Lunes
Me preguntan la fecha exacta y reparo en que va a cumplirse un mes desde que mamá se marchó. En realidad, habría dicho que hace mucho más tiempo. Me siento muy lejos de todo. Y de todos.
El tiempo en los relojes nos educa en la constancia circular del espacio que recorren sus manecillas: un segundo dura la fracción contenida en la separación entre las marcas de la esfera; un minuto es la distancia de una vuelta completa a ese círculo. Los minutos contienen a los segundos y las horas a los minutos y los días a las horas y las semanas a los días… y así hasta hacer vidas enteras, o fragmentos de vidas que duran más o menos de lo esperado; más o menos de lo deseable; más o menos de lo necesario.
Nos ordenamos por el tiempo registrado, mientras nuestro cerebro altera las percepciones comunes para arrebatar su vigencia y concedérsela a nuestro tiempo íntimo, que se dilata o encoge como los fuelles de un acordeón. Afectados por los hechos y las circunstancias, de forma involuntaria lo reconstruimos. A menudo la quiebra entre ambas medidas desemboca en esta desorientación.
No sabemos cómo sucede esta refutación del tiempo. Sólo advertimos sus consecuencias. Y con torpeza, como yo aquí ahora, reflexionamos acerca de esta cotidiana, y algo monstruosa, complejidad. Parafraseando a Borges: la vida, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Ornat.
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Miércoles
Hace tiempo que el tiempo no es lo que parece, como casi todo lo demás. Devorados como animalitos indefensos en el vientre temible de esta pandemia, nos vemos sometidos a una atroz distorsión. Por eso tengo dificultades para encajar la cronología de lo que hice a lo largo de todos estos meses, lo que terminé antes y lo que empezó después. Ya pensé hace tiempo en el después. Cuándo, si alguna vez, será después. Las sucesivas olas han dibujado círculos concéntricos que se repiten y orbitan en torno a un centro confuso. El tiempo se ha replegado sobre sí mismo, incierto como un bucle, y nos ha enrolado en un suspenso permanente, este largo paréntesis que siempre se alarga un poco más.
Queda amortizada la quinta oleada de contagios y las cifras dibujan un panorama de barbarie medianamente ignorada. «El verano ha dejado casi 4.000 fallecidos», leo. Casi 4.000 muertos. Y pensamos que hemos ganado. Nos hemos hecho indiferentes a la muerte como nos hemos hecho ajenos al tiempo. Esta certeza necesaria para la supervivencia.
Y la vida sigue, nos decimos. Como si no siguiera, también y sobre todo, la muerte. La vida sigue, pero lo hace sin referencias nítidas que nos ayuden a discernir si avanzamos y hacia dónde. Sabemos que habrá más muertos y seguiremos avanzando porque hay que aprender a vivir con el virus. Uno sabe que eso es verdad. ¿Qué otra cosa podríamos haber hecho y qué otra cosa hacemos como humanos sino vivir con el virus como siempre convivimos con la muerte? Ahora, eso sí, subrayamos de forma aún más clara nuestra condición de personajes de una pesadilla dilatada. Nos movemos por este paisaje brutal, pero nos movemos despacio, como los aviones colgados del cielo. Y miramos afuera por la ventana, con aprensión maravillada, igual que miraríamos a un mar de nubes, a un océano de días. No podemos preguntarle a nadie ni tomar referencia que nos aclare a qué velocidad navegamos. Ni con qué destino.
Por eso ya no recuerdo si hace dos años o cien meses. Por eso ya no sé cuándo nos vimos por última vez. Me parece que ayer aún estabas aquí. Aún pienso en llamarte hoy.
Te recuerdo en las piscinas iluminadas. Y luego en un mar oscuro, en el que te hundes entre gritos y yo alargo la mano para retenerte, sabiendo que pierdo para siempre los rasgos de tu cara.
Después camino, iluminado por neones vacíos. Este paisaje brutal. Camino por los pasillos y me miro los pies y el suelo es siempre el mismo y siempre es de noche. Y ahora todas las noches serán nunca.
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Jueves
Ayer terminó el verano.
Ya es otoño. Aún es otoño.
He pasado estas últimas semanas leyendo los Diarios de Viaje de Albert Camus y, todavía, sus Crónicas para la revista Combat: en realidad, si nos atenemos a la ortodoxia de los géneros, más que crónicas encontramos editoriales bien opinativos sobre la Francia de postguerra. Expiación de pecados comunales, acusaciones polarizadas, debate político, revisión de actitudes colaboracionistas y atribuciones de méritos de resistencia. En suma, un país liberado en diálogo con sus fantasmas.
Me interesa más el Camus viajero, que trata desesperado de aliviar su angustia (esa arcada de deseo de morir que le sobreviene) con solitarios paseos nocturnos en la cubierta de los barcos, mientras viaja hacia destino. Las páginas escritas durante las largas travesías en barco hacen casi un subgénero dentro del género de la literatura de viajes. Siempre pienso en Stevenson a bordo de un buque hacia los mares del Sur; y desde luego en Mark Twain en sus joviales crónicas siguiendo la línea del Ecuador.
