Diario no diario (XIX)

13 12 2021

Miércoles

Cada tanto hay alguna tarde en que salgo a comprar música. Armado sólo de una avidez creciente y ningún objetivo concreto, salgo de caza y rara vez vuelvo de vacío. No soy un gran coleccionista. De hecho no soy siquiera lo que uno podría llamar un coleccionista, y lo sé porque conozco a algunos y los he visto recorrer las cubetas de los singles y desenterrar con paciencia pepitas de oro que a mí me parecían poco más que excentricidades simpáticas. Hay en mis expediciones a las tiendas de discos algo más modesto: un intento de rellenar huecos, ausencias retrospectivas en mi discoteca. Pero, sobre todo, se trata del instinto de supervivencia, de una inquebrantable confianza en el poder reparador de la música. La necesidad de envolver los días en canciones, de rebajarles el peso, hacerlos flotar en melodías redentoras.

Hace años estas visitas a las tiendas de música eran mucho más frecuentes. Como era más frecuente casi todo. Las animaba la marcada conciencia de construcción de un mundo particular. También de atención por lo que se estaba haciendo. Qué se oía, qué merecía la pena. Ese interés se ha vaciado bastante a día de hoy. O más bien se ha acotado. Sigo con el oído pegado a lo que se hace en la medida que lo que se hace puede apelarme. Por lo general, el mainstream no está concebido para personas mayores de 35 años. O algo así. Puede que 40, da igual. Comprar discos -en cualquier formato, sin histerismos ni hipsterismos, por favor- se parece ahora mucho más a una defensa desesperada de un mundo aspiracional. De uno mismo. Si no sigo comprando música puede que haya dejado de ser quien soy.

Con los libros sucede algo muy parecido. Pocas novedades. Muchas de esas cosas que uno cree que deben ser leídas alguna vez. Al fondo, de nuevo, el empeño imposible de levantar una biblioteca como quien erige una catedral que nunca quedará terminada.

Si algún día hace falta ordenar mi despedida, déjenme quietecito ahí, en ese pequeño altar blanco. Al menos una parte de mí. No sea que el más allá sí incluya algún tipo de eternidad y me pille sin libros de los que echar mano.

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Hace ya semanas, cuando aún era octubre, salí a dar uno de esos paseos y acabé comprando un par de discos. Rock Action, de Mogwai. Y Straight songs of sorrow, de Mark Lanegan. Un par de elecciones algo oscuras, que parecían anticipar la llegada de los meses más sombríos del año.

Aunque la temperatura de los días era todavía muy agradable en la ciudad, veíamos ya próximo el cambio de hora. Ese arranque oficioso del invierno que significa el fin de la luz, la noche que inunda la media tarde. La aprensión de quien ingresa en un largo túnel.

De entonces a ahora he logrado, al menos, despertarme entero por las mañanas. Descansado, tras semanas en las que cada día nacía con síntomas claros de agotamiento. Nunca he sabido qué pensar de las afecciones del cambio de estación en los cuerpos, pero la transición de los días parece tener algún efecto. Intuyo que mi cuerpo -o debería decir mi cerebro- termina por asimilar finalmente el largo adiós que siempre me provoca el fin del verano. Aceptado el otoño, que por otra parte este año nos ha vapuleado con vileza, uno puede ponerle ya un estudiado descuido al viaje anual hasta las sombras. Tomado si acaso de la mano de las canciones de Lanegan… y de las proposiciones paralelas del algoritmo digital.

Cuando pienso en esta rendición, me acuerdo de aquella fábula de la rana que placenteramente se cuece en una olla mientras le aumentan poquito a poco la temperatura. En este caso, te la reducen mientras todo se apaga poco a poco. A todo se acostumbra uno, de forma imperceptible. Hasta que es demasiado tarde y la noche y el frío te agarran en campo abierto.

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Las anotaciones que componen este diario, se me ocurre a veces, bien podrían resumirse en una banda sonora de canciones que suenan mientras escribo o que evoco al escribir, y que quedan aquí nombradas. Ensayo un diario y me sale un audiolibro. A lo mejor todo esto es un Diaudio.

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Lunes

Hablo de las canciones, pero cada tanto la realidad me confirma que todas estas líneas se sostienen apenas en dos dimensiones intangibles: el tiempo y la muerte. Tiempo y muerte. Tiempo muerto. Suspensión. Ausencia.

