Los libros (XI)

19 02 2024

Poeta chileno – Alejandro Zambra

“El padre se deja ganar, porque para ser un buen padre hay que dejarse ganar. Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera”.

El entusiasmo crítico alrededor de Poeta chileno me hace sentir el tipo solitario en una fiesta. No tan radical, pero algo así. Aprecio la escritura diáfana de Zambra y su música: literatura de lo cotidiano, épica menor de las personas imperfectas, un poco extraviadas; relaciones extemporáneas, por lo general casi felices o eso dirían sus protagonistas, aunque en otros momentos no. Los errores cometidos o tal vez no; los encuentros casuales o quizás no. El amor de una vida o de un día. Quién sabe. Los sueños cumplidos o no. Quizás la paternidad. U otra cosa que es paternidad pero no lo es. Ser hijo y ser padre o ninguna de esas cosas. El nombre imposible de los sentimientos. Zambra dibuja su pequeño universo con un trazo muy humano y real, próximo, cierto. Con personajes en general encantadores en las incoherencias de su búsqueda, amenazada por respuestas poco concluyentes. Excluiré a esa Carla a quien juzgo antipática, hiper protectora y glacialmente arbitraria: la novela me parece mucho más generosa con ella de lo debido. Hay también una gata, de nombre Oscuridad, con los colmillos muy largos. Presente y ausente, como el resto de protagonistas, encarna de forma implícita el ligero aroma de pesadumbre desplegado por Zambra en sus páginas. Una sombra acechante, como un gato silencioso cuando se mueve de un rincón a otro para seguir durmiendo. El título habla de un poeta chileno, en singular. Pero se trata de un singular genérico, con artículo elidido: el poeta chileno. Una categoría. En efecto, la novela está llena de poetas. Zambra es poeta. Gonzalo y Vicente, sus personajes, aspiran a serlo; Pru entrevista a un sinfín y escribe sobre ellos. Las citas de versos son frecuentes. Y ese fondo tan chileno, mezclado con el marco de un país en tránsito desde la dictadura al desencanto, ofrece el ambiente para una novela con cuatro relatos en tiempos distintos: Gonzalo y Carla de novios; Gonzalo, Carla y Vicente, el niño de ella, como adultos; Vicente en la adolescencia y Pru, una mujer norteamericana llegada al país para rastrear la inacabable tradición poética en Chile. Más la pléyade de poetas, por momentos demasiado poetas pero siempre imprescindibles. Y por fin, una outtro en la forma de fade out, el desvanecimiento de una canción, sin desenlace ortodoxo. Zambra declara su decisión de autor: abandona la pista de los personajes para no someterlos a un destino. Sobre los ecos de Bolaño anotados en muchas de las referencias a esta novela sólo diré esto: me suena a aquella inútil obsesión de la música inglesa por encontrar a los nuevos Beatles. En fin: gran novela, dice el mundo. Uno no le guardará tanta pasión admirativa. Pero sí un cálido afecto. O tal vez no.


Una novela francesa – Frédéric Beigbeder

«Es difícil reponerse de una infancia infeliz, pero puede resultar imposible reponerse de una infancia protegida».

El niño que mira desde la cubierta de Anagrama con rasgos de querubín es el propio Frédéric Beigbeder, en un retrato infantil que cuelga en los muros de su casa. Confiesa el autor que, cuando a menudo cruza la mirada con su propia mirada en el cuadro, advierte un gesto admonitorio: el niño examina al adulto y este le corresponde con su propio juicio retrospectivo. Una novela francesa es, en cierto modo, la transcripción de ese diálogo. Esto fuimos, en esto nos has convertido. Detenido dos días y sus noches en un lúgubre calabozo parisino por consumir cocaína en plena calle, el escritor inició durante su reclusión este particular De profundis, para rendir cuentas consigo mismo y su familia. Mientras protesta contra los excesos del sistema -la denuncia suena a parodia adolescente, a propósito o no- , combate su amnesia («No me acuerdo de mi infancia», declara en principio) y revisa el siglo de una estirpe mezclada de aristócratas provincianos y burgueses venidos a menos. Beigbeder alterna pasajes de descarnada honestidad -cuando se refiere a los padres, a las relaciones extramatrimoniales de ambos y al modo en que lo afectó su temprana separación-, con lugares comunes de sentimentalismo bon vivant. Aun así dibuja momentos logrados de arqueología sentimental. El libro deja impresiones desiguales, como el propio Beigbeder. Por momentos asoma un escritor de ingeniosa ironía: «El estado francés intenta hacer lo posible para que los ciudadanos puedan ascender socialmente, pero no prevé nada para ayudarlos a descender. La amnesia es la única evasión de los pudientes frente a la ruina», escribe con sarcasmo sobre la decadencia de su familia. En otras ocasiones descubre una superficial pose de enfant terrible. Un Peter Pan esnob algo sobradito, ligeramente provocador, al que igual no le vino mal el escarmiento. Pero bueno… tampoco es eso, que el pobre lo debió pasar mal.


