Maestro Vidal

11 04 2012

«Hay un cabestro rijoso en Las Ventas. Quizás sean dos. Hay un cabestro que en cuanto sale al ruedo no quita ojo del toro, no para de merodearlo, de timarse con un pestañeo coquetón y, si no se da por aludido, se pone a dar saltitos alrededor. Ante semejante descoco, la mayoría de los toros, que son muy machos, ni se inmutan. Algunos se hacen los dignos contemplando con altivez al cabestro maricón, o si no se fían lo miran de soslayo. Pero otros no se andan con bromas y, al verse acosados sexualmente, se le arrancan y le dan de cornadas. A veces el cabestro rijoso vuelve al corral hecho un cristo».

‘El Cabestro Rijoso’, Joaquín Vidal en Las Ventas el 13 de mayo de 1998.

Joaquín Vidal, inmortalizado por Claudio Álvarez para El País en su localidad de abono en Las Ventas: la clase de un maestro.

A Joaquín Vidal lo dejó hecho estatua para siempre el fotógrafo Claudio Álvarez, que lo retrató sentado sobre la piedra de la localidad número 16, tendido 8, en Las Ventas, una tarde de lluvia codiciosa y de andanadas vacías. Una de tantas tardes de toros. El instante volátil en que el profesional de El País gira el objetivo hacia su compañero y consigue una foto categórica, que va a definir al hombre en su posteridad. La imagen autoriza la ensoñación del Vidal que detallaron siempre sus crónicas taurinas, solitario en la plaza desierta, guardado del agua en un impermeable de cuerpo entero, camuflado el arte de la mirada tras unas gafas excesivas, tres viejas almohadillas empapadas a los pies, en los asientos contiguos, un paraguas de cuadro burberry rendido sobre el hombro. Inamovible de juicio, de estampa, de presencia, de categoría literaria, de oficio viejo, de pulcra sinceridad estilística, de maestría sencilla. Es el retrato al que recurrimos todos los que estos días, 10 años después de la muerte del maestro Joaquín Vidal, queremos dejarle unas líneas que lo subrayen, como esas tres almohadillas en una plaza vacía.

Nada se puede escribir de Joaquín Vidal porque era Joaquín Vidal, como todos los grandes, el que se escribió a sí mismo en cada renglón de sus crónicas, y lo hizo de forma tan minuciosa, tan brillante, durante los 25 años en que ejerció la crítica taurina en El País, que no dejó absolutamente nada que decir. Sobre su genio inagotable de escritor de periódicos, de escritor de toros, él mismo lo dijo todo en las decenas de crónicas que estos días vuelvo a interrogar, tiempo después, y que me siguen dejando el mismo asombro desmedido de la primera vez. A Joaquín Vidal me lo puso ante los ojos Muñoz Lacasta, que encarpetaba sus crónicas en cuartillas fotocopiadas y las guardaba entre los cojines fuera de sitio de aquella revolución espacial que era su piso de entonces en el parque Roma. Muñoz no hubiera sido capaz jamás de encontrar en su salón un solo objeto de los que cualquiera consideraríamos cotidiano. Tú le pedías una cucharilla y no había caso; le preguntabas por un vaso, por el mando de la televisión, por la botella de agua. Nada. Pero si le decías: «Sácame las crónicas de Joaquín Vidal…», hacía así a un lado un montón de periódicos viejos, escarbaba entre el revisterío, apartaba dos cojines, una mantita, los platos de la comida de ayer, levantaba el asiento, apartaba las cajas de cedés… y brillaba el atado de las crónicas ante tus ojos. Las primeras, las de Curro, porque nadie escribió al Curro de la gloria ni al Curro de la ignominia como Joaquín Vidal. «Curro se cuida el cuerpo», tituló una vez. Y contaba cómo mandaba el Faraón a su subalterno, Rafaelito Torres, a abanicarle el aire de capotazos interminables al toro que lo miraba mal, al toro farrucón, al toro acorazado, al toro de casta, de trapío: «El trapío -escribía Joaquín Vidal- es aquello que se ve y no se puede explicar. El trapío es como una aurora boreal en los Mares del Sur. Los aficionados, por ejemplo, cada vez que van a los Mares del Sur, a lo mejor no pueden describir lo que están viendo, pero lo reconocen de inmediato. Y entonces señalan con el dedo el horizonte, afirmando: ‘Eso es una aurora boreal, señores».

'Crónicas Taurinas', el feliz volumen que El País Aguilar publicó a la muerte de Joaquín Vidal: la dedicatoria revela que fue una idea, cómo no, de Alfredo Relaño.

