Diario no diario (XIX)

13 12 2021

Miércoles

Cada tanto hay alguna tarde en que salgo a comprar música. Armado sólo de una avidez creciente y ningún objetivo concreto, salgo de caza y rara vez vuelvo de vacío. No soy un gran coleccionista. De hecho no soy siquiera lo que uno podría llamar un coleccionista, y lo sé porque conozco a algunos y los he visto recorrer las cubetas de los singles y desenterrar con paciencia pepitas de oro que a mí me parecían poco más que excentricidades simpáticas. Hay en mis expediciones a las tiendas de discos algo más modesto: un intento de rellenar huecos, ausencias retrospectivas en mi discoteca. Pero, sobre todo, se trata del instinto de supervivencia, de una inquebrantable confianza en el poder reparador de la música. La necesidad de envolver los días en canciones, de rebajarles el peso, hacerlos flotar en melodías redentoras.

Hace años estas visitas a las tiendas de música eran mucho más frecuentes. Como era más frecuente casi todo. Las animaba la marcada conciencia de construcción de un mundo particular. También de atención por lo que se estaba haciendo. Qué se oía, qué merecía la pena. Ese interés se ha vaciado bastante a día de hoy. O más bien se ha acotado. Sigo con el oído pegado a lo que se hace en la medida que lo que se hace puede apelarme. Por lo general, el mainstream no está concebido para personas mayores de 35 años. O algo así. Puede que 40, da igual. Comprar discos -en cualquier formato, sin histerismos ni hipsterismos, por favor- se parece ahora mucho más a una defensa desesperada de un mundo aspiracional. De uno mismo. Si no sigo comprando música puede que haya dejado de ser quien soy.

Con los libros sucede algo muy parecido. Pocas novedades. Muchas de esas cosas que uno cree que deben ser leídas alguna vez. Al fondo, de nuevo, el empeño imposible de levantar una biblioteca como quien erige una catedral que nunca quedará terminada.

Si algún día hace falta ordenar mi despedida, déjenme quietecito ahí, en ese pequeño altar blanco. Al menos una parte de mí. No sea que el más allá sí incluya algún tipo de eternidad y me pille sin libros de los que echar mano.

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Hace ya semanas, cuando aún era octubre, salí a dar uno de esos paseos y acabé comprando un par de discos. Rock Action, de Mogwai. Y Straight songs of sorrow, de Mark Lanegan. Un par de elecciones algo oscuras, que parecían anticipar la llegada de los meses más sombríos del año.

Aunque la temperatura de los días era todavía muy agradable en la ciudad, veíamos ya próximo el cambio de hora. Ese arranque oficioso del invierno que significa el fin de la luz, la noche que inunda la media tarde. La aprensión de quien ingresa en un largo túnel.

De entonces a ahora he logrado, al menos, despertarme entero por las mañanas. Descansado, tras semanas en las que cada día nacía con síntomas claros de agotamiento. Nunca he sabido qué pensar de las afecciones del cambio de estación en los cuerpos, pero la transición de los días parece tener algún efecto. Intuyo que mi cuerpo -o debería decir mi cerebro- termina por asimilar finalmente el largo adiós que siempre me provoca el fin del verano. Aceptado el otoño, que por otra parte este año nos ha vapuleado con vileza, uno puede ponerle ya un estudiado descuido al viaje anual hasta las sombras. Tomado si acaso de la mano de las canciones de Lanegan… y de las proposiciones paralelas del algoritmo digital.

Cuando pienso en esta rendición, me acuerdo de aquella fábula de la rana que placenteramente se cuece en una olla mientras le aumentan poquito a poco la temperatura. En este caso, te la reducen mientras todo se apaga poco a poco. A todo se acostumbra uno, de forma imperceptible. Hasta que es demasiado tarde y la noche y el frío te agarran en campo abierto.

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Las anotaciones que componen este diario, se me ocurre a veces, bien podrían resumirse en una banda sonora de canciones que suenan mientras escribo o que evoco al escribir, y que quedan aquí nombradas. Ensayo un diario y me sale un audiolibro. A lo mejor todo esto es un Diaudio.

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Lunes

Hablo de las canciones, pero cada tanto la realidad me confirma que todas estas líneas se sostienen apenas en dos dimensiones intangibles: el tiempo y la muerte. Tiempo y muerte. Tiempo muerto. Suspensión. Ausencia.

Llevamos dos años viviendo en una monumental sala de espera.

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Martes

«Yo huyo de mí mismo… ¿Quiere usted acompañarme?».

Oído en Mariona Rebull, de José Luis Sáenz de Heredia.

