Diario no diario (XVII)

28 09 2021

Lunes

Me preguntan la fecha exacta y reparo en que va a cumplirse un mes desde que mamá se marchó. En realidad, habría dicho que hace mucho más tiempo. Me siento muy lejos de todo. Y de todos.

El tiempo en los relojes nos educa en la constancia circular del espacio que recorren sus manecillas: un segundo dura la fracción contenida en la separación entre las marcas de la esfera; un minuto es la distancia de una vuelta completa a ese círculo. Los minutos contienen a los segundos y las horas a los minutos y los días a las horas y las semanas a los días… y así hasta hacer vidas enteras, o fragmentos de vidas que duran más o menos de lo esperado; más o menos de lo deseable; más o menos de lo necesario.

Nos ordenamos por el tiempo registrado, mientras nuestro cerebro altera las percepciones comunes para arrebatar su vigencia y concedérsela a nuestro tiempo íntimo, que se dilata o encoge como los fuelles de un acordeón. Afectados por los hechos y las circunstancias, de forma involuntaria lo reconstruimos. A menudo la quiebra entre ambas medidas desemboca en esta desorientación.

No sabemos cómo sucede esta refutación del tiempo. Sólo advertimos sus consecuencias. Y con torpeza, como yo aquí ahora, reflexionamos acerca de esta cotidiana, y algo monstruosa, complejidad. Parafraseando a Borges: la vida, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Ornat.

***

Miércoles

Hace tiempo que el tiempo no es lo que parece, como casi todo lo demás. Devorados como animalitos indefensos en el vientre temible de esta pandemia, nos vemos sometidos a una atroz distorsión. Por eso tengo dificultades para encajar la cronología de lo que hice a lo largo de todos estos meses, lo que terminé antes y lo que empezó después. Ya pensé hace tiempo en el después. Cuándo, si alguna vez, será después. Las sucesivas olas han dibujado círculos concéntricos que se repiten y orbitan en torno a un centro confuso. El tiempo se ha replegado sobre sí mismo, incierto como un bucle, y nos ha enrolado en un suspenso permanente, este largo paréntesis que siempre se alarga un poco más.

Queda amortizada la quinta oleada de contagios y las cifras dibujan un panorama de barbarie medianamente ignorada. «El verano ha dejado casi 4.000 fallecidos», leo. Casi 4.000 muertos. Y pensamos que hemos ganado. Nos hemos hecho indiferentes a la muerte como nos hemos hecho ajenos al tiempo. Esta certeza necesaria para la supervivencia.

Y la vida sigue, nos decimos. Como si no siguiera, también y sobre todo, la muerte. La vida sigue, pero lo hace sin referencias nítidas que nos ayuden a discernir si avanzamos y hacia dónde. Sabemos que habrá más muertos y seguiremos avanzando porque hay que aprender a vivir con el virus. Uno sabe que eso es verdad. ¿Qué otra cosa podríamos haber hecho y qué otra cosa hacemos como humanos sino vivir con el virus como siempre convivimos con la muerte? Ahora, eso sí, subrayamos de forma aún más clara nuestra condición de personajes de una pesadilla dilatada. Nos movemos por este paisaje brutal, pero nos movemos despacio, como los aviones colgados del cielo. Y miramos afuera por la ventana, con aprensión maravillada, igual que miraríamos a un mar de nubes, a un océano de días. No podemos preguntarle a nadie ni tomar referencia que nos aclare a qué velocidad navegamos. Ni con qué destino.

Por eso ya no recuerdo si hace dos años o cien meses. Por eso ya no sé cuándo nos vimos por última vez. Me parece que ayer aún estabas aquí. Aún pienso en llamarte hoy.

Te recuerdo en las piscinas iluminadas. Y luego en un mar oscuro, en el que te hundes entre gritos y yo alargo la mano para retenerte, sabiendo que pierdo para siempre los rasgos de tu cara.

Después camino, iluminado por neones vacíos. Este paisaje brutal. Camino por los pasillos y me miro los pies y el suelo es siempre el mismo y siempre es de noche. Y ahora todas las noches serán nunca.

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Jueves

Ayer terminó el verano.

Ya es otoño. Aún es otoño.

He pasado estas últimas semanas leyendo los Diarios de Viaje de Albert Camus y, todavía, sus Crónicas para la revista Combat: en realidad, si nos atenemos a la ortodoxia de los géneros, más que crónicas encontramos editoriales bien opinativos sobre la Francia de postguerra. Expiación de pecados comunales, acusaciones polarizadas, debate político, revisión de actitudes colaboracionistas y atribuciones de méritos de resistencia. En suma, un país liberado en diálogo con sus fantasmas.

Me interesa más el Camus viajero, que trata desesperado de aliviar su angustia (esa arcada de deseo de morir que le sobreviene) con solitarios paseos nocturnos en la cubierta de los barcos, mientras viaja hacia destino. Las páginas escritas durante las largas travesías en barco hacen casi un subgénero dentro del género de la literatura de viajes. Siempre pienso en Stevenson a bordo de un buque hacia los mares del Sur; y desde luego en Mark Twain en sus joviales crónicas siguiendo la línea del Ecuador.

En realidad, antes de eso me detuve en otro volumen de Camus: El verano, su ensayo sobre la estación y la ciudad de Orán como refugios. El verano se inicia con estas palabras.

«Ya no quedan desiertos. Ya no quedan islas. Y, sin embargo, se siente su deseo. Para
comprender el mundo, a veces es necesario apartarse de él; para servir mejor a los
hombres, mantenerlos a distancia un momento».

Camus, en sus viajes, se distanciaba de las conversaciones y las personas en sus paseos solitarios por cubierta, mientras contenía el ahogo de vómito existencial. El nítido deseo de la propia muerte, una certeza que, al leerla, nos resulta tan insondable. Frente a su anhelo de una nada liberadora, en la colección de ensayos que conforman El verano Camus invoca la felicidad de los días interminables, la muchedumbre tranquila del mar Mediterráneo, las tardes derramadas de sol, el contraste afilado de la sombra en los mediodías.

Camus escribe palabras hermosas, frases con las que armar un himno ahora que ha terminado el verano y ya es otoño y sabemos que hemos perdido algunas cosas que nunca regresarán. El ciclo de los días y las noches cumplirá su designio astronómico y nos traerá otro verano. Pero ya no será este. Podremos reproducir costumbres, renovar comportamientos. Pero nunca más será este.

«En medio del odio descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible. En medio de las lágrimas descubrí que había, dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. Me di cuenta a pesar de todo eso… En medio del invierno descubrí que había, dentro de mí, un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; en mi interior hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta».

Siempre hubo en mí un verano invencible. O siempre me pensé invencible en los veranos.

***

Viernes

Día indeciso. Acecha la tristeza como un zumbido de fondo que acompaña la maquinaria de los días. No se decide el sol, ya tímido a estas alturas del año, ni tampoco las nubes. El resultado son esa clase de mañanas plomizas que parecen no terminarse ni siquiera a media tarde, como si la jornada no se decidiera a arrancar. Mediodías densos. Noches desplomadas en que cada uno se aferra a su mínima tabla. Días para saltar por la cubierta del barco. Y no, no como Camus. Sino como náufragos que no deseamos enfrentarnos al largo océano del invierno. Por eso ansiamos abandonar esta nave que se aleja de la orilla en que aún vemos levantarse, igual que la línea vacilante de los edificios de la ciudad, un horizonte conformado por humildes momentos de dicha.

Y nadar, queremos incansables nadar, hasta alcanzar el final de la piscina, y allí voltear el cuerpo y girar en dirección contraria; o movernos ligeros entre las olas, en dirección a un pedazo de tierra salvadora: la modesta isla en que refugiarnos.

Ya no quedan desiertos. Ya no quedan islas.

***

Por la noche, escucho algunas de las canciones listadas durante este verano. En realidad la colección pertenece a varios veranos, no sólo al último. En algún momento pensé que debería registrar cada canción que escuchase a diario. Todas. Clasificarlas con la fecha. Y así tejer un interminable diario sonoro, de las músicas que ocupan cada jornada, que fuera como la historia paralela de mi vida en canciones. Imaginaba una gigantesca biblioteca interminable hecha de días y de títulos y grupos. No había vanidad alguna en la construcción de un anhelo semejante, nada que tuviera que ver con una tentativa de perdurar. No. Sólo pretendía lo imposible: saber qué día escuché tal canción por primera vez; o qué canción escuché tal día a tal hora. Y recordar dónde estaba cuando lo hice. Con quién. Cómo.

Para que una canción mereciera ser guardada en ese catálogo personal no importaba la procedencia: si las oía en la radio, si las programaba yo mismo, si aparecían frente a mí de modo aleatorio… No habría tampoco ningún filtro de preferencia ni de, por así decirlo, calidad. Pronto entendí que había elevado en mi cabeza un castillo que nunca podría sostener. Aún lo intenté durante varios días, pero la empresa rayaba la locura, porque el volumen de canciones se haría pronto tan vasto que apenas podría dedicar los días a nada más que a registrar títulos bajo un epígrafe. Sólo habría tiempo para la música y su minuciosa transcripción a una memoria escrita.

Considerado desde ese punto de vista, ahora lo veo como un plan ideal de vida.

