Donald sofoca la revolución francesa

24 10 2011

Richie McCaw, con la copa Webb Ellis en sus manos, saluda al estadio de cuatro millones que ha sido Nueva Zelanda y que ayer, una vez más, encarnó Eden Park, la casa de los títulos para los All Blacks.

Un cuarto de siglo más tarde, el balón oval ha completado una trayectoria elíptica y las profecías confluyen en el mismo lugar, con los mismos actores: Auckland, el escenario que llaman Eden Park, Nueva Zelanda campeona, Francia perdedora. Como en 1987, sí, pero de otro modo. Aquello fue un 29-9 . En aquel equipo de Francia jugaban Berbizier, Camberabero, Ondarts, Lagisquette, Sella, Mesnel, Blanco… Bastan esos nombres para definir su estatura. Uno no está seguro de que muchos de los jugadores del equipo subcampeón de ayer puedan aguantar un tète-a-tète con el recuerdo que provocan aquéllos. Y sin embargo, fue un 8-7, el resultado más bajo y más ajustado de una final. La impresionante resolución del último partido demuestra que, por más que los All Blacks sean el equipo número 1 del mundo, ni son infalibles ni pueden exhibir una superioridad irrefutable sobre el resto. Y menos que nadie, sobre Francia, que los ha echado de dos mundiales y les ha ganado hasta dos veces en su territorio. Si no lo hizo una tercera fue por poco. Por el margen de un solo punto, que en el rugby es nada, apenas nada. Pero, al mismo tiempo y en el contexto de una final, lo es todo. Los All Blacks son campeones del mundo, otra vez. Ha sido merecido, considerado globalmente. No tanto por lo que se refiere a la final. Pero no ha resultado sencillo. Ni por el camino ni por el tipo de resistencia que le presentó Francia en el choque definitivo. A los All Blacks les han hecho falta 24 años, otra final, varios episodios de realismo brutal a manos de diferentes equipos franceses, seis semanas de competición y cuatro medios de apertura… Y en este último detalle reside la historia alternativa -que suele resultar la más interesante y reveladora- de este título.

La historia de los aperturas, esa maldición persistente del número 10 de los All Blacks, sirve para explicar no sólo las circunstancias, sino ante todo el nervio esencial que los kiwis han necesitado para sobreponerse a la asfixiante presión que los ha sitiado en las últimas semanas (tanto como decir en los últimos años). Esa fuerza interior les permitió sostener el título en sus manos aun cuando por juego estuvieran muy, pero muy cerca de perderlo. Francia hizo todo lo necesario para ganarles, excepto los puntos. Conviene no perder de vista esa precisión. Los partidos, y más un partido superlativo como éste, siempre pueden mirarse desde variados puntos de vista. Ninguno es falso. Si aludimos al juego, Francia supo hacer lo correcto y animar una revolución que los All Blacks apenas acertaron a sofocar. El partido trataba del ritmo, del ritmo de Nueva Zelanda, de su capacidad para exigirle al rival una respuesta física colosal, martillando con su acostumbrada constancia de balones jugados en campo abierto, percusión, fiereza en los reagrupamientos y persecución de patadas que buscan más una invasión activa del territorio que la simple geoestrategia. No lograron imponerlo. A los All Blacks no les gusta jugar patadas largas a la touch para ganar metros. En su aproximación al juego, ese es un concepto antiguo, superado. Prefieren patadas altas y poco profundas en las que puedan luchar por la recuperación, golpear al contrario y comprometer su resistencia. Les va la carga. Contra eso, Francia tenía la capacidad de jugar estratégicamente con el pie. Construir posiciones en el campo con varias fases de delantera (y qué delantera, y qué tercera…) y después dejarles a Yachvili y Parra la decisión de dirigir a su equipo a zonas interesantes. Así que, cuando a los apenas diez minutos de partido los kiwis empezaron a no ver claras las puertas hacia el ataque y Piri Weepu resolvió largar un balonazo raso a la espalda de la defensa buscando la esquina de la touch, uno supo que los All Blacks lo iban a pasar mal. Y así fue.

Rougerie lidera una carga francesa, apenas contenida por el placaje de Tony Woodcock, en uno de los movimientos ofensivos de Francia que culminarían en el ensayo de Dusautoir: los franceses sacaron orgullo y rugby, su gran partido de cada torneo fue el de la final.