«Curro paró el tiempo», contó en una memorable corrida de 1981 en Madrid, un cartel con Antoñete, Curro Romero y Rafael de Paula, acaso tres de los diestros que mayores arrebatos provocaron en las crónicas siempre mesuradas, no de adjetivos o de entusiasmo, sino de elegancia para el ditirambo (arte tan inasible); y también de filosa ironía, de lacerante humor, de demoledora tersura de juicio cuando había que revolear el ventajismo o el embuste o la mediocridad de los protagonistas. Curro paró el tiempo: «En Madrid, los relojes no marcan la hora. Se han parado a las ocho y media de la tarde de un miércoles de lluvia que pasará a la historia. (…) Aquí, a esa hora de ese día, en la barriada de Las Ventas del Espíritu Santo, Curro Romero volvió a inventar el toreo».

Como todos los grandes del periodismo español del siglo XX -cuando el periodismo aún podía ser grandeza y no este producto de consumo desechable de la inmediatez, la estulticia y el desgobierno que practicamos ahora-, como todos los grandes Joaquín Vidal detuvo el tiempo siempre que se ponía a escribir en el garaje Roma, desde donde enviaba su primera crónica de urgencia de las tardes de Las Ventas para la primera edición del diario. Como todos los grandes, Joaquín Vidal trascendía la materia del relato para enaltecer el propio relato, para que la recreación fuera una crónica taurina, pero también un retrato de costumbres, un apunte de humanidad, una reflexión de filosofía, un paisajismo urbano, una fábula moral. Una maravilla. En cierta ocasión, en Valdemorillo, tituló así, ‘La Nevada’, la crónica de una delirante corrida bajo la nieve: «La nieve caía fuerte, cuajaba, y todo hacía suponer que, en poco tiempo, toros y toreros tendrían que abrirse paso por el ruedo como renos y esquimales por Alaska. (…) Las laderas por donde trotaban potros el día anterior, ayer estaban blancas y desiertas. La lidia tras el celaje de copos batiendo en todas direcciones, era una escena mágica en la que el toreo se producía con movimientos evanescentes. Copetes blancos coronaban las monteras. la negra zapatilla escotada adquiría perfiles desconocidos al hollar la albura, y el cuajarón de sangre brava se hacía llamarada en el redondel».

De una tarde entera, Vidal podía rendir la crónica a un solo detalle. Le he visto levantar un relato formidable a partir de un solo lance: «La media», sobre una media verónica de Curro Romero, otra vez. «La muleta planchá«, de nuevo con Antoñete como protagonista. «Concierto de violín», sobre un par de banderillas de el Fandi… ‘El cabestro rijoso’, tal vez mi párrafo preferido del periodismo español que yo haya conocido. Que me hace ahora, como la primera vez que lo leí, reírme hasta la lágrima. Y así todo. Así siempre. Una gloria de titulares. Una inmortalidad de arranques. Una muchedumbre de recursos. Un vocabulario para robárselo entero. Una discreción imponente. Un periodismo que era lección indudable. «Con la vulgaridad no se va a ninguna parte», escribía en una crónica de julio de 1976, en Pamplona, Joaquín Vidal. Así era entonces. Su prosa dibujaba una gruesa línea que marcaba la distancia, un cordel del que sujetarnos para seguir el camino. Ahora la vulgaridad ha devenido un estilo más. Otro modo de hacer espectáculo.

Si usted ha llegado leyendo hasta aquí, ha cometido un error de generosidad. De Joaquín Vidal, ya ha quedado dicho, no se puede escribir nada que merezca la pena: él lo dijo todo y en su última crónica quedó el tiempo detenido para siempre. A estas horas, usted debería estar preguntando en una librería por las dos antologías publicadas de su produccion periodística: ‘Crónicas Taurinas’ y ‘El toreo es grandeza’. Ahí está todo lo que se puede decir, de un modo en el que ya nadie lo puede decir. Podrá hablar del hombre quien conociera en la proximidad al hombre. Yo, del periodista, sólo puedo decir lo que torpemente he dicho. O esto, parafraseando a Guerrita: después de Joaquín Vidal, naide; y después de naide, Joaquín Vidal. Otra vez. Diez años más tarde. O mil. Maestro.





Entre los vidrios rotos…

11 02 2011

Calamaro y Cardinali, desparejados.

Le voy a mandar un abrazo a Calamaro. Leí la noticia de su extravío, bien contada por Diego Manrique en El País.

