James

21 07 2011

¿Usted sabe lo que es la felicidad? Yo se lo voy a explicar a la manera de un párvulo babeante en una redacción de escuela.

James… Aquel día en que el señor T. puso a girar Laid en el reproductor del piso de Mr. Scrapiron, una mañana de verano en el barrio londinense de Maida Vale, y descubrí la canción (Sometimes) que rebautizamos como «tres minutos de felicidad», y que hice sonar un buen número de veces en momentos íntimos en los que yo perpetraba algunas venganzas menores de la carne, con el imposible anhelo de conjurar los hechos consumados… La banda sonora de mis días oscuros en un departamento con demasiadas habitaciones y cajones vacíos en la calle Fita. La voz y la música de los momentos en que volví a sentirme vivo. Wiplash en la habitación del fondo, cuando T. pasó unos días en casa antes de tomar la decisiva resolución de volver a su país o quedarse para siempre donde ahora sigue. La alegría de descubrir todos los discos anteriores y el incontestable júbilo de cada nuevo disco en el anaquel de la tienda. La añoranza de su separación, subrayada en una memorable gira de conciertos culminada en el Manchester Evening News Arena de su ciudad. Ese disco solitario de Tim Booth (Bone), en el que buscamos lo que no había, la estatura del combinado. Y el éxtasis del regreso, las dos veces en que los he visto desde entonces. Booth con muletas en La Riviera de Madrid, sin poder hacer su baile del oso descoyuntado. Y subido al respaldo de las butacas del teatro haciendo el grito de guerra indio en Born of Frustration, dejando a la gente que imitara su danza enloquecida. Fue en diciembre pasado en el Hammersmith Apollo de Londres… Siempre atento a subrayar que James es una banda que existe por y para la gente.

James vienen a tocar a Zaragoza, en octubre.
Dios existe (aunque Booth no lo crea) y programa en el FIZ.





Sospechosos habituales

21 07 2011

Le sacan las tripas a la ciudad para secarlas al sol minucioso del verano.  Después van a suturar las avenidas con una cremallera tranviaria. Hay por ahora un caos visceral como de órganos removidos en la mesa de operaciones. Luego quedará todo nuevecito, con una cicatriz pespunteada de césped artificial y los urbos cayendo avenidas abajo en sostenida pendiente hacia el río y más allá, camino al norte, donde aguardan los vecindarios la llegada de este nuevo caballo de hierro, allá en las vaguadas en que la ciudad rinde su disparidad a la monotonía del inminente desierto y la soldadesca mata la mosca negra a cañonazos. El objetivo consiste en ser moderno, ser europeo, ser  sostenible, ser humano, si alguien sabe en qué consiste todo eso… El ofuscado munícipe -que siempre aparece ante las cámaras desarreglado, con un cierto alboroto en los cabellos y en la voz, como si acabara de dejar un trenecito con sus concejales en el baile de alguna boda desenfrenada-, ha conquistado la permanencia y se dirige ahora hacia la posteridad decimonónica del tramway. La escena compone un fresco atolondrado de personajes. El pueblo comparte sudores en los autobuses ecológicos con alegría comunal. La bicicleta ya es la única posibilidad, apenas. Fuera de eso sólo queda una laminación colectiva de grupos municipales y sus votantes, un escuadrón suicida de indignados con el mundo o bien simular un accidente de circulación en el salón de plenos, al estilo de Toma el Dinero y Corre, cuando Virgil intenta atropellar a su víctima con un Mini-Cooper por los pasillos de su casa. Pero ojo porque ahora el fiscal de la cosa del auto va a declarar homicidio involuntario el atropello, el salto de línea continua y la conducción apresurada. En Zaragoza, si la Local toma ejemplo y el cochero de Drácula impone el estado de orden maximalista que acostumbra, pueden mandarte unas semanas a Sing Sing por pisar un paso de cebra o no poner neumáticos blandos en los días de canícula que declare Lolumo. El próximo verano en Zaragoza se ha de llevar el moreno a rayas paralelas y las canciones de los Nikis en El Guay, otra vez.

Micah, en el centro, sobre la ausente señora Hinson y, en las esquinas del cuadrilátero, los cuatro púgiles de Tachenko. Un retrato carcelario de esta feliz pandilla de bienhechores.