Al menos, consiguieron que Francia no hiciese valer de manera definitiva sus muchas virtudes. Puede que nos dejemos llevar por la lastimosa impresión de Francia a lo largo del torneo para defender que les basta una derrota tan honrosa como ésta frente a Nueva Zelanda. Es una equivocación, no es así. Francia quiere y puede ser campeona del mundo de rugby. No hablamos de ningún underdog que juegue con hándicaps de compensación: es una de las naciones más grandes de este deporte y un vector fundamental en la historia y el desarrollo del juego. Frente a la muralla gala, los All Blacks ensayaron con un peel-off, jugada de libro de cualquier catón en los saques de touch: balón al segundo saltador, muy alejado hacia la línea de 15 metros; hueco abierto en el medio del alineamiento por el desplazamiento de la defensa y palmeo del saltador para un pilar (en este caso Tony Woodcock) que rompe por el medio de ese butrón. Naturalmente esa es la teoría. En la práctica, la defensa se recoloca en la fila y cierra el agujero. Pero Francia, sorprendentemente, no lo hizo. Y Woodcock entró en el ensayo como un duque poco probable, abriendo el marcador con cinco puntos que aliviaban tensiones. Pocas, porque enseguida quedó claro que Piri Weepu, el influyente medio de melé de los kiwis, había caído presa de su exceso de motivación, perceptible en su dirección de la haka y en la contumacia de las equivocaciones en sus tiros a palos. Para el descanso, Weepu pedía a gritos la sustitución. Henry aguantó, sabiendo que tal vez Ellis no era la respuesta. Porque no lo era. Pero cuando Weepu largó fuera del campo un reinicio de bote pronto, no hubo más remedio que sacarlo del terreno de juego. A esas horas ya había cometido un error incomprensible al jugar con el pie, fuera de toda ortodoxia, un balón rebotado en un ruck. Balón que quedó suelto a la espalda de los delanteros negros, que persiguieron los franceses con ánimo insaciable, que les permitió generar un contraataque frenado con aprensión creciente por Nueva Zelanda. Y que, unas pocas fases después, culminaría una jugada muy bien hilada con la escapada de Thierry Dusautoir, su ingreso en la zona de marca y el ensayo.

A esas horas, el sudor de Nueva Zelanda entera era helado. Habían ocurrido tantas cosas y tan importantes que contarlas necesitaría de varios tomos. Morgan Parra tuvo que dejar el campo después de pasar la primera parte recibiendo golpetazos en la cara, como si los All Blacks le hubieran puesto precio a su cabeza. Un rodillazo a la vuelta de un ruck dejó sonado al apertura francés. Un rato más tarde, mientras su condición se agravaba con nuevas contusiones, hubo de entrar Trihn-Duc, el indeseado (por Liévremont). Parra salió entre lágrimas y severamente magullado, como si viniera de librar un combate contra George Foreman en una habitación cerrada. Enfrente, Cruden se había cascado la rodilla en un apoyo infortunado. Entró Donald: su misión, acompasar el juego y abrir caminos. No los había. Por afuera, ni Cory Jane ni Kahui entraban en juego con espacio. Nonu percutía con su decisión de bisonte, pero sin obtener ventajas significativas ni lograr que su equipo jugara continuidades a la espalda de la defensa gala. Israel Dagg, al fondo, tampo veía campo abierto… Francia había logrado detener casi desde el inicio la marea negra y la conversión de Yachvili del ensayo de Titi Dusautoir dejaba más de media hora por jugar con un margen delgadísimo de un punto. Weepu había errado varios golpes concedidos por el árbitro Craig Joubert por hudimientos franceses, algunos opinables. En los rucks nada era verdad ni mentira: los hombres entraban por tantas puertas como fuera posible -aunque sólo una, la de atrás, sea la legal-, los tacos buscaban la carne de los caídos, unos empujaban en diagonal, otros hacia arriba… McCaw elevaba al delirio su naturaleza de hombre mutante en la vida subterránea, Harinodorquy extendía su leyenda con una combatividad a prueba de batallas y Dusautoir, en fin, dejaba su impronta de gran hombre para los partidos más grandes, con una sesión de placaje, inteligencia, estrategia y finura digna de toda memoria. Era un partido para verlo a cámara lenta, con toda su crudeza, toda la tensión y toda la brutalidad dignas de la ocasión. Pero no había tiempo. Todo ocurría con fascinante velocidad, de manera salvajemente irrefrenable.

