandeses, extranjeros-, topos que se jugaron la vida a diario en el primer cuarto del siglo XX para construir los túneles ferroviarios en el subsuelo de la ciudad de Nueva York; al otro, la existencia precaria de Treefrog y otros parias sin hogar, habitantes de esos mismos túneles abandonados en los años 80, acuciados por adicciones, ratas, inmundicia, frío y oscuridad. McCann traza un amplio arco de unas vidas a las otras, a lo largo de varias décadas, hasta hacerlas converger. La narración está bien armada, escrita con estilo correctísimo, ritmo solvente y técnica eficaz. Un poso de amargura esperanzada ilumina el reverso sombrío de la gran ciudad. Y de los túneles emerge como un aliento helado la epopeya de los hombres anónimos que le dieron forma y la de quienes subsisten sin casa y sin nombre. Los acompaño, sin embargo, con más desinterés que emoción. A menudo, incluso, con descarada indiferencia.


En esa época – Sergio Bizzio

«…vieron que lo único que se hacía más grande a medida que avanzaban era el desierto. Fue descorazonador. Ellos avanzaban un metro y el desierto cien».

Sergio Bizzio ha sido uno de los grandes -enormes- descubrimientos de este año. Unos meses antes leí Rabia -novela adictiva, tensa como un cable de acero- y ahora En esa época, propuesta de realismo histórico cruzado por una veta de fantasía desmesurada, espejo deformante de realidades no menos absurdas. Durante la década de 1870, el ejército argentino se lanzó al proyecto de construir en las tierras extensas ganadas a los indios una inmensa zanja de más de 600 kilómetros. Esa especie de muralla china invertida, en versión criolla, fue idea del ministro de Guerra Adolfo Alsina (se la conoce como la Zanja de Alsina) y tenía por objetivo contener los malones, las incursiones y emboscadas a caballo de los indígenas en los territorios arrebatados por el ejército. Una nueva frontera que asentase los avances de la civilización frente a la barbarie. Los medios humanos usados para la extravagante empresa fueron tan colosales como despiadados. Al recuento de penalidades de los hombres reclutados para abrir el foso, Bizzio le atraviesa el encuentro en las excavaciones de un vestigio monumental, pero no del pasado… sino del futuro: una nave espacial. A partir de ahí, exhibe su distintiva habilidad para crear mundos narrativos que descabalgan la lógica, la recubren de un provocativo humor negro, por momentos divertidísimo, y proponen un cruce excéntrico entre la realidad y la fantasía. Una delicia.


El diablo en coma – Mark Lanegan

«Me preguntaban tres veces al día si sabía dónde estaba y rara vez respondía correctamente».

Adicto casi desde niño, miembro de una familia deshecha, Mark Lanegan recorrió en su vida (casi) todos los episodios en el manual de excesos de una estrella del rock. Sus canciones siempre brotaron del sumidero de una vida oscurecida por nubes de ceniza y horizontes borrados. Así construyó densas melodías de voz pedregosa, al frente de Screaming Trees y de The Gutter Twins, como miembro del combo Queens of the Stone Age y, desde luego, en solitario: por sí mismo o en sus provechosas colaboraciones con la escocesa Isobel Campbell (ex Belle and Sebastian). Durante sus últimos años se trasladó a Killarney (Irlanda), país al que le unían raíces familiares, y allí lo atrapó el coronavirus, del que había descreído como tantos, animado por su escepticismo radical: una cepa exótica de la enfermedad lo puso en coma. El relato de ese tiempo, antesala de su fallecimiento, quedó recogido en este libro, Devil in a coma. Mientras se debatía entre la vida y la muerte, el teatro de su conciencia ausente embarcó al músico en un singular viaje, poderosa mezcla de recuerdos modificados, regresiones oníricas y alucinaciones visuales. Un largo paseo por un infierno delirante. Al despertar, la realidad inmóvil del hospital lo empujó a una enajenada amargura. La narración insiste en la frustración del enfermo indeseable, un demonio regresado del coma: tentativas de fuga, negociaciones para el alta voluntaria, trapicheos en busca de somníferos… Entre medias, Lanegan alimentaba un cuaderno de poemas contrahechos y cedía a las tentaciones de la conspiranoia pandémica. Así pasó varios meses, en una frontera incierta. Después escribió esta agria confesión, de estilo desigual, que ahora suena a testamento. En febrero de 2022, Mark Lanegan partió sin regreso. Tal vez añorando aquellos parajes de fantasía con los que su inconsciente le ayudó a zafar del dolor.

Noviembre 2023

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Los libros (VI)

14 11 2023

La carretera – Cormac McCarthy

«Donde los hombres no pueden vivir, a los dioses no les va mucho mejor».

