A Santiago Auserón lo habita un demonio de tradiciones musicales diversas: por eso era Radio Futura, fue o es Juan Perro, ha sido y será Santiago Auserón, el de Las Malas Lenguas. Y sobre su figura, aún tierna de falsa juventud, queremos proyectar quienes lo admiramos el rostro de un mítico Dorian Gray, para que nunca deje de ser del todo Auserón, el cautivador cantante de Radio Futura, el amante angustiado de la hermosa Annabel Lee, la estatua del jardín botánico, el dios tenebroso que hace caer a los dos… En realidad, Auserón no es ninguna de esas cosas ni otras que queramos atribuirle.
Dorian Gray vuelve a sacar de paseo a su Perro, al que llamó Juan. Poco importan los nombres, si alguien juzga inadecuado que un can responda por Juan. Mirando a Juan Perro (escuchándole), traté de encontrar entre el pelaje al Auserón de siempre, y por ahí sospeché el error: la figura móvil cuyos perfiles identificamos toda la vida con el hombre Auserón fueron apenas la fulgurante cola de un cometa; una colectiva ilusión óptica, situada más allá de donde nosotros pensábamos estar viéndolo. Su brillo poseía la calidad diferida de una estrella, sólo que a diferencia de los astros cósmicos, no se apagaba. Cuando lo buscábamos a tientas en un molde convencional, o cada vez que quisimos fijarlo sobre un tablón para estudiarlo como entomólogos fascinados de los ochenta, encontramos que él ya no estaba allí: ligero como la brisa, había volado más allá de nuestra percepción. A Santiago Auserón no le ha sobrevenido el son cubano; comenzó a estudiarlo (y aun a dirigir antologías) alrededor del año 1984, en los días en que Radio Futura acababa de entregar La Ley del Desierto/La Ley del Mar. He ahí un apoyo bastante sólido para esta conjetura: lo suyo consistía en comportarse (o en ser) como la pura energía –palabra que tanto le gustaba en los inicios-: atisbo y transformación.
Luego, hay algo en el personaje que lo eleva: la serenidad intelectual, la elegancia de las palabras y una sincera modestia para impedir que ninguna de tales virtudes lo aleje de la naturaleza cercana de su propuesta. Pocos artistas habrá en el negocio que puedan presentar un concierto de raíces con una cita de Nietzsche, sin incurrir en la petulancia. Santiago Auserón, aquel Licenciado en Filosofía transmutado en estrella del pop eléctrico nacional, abrió así su recital en Zaragoza: “Vuelve Juan Perro porque todo lo necesario vuelve”. Antes de que pudiéramos desmentir mentalmente la validez de tan generosa afirmación, remató en tono de guasa: “Porque como decía Federico, el ‘Nitsche’, todo placer reclama la eternidad”. He ahí el secreto de Dorian Gray: el encanto entreverado de la inteligencia, la belleza, la sensibilidad, el humor y la elegancia de un torrencial conocimiento de las músicas, la música.
Fue un placer pasear por los burdeles de Nueva Orleans, remontar el Mississippi aguas arriba, fatigar los afluentes, los bares en los caminos, atravesar el Caribe en un esquife, tal vez fumando una pipa, y acabar en Camagüey o en La Habana, después de haber bordeado el finísimo hilo de la copla y los pasodobles, sin incurrir en el petardeo, como en tiempos bordeó la electrónica o el punk para definir el rock español, llámese pop. De paso, dejarse acariciar por una nana. De vuelta, homenajear al añorado Joe Strummer, el líder de los Clash, con una castiza necrológica que pintaba al ideólogo del punk-rock encarnado en un calavera de Malasaña: José el Rasca.
La interpretación de todas esas variaciones resultó soberbia. Tres músicos cubanos le componen a Auserón un sostén mucho mejor trenzado de lo que hace suponer la mera enumeración instrumental: el afilado Norberto el ciclón Rodríguez a la guitarra; Ronald Morán en el contrabajo y Moisés Porro mezclando percusiones. Solvencia y nada más. Por lo demás las letras de Auserón, en cualquier género, siempre reclamaron mi asombro. No hay en ellas arritmia alguna, encajan de manera precisa en los compases, como las palabras de un buen crucigrama en cada casilla. Lo mismo da una de sus parábolas blueseras que clásicos adaptados como I Heard It Through The Grapevine; con idéntica naturalidad desgrana viscerales músicas hispanas, las recubre con la áspera púrpura del rock, silba como un mirlo o raja el aire con el canto del gallo… Sin afán de severidad, uno sólo puede enumerar otros dos escritores tan exactos en el reparto de las proporciones musicales del español: Serrat, tal vez Sabina.
El conjunto lo corona una voz de cristal pulido, por la que no parece haber transcurrido un solo minuto de los últimos treinta años. La obra de Juan Perro está bien lejos de mis preferencias: no me fascina lo que hace, pero me encanta cómo lo hace. Debe de ser la voz. La voz de Auserón, de imperturbable sonoridad, y su modo tan reconocible de escribir las canciones. Todo eso compone un milagro permanente que transgrede el tiempo. Nuestro tiempo. La voz de Auserón nos deja sin edad.
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