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Domingo

Una tarde heladora de domingo en el cementerio del pueblo. A oscuras, casi a ciegas o iluminados por la insuficiente linterna de los móviles, hacemos descender a pulso, tomado por cuerdas, el féretro de P. Estos meses tú y yo hablábamos de muchas cosas, pero silenciosamente manteníamos un diálogo temeroso acerca de los sucesos inexplicables que nos acechan. En ese tiempo incierto en que muere el verano y triunfa el otoño, hemos despedido a tu abuela y a tu abuelo. Que eran nuestros padres, claro. Pero a pesar de ello he temido más por ti que por mí. Sé que puedo ensordecer mi grito y guardarlo dentro. Pero no encuentro la voz para decírtelo a ti sin que me destroce imaginar siquiera el sonido de las palabras mientras tú las escuchas y me miras.

En poco tiempo has aprendido que la enfermedad y la muerte no conocen ningún orden cronológico, esa posibilidad que te parecía asegurar una acogedora coherencia. Cuando murió el tío J., en abril, aceptaste el precio con naturalidad: «Es que era mayor». Ese argumento no te sirvió, sin embargo, para evitar el ahogo cuando te dije que la abuela nos había dejado para siempre. Hubo en tu reacción un fastidio, como de proyecto truncado, de planes sin terminar. Durante semanas oía en mi cabeza tu voz llamándola en el salón de su casa, a gritos para que ella se enterase, y ardía de lástima. Cuando tuve que decirte que el abuelo tampoco estaba ya, te enfadaste como si te recordase que tenías que hacer los deberes. «Que no, déjame, que estoy jugando…». Y durante unos minutos, hasta que se fueron todos, aguantaste mirándome en un silencio de enojo. Al quedarnos solos liberaste el llanto y tuvimos que abrazarnos para que nadie nos viera ni vernos a nosotros mismos.

Ahora quieres saber a qué edad murieron mis abuelos y mis abuelas. Y mi padre, tu abuelo, al que no llegaste a conocer. Ni él a ti. Ese desfase que de cuando en cuando me desata una tormenta de pena.

«¿También los niños pueden morirse, entonces?», me preguntas.

«Sí, también los niños».

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Miércoles

Ya es diciembre. Aún es diciembre.

He leído Némesis, la novela de Philip Roth. Mientras en Europa se libra la II Guerra Mundial, en la «ecuatorial Newark» todos los veranos mueren niños a causa de una epidemia de poliomielitis. Bucky Cantor, un joven profesor de educación física, compone una figura referencial para los más jóvenes en medio de los días inciertos, de muerte acechante, calor de asfixia, sospecha, horror, tragedia y descreimiento. Otra epidemia. Como sucede en Muerte en Venecia. Tiempo detenido, el velo transparente que envuelve a los enfermos del sanatorio de La montaña mágica.

Hasta ahora una epidemia suponía para nosotros poco más que un relato imaginado. Un concienzudo mecanismo de expansión de enfermedad imposible de comprender, porque no pertenecía a nuestros días, o a los países de nuestro entorno. Porque no lo habíamos vivido y nunca pensamos que fuéramos a hacerlo. En todos estos meses hemos aprendido a la fuerza el significado verdadero de la palabra epidemia y su desconcertante poder. Le atribuíamos un matiz inocuo (las epidemias estacionales de la gripe, por ejemplo) o de anacronismo histórico: las epidemias medievales, la gripe española. Todo lo que nuestro mundo creía haber rebasado, con su vanidosa autoconciencia. No sólo eso hemos debido entender. No sólo una epidemia acotada en espacios geográficos manejables, como la del Newark de Roth. Vivimos en una pandemia, algo mucho más grande, más aterrador, en su implacable voracidad expansiva.

La esencia, sin embargo, no se altera. Todos los síntomas que definen este tiempo nuestro de hoy están contenidos ya en las páginas de Roth: la incertidumbre, la irracionalidad, el temor, la culpa, la sospecha. Todo batido en un bucle que nunca parece irse, que siempre regresa. Los padres de los niños del barrio de Weequahic acusan de la llegada del virus a sus calles a los italianos de otra zona de la ciudad. Después, miran con suspicacia al educador que mantiene su programa de actividades deportivas en medio del calor. Más tarde creen que el virus asesino mana de las fuentes en las que se refrescan los muchachos. Cuando un niño muere, se vuelven contra la autoridad sanitaria, claman frente a la desinformación, el descuido, la imprevisión.

En medio de ese escenario de duelo, Bucky Cantor rechaza la posibilidad de acusar al prójimo -cualquier prójimo a mano- por la expansión de la enfermedad. Y termina por girar su rabia indefensa contra la autoridad suprema: un Dios asesino que se entretiene matando niños. Es su particular viaje desde la razón hacia la emoción, un último recurso desesperado que dirige contra un enemigo invisible. Y también contra sí mismo. Dios como encarnación de la culpa individual.

Para la muerte siempre se necesitan culpables. Tal vez, para la vida también.