Si La carretera fuera una historia de ciencia-ficción, Moby Dick sería un libro sobre pesca. En esta novela, McCarthy construye un mundo post apocalíptico en el que los hombres cazan, matan y devoran a otros hombres. Pero desecha la posibilidad de ahondar en la ficción distópica y su relato aparece despojado de cualquiera de los mecanismos del género. Las insidiosas cenizas lo cubren todo y funcionan a modo de elipsis del holocausto intuido: el mundo después del mundo. El autor prefiere narrar una epopeya íntima de resonancia universal: un padre y su hijo caminan en busca del mar, acechados por el hambre, el frío y las atrocidades. Ante todo, sometidos a la amenaza de un final donde sólo aguarda precisamente eso: el final. McCarthy enfrenta el latido precario de la razón con un mundo asolado por el salvajismo, mientras los dos recorren el espacio alegórico de la carretera a ninguna parte. La narración se ordena en párrafos fragmentados, escenas desgarradas de aislamiento, desolación, hambre, frío, oscuridad y terror. Cada palabra, cada pensamiento, cada acción, suponen residuos inermes de humanidad. El siguiente punto y aparte es otro fundido a negro, el de los días feroces desplomados en noches espantosas. Cuando vuelve la luz, regresa la agonía. Padre e hijo tratan de protegerse a sí mismos y al otro, cada uno a su manera. McCarthy explora la evolución de esa cruel vulnerabilidad a lo largo de decenas y decenas de páginas, con sensible precisión. En los diálogos, el adulto oculta y revela al niño el pavor ineludible del destino, las condiciones desalmadas que impone la existencia; mientras, el chico vacila entre su firme compasión infantil y la gradual conciencia del abismo que se abre frente a él. En la inversión de los roles, de su mirada al mundo, alcanza Cormac McCarthy los instantes más perdurables de una novela terrible y hermosa: «¿La vida real es muy mala? ¿Tú qué piensas? Bueno, yo pienso que todavía estamos vivos. Nos han ocurrido muchas cosas malas pero todavía estamos aquí. Sí. No te parece que eso sea tan estupendo. Puede». McCarthy articula la relación padre/hijo sobre este tipo de intercambios, voces mezcladas sin puntuación de diálogo, como si oyéramos la conversación entre dos personas a las que no vemos y cuyos puntos de vista varían. Hendiduras mínimas por donde atisbamos el agotamiento de la civilización, la especie casi extinta. La carretera se lee con desesperación urgente. Escrita con parquedad de lenguaje y una palidez ambiental sin concesiones, el gran logro de McCarthy consiste en iluminar la negrura con un fulgor de misericordia. Bajo el denso pesimismo sobrevive la delicadeza trémula de una llama.


Punto omega – Don DeLillo

«La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo…».

Un personaje anónimo visita cada día la sala del museo donde se proyecta en una gran pantalla Psicosis, la película de Hitchcock… en una versión particular: la reproducción a velocidad lenta hace durar la película hasta 24 horas. Esa alteración del tiempo modifica la percepción de la narración y de cada movimiento de sus protagonistas. Y abre a quienes saben mirar a una comprensión elevada, más allá de las figuraciones de la trama. Imágenes, planos y escenas bien conocidos se convierten en otra cosa. La instalación -obra videográfica real, exhibida en el MoMa de NY desde 2006- sirve a DeLillo como marco simbólico para una historia de extraño lirismo, oculto en algún punto inasible entre las líneas. El autor sustituye las certezas de la realidad por la apariencia de instantes, palabras y pensamientos en imprecisa fragmentación. Richard Elster vive retirado en su casa en el desierto: «El tiempo se hace más lento cuando estoy aquí. El tiempo se vuelve ciego. Siento el paisaje, más que verlo. Nunca sé qué día es. Nunca sé si ha pasado un minuto o ha pasado una hora. Aquí no envejezco». En ese refugio acoge al incipiente cineasta Jim Finley, quien le propone capturar en una entrevista conceptual, con un primer plano sostenido, el relato de sus experiencias como misterioso asesor del Pentágono. A los dos se une Jessie, la hija veinteañera de Elster, figura en abstracción emocional y física. Los tres pasan las horas mirando al desierto, a los días que parecen oscilar en un inmenso vacío, como el horizonte abrasado de calor, a menudo con un vaso de whisky en la mano. Y por las noches «las habitaciones eran relojes». El punto omega fue definido como el estadio más elevado en la evolución de la consciencia de los hombres. El lector pugna en esta novela con una historia próxima a la quiebra, con protagonistas vulnerados por su desconcierto. La forma desfallecida de lo que podría ser una conciencia última. Igual que la vida, tampoco esta novela se puede decir en palabras habladas o escritas. Al menos, no de un modo sencillo o convencional.


A pie cambiado – Miguel Pardeza

«El fútbol es bello en su generosidad y repugnante en su exacerbación».

