El Perro de Dorian Gray

20 07 2009

Juan Perro
A Santiago Auserón lo habita un demonio de tradiciones musicales diversas: por eso era Radio Futura, fue o es Juan Perro, ha sido y será Santiago Auserón, el de Las Malas Lenguas. Y sobre su figura, aún tierna de falsa juventud, queremos proyectar quienes lo admiramos el rostro de un mítico Dorian Gray, para que nunca deje de ser del todo Auserón, el cautivador cantante de Radio Futura, el amante angustiado de la hermosa Annabel Lee, la estatua del jardín botánico, el dios tenebroso que hace caer a los dos… En realidad, Auserón no es ninguna de esas cosas ni otras que queramos atribuirle.

Dorian Gray vuelve a sacar de paseo a su Perro, al que llamó Juan. Poco importan los nombres, si alguien juzga inadecuado que un can responda por Juan. Mirando a Juan Perro (escuchándole), traté de encontrar entre el pelaje al Auserón de siempre, y por ahí sospeché el error: la figura móvil cuyos perfiles identificamos toda la vida con el hombre Auserón fueron apenas la fulgurante cola de un cometa; una colectiva ilusión óptica, situada más allá de donde nosotros pensábamos estar viéndolo. Su brillo poseía la calidad diferida de una estrella, sólo que a diferencia de los astros cósmicos, no se apagaba. Cuando lo buscábamos a tientas en un molde convencional, o cada vez que quisimos fijarlo sobre un tablón para estudiarlo como entomólogos fascinados de los ochenta, encontramos que él ya no estaba allí: ligero como la brisa, había volado más allá de nuestra percepción. A Santiago Auserón no le ha sobrevenido el son cubano; comenzó a estudiarlo (y aun a dirigir antologías) alrededor del año 1984, en los días en que Radio Futura acababa de entregar La Ley del Desierto/La Ley del Mar. He ahí un apoyo bastante sólido para esta conjetura: lo suyo consistía en comportarse (o en ser) como la pura energía –palabra que tanto le gustaba en los inicios-: atisbo y transformación.

Luego, hay algo en el personaje que lo eleva: la serenidad intelectual, la elegancia de las palabras y una sincera modestia para impedir que ninguna de tales virtudes lo aleje de la naturaleza cercana de su propuesta. Pocos artistas habrá en el negocio que puedan presentar un concierto de raíces con una cita de Nietzsche, sin incurrir en la petulancia. Santiago Auserón, aquel Licenciado en Filosofía transmutado en estrella del pop eléctrico nacional, abrió así su recital en Zaragoza: “Vuelve Juan Perro porque todo lo necesario vuelve”. Antes de que pudiéramos desmentir mentalmente la validez de tan generosa afirmación, remató en tono de guasa: “Porque como decía Federico, el ‘Nitsche’, todo placer reclama la eternidad”. He ahí el secreto de Dorian Gray: el encanto entreverado de la inteligencia, la belleza, la sensibilidad, el humor y la elegancia de un torrencial conocimiento de las músicas, la música.

Fue un placer pasear por los burdeles de Nueva Orleans, remontar el Mississippi aguas arriba, fatigar los afluentes, los bares en los caminos, atravesar el Caribe en un esquife, tal vez fumando una pipa, y acabar en Camagüey o en La Habana, después de haber bordeado el finísimo hilo de la copla y los pasodobles, sin incurrir en el petardeo, como en tiempos bordeó la electrónica o el punk para definir el rock español, llámese pop. De paso, dejarse acariciar por una nana. De vuelta, homenajear al añorado Joe Strummer, el líder de los Clash, con una castiza necrológica que pintaba al ideólogo del punk-rock encarnado en un calavera de Malasaña: José el Rasca.

La interpretación de todas esas variaciones resultó soberbia. Tres músicos cubanos le componen a Auserón un sostén mucho mejor trenzado de lo que hace suponer la mera enumeración instrumental: el afilado Norberto el ciclón Rodríguez a la guitarra; Ronald Morán en el contrabajo y Moisés Porro mezclando percusiones. Solvencia y nada más. Por lo demás las letras de Auserón, en cualquier género, siempre reclamaron mi asombro. No hay en ellas arritmia alguna, encajan de manera precisa en los compases, como las palabras de un buen crucigrama en cada casilla. Lo mismo da una de sus parábolas blueseras que clásicos adaptados como I Heard It Through The Grapevine; con idéntica naturalidad desgrana viscerales músicas hispanas, las recubre con la áspera púrpura del rock, silba como un mirlo o raja el aire con el canto del gallo… Sin afán de severidad, uno sólo puede enumerar otros dos escritores tan exactos en el reparto de las proporciones musicales del español: Serrat, tal vez Sabina.