Stephen Donald, felicitado por sus compañeros en el podio de los vencedores. El cuarto medio de apertura en la línea de sucesión de los All Blacks fue el improbable héroe de la final, con un golpe anotado que marcaría, al final, la diferencia entre el triunfo y la derrota.

El giro copernicano que convierte toda esta narración en la posibilidad de una leyenda, y el mínimo detalle que resolvió este apasionante thriller, resultó espectacular, visto con la debida perspectiva. Arranca del verano boreal de 2010, cuando Nueva Zelanda y Australia se jugaron la Bledisloe Cup en un partido llevado a Hong Kong, en medio de la política de expansión del rugby en Asia que tiene de fondo la candidatura de Japón a la organización de una Copa del Mundo. Aquel encuentro, ganado por los wallabies, se cobró una víctima: el medio de apertura elegido por Graham Henry para relevar a Dan Carter. Su nombre, Stephen Donald. Un golpe de castigo errado y una gravísima equivocación, al no patear a touch una patada a seguir de los australianos y propiciar el definitivo ensayo aussie, resultaron en la derrota de los kiwis. Otra vez se habló de los fantasmas que visten de azul: de la semifinal del 99, de los cuartos de final en Cardiff hace cuatro años. Siempre de Francia. Ayer de respetuoso blanco. Y siempre la sospecha de incapacidad de los All Blacks para jugar otros partidos que no sean su partido preferido. Al regreso de Hong Kong, los cuchillos brillaron en la prensa y la mayoría llevaban un nombre escrito en el filo: Stephen Donald. «Me duele volver a decirlo, pero Stephen Donald no tiene el nivel suficiente para ser un All Black», escribió el ex Richard Loe en su columna del NZ Herald on Sunday. Sean Fitzpatrick, otro pope de la generación del 87 y posteriores, remachó al apertura a martillazos.

Cuando durante el cruce de cuartos se produjo la lesión de Colin Slade que puso en primera línea a Aaron Cruden, Graham Henry resolvió tirar de nuevo del apestado Stephen Donald para completar su banquillo. Pero Donald estaba de vacaciones. Pescando. Mirando los partidos por televisión, si acaso. Sonó su teléfono y, en varias ocasiones, no lo atendió. Tuvo que ser su compañero en los Chiefs, Mils Muliaina, el que a través de un mensaje de texto le pidiese que respondiera el móvil. Se incorporó al campamento y, dos semanas después, la lesión de Cruden lo puso en el campo en la final: era su debut en una Copa del Mundo. Como mirarse en la pantalla del televisor y descubrir de repente que estás dentro de ella. En el minuto 46, Donald tuvo que disparar a palos un golpe de castigo que, a la postre, sería el que decidió la final. «Hacía un mes que no pateaba una pelota a palos… No sabía ni si era capaz de hacerlo», diría luego Stephen Donald. Lo hizo. Y la pelota tomó un vuelo dubitativo, que primero se abrió hacia la izquierda de los palos para luego cerrarse hacia dentro. Pasó pegada al palo izquierdo, pero pasó. Y esos tres puntos, defendidos con más cuerpo que rugby después, hicieron campeona a Nueva Zelanda.

No cupo un guión más enrevesado. El Mundial dejó un último gran partido, con un marcador bajo, mínimo, pero que vino a encarnar una feroz competencia por el trofeo que levantaría Richie McCaw. Más allá de lo obvio, la culminación de lo que sin duda puede considerarse una redención colectiva de proporciones incalculables: la de Donald, para empezar. La del equipo de Francia, por fin digno de su incomensurable calidad, de su tradición: si no por el estilo, sí al menos por la entereza y el arrojo. Desde luego y por fin, la de los All Blacks, campeones tras un drama de intensidad apenas soportable, que duró 80 larguísimos minutos. Apenas hora y media que, en realidad, era un cuarto de siglo.

Nueva Zelanda, 8
Ensayo: Tony Woodcock
Golpe de castigo: Stephen Donald

Francia, 7
Ensayo: Thierry Dusautoir
Transformación: Dimitri Yachvili

Vídeo-resumen de la final





Oh, Lièvremont Dieu!!!