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Lunes

«Ahora se sabe que [la nueva normalidad] consiste en convivir largo tiempo con un equilibrio inestable entre el temor a nuevas variantes de la desdichada pandemia y la esperanza en dosis adicionales o vacunas definitivas. En otras palabras, en el fondo la expresión solo significa que hemos de acostumbrarnos a vivir en la incertidumbre. Aunque, ciertamente, esto no es cualquier cosa, porque a casi todos provoca desasosiego. Y hace reaccionar a algunos con un temor invencible, que disfrazan de prudencia, y a otros con el deseo irrefrenable de apurar la última copa, quizá solo miedo transformado en audacia. En todo caso, queda muy claro que lo racional tiene poco sitio en la nueva normalidad, así que, a esperar tiempos mejores, que la ciencia no fallará».

Incertidumbre, de José María Serrano Sanz, en Heraldo de Aragón

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Martes

La última variante se llama Ómicron. Es la quinta descrita. Enseguida genera una creciente ola (es la sexta) de contagios y todas las réplicas habituales: alarma en los medios de comunicación (justificada o no), dudas sobre la eficacia de las vacunas frente a esta nueva mutación (justificadas o no), cierre de países (justificados o no), aumento progresivo de las hospitalizaciones (aunque no hasta números críticos y con un porcentaje mayoritario de personas no vacunadas en los ingresos), generalización de las restricciones por parte de los gobiernos (justificadas o no).

Consulto la secuencia de variaciones del SARS-CoV-2 a lo largo del tiempo, su nomenclatura, fecha de designación y lugar de aparición documentadas:

  • Alpha: Reino Unido, diciembre 2020
  • Beta: Sudáfrica, diciembre 2020
  • Gamma: Brasil, enero 2021
  • Delta: India, abril-mayo 2021
  • Omicron: varios países, noviembre 2021

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Miércoles

Durante algunas noches miro, hipnotizado, la serie documental Get back, ocho horas que giran en torno a la desordenada grabación de las canciones que darían lugar al disco Let it be, y al célebre concierto en la azotea de la sede de Apple en Savile Row, Londres.

Alguna vez pensé que, si alguien me ofreciera la mágica posibilidad de visitar cualquier momento de la historia como espectador en primera fila, yo elegiría haber estado ese día en ese lugar. Si con el tiempo se me ocurrió alguna alternativa, no la recuerdo. El documental ratifica mi imposible anhelo.

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Jueves

«Quedan muchas incógnitas por resolver para saber el impacto que [la variante Ómicron] tendrá en la salud pública. Los primeros datos anticipan que contagia más, pero no se sabe a ciencia cierta cuánto; se cree que produce síntomas más leves, pero no hay la suficiente cantidad y variedad de población (en edades y estados inmunitarios) como para conocer si es así; cada vez parece más claro que puede esquivar las vacunas y la inmunidad natural a la hora de infectar, pero es muy probable que estas mantengan la protección frente a la enfermedad grave».

El artículo, firmado por Pablo Linde, ilustra a la perfección hasta qué punto se hace imposible para el ciudadano desentrañar al detalle el escenario en el que se mueve. El titular (Por qué la variante ómicron del coronavirus preocupa y a la vez podría ser una buena noticia) resume con involuntaria ironía el desconcierto, la incertidumbre, la carrera sin descanso de la ciencia por saber; y, claro, los vaivenes indescifrables en que se mueve el ciudadano: entre el desasosiego, la esperanza y la humana necesidad de seguir adelante sin mirar demasiado a los lados. Sin comprender del todo.

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Viernes

Algunos países ordenan el confinamiento de las personas que no se han vacunado. En España, los gobiernos regionales imponen poco a poco el llamado pasaporte COVID para el acceso a bares, restaurantes, teatros, cines, gimnasios, eventos deportivos y, en general, reuniones o celebraciones de más de 10 personas. Hay al fondo, de nuevo y como siempre, un incómodo fondo de interpretación jurídica de estas medidas, entre la defensa de los derechos fundamentales (el derecho a la igualdad, el derecho a la intimidad y el derecho a la protección de datos) frente a la necesidad de «salvaguardar la vida y la salud de los ciudadanos». Se suspende cautelarmente su aplicación. Y vuelta a empezar.

Mientras, ya se inoculan terceras dosis a los mayores de 60 años; y arranca la vacunación de los niños menores de 12 años. Hay protestas por la decisión de que se haga en los mismos colegios, un ámbito más proclive al señalamiento. El no vacunado se ha convertido en una persona que transita por la autopista en sentido contrario al de la circulación. Si en la quinta ola el enemigo público fueron los jóvenes con ganas de pasarlo bien, en esta sexta la culpa recae en los irresponsables e insolidarios que no han admitido el pinchazo y, por tanto, amenazan la vida de todos.

Cualquiera puede ahora «cargarse a la abuela en Navidad».

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Sábado

Esta tarde encendieron las luces navideñas en la ciudad y las calles estaban atestadas. Dicen las informaciones que el efecto de los contagios de este largo fin de semana empezarán a notarse cuando ya nos aproximemos a las fiestas.

Yo compré dos discos de Bowie: una reedición en CD de Hunky Dory y el vinilo de The rise and fall of Ziggy Stardust.

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Domingo

«Nadie será libre mientras haya plagas».

La peste, de Albert Camus

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