Esta colección de artículos sobre fútbol -con resonancias que van mucho más allá del balón- se abre con el recuerdo de las primeras botas que tuvo Miguel Pardeza de niño -la anticipatoria «premonición de sensualidad» de su tacto en los dedos-; y las cierra un epílogo confesional rematado en esta frase: «Recordé que la infancia es única y, por tanto, definitiva. Y comprendí que, efectivamente, el tiempo es casi siempre el lugar donde no estamos». El fútbol a pie cambiado (zurdos acostados sobre la banda derecha y viceversa) es ya un lugar común de las minucias tácticas que sustentan o impiden la libre exhibición del talento de los artistas. En este Cuaderno de un futbolista desencantado, Pardeza maneja con destreza las dos piernas: conviven el conocimiento esencial de un juego sencillo con la hondura de argumentos e ideas de su mirada trascendente. Tendencias sospechosas en un deporte «acuciado por pasiones que van más allá de la misma conciencia». Ante la propuesta de publicación de esta somera antología, el autor dudó sobre su validez, tanto tiempo después. La prevención tenía su lógica: si algo no guarda el fútbol es memoria. Las glorias y fracasos duran lo que tarda en llegar el siguiente partido. Y las estrellas de ayer mueren en las de hoy, cada día. Cuando uno oye al periodismo hablar de un futbolista eterno, asoma el escepticismo: casi nadie sobrevive al relevo generacional, salvo en la retina de quienes lo vieron jugar. Entonces, a qué hablar ahora de los kilos de más del Ronaldo madridista; de héroes vencidos y olvidados, como el guardameta Molina; de Pascual Sanz, a quien Miguel dedicó un cariñoso parabién de amigo el día que se hizo entrenador; o para qué anotar pensamientos acerca de Van Gaal o Rivaldo o Guti o no digamos Iván de la Peña, cuyos fulgores se apagaron hace mucho… Y sin embargo el juicio sereno, desapasionado y casi humanista que Pardeza contrapone a la estridencia del fútbol redime la vigencia perdida por los personajes. El tiempo ha subrayado el valioso contraste de estos artículos frente al guirigay volátil de hoy: un mejunje donde conviven el periodismo devaluado, el estrépito del social media, los formatos televisivos de casquería, la atomización de canales y el narcisismo de la marca personal: todo es un YO magnificado. Admito haber leído este breve volumen con emoción. Por todos sus valores y porque el tono de desencanto liberado con el que Pardeza escribe sobre el fútbol me llevó a evocar días lejanos, compartidos a veces con el autor, cada uno en su lado del escenario. Al margen de la distancia intransferible de las experiencias personales, me resultó sencillo hacer corresponder algunas de sus epifanías con otras propias. En el fondo, todo confluía en la memoria idealizada del lugar donde ya no estamos.

Octubre 2023

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El monolito es Dios

17 10 2023

Los días pasados vi Golpe de suerte, la última de Woody Allen. Leo que esta Coupe de chance, rodada en París e íntegramente en francés, hace la película número 50 en su producción. Y acompañan el dato conjeturas sobre si será su obra final. Ignoro de dónde sale la cifra porque basta consultar su filmografía para comprobar que el neoyorquino ha rodado alguna más de ese medio centenar. El número no encaja ni sacando de la lista los segmentos de filmes colectivos firmados junto a otros autores, algún corto, producciones para TV, etc. Ignoro si estoy descuidando algún criterio; o si el responsable de la confusión fue el propio Allen, al afirmar en la promoción de Golpe de suerte que había hecho 50 películas, redondeo que todo el mundo ha tomado de forma literal.

No importa gran cosa. De todos modos, lo más sorprendente de la hemorragia creativa anual de Woody Allen -a menudo sospechosa de impulsar la decadencia de su cine- viene cuando uno repara en su longevidad. Por error o pura desatención hacíamos corresponder las exuberantes demostraciones de fertilidad de Allen sólo con el último tramo de su carrera: las dos décadas y algo más de este siglo, por situar el corte en algún punto. Lo tomábamos por una obsesión de la edad provecta, la innecesaria demostración de vigencia autoral y física de alguien que ya está más allá de la moda dominante: igual que cuando Jack Palance se puso a hacer flexiones a una mano en el escenario de los Oscars.

Pero no. Una simple consulta revela la verdad: la costumbre de liberar un estreno anual arrancó nada menos que en 1971 -a partir de Bananas, su tercera obra después de What’s up Tiger Lily (1966) y Toma el dinero y corre (1969)-. Abarca la mayor parte de sus prodigiosos años 80/90 y se ha prolongado ya sin interrupción hasta la actualidad. A lo largo de cinco décadas, Woody Allen ha dejado apenas dos mínimos paréntesis sin estreno: 1974 y 1981. Desde La comedia sexual de una noche de verano (1982) ha entregado 40 filmes del tirón, con un portentoso ritmo sostenido de estreno cada doce meses… o menos: en 1987 fueron dos, Septiembre y Días de radio. Películas no precisamente menores aunque sí muy distintas. En fin, como los Beatles cuando hicieron aquello de grabar el álbum Please please me en un solo día.

 Lou de Laâge y Niels Schneider, en un plano de ‘Golpe de Suerte’.
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