A cambio, di con una solución intermedia, mucho más a mano, aunque sólo parcialmente satisfactoria: guardar canciones en listas ordenadas bajo un epígrafe cronológico, que correspondiera con cada una de las estaciones del año. Y a cada una de esas colecciones ponerles un nombre alusivo al tiempo en que las escuché. Así lo hago: no hay en esas listas intención temática o estilística alguna. Cabe todo siempre que haya sido escuchado y elegido durante el periodo acotado. De esa forma nacieron mis cuatro estaciones musicales: Winter Bone, Spring Up, Summer Suzie y Autumn Sweater. Habitadas por bandas, solistas y sonidos que a veces conozco bien y que, otras muchas, descubro en el momento de incorporarlas.

Siempre puedo volver a ellas y regresar a la estación en que escuché esa música. O buscar el significado, por qué la escogí, por qué la guardé.

Hace pocos días renombré Summer Suzie y ahora se llama de otra manera: Summer Juice. Por algún motivo me sonaba mejor o le encontré más sentido (¿qué sentido?). Estas noches he recorrido las calles en los paseos finales del día acompañado con el jugo de verano de esas canciones. Es un ritual de despedida como cualquier otro, un modo torpe de mudar la piel y el tiempo perdido. Aún suena, mientras escribo esto, Martha, de Tom Waits. Antes, la épica instrumental de Mogwai en Killing all the flies; la sensualidad de Polk Salad Annie en la interpretación de Tony Joe White; emulsiones de pop liviano y nítido como I’m a cuckoo, de Belle and Sebastian; o Hackensack, de Fountains of Wayne; o Tears are cool, de Teenage Fanclub.

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Sigue la música. sigue la noche.

Quiet heart, de The Go-Betweens. Y aún los Psychedelic Furs con All that money wants.

Por abajo pasan grupos de chicos y chicas, con sus grandes vasos de licores mezclados, en tránsito hacia otras zonas de la ciudad. Ha vuelto el ocio nocturno, en lenguaje pandémico, siempre pródigo en perífrasis ordenancistas, como buena nova lingua. Ahora los bares con la licencia correspondiente pueden permanecer abiertos hasta las cuatro de la mañana. Pero su público debe permanecer sentado. O afuera, que es donde mayormente se acumulan los jóvenes.

No han abierto todavía las pistas de baile. Y en casa, los ventiladores nos miran con sus aspas detenidas. Erguida su cabeza, ahí, de pie, como si esperaran alguna orden que ya no vamos a darles. Inmóviles en el mismo lugar en el que los dejamos la última tarde en que el calor nos obligó a ansiar su refrescante velocidad giratoria. Qué generosos me parecen siempre los ventiladores. Su airado zumbido me guarda las noches.

***

Sábado

He salido a las librerías para buscar palabras que me ayuden a atravesar los meses que vienen. Acumulo más de media docena de volúmenes, diarios la mayoría de ellos, y me los llevo bajo el brazo y los amontono con las historias orales de The Clash y Joy Division y la biografía (largamente demorada ya) de Tom Petty. Los dejo encima de las novelas de Philip Roth que antes junté con los ejemplares de Camus. Y todos se superponen a los Ensayos de Montaigne, que siempre están ahí, dispuestos. Esta vez, ya dije, diarios: de Kafka, de Susan Sontag, de Thomas Mann, de Virginia Woolf… Central, París, Cálamo. Estos mínimos atracones, esta forma de arrastrar bellotas y amontonarlas en la cueva para pasar el invierno. Una defensa contra el desmayo y la oscuridad que viene. Refugiarse en la noche y devorar palabras de forma compulsiva, como si fueran chocolate, hasta la indigestión.

Y no sentir culpa alguna.

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Viernes

Otra noche escucho una versión de Where are we now?, canción postrera de David Bowie, y luego regreso al original. Es una composición, y una interpretación, que siempre me impresionan.

No estoy seguro de por qué ocurre, pero la canción me resulta altamente perturbadora. Puede ser autosugestión. Siempre roza algo muy dentro de mí, que no sé definir, algo muy presente en mi día a día. Una cuerda sensible como un músculo irritado, que libera una nota de lástima y melancolía. Ahí al fondo entreveo sensaciones objetivables, aunque ignoro de dónde vienen o cómo consigue la música liberarlas. Siento que al escucharla abro la puerta de una habitación evitada. Enseguida sobreviene la sensación de pérdida, el peso del tiempo, el modo en que la memoria trata de darle forma.

La letra de la canción es apenas una mención circular de momentos y lugares de Berlín, en forma de recuerdo. Ninguno de ellos supone una referencia conocida para mí ni me devuelven experiencias concretas. Pero la evocación envuelta en la pregunta (Where are we now?) me alcanza con muchos significados. Es como si mi cerebro comprendiese perfectamente el mensaje oculto de la canción de Bowie, la esencia íntima de su lamento, sin que yo alcance conscientemente a entenderla del todo. Me transmite la conmoción del extravío, la extrañeza de estar aquí, rodeado de todo lo que hubo antes, ahí latente, pero ya perdido. Todo lo que uno ha sido.

¿Qué fue de nosotros? ¿Qué fue de mí?

Una vez pasé por Berlín.

¿Dónde estamos ahora y dónde estuvimos antes?

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La madrugada ha desatado una tempestad y, en la cama, me inunda la tormenta.

Moody Relish, una delicada pieza de orfebrería electrónica de Maxine Funke, fue la última canción del verano en Summer Juice.

You said something, de PJ Harvey, ha inaugurado el otoño aún tibio de Autumn Sweater.

[…]





Diario no diario (XVI)

14 09 2021

Lunes

Viene muriéndose el verano, que ya derramó sus últimos días en lentos crepúsculos al borde del agua. Y nos vamos un poco todos, resignados miramos el río que nos arrastra a la cruda realidad.

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Miércoles

Acabo de leer el primero de los dos volúmenes de los Diarios de Stephan Zweig: el que corresponde al periodo entre 1912 y 1914, culminado en los primeros días de la Gran Guerra. Estos dietarios del autor austriaco, y también algunas de sus narraciones de corte histórico y de ficción, han sido referenciales en medio de este tiempo absurdo que vivimos: de María Antonieta a 24 horas en la vida de una mujer. También sus Momentos estelares de la humanidad. Y, por fin, estos anotaciones inéditas, publicadas ahora en dos entregas por Ediciones 98.

En la primera serie encuentro a un Zweig contemplativo, entregado de forma discontinua a su trabajo, las lecturas, los encuentros de carácter literario e intelectual; y a una vida social que bascula entre los talentos coetáneos de la época y la conquista de cuantas damas aparecen en su ávido radar. Entre las hendiduras de la existencia pública asoman las confesiones procaces de un hombre vigoroso en el deseo y en la satisfacción de sus perversiones sexuales. Es un Zweig atrevido, mujeriego, casi siempre rijoso y alienado por una pulsión exhibicionista que liberaba con frecuencia en los parques vieneses. En un momento revela con discreción un apunte de algo que desde la perspectiva actual diríamos sin duda pederastia. Hay en el recuento del episodio una deliberada ausencia de detalles, pero por debajo de la pulcra escritura (formidable escritura), y de la naturalidad con la que lo cuenta Zweig, late una molesta violencia implícita.

Por lo demás, frente a esa vanidad de conquistador intelectual , un hombre taciturno que no reserva indulgencias para sus días: «Mi vida danza espectral entre recuerdos y expectativas. Me horroriza».

Convulsiones íntimas, convulsiones universales.

La guerra acecha y Zweig la teme. Es en la segunda parte de estos Diarios, que abarcan los años entre 1931 y 1940, cuando la aprensión del autor austriaco se adensa en las incertidumbres de una nueva guerra mundial. Zweig se siente amenazado en la Alemania nazi y en la Inglaterra que lo acoge. Asume y proclama su condición de sospechoso, de inminente perseguido en tierra propia y ajena. Constata: «Esta guerra se libra para salvaguardar los principios sobre los que descansa nuestra existencia; si esos principios se derrumbaran, también lo haría la existencia misma. Entonces ya no sabré para qué vivir ni dónde vivir». El trágico destino conocido del autor austriaco parece ya reunir sus justificaciones. Ante la agobiante estrechez de su mundo, descarnada Europa, en el horizonte se levanta la inabarcable América. El gigantesco Brasil. En sus páginas, cada nota configura una crónica involuntaria de la muerte que sabemos anunciada.

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Viernes

Mamá se ha ido en doce horas. Y sólo en las tres o cuatro últimas debimos admitir que había llegado el momento de despedirnos. E imposiblemente decir adiós. Hasta entonces era apenas un fastidioso episodio del que escaparíamos de algún modo, como siempre. De pronto, el momento atroz en que el plazo se termina.

En un momento le pedí que fuera valiente, solo un ratito, que enseguida volvería para quedarme. «Ya no quiero ser más valiente -me dijo ella-. Sólo quiero estar con vosotros».

Volví. Y así quedó: sin despedirnos del todo.

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Domingo

Nos llevamos los libros de las casas solo cuando el tiempo se ha hecho ya inaplazable y pasado. Los libros derribados de las estanterías son la muerte despreciable pero también el triunfo de nuestra permanencia. La memoria recobrada de sus dueños y de quienes los heredamos. Entre las páginas descansan las cenizas de su pensamiento, tal vez la voz que apenas murmuró una frase. Un subrayado, si lo hicieron, que recorreremos con los dedos como el relieve de una huella, para intuir el significado de esa señal, en esa página y no en otra. Libros de niñez, libros juveniles, libros de cuando nuestros mayores eran adultos y nosotros no entendíamos los títulos. Libros de madurez y otros que les regalamos. Dedicatorias autografiadas como un acto imperdible de amor.