En realidad, antes de eso me detuve en otro volumen de Camus: El verano, su ensayo sobre la estación y la ciudad de Orán como refugios. El verano se inicia con estas palabras.
«Ya no quedan desiertos. Ya no quedan islas. Y, sin embargo, se siente su deseo. Para
comprender el mundo, a veces es necesario apartarse de él; para servir mejor a los
hombres, mantenerlos a distancia un momento».
Camus, en sus viajes, se distanciaba de las conversaciones y las personas en sus paseos solitarios por cubierta, mientras contenía el ahogo de vómito existencial. El nítido deseo de la propia muerte, una certeza que, al leerla, nos resulta tan insondable. Frente a su anhelo de una nada liberadora, en la colección de ensayos que conforman El verano Camus invoca la felicidad de los días interminables, la muchedumbre tranquila del mar Mediterráneo, las tardes derramadas de sol, el contraste afilado de la sombra en los mediodías.
Camus escribe palabras hermosas, frases con las que armar un himno ahora que ha terminado el verano y ya es otoño y sabemos que hemos perdido algunas cosas que nunca regresarán. El ciclo de los días y las noches cumplirá su designio astronómico y nos traerá otro verano. Pero ya no será este. Podremos reproducir costumbres, renovar comportamientos. Pero nunca más será este.
«En medio del odio descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible. En medio de las lágrimas descubrí que había, dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. Me di cuenta a pesar de todo eso… En medio del invierno descubrí que había, dentro de mí, un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; en mi interior hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta».
Siempre hubo en mí un verano invencible. O siempre me pensé invencible en los veranos.
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Viernes
Día indeciso. Acecha la tristeza como un zumbido de fondo que acompaña la maquinaria de los días. No se decide el sol, ya tímido a estas alturas del año, ni tampoco las nubes. El resultado son esa clase de mañanas plomizas que parecen no terminarse ni siquiera a media tarde, como si la jornada no se decidiera a arrancar. Mediodías densos. Noches desplomadas en que cada uno se aferra a su mínima tabla. Días para saltar por la cubierta del barco. Y no, no como Camus. Sino como náufragos que no deseamos enfrentarnos al largo océano del invierno. Por eso ansiamos abandonar esta nave que se aleja de la orilla en que aún vemos levantarse, igual que la línea vacilante de los edificios de la ciudad, un horizonte conformado por humildes momentos de dicha.
Y nadar, queremos incansables nadar, hasta alcanzar el final de la piscina, y allí voltear el cuerpo y girar en dirección contraria; o movernos ligeros entre las olas, en dirección a un pedazo de tierra salvadora: la modesta isla en que refugiarnos.
Ya no quedan desiertos. Ya no quedan islas.
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Por la noche, escucho algunas de las canciones listadas durante este verano. En realidad la colección pertenece a varios veranos, no sólo al último. En algún momento pensé que debería registrar cada canción que escuchase a diario. Todas. Clasificarlas con la fecha. Y así tejer un interminable diario sonoro, de las músicas que ocupan cada jornada, que fuera como la historia paralela de mi vida en canciones. Imaginaba una gigantesca biblioteca interminable hecha de días y de títulos y grupos. No había vanidad alguna en la construcción de un anhelo semejante, nada que tuviera que ver con una tentativa de perdurar. No. Sólo pretendía lo imposible: saber qué día escuché tal canción por primera vez; o qué canción escuché tal día a tal hora. Y recordar dónde estaba cuando lo hice. Con quién. Cómo.
Para que una canción mereciera ser guardada en ese catálogo personal no importaba la procedencia: si las oía en la radio, si las programaba yo mismo, si aparecían frente a mí de modo aleatorio… No habría tampoco ningún filtro de preferencia ni de, por así decirlo, calidad. Pronto entendí que había elevado en mi cabeza un castillo que nunca podría sostener. Aún lo intenté durante varios días, pero la empresa rayaba la locura, porque el volumen de canciones se haría pronto tan vasto que apenas podría dedicar los días a nada más que a registrar títulos bajo un epígrafe. Sólo habría tiempo para la música y su minuciosa transcripción a una memoria escrita.
Considerado desde ese punto de vista, ahora lo veo como un plan ideal de vida.
A cambio, di con una solución intermedia, mucho más a mano, aunque sólo parcialmente satisfactoria: guardar canciones en listas ordenadas bajo un epígrafe cronológico, que correspondiera con cada una de las estaciones del año. Y a cada una de esas colecciones ponerles un nombre alusivo al tiempo en que las escuché. Así lo hago: no hay en esas listas intención temática o estilística alguna. Cabe todo siempre que haya sido escuchado y elegido durante el periodo acotado. De esa forma nacieron mis cuatro estaciones musicales: Winter Bone, Spring Up, Summer Suzie y Autumn Sweater. Habitadas por bandas, solistas y sonidos que a veces conozco bien y que, otras muchas, descubro en el momento de incorporarlas.