Llevamos dos años viviendo en una monumental sala de espera.

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Martes

«Yo huyo de mí mismo… ¿Quiere usted acompañarme?».

Oído en Mariona Rebull, de José Luis Sáenz de Heredia.

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Domingo

Una tarde heladora de domingo en el cementerio del pueblo. A oscuras, casi a ciegas o iluminados por la insuficiente linterna de los móviles, hacemos descender a pulso, tomado por cuerdas, el féretro de P. Estos meses tú y yo hablábamos de muchas cosas, pero silenciosamente manteníamos un diálogo temeroso acerca de los sucesos inexplicables que nos acechan. En ese tiempo incierto en que muere el verano y triunfa el otoño, hemos despedido a tu abuela y a tu abuelo. Que eran nuestros padres, claro. Pero a pesar de ello he temido más por ti que por mí. Sé que puedo ensordecer mi grito y guardarlo dentro. Pero no encuentro la voz para decírtelo a ti sin que me destroce imaginar siquiera el sonido de las palabras mientras tú las escuchas y me miras.

En poco tiempo has aprendido que la enfermedad y la muerte no conocen ningún orden cronológico, esa posibilidad que te parecía asegurar una acogedora coherencia. Cuando murió el tío J., en abril, aceptaste el precio con naturalidad: «Es que era mayor». Ese argumento no te sirvió, sin embargo, para evitar el ahogo cuando te dije que la abuela nos había dejado para siempre. Hubo en tu reacción un fastidio, como de proyecto truncado, de planes sin terminar. Durante semanas oía en mi cabeza tu voz llamándola en el salón de su casa, a gritos para que ella se enterase, y ardía de lástima. Cuando tuve que decirte que el abuelo tampoco estaba ya, te enfadaste como si te recordase que tenías que hacer los deberes. «Que no, déjame, que estoy jugando…». Y durante unos minutos, hasta que se fueron todos, aguantaste mirándome en un silencio de enojo. Al quedarnos solos liberaste el llanto y tuvimos que abrazarnos para que nadie nos viera ni vernos a nosotros mismos.

Ahora quieres saber a qué edad murieron mis abuelos y mis abuelas. Y mi padre, tu abuelo, al que no llegaste a conocer. Ni él a ti. Ese desfase que de cuando en cuando me desata una tormenta de pena.

«¿También los niños pueden morirse, entonces?», me preguntas.

«Sí, también los niños».

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Miércoles

Ya es diciembre. Aún es diciembre.

He leído Némesis, la novela de Philip Roth. Mientras en Europa se libra la II Guerra Mundial, en la «ecuatorial Newark» todos los veranos mueren niños a causa de una epidemia de poliomielitis. Bucky Cantor, un joven profesor de educación física, compone una figura referencial para los más jóvenes en medio de los días inciertos, de muerte acechante, calor de asfixia, sospecha, horror, tragedia y descreimiento. Otra epidemia. Como sucede en Muerte en Venecia. Tiempo detenido, el velo transparente que envuelve a los enfermos del sanatorio de La montaña mágica.

Hasta ahora una epidemia suponía para nosotros poco más que un relato imaginado. Un concienzudo mecanismo de expansión de enfermedad imposible de comprender, porque no pertenecía a nuestros días, o a los países de nuestro entorno. Porque no lo habíamos vivido y nunca pensamos que fuéramos a hacerlo. En todos estos meses hemos aprendido a la fuerza el significado verdadero de la palabra epidemia y su desconcertante poder. Le atribuíamos un matiz inocuo (las epidemias estacionales de la gripe, por ejemplo) o de anacronismo histórico: las epidemias medievales, la gripe española. Todo lo que nuestro mundo creía haber rebasado, con su vanidosa autoconciencia. No sólo eso hemos debido entender. No sólo una epidemia acotada en espacios geográficos manejables, como la del Newark de Roth. Vivimos en una pandemia, algo mucho más grande, más aterrador, en su implacable voracidad expansiva.