«Aquí no se libra nadie. Hasta Andrés Calamaro ha caído en el infierno rosa. La separación de su esposa, la actriz Julieta Cardinali, se ha convertido en la comidilla de Argentina, aparte de provocar unas turbulencias emocionales que han reventado planes de lanzamientos discográficos y una gira de teatros por España. En compensación, el carismático músico está compartiendo nuevas grabaciones caseras a través de la Red». [Seguir leyendo]

Calamaro y Cardinali son la despareja del año en la Argentina. Parece que Andrelo se levantó un avión chileno (*) que responde por Micaela Breque. No haremos aquí salsa rosa de vísceras ajenas: como cantó el mismo Andrés, la culpa es un invento muy poco generoso. Se trata de otra cosa, de un círculo que ahora descubro círculo y que entonces me parecía una línea directa: como si Calamaro hubiera escrito para mí todas las canciones que escribió. Me quedaban tan bien… «Históricamente, las turbulencias amorosas de Andrés Calamaro han tenido incidencia directa en su arte», escribe Manrique. Históricamente, podría decir yo desordenando la frase, el arte de Calamaro ha tenido una incidencia directa en (o sobre o contra) mis turbulencias personales. Ya que él me cuidó tantas veces, como un amigo desconocido, creo que corresponde el abrazo. Elijo para el caso una de sus canciones más dolientes, más oscuramente esperanzadas. La serenidad parece tan sencilla desde la serenidad; y tan inalcanzable desde la tristeza. Ignoro a quién o a qué pertenecen las imágenes que enmarca la música, pero están heridas de aflicción, melancolía o desamor, estado que compendia la desesperanza. Como hace la canción. En algún pasaje sombrío, hace tiempo, guardé un borrador de entrada con el tema, uno menos conocido de aquel aleph calamariano que fue El Salmón. Debía andar anhelando horizontes. Es lo que toca cada tanto: buscar, por las ventanas rotas, todos los días un poco. Salmonalipsis Now…  enorme. ¡Aguante Andrés!

Horizontes, de Andrés Calamaro

pd: Ya mismo paso El Hornero Amable al roll de enlaces.

(*) Nota del Autor: el reactor a chorro conocido por Micaela Breque es más argentina que el dulce de leche. ¿De dónde si no?, proclama Marlo, que presentó enmienda a este texto. Y no le falta razón. El incidente diplomático ocurrió en Chile, sí, pero entre argentos. El servicio de documentación agrega ahora el enlace con la cumbia de Andrelo y el bailecito de la rubia.





El periodismo canalla

11 05 2010

'El Periodista Deportivo', la fenomenal novela de Richard Ford que tiene poco o nada que ver con el periodismo deportivo, y mucho más con la deliberada ambigüedad de la cubierta de esta edición original, que me encanta.

John Carlin publicó la otra mañana en El País un artículo titulado La Insoportable Indignidad de Ser Periodista, sardónica protesta frente a algunas de las incomodidades del oficio que nos ocupa. Es aquella célebre frase: «No le digas a mi madre que soy periodista; ella piensa que toco el piano en un burdel». Ante la diatriba de Carlin, uno sólo puede firmar a pie de texto con gráfica desesperanza, pero como sujeto activo definido en la semblanza, he de decir que me siento reflejado sólo de modo muy parcial. Yo también deseo retrospectivamente que mi padre me hubiera dado un buen tortazo el día que anuncié mi intención de estudiar esta carrera; yo también detesto la inanidad de las entrevistas y la superior estulticia de muchos de los personajes (no sólo los futbolistas, si es por eso). Aun admitiendo tales aciertos, observo que Carlin se queda corto o quiere referirse sólo a algunas de las iniquidades más epidérmicas de este juego, efectivamente indigno. Yo añadiría muchas otras, que tal vez el fantástico profesional que es John Carlin no haya sufrido o en las que no haya reparado. Cosas mucho peores que tener que esperar a un entrevistado, lo que deviene nada más que en un mero problema de orden práctico. También en el desprecio al que se refiere Carlin, y con el que no cabe ni impostura de mártir ni desde luego sorpresa: si uno es periodista deportivo ha de estar acostumbrado a que, en general, desprecien su trabajo los futbolistas, los clubes, muchísimos aficionados y, por supuesto, casi todos los colegas de profesión. Y los que no lo hagan será por amistad tanto o más que por verdadero respeto corporativo. JC, en el fondo, considera que detrás de todos los pringosos telones de la rutina brillan detalles, instantes y personajes que redimen el oficio. Yo, la verdad, no los encuentro por ningún lado. Y advierto de que la escapatoria que propone el autor del artículo no resulta tan sencilla como elegir tomarla o no tomarla. No culparé a Carlin, al que admiro. Soy yo, que he perdido de manera definitiva la esperanza que anima la ironía de este artículo. Si yo tuviera que escribir algo así, sería bastante más amargo.