Los libros nos mantienen vivos mientras vivimos y nos guardan en ellos al pasar. Queda prendido de las paginas el aliento, la brisa apenas de tu aroma. Nada conforma a un hombre mejor que el espíritu vaciado por sus lecturas. Ahí está el relato de tu vida porque somos lo que leímos. Tanto como seremos lo que dijimos.

Todos estos laberintos aguardan en el sencillo acto de despojar las estanterías de los que se van, llenar las cajas y cerrarlas como quien clausura un sepulcro. Y más tarde, un día, darlos de nuevo a la luz de nuestros anaqueles. Celebrar su resurrección. Fundirlos de nuevo con nosotros, para que nos presidan, como palabras eternas.

Los libros. El principio de lo que fuimos. Y el final de lo que seremos.

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La muerte es un implacable silencio.

Un concepto abstracto, construido sobre hechos muy concretos que parecen no pesar nada hasta que se reúnen para darle forma al tamaño insoportable de la ausencia.

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Lunes

Ha sido un verano luminoso, defendido hora a hora, de un modo inexplicable frente a la acechante oscuridad.

Ahora septiembre impone la grisalla pesada de sus mañanas repetidas, y tardes vacilantes que se apagan pronto.

Todo vuelve. Y todo se pierde en una lluvia inútil. En la estación de la añoranza.

«Es ahora cuando empieza de verdad el resto de mi vida».

[…]





Diario no diario (XV)

16 08 2021

Miércoles

A las 15:18, otra vez a la misma hora, me inocularon la segunda dosis de la vacuna. De nuevo el leve protocolo: aún menos personas en la fila -ninguna, de hecho-, con respecto a la primera; la mesita con tres facultativas que preguntan nombre, DNI y si pasé la enfermedad. Una atiende la negativa, con gesto repetido decenas de veces. La otra comprueba sobre la lista de personas previstas ese día para el pinchazo, y con el rotulador amarillo tacha la línea con mi nombre. Un pasillo de acceso, una línea de mesas atendidas por otro par de sanitarias, una silla al costado. «Siéntese aquí, ¿es diestro o zurdo…? Entonces mejor pinchamos el hombro izquierdo; levántese la manga y ahí voy». El pinchazo. Un breve descanso posterior, escuchando la reacción del cuerpo, si es que el cuerpo tuviera algo que decir. Silencio fisiológico. Y otra vez afuera, de nuevo al mediodía que desemboca en tarde.

Conduzco de regreso a casa, con música y las ventanillas abiertas. Pienso en las palabras repetidas de todos estos meses. El covidioma construido para la designación de la pandemia y las palabras que tomaron nuevos significados, relevantes. La propia palabra pandemia, cuya despiadada expansividad no podíamos sospechar ni siquiera en la nitidez de su semántica. Los lugares comunes, giros, tecnicismos y circunloquios: la distancia social, las mascarillas, el respirador, los EPIs, la cuarentena, el aislamiento, la alerta sanitaria, las pruebas PCR y los antígenos, el estado de alarma, el confinamiento selectivo, la desescalada, el brote, los grupos burbuja, la primera y la segunda pautas, la inoculación, la nueva normalidad, el coronaplauso y el coronababy. El suero, la inmunización y la inmunidad de rebaño, el negacionismo y el ARN mensajero… Y claro, los infaltables tutoriales, las infografías sobre medidas de protección, los avisos y los anuncios institucionales, los reportajes y las teorías conspiratorias -eje alternativo e inevitable de nuestro tiempo- que nos han explicado por qué nos pinchan cerca del hombro, por qué duele el brazo, por qué los cubiertos se quedan pegados en el punto del pinchazo, etc.

El idioma covidiano y el hombre covidiota.

Todos los diversos virus que emergen del virus.

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Jueves

Al día siguiente del pinchazo despierto como si me faltaran siete noches de sueño. Esta primera sensación es solo algo más afilada que otros días, pero no tiene nada de particular en mí: suelo dormir menos de lo que se considera saludable. A veces me pregunto si tendrán razón quienes afirman que para ser feliz hay que dormir bien, por lo menos ocho horas diarias. Y si me estaré llenando el cuerpo de insatisfacciones por no cumplir el horario normativo de cama. Ojalá el lado pesado de la existencia pudiera diluirse con unas horitas más de descanso diario. Por otro lado, también leí en cierta ocasión que existe una reducida élite (usaban ese termino exacto, que me pareció excesivo para mi caso particular) que funcionamos con plena competencia a pesar de dormir apenas cinco horas. Según aquello, formaría parte de esta opinable raza superior de frugales descansos.

A pesar de haber dormido la misma cantidad de horas de siempre, conforme avanza la jornada el embotamiento mental se hace más notorio. Es como si los pensamientos hubiesen adquirido un molesto peso, o como si cada proceso mental forzase su recorrido a través de un embudo por el que mis ideas fluyen con la dificultad de un líquido viscoso. Lo único que se mueve dentro de mí es una creciente irritación. Estoy lento como un atleta fuera de punto. Todo empeora a media tarde con un leve mareo cada vez que me incorporo. Termino por admitirlo: son los efectos laterales de la segunda dosis de la vacuna.

La primera resultó inocua. Con esta segunda no acabo de estar mal pero tampoco de estar bien. Me habita un malestar impreciso, fantasmal como casi todo lo demás durante esta pandemia. La falsa invulnerabilidad: uno no acierta a distinguir dónde empieza lo mental y dónde acaba lo físico… hasta que el virus derrota al cuerpo.

Te parece que solo es un constipado… pero podrías estar muriéndote.

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Sábado

Llevamos mucho tiempo parapetados entre la condición invisible de la amenaza y el estremecimiento de su concreción asesina. Frente a este enemigo desconocido los gobiernos, claro, advirtieron pronto la manera de envolver su lado más extremo, la muerte, en el manto engañoso de lo que no vemos; y al mismo tiempo otorgarle una devoradora materialidad a las medidas de alerta, restricción y control, siempre recubiertas de paternalismo acusatorio. Si esto fue alguna vez una guerra, pronto supimos que la teníamos perdida. Nunca fue posible conformar un ejército competente que dependiera de la capacidad gestora de los gobernantes y de la responsabilidad personal de los individuos. Así que, desde la primera hora, nuestra única esperanza consistió en que el virus se retirara por decisión propia. Que desapareciera por arte de magia. Pero, oh… los virus no suelen hacer eso. De hecho, como los villanos digitales de la ciencia ficción, tienden a multiplicarse y a transformarse. Así que habría que retirarse al bunker y aguardar la llegada de las vacunas, la única arma confiable.

Hace un par de semanas el gobierno autorizó la supresión de las mascarillas en los espacios abiertos. Sigue siendo obligatoria en lugares cerrados, transporte público o cuando, al aire libre, «no se pueda mantener una distancia mínima de 1,5 metros de distancia entre personas, salvo grupos de convivientes». La disposición reforma la Ley 2/2021 de «medidas urgentes de prevención, contención y coordinación», promulgada el 29 de marzo del año 2020.

Hemos pasado 14 meses enmascarados. Una primavera, un verano, un invierno y esta segunda primavera. El presidente inaugura el verano con otra proclamación del estado de felicidad, como ya hizo el anterior cuando anunció la nueva normalidad con aquella frase premonitoria: «Hemos vencido al virus». Premonitoria de todos los fracasos envueltos en manipulaciones.

Lo más fascinante es la respuesta de la población, que en su mayoría hace caso omiso al decreto de liberación y mantiene (mantenemos) el uso del cubrebocas en la mayoría de situaciones, incluso por la calle. No cabe demostración más sencilla, más irrebatible, de la desconfianza que las decisiones políticas han generado en la población. Ningún otro país llegó tan lejos a la hora de establecer la obligatoriedad del uso de mascarillas. El mismo país cuyos dirigentes, cuando la pandemia ya cabalgaba invisible por las calles desiertas, regateaba con circunloquios covidianos la necesidad de su uso. «Los expertos dicen…». Simón dice.

A esta hora resulta ya sencillo distinguir entre los discursos la enmascarada insistencia en mirar al futuro para no tener que explicar nada acerca del resbaladizo presente. Todas las intervenciones presidenciales están planteadas en términos de flagrante optimismo desiderativo y porcentajes por venir: «En tal fecha tendremos vacunado a tanto porcentaje de tal edad». «En cual fecha, el tanto por ciento tal de españoles tendrán la primera dosis». Y así todo: un mes cualquiera, un porcentaje cualquiera, un indicador cualquiera. El contexto auxilia la displicencia de unos políticos que nos tratan a los ciudadanos como si fuéramos niños sin entendimiento: han decaído los contagios a los niveles más bajos de toda la pandemia, se vaciaron las unidades de cuidados intensivos y cayó el ritmo de hospitalizaciones. Al mismo tiempo, la campaña de vacunación avanza ufana a lomos de la autofoto. Quien no se retrata en el momento de la inoculación parece un disidente y, aún peor, un triste desconfiado. Las reservas en destinos veraniegos se agotan. «La gente está reservando en tres y cuatro sitios, por si acaso. Total, como la cancelación es gratis…». San Juan arde, las playas borbotean de multitud extasiada, en el campeonato europeo de fútbol el público llena los estadios y en la costa los adolescentes se entregan a un solsticio depurador. Atraviesan las noches enteras y sus días como cuchillos. Me recuerdan a aquellos guerreros entregados al desenfreno antes de partir para la batalla final.

