Los teóricos del periodismo -una gente muy peligrosa- sostienen que la estructura clásica de las noticias de acuerdo a las cinco uves dobles (What, Who, When, Where, How o Why) debió morir con el telégrafo, que fue su razón de ser. Otros teóricos del periodismo -igual de peligrosos- advierten de que el why (por qué) es ahora el que manda, cuando el why jamás debió ser incluido en la estructura jerárquica de una información. El por qué tiende a ocultarse o a ser opinable. Una cosa es el análisis y otra establecer por qué ha sucedido algo un minuto después de que haya ocurrido. En el periodismo deportivo, la reflexión y las autopsias tienen lugar sobre un terreno muy resbaladizo: el de un juego, digamos el fútbol, con escasa dependencia de las lógicas mundanas y una filiación más próxima a lo casual, lo arbitrario, lo repentino y, sobre todo, el implacable error humano. El resultado de la obsesión analítica deviene en una actividad en la que el acierto resulta más complicado que enhebrar una aguja a media luz mientras uno patina sobre hielo.
Tomemos el ejemplo de Brasil. Al mundo no le vale que Brasil fuera eliminado con todas las de la ley por Holanda en un partido radicalmente inexplicable. No por cómo ocurrió, sino por qué ocurrió. Al mundo no le basta con decir que hubo un gol en propia meta y que, sin que aún sepamos por qué, los brasileños deshicieron su figura hasta convertirse en monigotes. El mundo quiere más: sobre todo, quiere una cabeza en la bandeja a la hora de cenar. A uno le pareció de verdad que el Scratch iba destinado a la final y seguramente la Copa. Resulta evidente que tengo el punto de mira girado. Ningún otro equipo me pareció tan completo en todo el Mundial: es más, me lo sigue pareciendo. O tal vez ya no, porque el ejercicio defensivo de los alemanes contra Argentina ha redondeado a esa selección, a la que me parecía advertirle ahí atrás una leve tendencia a la vulgaridad y la vulnerabilidad. Es obvio que que sobreestimé a Brasil; tan obvio como que Brasil sigue siendo un equipo notablemente mejor que Holanda, que son Robben, Sneijder, un Van Persie en versión recortada y un grupo de buenos jugadores del montón. Y sin embargo, Holanda debió hacerle no menos de tres goles al penta. Que a Brasil, equipo ordenado en función de un millar de detalles tácticos, le hagan un gol de pelota parada, y que ese gol ocurra además en propia meta…; y que el equipo entre en un derrumbe estrepitoso, incapaz de racionalizar su ansiedad y de sostener el hálito competitivo que lo había animado hasta entonces… todo eso supone el colmo de un técnico obsesivo como Dunga. En todo caso, Brasil estaba condenado de antemano por todo aquél que ha considerado una perversión el viraje estilístico de Dunga. Ni siquiera un sexto campeonato habría liberado al entrenador brasileño del peso moral de su traición: durante estos años Brasil ha perdido por Dunga y ha ganado a pesar de Dunga. A buena parte del periodismo, y de la hinchada, tan endeble explicación le sirve de por qué. ¿Por qué se ha ido Brasil en cuartos? Por no ser Brasil. Ah, bueno…
Lo mismo valdría para Argentina, aunque por motivos opuestos. Dunga es demasiado táctico; Maradona, excesivamente intuitivo. Pensó que Argentina podría ser campeón sobre dos pilares: el presunto genio hereditario de Messi y el expansivo amor que como entrenador él les ha profesado a sus futbolistas. Con esa receta casera, hasta cuartos no le tosió nadie, por más que ahora digan que México anticipó los problemas. Pero apareció Alemania con su reunión de tanques y caballería ligera y aplanó la falacia voluntarista de los albicelestes. Hay un lugar muy común en el fútbol, ese que defiende que a un grupo de buenos jugadores no hace falta sino ponerlos en el campo y dejarlos que se expresen. Que el entrenador sobra. Cualquiera que haya vivido próximo a un equipo de fútbol sabe que la realidad opera de modo bien diferente. Para bien o para mal, los entrenadores definen a sus grupos.