Siempre puedo volver a ellas y regresar a la estación en que escuché esa música. O buscar el significado, por qué la escogí, por qué la guardé.
Hace pocos días renombré Summer Suzie y ahora se llama de otra manera: Summer Juice. Por algún motivo me sonaba mejor o le encontré más sentido (¿qué sentido?). Estas noches he recorrido las calles en los paseos finales del día acompañado con el jugo de verano de esas canciones. Es un ritual de despedida como cualquier otro, un modo torpe de mudar la piel y el tiempo perdido. Aún suena, mientras escribo esto, Martha, de Tom Waits. Antes, la épica instrumental de Mogwai en Killing all the flies; la sensualidad de Polk Salad Annie en la interpretación de Tony Joe White; emulsiones de pop liviano y nítido como I’m a cuckoo, de Belle and Sebastian; o Hackensack, de Fountains of Wayne; o Tears are cool, de Teenage Fanclub.
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Sigue la música. sigue la noche.
Quiet heart, de The Go-Betweens. Y aún los Psychedelic Furs con All that money wants.
Por abajo pasan grupos de chicos y chicas, con sus grandes vasos de licores mezclados, en tránsito hacia otras zonas de la ciudad. Ha vuelto el ocio nocturno, en lenguaje pandémico, siempre pródigo en perífrasis ordenancistas, como buena nova lingua. Ahora los bares con la licencia correspondiente pueden permanecer abiertos hasta las cuatro de la mañana. Pero su público debe permanecer sentado. O afuera, que es donde mayormente se acumulan los jóvenes.
No han abierto todavía las pistas de baile. Y en casa, los ventiladores nos miran con sus aspas detenidas. Erguida su cabeza, ahí, de pie, como si esperaran alguna orden que ya no vamos a darles. Inmóviles en el mismo lugar en el que los dejamos la última tarde en que el calor nos obligó a ansiar su refrescante velocidad giratoria. Qué generosos me parecen siempre los ventiladores. Su airado zumbido me guarda las noches.
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Sábado
He salido a las librerías para buscar palabras que me ayuden a atravesar los meses que vienen. Acumulo más de media docena de volúmenes, diarios la mayoría de ellos, y me los llevo bajo el brazo y los amontono con las historias orales de The Clash y Joy Division y la biografía (largamente demorada ya) de Tom Petty. Los dejo encima de las novelas de Philip Roth que antes junté con los ejemplares de Camus. Y todos se superponen a los Ensayos de Montaigne, que siempre están ahí, dispuestos. Esta vez, ya dije, diarios: de Kafka, de Susan Sontag, de Thomas Mann, de Virginia Woolf… Central, París, Cálamo. Estos mínimos atracones, esta forma de arrastrar bellotas y amontonarlas en la cueva para pasar el invierno. Una defensa contra el desmayo y la oscuridad que viene. Refugiarse en la noche y devorar palabras de forma compulsiva, como si fueran chocolate, hasta la indigestión.
Y no sentir culpa alguna.
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Viernes
Otra noche escucho una versión de Where are we now?, canción postrera de David Bowie, y luego regreso al original. Es una composición, y una interpretación, que siempre me impresionan.
No estoy seguro de por qué ocurre, pero la canción me resulta altamente perturbadora. Puede ser autosugestión. Siempre roza algo muy dentro de mí, que no sé definir, algo muy presente en mi día a día. Una cuerda sensible como un músculo irritado, que libera una nota de lástima y melancolía. Ahí al fondo entreveo sensaciones objetivables, aunque ignoro de dónde vienen o cómo consigue la música liberarlas. Siento que al escucharla abro la puerta de una habitación evitada. Enseguida sobreviene la sensación de pérdida, el peso del tiempo, el modo en que la memoria trata de darle forma.
La letra de la canción es apenas una mención circular de momentos y lugares de Berlín, en forma de recuerdo. Ninguno de ellos supone una referencia conocida para mí ni me devuelven experiencias concretas. Pero la evocación envuelta en la pregunta (Where are we now?) me alcanza con muchos significados. Es como si mi cerebro comprendiese perfectamente el mensaje oculto de la canción de Bowie, la esencia íntima de su lamento, sin que yo alcance conscientemente a entenderla del todo. Me transmite la conmoción del extravío, la extrañeza de estar aquí, rodeado de todo lo que hubo antes, ahí latente, pero ya perdido. Todo lo que uno ha sido.
¿Qué fue de nosotros? ¿Qué fue de mí?
Una vez pasé por Berlín.
¿Dónde estamos ahora y dónde estuvimos antes?
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La madrugada ha desatado una tempestad y, en la cama, me inunda la tormenta.
Moody Relish, una delicada pieza de orfebrería electrónica de Maxine Funke, fue la última canción del verano en Summer Juice.
You said something, de PJ Harvey, ha inaugurado el otoño aún tibio de Autumn Sweater.
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