En las calles de la ciudad, las ventanas abiertas de madrugada liberan conversaciones, a veces gemidos de sexo sudoroso, otras el haz entrecortado de las imágenes de un televisor que ilumina fugaz las sombras.

Otra vez las noches, como siempre, tardan en aquietarse.

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Sábado

«Todos tenemos mala suerte en el amor. Cuando me pasa a mí, salgo a correr: cuando corres, el cuerpo pierde agua y no le queda nada para las lágrimas».

Oído en Chungking Express, de Wong Kar Wai

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Miércoles

Más de un millón y medio de niños en todo el mundo han visto morir a uno de sus padres, abuelos o cuidadores principales por culpa del covid-19. Es la primera estimación global de esta otra desgracia causada por la pandemia, que se publica en la prestigiosa revista The Lancet.

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Jueves

Esta nueva victoria no ha durado ni dos semanas. De nuevo entramos en el verano amenazados por la explosión de otra poderosa ola de contagios. A esta ola inesperada, tan repentina y veloz en su crecimiento, la llaman ola joven, como las del rock, por la edad de la mayoría de los infectados: la población que inaugura el final de su época adolescente con las pruebas de acceso a la universidad y la posterior celebración en un destino de playa y fiesta. En ese escenario prolifera la versión delta, detectada hace unos meses en la India y expandida de forma irremisible aquí y allá. Algunos estudios indican que entró a España a través de Portugal, pero uno se pregunta -más allá de la singularidad del dato- qué importancia tendrá por dónde se cuela un monstruo intangible que, como las especies invasoras que diezman la fauna autóctona, viaja emboscado en nuestros organismos, a bordo de barcos, coches, aviones y trenes.

A finales de junio, acabados los exámenes anuales, la new wave dispara su velocidad de crecimiento, y en julio acelera para situar las cifras de casos a los puntos más altos de toda la pandemia, además de las medias de edad más bajas. Las hospitalizaciones son menos que en las olas precedentes, pero la presión se ha trasladado a los centros de atención primaria, donde los rastreadores subrayan dos líneas: el mayor número de contactos de cada persona contagiada, por la intensa vida social de los jóvenes; y la tendencia a esconder la identidad de esos contactos, rompiendo de esa forma la cadena de control.

M. regresa a su puesto en la UCI tras las vacaciones y me cuenta: «Tenemos ya dos plantas llenas con enfermos covid… y una UCI completa. Casi todos los ingresos son personas que se quedaron pendientes de la segunda vacuna de Astra Zeneca. Nos ha entrado un señor de 68 años al que infectó su hijo. Yo me muero».

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“La directora general de Salud Pública del Gobierno de Baleares, Maria Antònia Font, ha sido citada por un juzgado de Palma de Mallorca para declarar en calidad de investigada por el confinamiento obligatorio el pasado mes de junio de jóvenes en viajes de estudios que habían tenido contactos con infectados de covid-19.

Según confirmó el propio Govern balear, Font ha sido citada por el juzgado de instrucción 12 de la capital balear para que preste declaración a raíz de una querella presentada por familiares de jóvenes confinados en la que se le atribuye el presunto delito de detención ilegal.

La directora general de Salud Pública fue quien firmó el 25 de junio la instrucción de la Consejería de Salud para que se confinase a todos los estudiantes que se consideraban contactos estrechos de otros jóvenes que habían dado positivo en coronavirus con quienes habían compartido actividades de ocio”.

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Viernes

Acaba julio y hace frío cuando llegan las vacaciones. Ya en la costa cabalgan el cielo tormentas impenitentes, que avanzan desde el este a lomos de ominosas formaciones de nubes. Un ejército sombrío que adensa el aire y desanuda un viento que revolea los toldos ingenuos del verano. Luego desata una poderosa tempestad de agua y piedra. Miro dese la terraza acristalada las olas que rachean las esquinas de los edificios, como si fuera la proa lavada de tormenta de una nave. Es alta mar en tierra firme y corremos el peligro de ahogarnos, encerrados en el horno de las viviendas.

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Domingo

«Generar miedo constituye una decisión política peligrosa e irresponsable, especialmente en el marco de una pandemia. Y no sólo porque se trata de un enfoque paternalista que considera a los ciudadanos como niños a los que asustar con la presencia del monstruo para se coman toda la cena. También porque el pánico duradero acarrea consecuencias sociales y políticas muy graves en el largo plazo. Causa trastornos psíquicos y acrecienta el egoísmo y la intolerancia de los individuos, reduciendo considerablemente su respeto hacia los derechos de los demás. Y pone en peligro la democracia pues las constituciones se convierten en papel mojado cuando una mayoría social, presa del miedo, apoya la supresión de derechos y libertades.

Cada vez se alzan más voces denunciando el uso de los “positivos” como inyección diaria de adrenalina pues, una vez vacunados los vulnerables, la relación numérica entre contagios y enfermedad grave se debilita considerablemente. El virus no va a desaparecer por muchas restricciones que se decreten: se trata de generar inmunidad suficiente para adaptarse a él, igual que la humanidad aprendió a convivir con patógenos mucho más peligrosos. Para ello hay que dominar el miedo (un buen paso es dejar de ver la televisión), comenzar a basar nuestra protección en medidas voluntarias y responsables, siendo conscientes de que el riesgo cero no existe, de que todas las enfermedades matan gente cada día. Nos encontramos en una encrucijada, es hora de recobrar definitivamente la libertad… o de perderla por mucho tiempo«.

Adictos a las restricciones, de Juan Manuel Blanco en vozpopuli.com

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Miércoles

Es agosto. Las cifras de contagios se han disparado el pasado mes de nuevo a los niveles más altos de la pandemia, aunque las vacunas contienen el ritmo desaforado que otras veces tuvo la muerte. Ahora son noticia los fallecimientos de negacionistas: personajes, más o menos conocidos en esta modernidad en la que todo el mundo quiere ser más o menos conocido, que una vez negaron la eficacia de las vacunas y a quienes el virus acaba matando con trágica ironía.

Volvieron las restricciones y la batalla legal entre nuestros gobiernos locales y nuestros tribunales locales: autorizar el toque de queda para contener la crecida, la salud pública, la amenaza a los derechos fundamentales. El llamado pasaporte covid, pensado con el fin de facilitar la movilidad y los viajes para un turismo seguro y ahora transformado en distintivo obligatorio para acceder a determinados lugares. Un elemento de segregación en manos políticas, con excusas sanitarias. En Francia hay un levantamiento ciudadano y enfrentamiento en las calles. El valor apreciable de la respuesta cívica, siempre a punto de la violencia. Aun así, nada va a detener el rodillo ordenancista, espolvoreado de un naciente totalitarismo.

El gobierno ya no gobierna nada de lo que tenga que ver con la pandemia, hace mucho y menos ahora, en las vacaciones. La pandemia ha devenido en una media anarquía contra la que nada se puede hacer. Una sucesión de telas de araña que uno trata de apartar de los días, de forma inútil, y cuya sedosa inmundicia se nos va quedando pegada a los miembros. Para qué combatir si es como pegar machetazos en una jungla interminable de la que nadie conoce la salida.

Por eso el gobierno siempre habla de otra cosa, porque no tiene ninguna verdad que decir ni soluciones que ofrecer. Y por eso lo hace con el tono proteccionista de un padre cariñosamente arbitrario, un educador inútil que ignora las preguntas porque ignora sus respuestas. La gestión de la pandemia ha quedado en un recuento monótono de casos y contagios, ruedas de prensa que anuncian los horarios que cambian, un acordeón pesado de notas de prensa, portales con datos y bandos con restricciones. Siempre, por debajo o por encima, las palabras admonitorias.

Quizás en algún momento pensamos que había otras formas de enfrentar esta larga batalla. Ahora recordamos aquellos símiles sobre las guerras, que hablaban de héroes y épica anónimos. Imposible no aplicarle una amarga ironía al relato que devuelve la memoria de aquellos primeros meses, cuando pensamos que todo era una cuestión de semanas. Desvestimos la tragedia para envolverla en un velo patético. Our finest hour terminó como termina todo en esta contemporaneidad puerilizada en la que habitamos: stories de bizcochos y violinistas en los tejados del vecindario.

En sus diarios de los primeros años de la guerra, Zweig se pregunta cuánto durará el conflicto. Esperanzado, dibuja en su mente escenarios geoestratégicos que terminan la muerte en apenas unos meses.

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Jueves

Nosotros hablábamos de las vacunas como los asombrados europeos de 1939 lo hacían de la diplomacia. La culpabilidad se trasladaba de país en país como ahora lo hace por grupos de edades. El creciente porcentaje de población inmunizada (término generalizado, pero de matices falsos) no basta ni nunca bastará. O eso piensa uno cuando los políticos, que siguen a los laboratorios, empiezan a hablar de la necesidad de una tercera dosis.