16 10 2011

Desde su posición de número 8 en Calvisano y la selección de Italia, Andrea de Rossi extrajo de su experiencia una enseñanza acerca del rugby: «Es un juego en el que la suerte no cuenta. Lo que cuenta es el físico, el corazón, la inteligencia y el deseo de luchar». Cualquiera que haya estado en el campo de juego lo puede corroborar, pero nos costaría una vida explicar cómo ha sido, de acuerdo a esa formulación, que Francia ha alcanzado la final de esta Copa del Mundo. Porque jugar, lo que se dice jugar aceptablemente, los franceses lo han hecho media hora, en el arranque contra Inglaterra. Así que para razonarlo hay que recurrir al único concepto que parecía no formar parte de la ecuación: la fortuna. O, si se quiere decir de una manera algo menos prosaica, una concatenación de circunstancias favorables que arrancan con aquella derrota de Australia ante Irlanda que cambia el cuadro y culminan en la lesión de Priestland que lo apartó del encuentro de semifinales, la de Adam Jones nada más empezar el partido y, por supuesto, la expulsión de Warburton por voltear en un placaje peligroso a Clercq, sumada a los errores de James Hook y Stephen Jones en sus disparos a palos.

La acción de Warburton sobre Vincent Clercq: el mundo del rugby opina que una tarjeta roja es excesiva, porque el galés no tiene intención de lanzar de cabeza a su rival contra el suelo. La IRB, sin embargo, apoya sin paliativos la decisión de Rolland, que marcó el choque de forma indiscutible.

Al referirse a su clasificación para la final, Marc Lièvremont lo llamó «un destino irracional». Los franceses no ocultan su propia perplejidad, pero están lejos de sentir vergüenza por su desgraciado rugby: «Creo que tenemos un ángel de la guarda. Sé que mucha gente estará enfadada por nuestra clasificación, pero yo sólo puedo decir que nos dejamos el corazón». Ah, le sacré coeur… Tal vez haya que concederles esa virtud a los franceses, a falta de cualquier otra. Pero… ¿acaso jugó con menos corazón Gales, el gran equipo del torneo? Sólo fue así desde un punto de vista numérico: vestido de rojo había un corazón menos porque Warburton hizo a los 18 minutos un placaje sobre el que se va a hablar durante mucho tiempo. ¿Es roja o es amarilla? La IRB dice roja, como dijo Alain Roland, el árbitro irlandés que resolvió la jugada en el momento. Su política es absolutamente rígida en los llamados spear o tip tackles, los placajes en los que el portador del balón es levantado por el aire con las piernas hacia arriba y lanzado cabeza abajo sobre el césped. En la decisión de Rolland hubo tanto rigor disciplinario, un alineamiento tan evidente con la intolerancia de la IRB para casos así, como evidente injusticia natural. El placaje fue excesivo y Warburton lo supo a mitad del viaje. Contra otros precedentes que ayudaron a los dirigentes a apretar las tuercas para este tipo de situaciones, el galés no continuó la infracción llevando a Clercq contra el suelo, pero era demasiado tarde y el aterrizaje del francés fue violentísimo, golpeando el suelo de espaldas y casi sobre la nuca. Roland tuvo claro el veredicto. Ni siquiera consultó con sus jueces de touche la severidad del castigo. La semifinal de la Copa del Mundo quedó así demediada, porque la disciplina y la justicia no son siempre sinónimos. Porque a la IRB le interesa la integridad física más que otros conceptos.

Así, Gales debió jugar más de sesenta minutos con 14 hombres. Francia nunca capitalizó esa ventaja: o tal vez sí, a través de los tres golpes de castigo que firmó Parra, pero sin impacto directo en la dinámica del juego abierto. Sí fue evidente su dominio de la melé a partir de la salida de Warburton y, antes todavía, con la lesión de Adam Jones. La baja del Oso tuvo un efecto demoledor para los galeses, aunque quedó en un foco menor, ensombrecido por la obviedad de la expulsión del capitán. Todas las fases estáticas de Gales quedaron desestabilizadas: en la melé, Paul James debió medirse en un puesto ajeno, el de pilar derecho, con una bestia como Poux (hubo hundimientos e inferioridad permanente, pero Rolland ya no castigó más los golpes que podría haber sancionado contra Gales); en los saques de touche, Harinordoqy y Bonnaire leyeronuna buena cantidad de los movimientos de los galeses, que perdieron un número importante de saques propios. Eso, sumado a la inconsistencia de James Hook con el pie y al shock en que entró el equipo después de la roja a Warburton, le permitió a Francia manejar el choque con su escaso rugby, algo de la tercera línea en defensa y, sobre todo, el pie de Morgan Parra. Pese a la superioridad numérica de los franceses, fue Gales el que ensayó, a la hora de partido, en una escapada de Mike Philips. Recordando sus días de tercera línea, Phillips salió de un agrupamiento y encontró el hueco abierto por la defensa francesa para posar un ensayo que Stephen Jones, que a esa hora había relevado a Hook en la búsqueda de cierta profundidad territorial a partir de las patadas, no alcanzó a transformar.