La esencia, sin embargo, no se altera. Todos los síntomas que definen este tiempo nuestro de hoy están contenidos ya en las páginas de Roth: la incertidumbre, la irracionalidad, el temor, la culpa, la sospecha. Todo batido en un bucle que nunca parece irse, que siempre regresa. Los padres de los niños del barrio de Weequahic acusan de la llegada del virus a sus calles a los italianos de otra zona de la ciudad. Después, miran con suspicacia al educador que mantiene su programa de actividades deportivas en medio del calor. Más tarde creen que el virus asesino mana de las fuentes en las que se refrescan los muchachos. Cuando un niño muere, se vuelven contra la autoridad sanitaria, claman frente a la desinformación, el descuido, la imprevisión.

En medio de ese escenario de duelo, Bucky Cantor rechaza la posibilidad de acusar al prójimo -cualquier prójimo a mano- por la expansión de la enfermedad. Y termina por girar su rabia indefensa contra la autoridad suprema: un Dios asesino que se entretiene matando niños. Es su particular viaje desde la razón hacia la emoción, un último recurso desesperado que dirige contra un enemigo invisible. Y también contra sí mismo. Dios como encarnación de la culpa individual.

Para la muerte siempre se necesitan culpables. Tal vez, para la vida también.

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Lunes

«Ahora se sabe que [la nueva normalidad] consiste en convivir largo tiempo con un equilibrio inestable entre el temor a nuevas variantes de la desdichada pandemia y la esperanza en dosis adicionales o vacunas definitivas. En otras palabras, en el fondo la expresión solo significa que hemos de acostumbrarnos a vivir en la incertidumbre. Aunque, ciertamente, esto no es cualquier cosa, porque a casi todos provoca desasosiego. Y hace reaccionar a algunos con un temor invencible, que disfrazan de prudencia, y a otros con el deseo irrefrenable de apurar la última copa, quizá solo miedo transformado en audacia. En todo caso, queda muy claro que lo racional tiene poco sitio en la nueva normalidad, así que, a esperar tiempos mejores, que la ciencia no fallará».

Incertidumbre, de José María Serrano Sanz, en Heraldo de Aragón

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Martes

La última variante se llama Ómicron. Es la quinta descrita. Enseguida genera una creciente ola (es la sexta) de contagios y todas las réplicas habituales: alarma en los medios de comunicación (justificada o no), dudas sobre la eficacia de las vacunas frente a esta nueva mutación (justificadas o no), cierre de países (justificados o no), aumento progresivo de las hospitalizaciones (aunque no hasta números críticos y con un porcentaje mayoritario de personas no vacunadas en los ingresos), generalización de las restricciones por parte de los gobiernos (justificadas o no).

Consulto la secuencia de variaciones del SARS-CoV-2 a lo largo del tiempo, su nomenclatura, fecha de designación y lugar de aparición documentadas:

  • Alpha: Reino Unido, diciembre 2020
  • Beta: Sudáfrica, diciembre 2020
  • Gamma: Brasil, enero 2021
  • Delta: India, abril-mayo 2021
  • Omicron: varios países, noviembre 2021

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Miércoles

Durante algunas noches miro, hipnotizado, la serie documental Get back, ocho horas que giran en torno a la desordenada grabación de las canciones que darían lugar al disco Let it be, y al célebre concierto en la azotea de la sede de Apple en Savile Row, Londres.

Alguna vez pensé que, si alguien me ofreciera la mágica posibilidad de visitar cualquier momento de la historia como espectador en primera fila, yo elegiría haber estado ese día en ese lugar. Si con el tiempo se me ocurrió alguna alternativa, no la recuerdo. El documental ratifica mi imposible anhelo.

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Jueves

«Quedan muchas incógnitas por resolver para saber el impacto que [la variante Ómicron] tendrá en la salud pública. Los primeros datos anticipan que contagia más, pero no se sabe a ciencia cierta cuánto; se cree que produce síntomas más leves, pero no hay la suficiente cantidad y variedad de población (en edades y estados inmunitarios) como para conocer si es así; cada vez parece más claro que puede esquivar las vacunas y la inmunidad natural a la hora de infectar, pero es muy probable que estas mantengan la protección frente a la enfermedad grave».

El artículo, firmado por Pablo Linde, ilustra a la perfección hasta qué punto se hace imposible para el ciudadano desentrañar al detalle el escenario en el que se mueve. El titular (Por qué la variante ómicron del coronavirus preocupa y a la vez podría ser una buena noticia) resume con involuntaria ironía el desconcierto, la incertidumbre, la carrera sin descanso de la ciencia por saber; y, claro, los vaivenes indescifrables en que se mueve el ciudadano: entre el desasosiego, la esperanza y la humana necesidad de seguir adelante sin mirar demasiado a los lados. Sin comprender del todo.