El conjunto lo corona una voz de cristal pulido, por la que no parece haber transcurrido un solo minuto de los últimos treinta años. La obra de Juan Perro está bien lejos de mis preferencias: no me fascina lo que hace, pero me encanta cómo lo hace. Debe de ser la voz. La voz de Auserón, de imperturbable sonoridad, y su modo tan reconocible de escribir las canciones. Todo eso compone un milagro permanente que transgrede el tiempo. Nuestro tiempo. La voz de Auserón nos deja sin edad.





Canción de amor con falda larga

14 07 2009

Me gusta la mirada de La Bien Querida, los ojos subrayados del revés por el flequillo negro, y una punzada de memoria inconcreta me quiere confesar que yo he visto esa mirada antes, aunque no sé bien dónde, una mirada de arriba abajo con una falsa altivez y los labios apretados en un dibujo que podría ser de amargura contenida o también de advertencia. Me gusta de un modo inconsciente y así mismo me gustan la música y la letra de esta canción, en cuyo fondo adivino una traza pudorosa de Los Planetas aflamencados de ‘La Leyenda del Espacio’, lo cual por supuesto no me incomoda en absoluto, ni por el lado de Los Planetas ni por el de La Bien Querida. Me gustan la guitarra pequeña y la pequeña que canta, la curva melódica de la canción y el deje de la frase que termina así: «Porque siempre me pasa lo mismo». El aliento de derrota que concede una admisión como esa. En pleno verano, el temible mes de abril.

«Esta mañana escuché en el jardín de tu casa / una canción que decía algo parecido / a lo que venía pensando mientras tú leías un libro. Y me quedé sin palabras / porque no tuve ni tengo el valor de decirlo / que me hubiera casado contigo / de habérmelo pedido… Y luego me he ido / Y me han venido de golpe las cosas que te hubiera dicho / Las cosas que nunca te digo / porque siempre me pasa lo mismo. Y luego me he ido / Y me han venido de golpe las cosas que te hubiera dicho / Las cosas que nunca te digo / porque siempre me pasa lo mismo…».

De Momento Abril, de La Bien Querida.





Muerte a los dioses

7 07 2009
Jacko, en el instante de sodomizar a Sir Paul con los royalties de los Beatles.

Jacko, en el instante de sodomizar a Sir Paul con los royalties de los Beatles.

 «Sacamos los pesados revólveres (de pronto hubo revólveres en el sueño) y alegremente dimos muerte a los Dioses».

[Ragnarök, de Jorge Luis Borges]. 

Desde que se nos murió Michael Jackson vengo en constante interrogación sobre la naturaleza del Mito. El concepto de Mito. Condiciones y requisitos del Mito. No pensaba tanto en el mito desde aquel trabajo de Filosofía de 1º de BUP, Del Mito al Logos, que plagié con cristiana literalidad de un amigo del B que había visto recompensado su afán con un 8,5. Le cambié la portada para agregar mi nombre, dejé el resto de los folios o los mecanografié exactos, ya no me acuerdo. No es que mi labor tuviera fineza, sólo le pedía eficacia. Como no podía ser de otro modo, conseguí un 4,5. Fue la primera lección de Periodismo de mi vida: las portadas son más importantes de lo que parece.

La culpa de todo esto la tiene un editorial acerca del suceso Jackson y su titular. Decía así: Michael Jackson, el último mito del siglo XX”. Parece que a Arcadi Espada (al que algunos comentaristas maldicientes de su blog prefieren nominar Arcada Espadi) también lo contrarió un poco el absolutismo de la sentencia. Razonó así, no sé si con falsa modestia o irónica post modernidad: “Yo soy un chico del siglo XX y apenas sé quién fue Michael Jackson. Por si no bastase semejante argumento de autoridad creo que Bob Dylan, Fidel Castro y Cassius Clay aún siguen vivos”. Sospecho que el uso del “nombre de esclavo” del boxeador que se rebautizó Mohammed Ali forma parte del ropaje sardónico de don Espada. Por lo demás le suscribo la frase, variando el verbo para hacerla más subjetiva: Yo soy un chico del siglo XX y apenas me importa quién fue Michael Jackson.