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Sábado

En este tiempo sin tiempo, los días parecen fuera de sitio, como si alguien en nuestra ausencia hubiera movido las habitaciones, para cambiarlas de lado, y nuestra propia casa fuera un lugar desconocido, de tabiques desplazados, muebles distintos y otro color en los muros. En los estantes, libros que nunca quisimos leer, autores que no conocimos, fotografías y adornos de personas que no fuimos nosotros. Y a quienes ya no nos parecemos. Salimos a los días de aceras reblandecidas y un velo de aire ardiente, como el fuego sobre la superficie del mar. Y aunque en apariencia nada ha cambiado, ya nada está donde lo aprendimos.

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Domingo

«La meta del 70% de la población mayor de 12 años vacunada ha dejado de ser el punto de no retorno del coronavirus. La inmunidad de grupo está más lejos. ¿Cuánto? La opinión de los expertos la sitúa en una horquilla que va desde el 80% al 90%, si bien ya se escuchan opiniones que descartan que se pueda alcanzar».

(…)

«Joan Carles March profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública incide en esta idea. «El 70% es una cifra que ya no dice nada, las cifras que salen oscilan entre el 85% y el 90%, pero esas cifras marcan que la realidad es que tenemos que vacunar sin pensar en la cifra. La vacuna no es esterilizante, no nos quita del contagio, lo disminuye, así que hay que dejar de hablar de porcentajes. Hay que vacunar e insistir en el mensaje de que los vacunados están protegidos frente a la enfermedad», asegura».

(…)

«El colegio se va a empezar sin los menores vacunados, porque no hay estudios. Al ser las únicas poblaciones no vacunadas pueden ser el grupo de población al cual pueda afectar la variante. La reducción de ratios de alumnos por clase que se impuso el curso pasado ya se ha eliminado y los alumnos están sin vacunar, podremos tener un incremento de casos en octubre. Es un escenario posible para este otoño», afirma. Este experto destaca que la gran mayoría de los menores de 12 años infectados son asintomáticos y eso es positivo para ellos, pero no para trasmisión de un virus que ha ganado en capacidad de contagio».

Leído en El Independiente

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Lunes

Es agosto. Todavía es agosto. Pero ya es agosto.

[…]





Diario no diario (XIV)

13 06 2021

Domingo

Lecturas virales:

«Acabará la pandemia y lo celebraremos bailando».

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El diario dedica hoy algunas líneas al trabajo de un fotógrafo que durante estos meses ha coleccionado retratos de las salas de espera en los hospitales. Una serie que nació -al igual que tantas otras actividades creativas durante nuestro tiempo en suspensión- como un entretenimiento, una escapatoria del aislamiento, la necesidad de un refugio mental… hasta adquirir la forma continua de una experiencia buscada. Como este diario. No he visto las imágenes pero las supongo congeladas de ausencia: espacios vacíos envueltos en una luz demediada que devora los contornos; mobiliario sobrio y colores decadentes. Personas en un aire denso, que lo aplasta todo con el peso invisible de los dramas. La fotografía que transforma lo cotidiano en símbolo.

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En cierto texto para un diario italiano, bien al principio de la pandemia, Houellebecq se reía de él: lo llamaba «virus aburrido y banal, sin cualidades», que ni siquiera gozaba del prestigio divertido de las transmisiones por la vía del sexo.

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Si algo ha definido el fondo de este tiempo ha sido la soledad, el más implacable de nuestros enemigos. La cancelación de lo comunal. El encierro en uno mismo y nuestras paredes. Durante los meses del confinamiento sentí la obligación de llamar, o contactar de algún modo y una frecuencia más o menos constante, con algunas de las personas que conozco y que viven solas. Imaginaba las horas silenciosas de la clausura. Todos estamos interconectados, pero sabemos que esa certeza oculta un engaño, que la modernidad soporta tantas arrugas, las mismas quiebras interiores, de cualquier otra época. A veces llamé o escribí, otras no. En la categoría aludida podríamos contar a mi madre, aunque ella disfrutó de la compañía ocasional de su cuidadora, la única que entraba casi a diario en su casa. Celebramos su cumpleaños por telellamada, mientras conteníamos el pensamiento o lo ausentábamos del relato diario de muerte, para no hundir los pies en el fango de la incertidumbre. Ella era la más vulnerable, una más de los cientos de miles de personas que constituían, por razón de edad, el objetivo preferido de la enfermedad. El ventajismo de diezmar a los más débiles, pensaba yo, de manera un tanto absurda. En la frustración, me construía otro motivo para odiar a un virus. Por todos los lados uno sentía la presencia de la gerontofobia, nombre demasiado prestigioso para el aplauso de ese tipo de hijos de puta que me recuerdan a los personajes de Diario de la guerra del cerdo.

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El desprecio por la muerte de los mayores lo hacía todo aún más odioso. Escribía Houllebecq:

«Otra cifra habrá cobrado gran importancia en estas semanas, la de la edad de los enfermos. ¿Hasta cuándo conviene reanimarlos, curarlos? ¿70, 75, 80 años? Nunca antes habíamos expresado con una indecencia tan serena el hecho de que la vida de todos los individuos no tiene el mismo valor».

A esa hora todo eran aplausos, bizcochos, entrenamientos en casa y el puto marketing ridículo de los gobiernos. «Salimos más fuertes». Enfilamos el verano ufanos. Como ahora. Houellebecq creyó que después del coronavirus «todo sería igual, sólo que un poco peor».

Yo siento que es bastante peor. Y aún no encuentro cuándo es después.

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Martes

Regreso a aquellas líneas del autor francés.

«Nunca antes la muerte fue tan discreta como en estas últimas semanas. (…) Las víctimas se reducen a una unidad en la estadística de muertes diarias y la angustia que se propaga entre la población a medida que el número total aumenta tiene algo de extrañamente abstracto».

Pienso en cómo nuestro lenguaje parece a menudo construido sobre lugares comunes, cuyo desgaste agota los significados. Las repetimos y nuestra voz es un viento que arrastra el fino polvo que recubre las palabras para darles sentido. Decían siempre las esquelas y los obituarios y las despedidas: «Murió rodeado de los suyos». Y ahora sabemos que esa frase, que apenas nos hacía de relleno para constatar las circunstancias de un suceso natural, sí tenía un pleno significado, cuyo demoledor peso nos habíamos acostumbrado a ignorar. Sabemos cuando perdemos. Miles de personas han muerto en este tiempo solas, rodeadas de otros, otros que se convirtieron en su última familia. Nunca sabremos qué sintieron, qué pensaron. Qué temieron mientras afuera las calles aguardaban en silencio, y ellos buscaban en la maraña repetida de las horas un rostro conocido. Ojalá lo soñaran y lo confundiesen con la verdad. Apenas un consuelo mientras afuera, en las salas de espera, un obturador parecía emular con su mecánico clic el interminable conteo de ausencias. En los paneles oficiales de seguimiento eran sólo números acumulados, que las televisiones cantaban en una cantinela tan vacía como las frases que hacen lugares comunes. En la intimidad de los hogares, cada baja insistía en el goteo incesante de un grifo que nadie escucha, pero que nunca se acaba.

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Miércoles

Esta tarde me han inyectado la primera dosis de la vacuna. Lote 3002614, Laboratorio: Moderna/Loza. He llegado hasta este punto del proceso con más desinterés que convicción, sin que me impresionen ni los argumentos a favor del pinchazo ni las teorías conspiratorias, que siempre me enervan. Resignado a la insoportable mezcla que conforman el horror de la muerte incontable y la contumaz ineficacia de la gestión, estos quince meses de pandemia me han agotado la capacidad de aburrimiento. Ya no me conmueven los procesos ni las mejoras, he dejado la esperanza en modo espera. Por la calle, en el trabajo, en las barras ausentes de los bares, en las conversaciones dilatadas, todo el mundo pregunta qué vacuna te han puesto. Y qué tal te sentó. Como si hubiera -supongo que, en realidad, la hay- una cierta jerarquía. Una escalera de clase de las vacunas.

Frente a la ineficiencia de este año y pico, el proceso de vacunación ha sido rápido, ordenado y capaz. Apenas tres minutos desde mi llegada a la puerta del centro de vacunación. Y luego el post operatorio de un lento cuarto de hora en los asientos de plástico de la sala de espera, pendiente de la reacción de mi cuerpo. Una mínima aprensión confiada. Como si girases en una rueda mientras alguien te lanza cuchillos. Nada.

En apenas 28 días tendré la pauta completa.

***

Ignoro el tiempo que tardaré en no considerar arriesgado que alguien invada mi perímetro de seguridad en el súper. No sé cuánto va a durar la pandemia en el hemisferio temeroso de mi cerebro. Cuándo me atreveré a desprenderme de la mascarilla y respirar el aire de los otros en un lugar cerrado.

A la salida, la tarde era tan luminosa como antes de entrar.

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Jueves

Me encuentro con un grupo de compañeros de trabajo llegados de todo el país. A la hora del saludo me muestran sus puños o adelantan el codo para completar el detestable código de cortesía covidiano. Me niego.

«El estado de alarma decayó y ya no lavamos la fruta con lejía… Besémonos», bromeo.

Y sin dudar rozo mi mascarilla con la suya para dejar a la manera de siempre, sobre las mejillas, el gesto de afecto que siempre correspondió. Con ellos me doy la mano sin reparo; o un abrazo que -según la mayor o menor incomodidad del otro- no es completo, pero casi.

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Viernes

Salgo a correr al mediodía. Sólo llevo la mascarilla los primeros minutos, cuando aún atravieso un paseo concurrido de la ciudad. Después la retiro. Al girar una esquina del parque, sobre el canal, me cruzo con una persona que se aparta y me mira con la sana intención de asesinarme antes de que yo lo mate a él por no llevar el tapabocas.