Morgan Parra, el pie que hace caminar a Francia hasta la final, se dispone a ejecutar un golpe de castigo. En Auckland hacía una noche de perros y James Hook tuvo serios problemas para afirmarse en los apoyos y golpear con precisión. Parra hizo sin embargo tres de tres... y con ellos ganó Francia.

Las estadísticas revelan que, a pesar de las circunstancias, Gales tuvo el partido a su alcance. Lo dice el marcador, que desenmascara la lastimosa estatura de los franceses. Y también el número de golpes a palos errados por el equipo de Warren Gatland: Gales falló esa conversión, dos golpes de castigo y un par de drops. Cualquiera de esas anotaciones le hubiera bastado. Resultó especialmente dramática, en medio de un partido envuelto en la pura emotividad galesa, la imagen del lejano disparo de Halfpenny que pasó apenas un metrito por debajo del travesaño. Ahora… he ahí otro detalle que pasó desapercibido. Si uno no lo vio mal, ese golpe concedido a Gales vino de una infracción muy discutible de Poux, al que se le sancionó la entrada por el lateral en un ruck que ya no era ruck, porque la pelota estaba fuera. De la misma forma que podemos lamentar la decisión que cambió el partido y acabó con Warburton, tenemos derecho a preguntar qué hubiera pasado si Rolland sanciona algunas de las muchas infracciones de Gales en la melé o, más concretamente, si el equipo de Gatland llega a ganar con un golpe de castigo como el de Halfpenny…

En el fondo, en el rugby no se debería hablar tanto de estas cosas. Una decisión, un partido, un resultado. Ahí termina todo. Pero nada es ya lo que era, lo que no deja de producirnos un amargo desencanto. Los árbitros empiezan a ser objeto de comentario permanente y Rolland está donde hace cuatro años estuvo Wayne Barnes cuando admitió un balón adelantado con el que los franceses derrotaron a los All Blacks. Y así… Francia está en la tercera final de su historia. Sin encanto, sin rugby. Pero con jugadores, ojo: con una gran melé, una excelente tercera, muchos puntos en el pie de Parra y un contraataque (Medard, Clercq, Pallison) temible. Y pese a todo eso, su clasificación nos obliga a exclamar: Oh, mon Dieu…! Lièvremont Dieu!!!

Gales, 8
Ensayo: Mike Phillips
Golpe de castigo: James Hook

Francia, 9
Golpe de castigo: Parra (3).

Vídeo-resumen del partido





En el nombre de Richie McCaw

24 09 2011

En el rugby el lenguaje corporal tiene una importancia básica, como en el tenis (por presentar un ejemplo sutil) o en la vida animal (para hacernos una idea más aproximada). La totémica prestancia con la que Richie McCaw caminó el espacio desde el vestuario hasta el césped del Eden Park, al frente de su equipo, subrayó su sobresaliente figura en la noche en la que cumplía un centenar de partidos con los All Blacks. Pero no sólo eso. Había en las expresiones de los neozelandeses una negrura abismal, ese cierto extravío de las miradas cuando se quedan fijas en ninguna parte, porque están en realidad mirando al interior, recabando hasta el último gramo de determinación para transmitirlo de dentro afuera, y licuarlo en cada acción del partido. Esa aproximación anticipatoria, rabiosa, se extendió a la grada y a la interpretación del himno: Dios Defienda a Nueva Zelanda. Era el aroma de la fría venganza contra una obsesión nacional (las derrotas de 1999 y 2003 ante Francia), la anticipación del combate, el olor a napalm por las mañanas, que diría el coronel Kilgore en Apocalypse Now. Los franceses arremolinaron su espíritu jacobino alrededor de La Marsellesa y, conforme la cámara barría los rostros de los jugadores y llegaba a los delanteros, ese «¡A las armas, ciudadanos / Montad los batallones!» tronaba como un aviso de que durante las dos horas siguientes nadie iba a rendir un solo metro ni a hacer prisioneros. Uno tuvo ganas de gritar. De excitación, de miedo, de emoción… Por si quedaba alguna duda de nuestra hipótesis (hay que empezar a ganar un partido desde el mismo momento en el que se sale del vestuario y resuenan los tacos en el terrazo del pasillo), los All Blacks interpretaron Kapa o Pango, la segunda de sus retadoras danzas, y no se ahorraron el gesto del cuchillo que raja las gargantas del enemigo en su final. Ese detalle provocó en su día, cuando la estrenaron en 2005 contra Sudáfrica, todo un debate mundial acerca de los valores del deporte y el significado de una tradición folklórica que derivaba hacia el exhibicionismo. Ayer no hubo lugar para opiniones ajenas. La dramatización de Ali Williams fue memorable. Hasta puso los ojos en blanco y sacó la lengua simulando la pérdida de conciencia de una cabeza separada de su cuerpo.