La insoportable indignidad de ser periodista

John Carlin
El País, 9 de Mayo de 2010

Cualquier reportero, si es honesto, lo reconoce: el periodismo es un oficio indigno. Siempre esperando, siempre suplicando. Deberían incluir en todos los cursos de periodismo unas buenas sesiones de budismo zen, para que los jóvenes incautos que piensan meterse en este negocio adquieran las dosis necesarias de paciencia, filosofía, paz espiritual.

El problema es la entrevista, materia prima tan imprescindible para el reportero como el arroz para la paella, el balón para Leo Messi, el peluquero para David Beckham. Sin acceso a la gente indicada para determinada historia, no hay historia. Lo que hay es fracaso, fracaso que pude conducir al desempleo. Por eso lo primero que se requiere para ser reportero es persistencia, admirable virtud condenada siempre a rozar la humillación. Uno llama o envía un correo electrónico solicitando hablar con alguien. Puede ser el asistente del alcalde de un pueblo de 500 personas, o el gerente de marketing de una mediana empresa de tuberías, o un ministro, o un personaje mundialmente conocido. Lo normal es que no te contesten ni a la primera, ni a la cuarta o que, peor todavía, te digan: «Mañana le decimos algo». Llega mañana y no te han dicho nada. Al final coges el teléfono, llamas de nuevo y más de lo mismo. A veces, al final, te dicen que sí y la entrevista se hace; a veces acabas en nada.

El proceso es así. Pierdes el tiempo, te estresas, te desesperas, quieres matar a alguien, quieres matarte a ti mismo, te preguntas: «¿Por qué, por qué, por qué no le hice caso a mi mamá y me metí en un trabajo como Dios manda?».

Ahora, lo peor, lo peor con diferencia, es ser un periodista deportivo. O, para ser más exactos, un periodista cuyo trabajo incluye la necesidad de acceder a futbolistas de Primera. Conseguir una entrevista con un jefe de gobierno o con un líder guerrillero no es fácil, pero es un juego de niños comparado con el calvario de intentar conseguirla con un chaval de 20 años que es millonario gracias a su especial habilidad para patear una pelota.

A veces ocurre que, después del denigrante proceso que acabamos de describir, te la conceden. En tal caso es perfectamente posible que llegues al lugar indicado a la hora indicada (incluso después de coger un avión) y te digan: «Perdón, el futbolista ha cambiado de opinión. La haremos otro día». O que, como en el 90%, tengas que esperar una o dos horas más de lo previsto para tu audiencia con el pequeño rey (porque se demoró en la ducha, porque tenía que rematar el partido de PlayStation). Y entonces, al final, cuando por fin has conquistado la gloria de tenerle enfrente, con la grabadora rodando, te transmite sin ningún disimulo la sensación de que podría estar haciendo cosas mejores (otro duelo de titanes en la PlayStation, comprarse otro Ferrari, tocarse las narices en casa). Y después, después de tragarte tanta bilis, el terrible e inevitable desenlace es que no te ha dicho nada que sea remotamente noticia, que agregue una migaja a la suma del conocimiento humano. Como el caso del jugador del Barça que hace una semana nos dijo: «Necesitamos ganar los dos partidos finales para ganar la Liga», pedazo de banalidad que dio titulares (sí, sí, a esto hemos llegado) en prácticamente todos los diarios españoles.

Hay gratas excepciones. Hay jugadores que te tratan como un ser humano. Hay incluso algunos que te dicen algo que vale la pena. Como Benoit Assou-Ekotto, francés del Tottenham, que la semana pasada le dijo a un afortunadísimo periodista inglés que su principal lealtad no era a la camiseta de su club, sino al dinero. «¿Existe un jugador en el mundo», dijo, «que firma por un club y dice, ‘Oh, adoro tu camiseta? Su camiseta es roja: ¡Me encanta!’. ¡Qué va! Lo primero de lo que habla es dinero».

Casos excepcionales como el de este heroico, honesto y suicida francés son los que te animan a seguir en la lucha, a mantener viva la llama de la esperanza. Pero al final muere, eso sí. Muere. Y en ese caso no le queda más remedio al reportero que huir a la relativa paz del paro, o cambiar de bando (tomarse la venganza contra la profesión de pasarse al equipo de comunicación de un club de fútbol) o, cuando el desgaste ya ha sido demasiado y la energía y la paciencia se han agotado, encontrar la salvación en la prejubilación periodística del escritor de columnas de opinión.