Los cielos del Mediodía

2 05 2023

Me gusta Francia. No sé definir exactamente qué, pero me gusta. No es un país con el que haya desarrollado a lo largo de mi vida ningún tipo de implicación emocional o de preferencia cultural. O sea que no hay sesgo de favor. Más bien creo que en la ciudad de los Sitios uno tendería a lo opuesto. Nada que ver con mi larga anglofilia, cultivada desde la adolescencia de mil formas; o la admiración mitómana por los Estados Unidos; ni con la afinidad argentina, que tiene a la amistad y a la literatura como sustento; tampoco con la divertida seducción que sobre mí ejerce Italia; o el asombro por lo feraz de Australia. Así que este tardío afrancesamiento debe responder al puro racionalismo adulto. Aunque del mismo modo podría no tener ningún sentido. Ni necesidad de que lo haya.

Ahora me parece curioso que mi primera visita a Francia fuera precisamente a los alrededores de Toulouse, en los inicios del verano de 1984, para jugar un torneo de fútbol en el pueblecito cercano de Saint-Jean. Guardo aún fotos de aquellos días, en las que aparezco en formación antes de algún encuentro con el resto del grupo o en el desfile inaugural por las calles de la localidad, de la que apenas puedo conformar un recuerdo. Nos alojamos en las casas de los chicos anfitriones y allí descubrimos singularidades desconocidas: las horas tan distintas del almuerzo y la cena, que existían los baños sin retrete o que las lavadoras no estaban siempre en la cocina. También probé con inocencia la carne de caballo, que allá se debía de consumir con normalidad. Y me pareció bien rica.

Ganamos el torneo y en la final metí uno de los varios goles que marcamos. Más nítidas aparecen las imágenes de los partidos de Francia en la Eurocopa que en esas semanas acogía el país, y que veíamos al caer la tarde en una gran pantalla instalada en los campos de juego. En particular, la tremenda semifinal contra los portugueses. Ese fue el torneo que el brillante equipo de Platini, Giresse, Tigana, Tresor, etc. le acabaría ganando a España por un error histórico de Arconada. La semifinal de la Selección contra Dinamarca la escuchamos en la radio del autocar, en el viaje de regreso: creo que paramos a tiempo pasada la línea fronteriza, para mirar los penaltis en el televisor de un bar de carretera. Más me acuerdo del terrible dolor de tripa que me dobló varias horas en el asiento, producto del surtido de bocadillos de paté con el que nos proveyeron nuestros hospedadores para la larga travesía.

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El viajero indeciso

24 04 2023

Soy un viajero irresoluto, como para casi todas las cosas. Y aún más conforme la edad me va limando las convicciones. Ideo destinos, planes e itinerarios y con el mismo entusiasmo los derribo en cuanto están en pie. Desde el momento en que decido irme, comienzo a reunir argumentos y a buscar motivos para al final no hacerlo. Entonces oigo repetido en mi cabeza el pasaje en el que Pessoa formulaba la melancolía del vagabundo:

» Tengo el cansancio anticipado de lo que no voy a encontrar. Si en determinado momento me hubiera vuelto para la izquierda en lugar de para la derecha. Si en cierto instante hubiera dicho sí en lugar de no, o no en lugar de sí. Si en determinada conversación hubiese tenido frases que sólo ahora en el entresueño elaboro. Si todo esto hubiera sido así hoy sería otro y quizá el Universo entero sería insensiblemente llevado a ser otro también. Pero sólo ahora lo que nunca fui ni seré me duele.

Voy a pasar la noche a Cintra porque no puedo pasarla en Lisboa pero cuando llegue a Cintra me va dar pena de no haberme quedado en Lisboa. Siempre esta inquietud sin resolución, sin nexo, sin consecuencia. Siempre, siempre, siempre. Esta angustia excesiva del espíritu por nada. En la carretera de Cintra, o en la carretera del sueño, o en la carretera de la vida. A la izquierda hay una casucha al borde de la carretera. A la derecha, el campo abierto con la luna a lo lejos. El auto que parecía hace poco proporcionarme libertad es ahora algo en lo que estoy encerrado. A la izquierda, hacia atrás, la casucha modesta. La vida allí debe ser feliz sólo porque no es la mía. Si alguien me ha visto desde la ventana de la casucha soñará: ese que va en el auto es feliz. «

‘Escrito en un libro abandonado en un viaje’ – Fernando Pessoa

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Tangos, grafitis y santorales

17 04 2023

Uno prefiere caminar avenidas antes que desbrozar senderos. La arquitectura, mejor que las montañas. Encontramos un gusto mayor en el descubrimiento de la escena urbana que en la contemplación de valles y cañadas. Mucho más que el silencio mayestático de los paisajes naturales nos inspira una angosta calle de piedra, rota su quietud dominical por la música de cobre de las campanas, y el sobresalto de las aves que aletean en huida, al compás del martillazo solemne.

El viejo panorama de geometrías en laberinto de los centros urbanos, que se abren de súbito a la horizontalidad expansiva de las plazas catedralicias. Eso nos concierne. Divagar y vagar por un paseo enlosado de atardeceres. Acoger el asombro de sus brillos en el crepúsculo de lluvia. Y el paso a ritmo de pentagrama íntimo de los caminantes en el adoquín, que resuena alargado por las calles. Nos interesa más la placa que revela los nombres de quienes habitaron esta calle que la onomástica de las cumbres. El ordenado curso de los ríos a su paso por las ciudades, antes que los torrentes de altura. Y el empedrado de una antigua calzada romana, mejor que el limo otoñal de las veredas umbrías.

Nunca me han impresionado los picos encanecidos de nieve. Prefiero las agujas de las catedrales, los gabletes sobre los arcos de las portadas, las bóvedas de crucería, el misterio de los arbotantes, las galerías polícromas de las capillas. Los prefiero incluso desde el lenguaje, con palabras que comportan la resonancia mágica del arcano: pináculo, deambulatorio, ábside, vidriera, rosetón, cúpula, transepto, contrafuerte, capitel…

Preferimos el teatro mundano de las ciudades al fragor de la naturaleza.

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El agente del caos

11 04 2023

La puerta de madera y cristal se abrió de golpe, con un ligero estruendo, igual que si la hubiera empujado un ventarrón. Todos nos volvimos a mirar, alarmados por el ruido. En lugar del invisible revoleo de aire, encontramos parado en la entrada a un tipo que vestía gabardina beige y una gorra de campo de color negro. Era Georges y, lejos de ensayar algún tipo de gesto que disculpase su sonora entrada, nos inspeccionó a todos uno a uno, mientras sonreía un poco de medio lado, como si nos acabara de descubrir en alguna actividad ilegal. El local era una pieza rectangular con la barra del lado izquierdo, un pasillo central de deambulación y, pegado a la pared lateral de la derecha, un largo sillón corrido de piel, con pequeños veladores, como de reservado de discoteca. Al fondo a la derecha, una escalera al altillo en forma de terraza en voladizo, donde se arremolinaban más mesitas con taburetes bajos.

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