Poco dispuestos a las impresiones gestuales, los franceses se pasaron el desafío negro por el Arc de Triomphe parisino. Y en cuanto la pelota echó a volar la agarraron, avanzaron con ella y sus cuerpos hasta el fondo rival y encerraron a los All Blacks en su mazmorra durante diez larguísimos minutos. Mientras la pelota iba y venía mecida entre el flair y la brutalidad,  el planeta oval contuvo la respiración y se preguntó admirado si los franceses iban a hacerlo une autre fois. En la transmisión de la ITV inglesa, Andy Gomarshall —ex medio de melé inglés, hoy comentarista—, no pudo evitar varias veces una risita nerviosa que delataba el general asombro. John Fitzpatrick, All Black legendario, había afirmado en el debate previo al encuentro, yendo más allá que sus contertulios Pienaar y Dallaglio: «Quiero ver a los All Blacks manejarse bajo la presión francesa». Y lo vio. Porque, si los franceses parecían convencidos de que esa formidable campaña napoleónica en el crudo invierno neozelandés tenía posibilidades de éxito bajo el dictado del factor sorpresa, los All Blacks se encargaron de convencerlos de lo contrario: rechazaron cada embestida con fiereza redoblada, metieron los cuerpos abajo, los hombros delante, pusieron inteligencia, energía, técnica y arrojo en cada disputa, y establecieron las bases de la preeminencia física en el breakdown, factor que iba a marcar a fuego el partido. En esa fase tremenda de la noche, Francia no pudo hacer ni un solo punto: Morgan Parra mandó un drop contra los palos y reclamó una obstrucción en una ruptura en la que quizás no le faltó razón. Pero toda las quejas resultaron fútiles. Cuando el equipo de Lievremont quiso darse cuenta, encontró que en Nueva Zelanda las nubes de una tormenta se disipan tan rápidamente como llegaron. El sol entró en eclipse en Eden Park y todo se volvió negro.

Richie McCaw, capitán de Nueva Zelanda, celebró sus 100 partidos con una victoria prestigiosa frente a Francia, que no pudo con la máquina trilladora de los All Blacks.

Un movimiento portentoso de Ma’a Nonu, el centro All Black, viniendo del lado cerrado hacia el abierto a la salida de un relanzamiento de los kiwis, permitió el primer ensayo negro. La acción de Nonu —poderoso, inteligente, veloz— estuvo hecha para la memoria: tomó el balón que venía de izquierda a derecha y aceleró contra el muro blanco, abrió un intervalo con un par de pasos laterales entre Bonnaire y Picamoles (los terceras están para eso, para placar como animales en campo abierto), escapó de la cobertura del zaguero Traille y sólo fue frenado a dos metros de la marca. También lo siguiente lo hizo Nonu de libro: liberar de inmediato en la caída para el relanzamiento, eso que ahora se llama bola rápida. La pelota salió otra vez hacia el flanco, subida en la línea neozelandesa y, con un truco mágico de Dan Carter, llegó hasta la esquina para que allí la posara uno de esos actores secundarios que casi nunca reclaman los focos: Adam Thompson, en su primer ensayo con la camiseta negra. De ahí hasta el final del primer tiempo, los All Blacks ensayaron tres veces más, desanudando por completa una tibia defensa francesa, que abrió huecos para permitir otra marca de Cory Jane (después de otro pase formidable, esta vez de Piri Weepu, que jugó 50 minutos fantásticos como medio de melé) y una escapada del irrefrenable Carter. Los All Blacks habían entrado en estampida. Weepu le daba a la pelota un ritmo excelente (gran trabajo de los gordos en los agrupamientos para permitir reciclajes inmediatos), Nonu partía por la mitad a los rivales, Dagg se sumaba haciendo superioridades magníficamente medidas y terminadas, mientras Conrad Smith y Kaino, más la ineludible aportación del capitán McCaw, se encargaban de sacar la basura en cada jugada, placando en defensa como si les fuera la vida en ello. Los franceses se dolieron de cada impacto, al punto de que Parra se puso futbolero cuando Kaino le cruzó un brazo en una jugada cotidiana en la que el respetable francés pidió un castigo mayor que el tiro a palos. «Un francés acaba de caerse al suelo como si le hubieran pegado un tiro», resumió el comentarista. Y era así.