Lo peor es que lo entiendo.

Me siento tan contradictorio como contradictorio me ha parecido todo lo demás, este tiempo. Aquellas cosas que yo mismo he pensado tan absurdas durante largos meses.

Sigo entre mis cuatro paredes mentales, de algún modo. Voy a tener que mudarme a un cerebro con jardín.

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Lunes

M. me cuenta que en estos días de primavera las UCIs ya son mixtas: es decir, que en ellas se mezclan pacientes virus y pacientes no virus. También, que han decaído los EPIs con los que durante todo este tiempo el personal de los hospitales ingresaba en el territorio comanche en el que se libraban las batallas de la muerte. Persiste la protección, desde luego, pero ni mucho menos en los niveles de este último año.

Sus relatos de trabajadora sanitaria, sus noches contra la enfermedad de los demás, intentando no contagiarse ella, han sido uno de mis (pocos) termómetros confiables para entender en qué punto nos encontrábamos. Aunque sigo sin lograrlo del todo.

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Sábado

Cada vez que leo en algún lado que este verano alcanzaremos la inmunidad de rebaño, pienso que ya llegamos a ese punto hace tiempo.

Seremos inmunes y sumisos, como corderos.

Acabará la pandemia y lo celebraremos balando.

[…]





Diario no diario (XIII)

15 05 2021

Domingo

«Corremos el peligro de convertirnos en una ‘check-point society’, una sociedad de controles en la que cualquiera, de un jefe a un portero, te puede pedir los papeles y negarte el acceso», advierte Silkie Carlo, directora de Big Brother Watch. «Nuestro objetivo era salir del confinamiento seguros, saludables y libres, pero no para aterrizar de pronto en este mundo de ‘libertad’ a través de la exclusión. La tendencia al autoritarismo no ha hecho más que acentuarse con el Covid (…). Primero nos dijeron: quedaos temporalmente en casa y seréis libres», recuerda Carlo. «Después nos dijeron: vacunaos y seréis libres. Y ahora: tened un pasaporte Covid y seréis libres. ¿Y después, qué? Lo asombroso es cómo los países europeos estamos renunciando a nuestros valores e imitando una tras otra las medidas draconianas de China, que es la pesadilla distópica de la sociedad de la vigilancia y de violación de los derechos humanos».

Leído en El Mundo

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«Es de especial interés el caso de John Ioannidis, el primer experto en falsa ciencia y uno de los autores más citados en Salud Pública. A principios de la pandemia escribió un artículo en Stat (una web especializada en noticias de salud), donde alertaba sobre la posibilidad de que la política de confinamientos no estuviera basada en los datos y la evidencia. La reacción no se limitó a las redes: muchos de sus colegas le reprocharon con formas solemnes lo que uno de ellos acertó a poner por escrito: «Pide datos de calidad, mientras se llenan los ataúdes». Y la discusión acabó, a modo de una actualización de la versión popular de ley de Godwin, cuando se adosó a sus razonamientos la infecciosa palabra ‘trumpismo’. Esta es la esencia misma de la cancelación y la peor de sus consecuencias: que tus contribuciones a la discusión cultural sean despreciadas por tus opiniones políticas reales o atribuidas».

La razón confinada, de Arcadi Espada

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Viernes

«El temor de causar perjuicio a la comunidad (…), así como las ingentes pérdidas que, en caso de pánico o descrédito, amenazaban a los hoteles, tiendas y a toda la compleja maquinaria del turismo, demostraron ser, en la ciudad, más fuertes que el amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales, e indujeron a las autoridades a mantener obstinadamente su política de encubrimientos y desmentidas. El director del servicio de sanidad de Venecia, un hombre de grandes méritos, había dimitido de su cargo, indignado, y fue sustituido por una personalidad más acomodaticia. El pueblo lo sabía; y la corrupción de la cúspide, unida a la inseguridad imperante y al estado de excepción en que la ronda de la muerte iba sumiendo a la ciudad, produjo cierto relajamiento moral entre las clases bajas, una reactivación de instintos oscuros y antisociales, que se tradujeron en intemperancia, deshonestidad y un aumento de la delincuencia».

La muerte en Venecia, de Thomas Mann

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Martes

“Muchos de esos espíritus errantes intentaban escapar de las garras de una paradoja económica: la colisión entre unos alquileres en alza y unos salarios estancados, el choque de una fuerza irrefrenable contra un objeto inmóvil. Se sentían acorralados, sin salida, al ver que apenas ganaban lo suficiente para cubrir el coste del alquiler o los plazos de una hipoteca después de trabajar jornadas agotadoras en empleos sin aliciente que consumían todo su tiempo, sin ninguna perspectiva de mejora a largo plazo ni la esperanza de llegar a jubilarse algún día”.

País nómada, de Jessica Bruder

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Domingo

«En grandes números, nos hemos vuelto prácticos y presentes. Las tácticas de los juegos políticos, que antaño nos fascinaron, resultan ahora una irritante pérdida de tiempo y energía. Hemos aprendido a economizar nuestras emociones y a hacer ejercicio de forma más o menos rutinaria: es que, pasear, se volvió un lujo. Supimos, a veces de forma inconsciente, que en la salud física nos iba también la salud mental. Abandonamos la confianza en soluciones mágicas porque vimos que una tras otra se demostraban fallidas. Aprendimos, en toda su dimensión, el insustituible valor de la responsabilidad individual y de la compañía de los demás.

Me atrevería a decir que hemos aprendido a vivir con la incertidumbre y a saber esperar lo mejor cuando poco a poco vemos llegar lo bueno. Que lo inconcebible nos ha proporcionado una cierta resistencia a la polarización que trata de abrirse paso de arriba a abajo y el miedo inicial a la locura, que parecía a punto de desatarse, se diluye en una respuesta suficientemente tozuda de indiferencia y silencio.

Creo que somos desconocidos para gran parte de nuestras élites: como si no hubieran vivido con nosotros mientras todo nos sucedía y sigue sucediendo. Puede que seamos unos desconocidos para nosotros mismos.

Quizás, para reencontrarnos, deberían preguntarnos qué nos asusta antes de seguir pretendiendo asustarnos».

Desconocidos, de Elena Alfaro

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Sábado

«Las democracias y las libertades que en ellas se ejercen no desaparecen de golpe, sino a través de un deslizamiento gradual hacia el autoritarismo. Si algo sirve de superficie jabonosa para eso es justamente la palabra y la capacidad de proyectarla. (…) Las palabras segregan. Preparan el barrial y activan la lógica de los bandos: el facha y el rojo, el revolucionario y el contrarrevolucionario. Las palabras convierten la convivencia en combate y nos entrenan para una batalla que irá librándose en el tiempo. No hay espacio de la vida al que no lleguen. Actúan como una fuerza de ocupación. No todo el mundo puede usar un revólver, pero sí las palabras. Por eso la primera muerte comienza en el lenguaje».

Nuevas formas de extinción de la democracia, de Karina Sainz Borgo

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Diario no diario (XII)

5 04 2021

Sábado

«He understands why people want to move on, but not when they don’t seem to see beyond their own situations. «When I hear people say they can’t wait for lockdown to end, I think, where’s the bit that says, ‘I can’t wait for people to stop dying».

«[Él] Entiende que la gente quiera dejar esto atrás, pero no cuando se comportan como si no fueran capaces de ver más allá de sus propias circunstancias. «Cuando oigo a la gente decir que no ven la hora de que se termine el confinamiento, me pregunto… ¿dónde ha quedado esa parte que dice: ‘No veo la hora de que dejen de morir personas?».

Leído en The Guardian

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Grieving in a hidden limbo.

Morir solo, llorar solo.

Y el duelo en un limbo oculto.

Deliberadamente oculto.

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«Es importante partir de lo siguiente: ¿queremos ser serios y autocríticos? Porque hay periodistas que han reivindicado que lo sensato era quedarse en su casa durante la pandemia, lo que me parece increíble en una sociedad democrática: si hay una guerra, un maremoto o un huracán, se cubre desde el lugar de los hechos, no desde el sofá de casa; no puedes dedicarte a reportear llamando por teléfono, y luego, pasarte la tarde buscando el adjetivo más bonito para la crónica. Los periodistas tenían que salir a la calle; evidentemente, de manera ordenada, con medidas de seguridad y protección. Pero no puedo entender que algunos reporteros hayan escrito desde sus casas».

Gervasio Sánchez en El Plural

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Martes

Hace ya más de un año que escribí la primera entrada de este diario. Aún no era siquiera un diario, no al menos bajo el orden de los números y los días que le sirven ahora de epígrafe. Eso aún tardó algún tiempo, pero retrospectivamente me he dado cuenta de que el diario arrancó en un 21 de marzo en que salí al supermercado, protegido con guantes de silicona en las manos; no recuerdo si todavía con mascarilla, pero siempre con la profilaxis d ela música en los oídos: Strange, de Galaxie 500, que me sonaba muy ajustada a la novedosa extrañeza del escenario en aquellos días. Fue la primera vez que escribí sobre el fondo de «la fatalidad, del escándalo ahogado de la muerte invisible». Sigo haciéndolo en mañanas silenciosas como esta, que siguen a las noches de ruidosas pesadillas.