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Viernes

Algunos países ordenan el confinamiento de las personas que no se han vacunado. En España, los gobiernos regionales imponen poco a poco el llamado pasaporte COVID para el acceso a bares, restaurantes, teatros, cines, gimnasios, eventos deportivos y, en general, reuniones o celebraciones de más de 10 personas. Hay al fondo, de nuevo y como siempre, un incómodo fondo de interpretación jurídica de estas medidas, entre la defensa de los derechos fundamentales (el derecho a la igualdad, el derecho a la intimidad y el derecho a la protección de datos) frente a la necesidad de «salvaguardar la vida y la salud de los ciudadanos». Se suspende cautelarmente su aplicación. Y vuelta a empezar.

Mientras, ya se inoculan terceras dosis a los mayores de 60 años; y arranca la vacunación de los niños menores de 12 años. Hay protestas por la decisión de que se haga en los mismos colegios, un ámbito más proclive al señalamiento. El no vacunado se ha convertido en una persona que transita por la autopista en sentido contrario al de la circulación. Si en la quinta ola el enemigo público fueron los jóvenes con ganas de pasarlo bien, en esta sexta la culpa recae en los irresponsables e insolidarios que no han admitido el pinchazo y, por tanto, amenazan la vida de todos.

Cualquiera puede ahora «cargarse a la abuela en Navidad».

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Sábado

Esta tarde encendieron las luces navideñas en la ciudad y las calles estaban atestadas. Dicen las informaciones que el efecto de los contagios de este largo fin de semana empezarán a notarse cuando ya nos aproximemos a las fiestas.

Yo compré dos discos de Bowie: una reedición en CD de Hunky Dory y el vinilo de The rise and fall of Ziggy Stardust.

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Domingo

«Nadie será libre mientras haya plagas».

La peste, de Albert Camus

[…]





Músicas aleatorias

27 06 2013

Ahora que los días parecen una reunión de concéntricos vacíos, conviene llenarlos de música. Uno cree en la posibilidad de que las canciones determinen cómo será el día; o al menos que puedan interceder en nuestro favor, si fuera posible. El primer sonido de la mañana tendría, así, una relevancia fundamental, un peso decisivo en la arquitectura de las horas; como el primer pensamiento; como la primera luz; como el primer paso cuando uno ingresa en la mañana. Algunos se santiguan, encomendados a la Providencia en su tentativa de regreso; todo consiste apenas en regresar, cada vez, poder regresar al punto de partida y quedar autorizados a un nuevo comienzo. Ante tal tesitura, no exenta de peligros evidentes y de otros, muchos más, ignorados, podríamos dirigirnos al reproductor y elegir un tema conveniente, seguro como una oración, inapelable en su facilidad para disponernos de cara a lo que viene, viento a favor, todo de nuestro lado. Pero entonces, anulado el peligro con el que jugamos cada segundo de respiración, no habría lugar para el sortilegio, que también incluye el riesgo de la equivocación, del paso en falso, de que suene algo indeseable: hay que enfrentarse al abismo relativo de cada día en modo aleatorio y aguardar. Vivir con el botón del shuffle prendido.

A falta de cualquier otra posteridad, hemos resuelto acoger en listas etéreas la sustancia de cada jornada, las músicas (al menos una selección de ellas) que nos enmarcan y nos llevan por las horas. Las primeras y las que siguen. Hoy no fue un mal día. Fue al menos diverso. Fue al menos algo más sereno que la honda pesadumbre del anterior, tan concreta, tan empeñada en recordarnos la artificialidad de tantas cosas y la espesa certeza de otras: el peso de la renuncia, de la imposibilidad. La oquedad tremenda del espacio físico. La distancia. La muchedumbre del tiempo cuando la cuenta atrás se anuncia insoportablemente larga. Hay que esperar y seguir viviendo. Europe, de Allo Darlin’, y luego algo de rock progresivo (Mogwai, Do Make Say Think), la inevitabilidad estadística de Wilco (The Late Greats), algo de funky en un paseo bajo el sol, pensando en Nassau, Rubber Bullets de un clásico recuperado en una emisora (10cc), y la rabiosa melancolía que siempre acecha en Manic Street Preachers: «Cada día vivido como una mentira / La vida se vende barata… siempre, siempre, siempre». El 26 de junio sólo fue un día. Sonó así.

