Me gusta Francia. No sé definir exactamente qué, pero me gusta. No es un país con el que haya desarrollado a lo largo de mi vida ningún tipo de implicación emocional o de preferencia cultural. O sea que no hay sesgo de favor. Más bien creo que en la ciudad de los Sitios uno tendería a lo opuesto. Nada que ver con mi larga anglofilia, cultivada desde la adolescencia de mil formas; o la admiración mitómana por los Estados Unidos; ni con la afinidad argentina, que tiene a la amistad y a la literatura como sustento; tampoco con la divertida seducción que sobre mí ejerce Italia; o el asombro por lo feraz de Australia. Así que este tardío afrancesamiento debe responder al puro racionalismo adulto. Aunque del mismo modo podría no tener ningún sentido. Ni necesidad de que lo haya.
Ahora me parece curioso que mi primera visita a Francia fuera precisamente a los alrededores de Toulouse, en los inicios del verano de 1984, para jugar un torneo de fútbol en el pueblecito cercano de Saint-Jean. Guardo aún fotos de aquellos días, en las que aparezco en formación antes de algún encuentro con el resto del grupo o en el desfile inaugural por las calles de la localidad, de la que apenas puedo conformar un recuerdo. Nos alojamos en las casas de los chicos anfitriones y allí descubrimos singularidades desconocidas: las horas tan distintas del almuerzo y la cena, que existían los baños sin retrete o que las lavadoras no estaban siempre en la cocina. También probé con inocencia la carne de caballo, que allá se debía de consumir con normalidad. Y me pareció bien rica.
Ganamos el torneo y en la final metí uno de los varios goles que marcamos. Más nítidas aparecen las imágenes de los partidos de Francia en la Eurocopa que en esas semanas acogía el país, y que veíamos al caer la tarde en una gran pantalla instalada en los campos de juego. En particular, la tremenda semifinal contra los portugueses. Ese fue el torneo que el brillante equipo de Platini, Giresse, Tigana, Tresor, etc. le acabaría ganando a España por un error histórico de Arconada. La semifinal de la Selección contra Dinamarca la escuchamos en la radio del autocar, en el viaje de regreso: creo que paramos a tiempo pasada la línea fronteriza, para mirar los penaltis en el televisor de un bar de carretera. Más me acuerdo del terrible dolor de tripa que me dobló varias horas en el asiento, producto del surtido de bocadillos de paté con el que nos proveyeron nuestros hospedadores para la larga travesía.
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