El colgajo – Philippe Lançon

«Aquellos días me di cuenta de cómo un periódico como Charlie formaba parte del contrato social francés -o de lo que quedaba, para ser más exactos-. La mayoría de la gente no habría suscrito este contrato si se lo hubieran dado; pero no era imprescindible firmarlo para disfrutar de él, incluso sin querer. Bastaba con respirar el aire en el que su tinta se había secado hacía tiempo».

Philippe Lançon asistía a la reunión de redacción del semanario Charlie Hebdo en la mañana del 7 de enero de 2015. Los periodistas debatían sobre Sumisión, la novela en la que Michel Houellebecq imagina una Francia gobernada por islamistas. Y Lançon le mostraba a un compañero un libro de fotografías de leyendas del jazz en el sello Blue Note. Entonces, dos jóvenes armados con Kalahsnikovs entraron en las oficinas y sustituyeron el ligero aire intelectual de la mañana por un pesado infierno de fanatismo yihadista. Parece difícil imaginar una contraposición más extrema -la 5ª República frente a la deformación moderna de la Bastilla-, pero la crueldad atrabiliaria del terrorismo desactiva cualquier metáfora. Once periodistas, además de un policía rematado en el suelo en plena calle, murieron asesinados entre las mesas de trabajo. A Lançon las balas le abrieron un boquete en la mandíbula y varias heridas en los brazos y las manos. El colgajo es la memoria acumulada en largos meses de hospital. Mientras afuera el país entona una letanía fugaz para defender su principio de civilización («Je suis Charlie!»), Lançon era Charlie de un modo que nadie más podría comprender. A menudo, ni siquiera él mismo. Lançon relata con afán minucioso de cronista el diario de penalidades de su convalecencia. Las físicas y las psicológicas: cuidados intensivos, pruebas, análisis y hasta 17 operaciones para reconstruir el rostro deshecho mediante el trasplante de un peroné y los injertos de piel tomados de sus propios muslos. Colgajo, le llaman los cirujanos. Luego, la alimentación por sonda, la pelea con los laboriosos apósitos empapados de baba, las incomodidades de la unidad VAC, sus conversaciones por señas, gestos y una pizarra de autoborrado. La solidaridad, la incertidumbre en la rehabilitación, las terapias para el cuerpo y la mente. El miedo, la incomprensión y el distanciamiento de los relatos exteriores. En todas partes lo custodian día y noche parejas de policías armados, por si los yihadistas vuelven a terminar el trabajo. Un cambio de habitación supone un abismo de terrores. Batalla en una relación sentimental que amenaza con ahogarse en la brutalidad de la experiencia. Va y vuelve al quirófano, ahuyenta fantasmas, mira de frente a imágenes repetidas: los extraños gritos en la antesala de la redacción, el tableteo sordo de las primeras descargas, el guardaespaldas que no desenfunda a tiempo su arma, las piernas vestidas de negro que proclaman «¡Alá es grande!» mientras disparan, una arenilla de dientes en la boca destrozada, los sesos de un compañero derramados sobre el suelo de linóleo. Le preocupa si alguien robará su bicicleta atada durante meses a a la puerta del periódico; y cuándo podrá recuperar su móvil; dónde habrá quedado el libro de fotografías de Blue Note. Asideros de la normalidad arrasada. La soledad inaccesible de lo vivido en primera persona. El libro relata ese extenuante suspenso de reconstrucción física y mental, sostenido por los médicos -al frente su cirujana, Chloé, uno de los personajes fundamentales y más vívidos del libro-, enfermeras, policías, cuidadores, familiares, amigos y amantes. Lançon se aferra a todos ellos en su dependencia y anuda la cordura del espíritu a la literatura y la música: lee las Cartas a Milena de Kafka; le acompañan y acompaña a los habitantes del sanatorio de Davos en La montaña mágica de Thomas Mann; escribe sus columnas para Charlie Hebdo y Libération; por las tardes, escucha a Bach y por la ventana de su estancia en Los Inválidos admira la cúpula de la tumba de Napoleón. Inspirado por Proust y El tiempo perdido, pugna a diario por encontrar coordenadas fiables en medio del tiempo destruido, tiempo interrumpido, tiempo suspendido. La reconstrucción de su rostro sintetiza la reconstrucción del hombre. “Un cuerpo que no era del todo mío, en una vida que no era del todo mía”. Lançon obra un prodigio trascendental: conjura la atrocidad para levantar sobre el polvo abyecto de la muerte un monumento a la vida. La existencia, la resistencia y la persistencia del hombre y de la razón contra el fanatismo y las supercherías. Bellísimo y doloroso. Tan terrible como magnífico.


Febrero 2024

(Para ver el diario completo de lecturas, aquí).


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