Si le damos la vuelta al argumento y miramos a España, habrá que preguntarse qué sentido tiene todo. España está en las semifinales después de protagonizar un alejamiento cada vez más acusado del estilo de juego que la llevó a ser campeona de Europa. Resulta que el partido que más se pareció a aquello fue el de Suiza. Como se sabe, el único que terminó en derrota. La insistencia de Vicente del Bosque en considerar titular indiscutible a Fernando Torres desplazó a Villa a la izquierda y a Silva al banquillo. Hay otra variación, ya comentada: la reunión de Busquets y Xabi Alonso, que hurta otro espacio a los pequeños. En la Eurocopa, el modelo lo sostenía la disonancia entre Senna y Xavi en el espacio creativo. Aquel equipo ha quedado idealizado, como modelo de funcionamiento y de ejecución. Inútilmente, la crítica ha pasado el Mundial discutiendo si España se aproximaba más o menos al canon de Luis Aragonés. Acerca de Torres han amortiguado los disparos: el chico no está bien, pero hay que darle partidos para que llegue a estar bien.Como si esto fuera un torneo de 38 jornadas. ¿Y a Silva no hay que dárselos? ¿Y a Cesc no hay que dárselos? La conjetura surge sola: criticar a Torres -que es de la casa- significa lo mismo que criticar a Zapater cuando jugaba en el Zaragoza. Una traición a la sangre. Un acto sin ética ni humanidad.
Yo soy de los que cree (si es que hubiera alguno más) que Luis Aragónes se fue encontrando el extraordinario equipo español que hoy tenemos un poco por mérito propio -intentar versionar un modelo-, otro poco porque los futbolistas se imponen a sí mismos con sus actuaciones y algo más por evolución colectiva. Un mes antes de la Eurocopa nadie podría intuir, o al menos yo desde luego no lo hice, que aquel juego moroso de toque que practicaba España, con una molesta tendencia a las líneas horizontales y el manierismo, iba a evolucionar en una máquina diabólica de hilar seda. Todo esto no supone una crítica a Luis, sino la tentativa de razonar que en el fútbol, precisamente, no todo se puede razonar. Y menos cada tres días. Eso de que a un entrenador se le vaya haciendo solo el equipo supone un proceso mucho más común de lo que parece: a veces ser entrenador consiste en ver lo que no es evidente, lo que nadie anticipa; a veces, se trata de aceptar que lo evidente, lo que cualquiera ve, es lo necesario. Ninguna de las dos posibilidades se da a tiempo completo. España está en semifinales por primera vez. ¿A quién le importa ya si juega más o menos parecido a como lo hacía dos años atrás? La victoria contra Paraguay fue tan imperfecta como las demás, pero fue victoria igual que las demás. Con Alemania aparece ya un rival temible, como no podía ser de otro modo, que seguramente planteará un partido similar al de Argentina, sin ceder espacios de tres cuartos del campo en adelante. Faltará Müller, un alivio porque es, con permiso de Villa, el mejor jugador del Mundial. Pero los alemanes no son sólo sus medias puntas y un tallo al que se le caen los goles del bolsillo. Es también el carrete interminable de Schweinsteiger, una exuberancia física envidiable, el juego cuidadoso de Khedira, la llegada de Lahm y desde luego el percutor Klose, un tipo hecho para los Mundiales. Particularmente temo el desajuste de España en el fondo cada vez que el incontintente Sergio Ramos practica una de sus salidas en manada por la banda: cada pelota larga a la contra suele crearle problemas a España por ese lado, al que ha de caer Piqué para la cobertura. Busquets está jugando un gran Mundial, pero no maneja aún, pienso con humildad, el metrónomo táctico y posicional de un Senna para anticipar esos cierres. Es verdad que Alemania ha jugado al ataque más que Chile, Paraguay o Portugal: pero lo ha hecho hasta que ha necesitado otra cosa. Temo que con España se pondrá también cínica, porque el gran peligro de España es su inigualable capacidad de asociación en espacios pequeños alrededor del área.
Y Villa, claro, camino de ser el mejor goleador de la historia de este país: un delantero que ha tenido que acercarse a la treintena para que, por fin, uno de los grandes se decida a pagar por él lo que sin pensar han pagado por antojadizos suecos o franceses autistas. Un goleador superlativo del que, por cierto, hasta se dudó en Zaragoza a su llegada. Sí, sí: uno recuerda haber escrito un artículo en defensa del Guaje titulado El goleador indudable. Porque había quien cuestionaba si estaba capacitado para anotar en Primera. Pero ese es otro tema. Si miramos el Mundial en perspectiva, podemos subrayar hasta qué punto fue importante la boutade de Claudio Bravo, el portero de Chile, en aquella salida extemporánea que le permitió al Guaje abrir el marcador. Podemos pensar que España hubiera acabado ganando de cualquier modo; podemos pensar que no… lo que la habría dejado segunda del grupo, con el consiguiente cruce en octavos frente a Brasil. Si Chile no se dispara dos veces en el pie, todo hubiese sido diferente. O tal vez no. Porque siempre cabe la posibilidad de que los africanos tiren a la mierda un penalti en el último minuto de la prórroga, como sabe Uruguay. Que el Loco Abreu haga la de Panenka y Zidane. O incluso que Brasil, pregúntenle a Holanda, se dispare un tiro en la cabeza.
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