Frente a un escenario tan opresivo, buscamos escapatorias urbanas y nos entregamos al último regreso a la ciudad de Micah P. Hinson, al que cualquier día habrá que entregarle ya las llaves de la Inmortal por haber hecho amigos tan diligentes en los muchachos de Tachenko. Sospechosos habituales todos ellos. Anoche corrían apuestas en la elegante Sala López sobre el contenido del tetra-brik con el que se avitualla entre canciones el hombre llegado de Abilene, Texas: ¿Será una spremuta d’arancia, un vodka con naranja, caipirinha, gazpacho casero licuado a través del alambique de un viejo embudo…? En este último retorno, Micah lució unas wayfarer de montura blanca y un sombrerito oscuro de ala corta. No fumó. A los pocos minutos de arrancar, se deshizo del tocado, aquilató su opinable mata de pelo en un perfil satisfactorio para su juicio y procedió a sacarse el chaleco encurtido que le acotaba la previsible camisa de cuadros. La sala estaba repleta. Micah y sus Pioneros del Sabotaje (díganles Tachenko) iban a interpretar nada menos que Trompe Le Monde, el último disco que jamás grabaron los Pixies. O lo que para entonces quedara de ellos.

Trompe Le Monde no es un disco fácil, le explicaría a la salida del concierto un joven a su chica, mientras la apretaba bajo la axila para cruzar el Puente de Piedra, que de camino a la medianoche era apenas una muralla azotada de viento otoñal. No lo es. Hacen falta cojones para venir a esta hora a tocarlo. Lo dijo el propio Micah en su exordio de presentación: «Este disco cambió mi vida». Lo dijo sin énfasis, aunque la frase lo tenga, inevitable. ¿Hacia dónde cambió la vida del señor P. Hinson este álbum? Si uno repasa su biografía, las posibilidades se multiplican. En cierto modo, ensoñaciones espaciales aparte, a uno Trompe Le Monde siempre le pareció un trabajo valioso por lo que hay en él de desarraigo cronológico: parece más un elepé de presentación, de nosotros hacemos esto y nos importa un rábano lo que os parezca, que el retruécano último de un grupo consagrado. Considerado en perspectiva, uno lo cree también un disco autista, ajeno a cualquier entorno y representativo del archipiélago de individualidades distanciadas que a esas horas eran los Pixies. No falta quien lo considera, con algo de razón, el primer disco en solitario de Black Francis. La ausencia de la voz de Kim Deal, la otra cara de la luna de la banda, subrayaría tal impresión.

El ejercicio de revisión le salió mucho más que convincente al combinado Micah/Tachenko. Estos chicos ya dejaron sentado en su última aparición conjunta en Oasis que se han cargado las leyes de la probabilidad prejuiciosa y vienen discutiendo algunas de las muchas posibilidades de la combinatoria. Nunca hubiéramos imaginado simbiosis tan feliz. Tachenko ha dejado hace rato de actuar de comparsa o marco generoso para el genio desbocado de Micah P. Hinson, si es que alguna vez alguien pensó que ese pudiera ser su cometido o su papel en esta representación. El americano aparece reconfortado y multiplicado de registros y posibilidades cuando se apoya sobre el fondo de almohadones  sonoros que le propicia el cuarteto zaragozano.  Y Tachenko va ensanchando sus límites. Esos chicos tocan muy bien. La combinación funciona. La recreación les quedó poderosa, con el rango preciso de vibración emocional y rítmica; y Micah encontró con su voz la voz de Black Francis, la aspereza desgarrada de algunos pasajes y la enérgica distracción de las letras. Trompe Le Monde tiene más de loud que de quiet, dialéctica que solía estructurar los temas de los Pixies. En su último disco hay más intensidad que contemplación, más rasca que melodía. Y es un disco con tanta afección por el distanciamiento que aproximarlo a la audiencia en tercera persona suponía una tarea exigente. Rebasada con entusiasmo y destreza, en todos los órdenes y pese a algunas indecisiones en el comienzo. Si he de elevar una objeción, lo haré con modestia: yo hubiera preferido invertir el orden del recital. Primero la parte de Micah en solitario obsesivo y los apuntes de algunos de sus temas más conocidos con el apoyo de Tachenko, luego una pausa para desengrasar y, por fin, la hora de tralla del Trompe Le Monde. Tal y como lo hicieron, la media hora de añadido a la interpretación del disco pareció un apéndice destinado a completar la noche con una decorosa duración.

No era necesario. Trompe Le Monde no es un disco fácil, cariño… Ven y apriétate que no quiero que cojas frío. Y al levantar la vista al ventanal del consistorio apreciaron allí, recortados en sombra, dos perfiles que admiraban la majestuosidad nocturna de la urbe sin embotellamientos de autobuses articulados. Ora glosaban con su mirada las riberas, ora el anillo verde, los serpenteantes carriles bici… Ora el ensanche hacia el sur, las fincas recalificadas que le ganamos a la huerta, ora las avenidas enrejadas y el bailarín embaldosado peatonal. Y entre esas dos siluetas una voz  decía untuoso al contraluz amado: «Míralo bien porque algún día, Mari Cruz, algún día todo esto será tuyo…».