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Domingo

De frente venía J. L., caminando muy erguido sobre sus zapatos castellanos. El sol de principios de marzo inundaba la calle con generosidad y acentuaba el extravagante aspecto que le conferían la mascarilla y unos guantes blancos. No puedo negar que al verlo sentí una punzada de ironía frente al escrúpulo exagerado. No quedaban muchos días para constatar que J. L. venía del futuro, un futuro al que los demás íbamos a llegar muy poquito más tarde.

Su altivez involuntaria, cuya finura no me atreví a quebrar con un saludo, fue la primera imagen cierta que tuve de la pandemia.

«No es necesario que la población use mascarillas (…). No tiene ningún sentido que la población ahora mismo esté preocupada por si tiene o no mascarillas en casa».

Aquellos felices días de negacionismo de la OMS y sus altavoces, los expertos científicos, la comunidad internacional y el doctor Simón. Aquellos días en que había que lavar la fruta con lejía, dejar los zapatos en la entrada de casa, desinfectar la ropa y lavarla después de cada salida.

No cumplo ningún perfil conspiranoico pero de algún modo intuí que de aquellas palabras habría que creerse lo justo. O aún menos. Ya no escuché más y no he vuelto a hacerlo en todo este tiempo. Uno no tenía ninguna evidencia científica. Sólo la precaución de no confiar en quien de ningún modo suena confiable. Enseguida busqué y compré mascarillas FFP2 en China, para mí y para los próximos, y guantes de silicona en un proveedor médico. Pagué un precio desproporcionado, pero valía la pena. No tardaron en llegar. Lo hicieron mucho antes, muchísimo antes de que quienes nos dirigen, quienes gestionan (aún hoy, de manera fascinante) nos obligaran a ponernos las mascarillas. Mucho antes de que nos empujaran al futuro del que yo había visto llegar, como un pliegue anticipado del tiempo, a mi amigo el escrupuloso J. L.

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Jueves

Calendario.

Me deshago de sueños en abril. Olvido de dolor en mayo. En junio siento que aún puedo renacer. Julio me conocerá de nuevo invencible. Lamentaré los finales en agosto y el llanto me tienta a desistir en septiembre. Octubre anuncia la extensa oscuridad. En noviembre buscaré palabras que me salven. Cuando llegue diciembre habrá que ignorar el tiempo y atravesaremos enero convertidos en sombra. No, no existe febrero. Y en marzo miraremos atrás, mientras escapamos corriendo hacia la promesa de los días soleados, primavera adelante.

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Sábado

La primera víctima siempre es la verdad.

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Lunes

Anoche, de madrugada, descendí por fin de la montaña de mil páginas.

Un lugar inscrito en un tiempo invisible en los relojes.

En la llanura me aguarda siempre cierta la batalla.

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Diario no diario (VII)

20 11 2020

Sábado

Hablo con B. en la entrada de su bar. He pasado apenas un momento para saludarlo y me marcharé enseguida. Solo unos minutos para ver cómo sigue todo en este tobogán hacia la ruina. Han desaparecido las mañanas o tardes aquellas, cada uno a un lado de la barra. Y el par de mesas escasas a modo de terraza que le permite la acera están siempre repletas. Por lo general, de las mismas personas a las mismas horas. Me dice:

«Esta noche cierro. Estoy hasta los cojones de la gente, nadie hace caso de nada: se me juntan más de seis en las mesas, les dices que se pongan la mascarilla y no hacen ni caso. No puedo estar aquí de policía».

Es la segunda vez en pocos meses que tienen que cerrar su negocio. Además, me comenta, P. está enfermo desde hace unos días. Es su hermano, con el que gestiona el establecimiento. En ese momento no pienso en nada más que en lo práctico: para estar así, mejor no estar. La sostenibilidad de cualquier negocio resulta medianamente imposible en tales circunstancias. Le doy la razón y me despido enseguida, deseando que esto no dure demasiado. O que ellos duren lo suficiente.

***

Domingo

Mientras paseo al bicho, una muchacha se acerca y me pregunta por la calle (sic) Constitución. Estamos en la plaza Paraíso, justo al lado, así que le indico:

– “El Paseo de la Constitución empieza ahí mismo, en ese semáforo, y va hacia abajo. Justo ahí…” – le señalo.

Ella mira en la dirección que le he indicado y asiente. Me da las gracias y se aproxima a su compañero, que aguarda unos metros más allá con el móvil (y el Maps, supongo), en la mano. Veo que hablan y él señala en dirección contraria a la que yo le he sugerido. Paso a su lado y les insisto:

– “Hacedme caso, es por ahí. En esa otra dirección os vais al Paseo Sagasta”.

Hablan entre ellos, como si no me hubieran escuchado. La chica parece querer convencerlo, aunque tal vez no. Unos segundos después, se marchan hacia donde él señalaba.

Creer antes a Google que al de enfrente.

***

Es muy frecuente que alguien se acerque a preguntarme. Esto me ocurre a menudo en mi ciudad, claro, pero también en la mayoría de las demás en las que he estado. Tanto así que, si viajo a algún lugar, y paso unos días allá, me extraña marcharme sin que nadie me haya interrogado por la calle sobre cómo llegar a algún punto que, claro, por lo general ignoro.

Debo de tener esa cara confiable de hombre que conoce los lugares.

***

Jueves

Paso a la charcutería a recoger mi pedido semanal. Me dicen un poco sotto voce que B. está hospitalizado, después de contagiarse con el virus. Y que P., su hermano, ya lleva varios días igual y su estado es bastante más preocupante. Se han infectado la misma semana que cerraban su bar: el virus también práctica una puta ironía negra.

Llamo a B., por si no fuera verdad. No me contesta, así que imagino que lo que me han contado es verdad. Me peleo con una incredulidad que de inmediato advierto absurda. La realidad es esto. Al rato me llega un mensaje:

Estoy con oxígeno, no puedo hablar. Llevamos varios días los dos ingresados con neumonía. A P. le están poniendo plasma… Si no mejora en uno o dos días, le tocará UCI. Yo llevo muy mal día: mucho dolor de cabeza y fiebre. Me cuesta respirar.

***

Me cuesta respirar…

***

Miércoles

Mi padre se me aparece en sueños, observa y me hace preguntas. Muchas preguntas. Me pregunta por las personas, por sus nombres, pide explicaciones o un contexto, no lo sé bien. Por cada respuesta que le doy, él replica enseguida con otra pregunta que la pone en duda. Por lo visto, en el reparto de papeles de mi teatro onírico le he pedido que interprete a mi conciencia. Lo ha hecho de manera tan convincente que he tenido que despertarme.

***

Por la mañana, mientras pelaba la naranja del desayuno, he recordado la destreza con que lo hacía mi abuela Leonor. Un corte delicado del cuchillo, justo en el ras interno de la piel, que hilaba una perfecta espiral de monda de una sola pieza. Siempre he aspirado a pelar así de bien la fruta, como ella.

A mi otra abuela, Pilar, le gustaba ablandar las naranjas hasta poder beberse todo el zumo sin exprimirlas. Durante varios minutos las hacía rodar adelante y atrás, en el suelo, amasándolas bajo el pie hasta dejarlas como un guiñapo. Entonces recortaba un círculo en la corona para tener acceso y por ese agujero, estrujando la fruta, se bebía el caldo. A veces, tomaba una cucharada de azúcar y la introducía por la abertura. Después se comía entera la naranja, transformada en una bola rezumante de sabor. Nunca he vuelto a comerme una naranja así, sin que ella le diera forma bajo su pie, pero al escribirlo aún tengo en la boca el milagroso sabor, dulzón y ácido, del azúcar mezclado con el zumo. Y el tacto pegajoso en las manos, el contorno de los labios y la barbilla.

Estas formas tan singulares de comportarse definían, mejor que cualquier descripción, a dos personas bien distintas.

***

Viernes

Hasta los 18 años viví siempre en el mismo lugar: el piso de mis padres en el centro de la ciudad. En un tercio de ese tiempo, el heredero se dispone a conocer el que será su tercer hogar. ¿Qué recordará de cada uno de estos lugares en los que han transcurrido los primeros años de su vida? ¿Qué le recordaré yo cuando le cuente lo que hicimos aquí y allá?

En 1987 me trasladé a estudiar a otra ciudad y, por supuesto, otra vivienda. Fue entonces cuando arrancó una serie de la que puedo enumerar los lugares en los que he vivido. Para empezar, cinco pisos junto a otros estudiantes en tres años en la universidad. En uno de ellos, mi habitación fue una cama a la espalda del sofá en un salón alargado; en otro, un colchón contra la pared de un recibidor junto a la puerta de servicio. De vuelta a casa, aún sin licenciar pero ya con empleo, me independicé en un piso plagado de enormes cucarachas; y después, en otro en el que el dueño entraba en casa sin avisar y a cuya puerta, sobre el felpudo, me dormí una mañana a la vuelta de una noche larguísima. Más tarde, pasé por cuatro lugares distintos en Londres: el primero, nada más llegar una oscura tarde de diciembre de 1994, era una vivienda vacía hueca que a mí me parecía un narcopiso, o algo así de sórdido, y en el que pasé un domingo interminable llorando de pena o de miedo, mientras al otro lado de la pared atronaba un ghetto blaster con música reggae. Esa noche escapé de allí y dormí en un colchón, en el salón de los amigos de un amigo. Y unos días después me trasladé a un edificio enorme de habitaciones para extranjeros, en el que me tocó un sombrío habitáculo de paredes encaladas en el que no cabía mucho más que una cama y las bolsas. Algunos meses más tarde, me fui con esas bolsas y un viejo televisor cuadrado hasta un piso de un dormitorio al norte de la ciudad. Era modesto pero a mí me parecía un lugar encantador y allí entreví de manera definitiva que la felicidad es un lugar dentro de cada uno. Desde el regreso a España, hace ahora más de 25 años, he vivido en uno, dos, tres, cuatro y cinco casas diferentes. Aún busco a menudo en Google Maps esa calle, y la fachada de la casa de dos plantas, para mirarla con el visor y recordarme la verdad de algunas cosas y las trampas de la mayoría.