Continuaba el editorial aludido: “Como Elvis Presley, como Jimmy Hendrix, como Jim Morrison, Jackson ha muerto a tiempo para alimentar un mito que probablemente nunca se extinguirá”. Parece claro que el autor/a apuntaba a los mitos musicales, reducción en la cual extrañé, claro, a John Lennon. No faltará quien agregue otros nombres a la enumeración. Yo les ayudo: Kurt Cobain, los más jóvenes; Edith Piaf, si usted tiene un alma sensible; Janis Joplin, los hippies y sus alrededores; George Harrison, los beatlemanos y seguidores de las doctrinas hinduistas; Johnny Cash, que no se murió a tiempo pero se construyó el traje de mito a medida; James Brown, quienes se preocupen por las fuentes originales; Chet Baker, amantes de los metales susurrantes; Glenn Miller, otro tanto y además con accidente de aviación por el medio; y desde luego Carlitos Gardel, que también fue del cielo al suelo…; hasta habrá quien le otorgue esa condición a Isabel Pantoja, por si acaso. Debo estar dejándome varios: verbigracia, Bob Marley.

Otra afirmación del editorial: “Podría decirse metafóricamente que el siglo pasado se acaba con la muerte de un artista que llevó la lógica del espectáculo hasta sus últimas consecuencias: hacer de su persona la más fascinante de sus creaciones”. Hasta las metáforas han de incurrir en la precisión. ¿Se ha terminado el siglo XX? Y además, ¿no han perdurado más Mick Jagger y Keith Richards? ¿No lo ha hecho, desde luego, Bob Dylan?  El término fascinación a mí me gusta mucho. Pero la persona Jacko, sinceramente, me provocó repulsión creciente desde un poco más allá de Thriller, por unas cuantas razones que cualquiera puede imaginar. Antes lo juzgaba ininteresante, pero son gustos que no aumentan ni disminuyen la verdad. A la música y el baile les voy a conceder la gracia de lo distintivo, tal vez lo original aunque no estoy seguro, lo osado de las coreografías, algunas magias parciales por ese lado y un aprovechamiento máximo del fenómeno MTV/video-clips, cuando la MTV aún era una cadena dedicada a la música. Por encima de todo eso, ocurre que la megalomanía me cae muy mal. La peterpanmanía me suena a excusa. No me puede caer bien un tipo que quiere una estatua de sí mismo en Harrods. Y además, sospecho que el muchacho nos veía al resto apenas como una colección de gérmenes. Como si su propia mierda no hediera.

Pensé en sus dobles. ¿Qué hacen ahora sus dobles? ¿Han muerto los dobles? ¿Existían siquiera? Yo nunca lo creí del todo, pero deberían enterrarlos con él como a los faraones con sus gatos reencarnados. Voy a la última del editorial: “Elvis Presley fue, sobre todo, una estrella americana de los años 50. Pero Jackson fue un ídolo planetario gracias a la extensión de la televisión…”. Me pregunto si nadie en el diario revisó esta frase. La policía, por ejemplo. En la búsqueda de explicaciones, me apoyé en lo que me pareció un buen artículo de Diego Manrique, escrito con las distancias adecuadas y verdaderamente explicativo de algunas cosas, no una mera recolección de lugares comunes. Sirve para situar a quienes reclaman atención exclusiva a la música y no al personaje. Y tal vez yo mismo me cuente entre ellos, aunque no en este caso. Subrayaba DM: “Michael no solía dar entrevistas y, en las raras ocasiones que se ponía frente a un periodista, ignoraba la música. Así era de necio: prefirió caer en las garras de Martin Bashir, un tiburón televisivo, que conversar con alguien que recordara la efervescencia de los discos de los Jackson 5, las dificultades para emanciparse en aquella plantación llamada Motown, el calculado eclecticismo de Off the wall y Thriller”.