El encuentro se disputó, a partir de ahí, en una sola dirección. Francia rebajó el impacto con un golpe de castigo para el 19-3 del descanso, pero otro juego de pies de bailarín de claqué del punzante Dagg en el arranque de la segunda mitad estiró la ventaja local hasta un 26-3 que se hacía ya incontestable. Aquello eran los All Blacks en estado puro, todos atacando y defendiendo, durísimos en cada colisión, inapelables en las disputas y sin piedad en ataque, corriendo, chocando y descargando con una rapidez de vértigo y el máximo rigor técnico. Al mando de todos ellos, el señor Dan Carter, que puso toda su clase en el asador. Su capacidad para cambiar de dirección con la pelota en las manos e implicar en la carrera a los tres del fondo permitió a Nueva Zelanda rajarle el cuello a la defensa gala con dos ensayos más, de Dagg y Sonny Bill Williams, que había relevado pronto en el ala al tocado Cory Jane. Si Carter no fue el Hombre del Partido fue por aquel pase errado que Mermoz robó para posar el único ensayo francés, mediado el segundo tiempo. Pero su manejo del choque fue impresionante de todo punto. Puede que en la prensa hubiera mucho debate por ese presunto equipo B que puso Lievremont, con Parra de apertura, con Trihn-Duc y Servat en el banco. Es relativo. Szarszewski tuvo, en efecto, un día terrible en el puesto de talonador. Sufrió como un perro en las melés ante la implacable primera negra: Franks, Mealamu y Woodcock. Servat debió jugar. Pero respecto al cambio de posición de Parra hay que decir que los mejores momentos de Francia ante Japón ocurrieron con él en ese puesto, después de constatar la preocupante irregularidad del 10 titular. Desde luego, para los All Blacks Francia mereció tratamiento de enemigo mayúsculo. Desde el Kapa o Pango, fueron a degüello. El croissant se lo zamparon de un mordisco y, después, acabaron asándole las tripas al gallo. Ganaron 37-17 sin parecer jamás amenazados… salvo por esos primeros minutos. Los negros aún no han alcanzado el cénit de su potencial, como reconoció Graham Henry, pero en el primer encuentro verdaderamente exigente del Mundial dejaron sentado que tienen argumentos, rugby, motivación y apoyo para andar todo el camino. Un ataque sensacional y una defensa, su gran interrogante, capaz de resistir los mayores sitios.

En el otro partido del día, Inglaterra se deshizo con un par de manotazos enguantados de una Rumanía que reservó jugadores para la riña de berracos que le aguarda contra Georgia. Fue 67-3, con diez ensayos en total, tres de cada uno de sus alas Ashton y Cueto. Un excelente encuentro de Tindall en las labores de choque y de Tuilagi en las rupturas, jugando muy buen rugby, matizando esa idea generalizada de que su único camino suele ser la línea recta y llevarse por delante a los rivales: «Parece que el muchacho sabe jugar», ironizó Martin Johnson. La impresión de mejora inglesa fue casi más importante que la superioridad, ejercida sin contestación enfrente: ese era el partido número 24 de los 48 que tendrá el torneo. A la mitad del camino, Inglaterra empieza a parecer de verdad un aspirante con posibilidades. Por si a alguno de los agentes de su Majestad se le ocurría celebrar de manera excesiva la rotunda victoria, el agrio Johnson advirtió: «El partido nos exigió poco: Escocia será otra cosa». Uno, que la mira con tanto cariño, se pregunta qué será Escocia… Por ejemplo, esta mañana contra los Pumas de Argentina.