En total, 17 lugares distintos, tres ciudades, dos países y una veintena larga de personas. Con sus correspondientes mudanzas, regresos, traslados. Vivencias, recuerdos, sucesos. En un par de meses se sumará otro.

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Miércoles

«[La música]… presta al transcurso del tiempo, midiéndolo de un modo particularmente vivo, una realidad, un sentido y un valor. La música despierta el tiempo, nos despierta al disfrute más refinado del tiempo».

Settembrini, en La Montaña Mágica

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Martes

Vuelvo a hablar con B.por mensaje. Lo hacemos a diario. “P. está estable. El plasma le ha ido bien y le han bajado algo el oxígeno. Es la única vez que no han nombrado la UCI”.

Después, agrega: “Yo no llevo buen día. Me cuesta respirar».

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Jueves

Cuando no estoy leyendo, en mi cabeza veo a los personajes de la novela detenidos en lo alto de la montaña, exánimes en los corredores y el comedor del sanatorio, como muñecos de un belén que aguardan a que yo los lea para cobrar vida. Ellos me esperan y yo los ansío. Nos necesitamos para estar vivos.

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Domingo

Por la mañana he duchado a mamá, que pasa unos días en casa. Al mediodía he bañado a la perra. Por la tarde, al heredero. Antes, desde luego, me había aseado yo.

Mamá me pide perdón mientras le restriego las piernas y el hueco entre las nalgas con jabón. Su pudor la hace sentirse culpable, lamenta en un murmullo lloroso, y me dan ganas de decirle que ya entendí el círculo de la vida: todo consiste en que acabes limpiándole el culo en su vejez a quien te limpió el culo en tu niñez.

O bien que termines por limpiar cuatro culos distintos en un mismo día. Incluido el propio.

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Martes

En el verano de 1850, Victor Hugo visitó a Balzac en su lecho de muerte. Cuando llegó a la sala en que un asistente lo velaba, el autor de La comedia humana yacía inconsciente, próximo al fin. Hugo observó con tranquilo espanto su cara amoratada, el cabello desordenado, el desafuero de la barba y el cuerpo inflamado de sudor. Balzac agonizaba en su palacio parisino, abandonado a la última soledad. De la habitación, describe Hugo, emanaba un hedor insoportable, que ignoraba cualquier poesía de la agonía.

Una mañana mi padre entró al baño, en la habitación del hospital, y pocos minutos después me llamó a gritos pidiendo ayuda. Enseguida supe, como Hugo, que no se alcanza la muerte sin pasar antes por la inmundicia.

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Paseo dominical

4 10 2020

«Esta sensación de completa arbitrariedad no le está haciendo ningún bien a mi salud mental. Malo es vivir una pandemia, peor es saber que se está en manos de tarados. Como era de esperar, mi cólera tiranicida ha dejado paso, por pura supervivencia, a una completa indolencia. Me da igual ocho que ochenta, porque tengo por seguro que antes de que termine esto habré perdido mi salud, mis ahorros y, seguramente, mi trabajo. Sospecho que es la intención de estos psicópatas: apabullarnos hasta que no sepamos ni por dónde nos vienen las hostias».

Entre la incertidumbre y la desidia, Joaquín Jesús Sánchez

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«La nueva normalidad es ante todo un régimen de opinión y un listado de cosas toleradas o censuradas, que pueden ir cambiando sobre la marcha. En España se viene cociendo una nueva normalidad hace años, mucho antes de la pandemia, antes incluso de la moción de censura de Sánchez; pero a medida que el 78 se muere, metafórica y literalmente, se va viendo con claridad lo que tenemos en la punta del tenedor, por decirlo a la manera de William Burroughs».

La nueva normalidad, Jorge San Miguel

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«La covid-19 ha alterado por la fuerza nuestro sentido del tiempo, engendrando un presente largo y sobrecogedor. La arremetida constante de perfidias incomprensibles por parte del poder ejecutivo ha menoscabado nuestro sentido de autodeterminación. Siento al país en el que he pasado los 76 años de mi vida a una distancia extraña, y desde donde me encuentro no veo nada claro. Todo esto está aconteciendo a pocas semanas de que se celebren las elecciones más trascendentales de la vida de todos los estadounidenses. Desde esta distancia virtual y abrumadora, mi país se parece cada vez más a uno de esos países que pueden caer. Nunca me había sentido así, ni siquiera en lo más crudo de la guerra de Vietnam, ni siquiera tras los atentados del 11 de septiembre de 2001».

Indignación, frustración y miedo, Richard Ford

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Madrid ya es una ciudad donde la gente cree vivir en el absurdo y no confía en quienes les gobiernan. Recorriendo barrios de la ciudad se repiten frases que empiezan igual: es absurdo… “Es absurdo que pueda irme a Londres y no a ver a mi primo a Toledo”. “Es absurdo que ahora la gente de las zonas con más contagios, que estaban confinados, puedan ya salir por todo Madrid”. “Es absurdo, estas medidas no van a frenar el virus y el fin de semana no puedes salir a respirar al campo”. “Es absurdo que no refuercen el metro, si va lleno y nos movemos todos por toda la ciudad”. “Es absurdo que cierren los parques”. Todo el mundo se ha especializado en detectar incongruencias, comentarlas para desahogarse y en esta selva de paradojas se limita a ir a lo suyo.

Madrid, capital de la confusión, Íñigo Domínguez

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«Si hoy hubiera mili y, por tanto, objeción de conciencia, la gente se haría selfis en el registro ese que digo que no recuerdo, con el pulgar levantado y cara de ir a acabar con todas las guerras del mundo. Qué selfis no se os ocurrirían, rebeldes míos, al declararos objetores de conciencia. Qué suerte que la mili acabara antes de que empezaran Twitter e Instagram».

Un millón de hombres humillados: ¿alguien recuerda la objeción de conciencia a la mili?, Alberto Olmos.

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«Por ejemplo, ¿qué haces cuando te sobreviene un estornudo y la llevas puesta [la mascarilla]? Además del tabú en el que parecen haberse convertido las necesidades tales como toser o estornudar cuando surgen en público, lo natural sería pensar que deberíamos mantenerla puesta cuando lo hacemos, para evitar justamente exparcir esas gotículas antes mencionadas. Sin embargo, a la hora de la verdad, parece un poco asqueroso estornudarse encima y tener que seguir viviendo con los mocos y la saliva rozándose contra tu labio superior».

Esto debes hacer si quieres estornudar y llevas la mascarilla puesta, Ada Nuño

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«El Papa: «La pandemia mostró que no todo se resuelve con libertad de mercado»

Comentario de un lector: «Rezando sí se soluciona».

Heraldo de Aragón





The new normalidad

24 05 2020

La primera vez que oí lo de la nueva normalidad fue cuando el Primavera Sound usó la frase como eslogan de su edición de 2019, en inglés: The new normal. Confieso que, una vez aprendido a qué se refería, me sentí fuera del concepto. Pero no hay drama en ello: parece obvio aceptar que no todos los conceptos ni las interpretaciones de la realidad nos incluyen en su seno. Que las cosas se terminan o adquieren otra forma; y que lo próximo siempre parece mejor que lo anterior. Acepté que tal vez el festival había entrevisto una decadencia que exigía la reinvención y que su nuevo público debía ser otro, definido así: femenino, urbano pero no gentrificado; si acaso, suburbial; por supuesto, digital; desde luego, imprevisible. Ante todo, mucho más free. Sin dogmas, sin complejos, sin estilos, sin manías… y sin ídolos. O casi.

La formulación del nuevo tiempo ocurrió en un vídeo con letanías que en forma retrospectiva venían a festejar el advenimiento: «Por fin había caído la dictadura del buen gusto. Un emoji dijo más que mil palabras; y un meme dijo más que mil emojis. Desafiamos a vuestros algorritmos (sic) y dejamos de endulzar la realidad», afirmaba la voz.

Sobre el hecho de que apareciera Messi cortándose el pelo en medio del vídeo, no supe qué pensar. Qué más da. Estaba el plano, de alguna forma habría que meterlo.

Parecía claro que la segunda persona del plural éramos nosotros (los del concierto aquel de Pulp, por ejemplo…). Sí, en cierto modo nos dimos por aludidos pero… bah, a partir de determinada edad uno asume por inercia la culpa de todos los delitos colectivos. Es un asunto generacional. Nuestros algoritmos. Qué cosa. Y además… ¿no sonaban maravillosamente prometedoras todas esas frases sobre memes y emojis? ¿No auguraban un futuro decididamente mejor? Daban ganas de montar con ellas el programa de un partido político. O las tablas de la ley de una secta. O aún mejor, un canal de televisión. Sigan nombrando sinónimos…

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