 





Margaret Thatcher, estrella del rock

15 04 2013

Insistiremos en el obituario, un género siempre bien querido del periodismo. Este fin de semana la BBC se vio en la indeseada tesitura de tener que emitir en su Radio 1 la canción Ding Dong The Wicked Witch is Dead! (La Bruja Mala Ha Muerto), clásico infantil interpretado por Judy Garland y su coro de adláteres en la película El Mago de Oz. Por el título de este somniloquio ustedes deducirán que tan inocua posibilidad (qué tendría de malo programar una cancioncita infantil cuando el mundo vive entregado a memeces como el Gangnam Style o eso del Harlem Shake) viene envenenada por la muerte de Margaret Thatcher y la asociación del verdoso personaje de la película a la que fuera ex primera ministra, hoy cadáver camino de un funeral de estado. El proceso fue el típico en estos casos: muere Thatcher, alguien se acuerda de la cancioncita, lo pone en la red social de turno, proclama que hay que elevar The Wicked Witch is Dead a la lista de lo más vendido esa semana, se dispara el proceso viral en manos de otros entusiasmados y el tema alcanza el número 3 de las listas, de acuerdo a The Official Charts, organismo encargado de controlar las ventas de música en el Reino Unido. No es la primera vez ni será la última: el mismo fenómeno se vivió durante el jubileo de la Reina, cuando el (en su día) ácrata (y hoy) apenas descarado God Save the Queen de los Sex Pistols siguió el mismo camino en las listas.

thatcher

La entrada a los primeros puestos garantizaba a los promotores de la operación que la canción habría de ser emitida este pasado domingo en el programa de BBC Radio 1 que repasa semanalmente los temas más exitosos en el panorama británico. Naturalmente, el ala tory de la red social reaccionó con prontitud y largó por la misma vía del pío pío digital su propia campaña de agit-prop: para conseguir que se respetase el nombre de la que fuera primera ministra; y evitar que la BBC, medio público donde los haya, participase en la montaraz fiestecita de celebración por la muerte de la bruja, aka Margaret Thatcher. A partir de ahí, y como no podía ser de otro modo, se sucedieron los posicionamientos políticos, las declaraciones, los minutos en informativos, el debate social y la polémica periodística. Finalmente, la BBC resolvió que la canción sonara, porque suenan todas las canciones más vendidas, pero sólo unos segundos. A modo informativo, dijeron… El sintagma resulta muy tierno.

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Wilson Wilco

1 11 2011

El jueves pasado, Mogwai estuvieron a punto de reventar las paredes de la Oasis y me dejaron un zumbido que se quedó ahí toda la noche, de esos que te ayudan a dormir. Sin querer ser peyorativo, uno ha tenido con los escoceses la relación de un bebé con su sonajero o sus ingenios móviles: en noches muy cerradas, apoyaba la cabeza en sus progresiones concéntricas y así quedaba seco, babeando contra la almohada con la mirada del cerebro perdida. Esta vez caí con el zumbido puesto. Al fondo, como una sicofonía, como un agua de lluvia insistente en el cristal, una voz parecía decir: soy Jim Morrison y estoy muerto.

Acabo de conocer a Jonathan Wilson y sospecho que esto es the beggining of a beatiful friendship. Un tipo con ese aspecto de Costa Oeste americana en los años de Haight y Ashbury por fuerza me ha de caer bien o yo no me conozco en absoluto después de tantos años. Esta noche lo saludaré, a ver si me lleva a una fiesta.