Traté de distinguir tres grados progresivos en la construcción de un personaje como el que nos ocupa: ídolo (de masas, se entiende), icono y mito. Observé la veleidad elástica con la que se usan los términos: “Michael Jackson: muere el icono, nace el mito”, señaló la web de RTVE. “Michael Jackson: muere un mito y nace la leyenda”, dijo otro titular al que no recuerdo propietario. He ahí otro estadio superior: la leyenda. En un tercero decían: “Muere Michael Jackson, nace el mito”, lo que otorgaría a los mitos la necesidad imperiosa de la muerte para ser tales. En www.demujer.es no estaban de acuerdo con el matiz: “Muere Michael Jackson, adiós a un mito”. Di por fin con un filósofo en El Comercio de Asturias que parecía compartir una preocupación similar a la mía, sólo que mejor resuelta. Escribió Francisco de Borja Santamaría: “Un ídolo contemporáneo requiere como requisito poseer un nivel excepcionalmente elevado de notoriedad, encarnar algo que se considere valioso y suscitar la admiración y, en cierto modo, la identificación con él de sus seguidores. (…) El mito, por serlo, no personifica necesariamente un valor moral, salvo cuando un personaje encarna precisamente un rasgo de ese tipo, como puede ser el caso de Ghandi o la Madre Teresa de Calcuta. Michael Jackson era un icono exclusivamente artístico”. De donde un ídolo, una leyenda, un icono y un mito vendrían a ser lo mismo. Está bien, entonces.

Me llamó Alicia y me dijo: “¿Sabes que se ha muerto Michael Jackson?”. Yo lo sabía, desde luego. “¿Es que te gustaba Michael Jackson?”, le pregunté. Sabía que no, porque habiendo nacido en 2001 Alicia está a salvo de la onda expansiva que sufrimos quienes pasamos por los ochenta en edad púber. Ese tipo de gente que ahora proclama, no sin razón: “Era un artistazo”. La respuesta de Alicia iba más allá: “¡Cómo me va a gustar Michael Jackson si le robó las canciones de los Beatles a Paul McCartney!”. Y alegremente pasamos a hablar de otra cosa mientras allá fuera sacaban los revólveres y comenzaba el funeral planetario, que aún dura.





Karl Malden (1912-2009)

2 07 2009

He debido querer a pocos actores como a Karl Malden (nacido Mladen Sekulovich, de madre checa y padre serbio en Chicago, precisamente); un afecto de marcado carácter admirativo subrayado por la insostenible lástima que me comunicaron la mayoría de sus personajes. De entre sus innumerables películas de formidable secundario siempre preferí ‘The Cincinnati Kid’, aquí llamada ‘El Rey del Juego’: en ella , Malden incorpora a Shooter, la quintaesencia del hombre temeroso del poder, frustrado por la evidencia de los engaños de su esposa Melba (la voluptuosa Ann Margret) y por su cobardía interior ante las afrentas. Un hombre de moral saludable que sólo retuerce el miedo. Un buen hombre, arrasado de debilidad por la máquina de las perfidias ajenas. ‘The Cincinnati Kid’ es una extraordinaria película de jugadores de poker que opone nada menos que a Steve McQueen (no se puede ser más cool) con un veterano Edward G. Robinson. Una historia de manos rápidas, de hombres perdedores, de engaños y cartas marcadas, de vital desesperanza, de buscavidas con el corazón agrietado. En esta clásica escena, Malden trata de modo inútil de hacer reflexionar a su bella mujer de que la mentira sólo es el comienzo de un auto engaño. Habla de cartas, de solitarios y de un puzzle violentado. En el fondo, está hablando de sí mismo.

Shooter: Melba, ¿por qué haces eso?
Melba: Para que encaje, estúpido.
Shooter: No, no me refiero a eso. Lo que pregunto es… es que, eh…, es que tienes que hacer trampa en todo?
Melba: ¿En todo?
Shooter: Sí. En el… solitario. Aún no te he visto completar un solitario sin hacer trampas.
Melba: ¿Y qué? 
Shooter: Escucha, te engañas a ti misma, ¿es que no te das cuenta? Tú será quien pierda, tú, nadie más… Oh, has echado a perder el puzle, esa pieza no va ahí.
[Ella fuerza la pieza recortada en el hueco].
Melba: Ahora sí…

[The Cincinnati Kid, de Norman Jewison].