Por supuesto, después celebraré la tradición de la emoción admirativa, felizmente casi anual. Wilco: el arte del casi…





El paso vaquillero

10 10 2009

De entre todas las formas de felicidad que me resultan inaprensibles, el paso vaquillero de los peñistas al ritmo de la charanga exige el primer puesto. En su misma simplicidad está envuelto el misterio de lo que uno jamás podrá alcanzar. Hay una indisposición genética, debe ser, o de otro modo no se explica. Yo nunca he sido digno de acceder a algunos mínimos placeres mundanos, que todo hijo de vecino practica o ha frecuentado alguna vez, con notorio júbilo, a este lado de Occidente. A saber: el carajillo, el calimocho, la partida de guiñote y el paso vaquillero, que para mí encarna el mundo todo de las fiestas populares. Tomé un carajillo una vez, a los 39, para remediar un medio vahído de damisela decimonónica que se me venía encima. Jamás lo he vuelto a probar. Del calimocho no puedo decir gran cosa: como cualquiera, he ensayado sustancias de casi todos los colores y texturas, y no sé por qué la más obvia no ha caído nunca en mis manos; uno se siente un poco fuera de este Universo en expansión permanente cuando puede (debe) confesar que jamás se ha aproximado a una barra para pedir «un litro de calimocho, co». Ni siquiera en Pamplona, donde venía a ser la bebida nacional universitaria. La partida de guiñote, lo siento, no va conmigo. Mi inteligencia para la baraja es inversamente proporcional a mi aburrimiento con la baraja. Sólo hay una cosa que me produzca más cansancio previo que jugar una partida de cartas: jugar a la PlayStation. De todo lo cual se infiere mi automático rechazo a las fiestas populares. No al hecho de las fiestas, sino al de su popularidad. Queda suficientemente clara la contradicción intrínseca de mi argumento…

Iban esta misma tarde los peñistas derramándose por las calles, enmarcados por la fanfarria de sus metales, los grupos alineados con los brazos en nudos por la cintura, ese paso característico en el que un pie quiere tropezar delante de otro para llevar el ritmo, y ese hombre del megáfono al mando sentimental de la tropa. En un momento me han absorbido, a mí, solitario transeúnte sin emociones, camino del trabajo en sábado por la tarde, con una bicicleta agarrada del cuello. Al abrir la puerta del edificio de la radio, que está cerrada al público, una señora (porque era lo que todos entendemos como una señora, con su señor colgado del brazo y el sol del campo en la cara), una señora me ha hecho un ágil interior por el lado ciego, dispuesta a alcanzar la oscura y vacía recepción. Le he frenado el ímpetu sin mucha seguridad, aunque la frase lo pretendiera: «Señora, no se puede entrar… hoy está cerrado». A lo que ella, mirándome de medio lado y sin dar cuenta del aviso, ha contestado con una pregunta de llana honestidad: «¿Regaláis entradas palgo?».

Como mucho podría haberle dado mi abono de dos días del FIZ, pulsera rosa incluida, pero créanme… ni yo estaba para la charanga ni ella para la música independiente. Aunque no sería extraño descubrir que Rufus Wainwright, tan incalificable prodigio, pudiera reunirnos a los dos bajo un mismo techo. De todos modos, si algo tiene la fiesta popular es el revoltijo de las identidades y una confusión de apariencias que este año expresa mejor que nunca la programación de la (selecta) Sala Mozart del Auditorio. Ahí va el programa: miércoles 7 y jueves 8, Nino Bravo, The Musical; viernes 9, Los Morancos; sábado 10, Pitingo; lunes 12, Los Vivancos; miércoles 14, María Dolores Pradera con su recital Toda Una Vida (o varias, diría yo…); jueves 15, El Dúo Dinámico. Portentoso todo.

Eso son las fiestas, el banquete de las clases populares, la posibilidad de apalear a Zubin Mehta si pasa por allí, la famosa escena de Buñuel en la que los menestorosos toman al asalto la mesa de la burguesía. Nada de aquellas cenas clasistas en el Palacio de La Lonja, años setenta y antes. Irse a ver a Mogwai, mezclarse con el indie way of life, tal vez ser o parecer uno de ellos, como hice yo, camiseta de un grupo o de un cómico, vaqueros sueltos, la cinta del braslip asomando, peinados deconstruidos, zapatillas deportivas retro… nada de eso tiene que ver con la esencia de la fiesta. El espíritu correcto exige asistir al concierto de Boney M y echar unas risas, que es lo que se lleva: echar unas risas. Oímos el otro día esta conversación que lo define y nos aísla. Una señorita (porque era lo que todos entendemos como una señorita, con su móvil, su It Bag colgado del antebrazo, el Pilates combinado con la plataforma vibradora, las noches de sábado en el Tierra o el Centrik y los rayos uva en el rostro), tal señorita diciéndole a la amiga al otro lado del tubo polifónico, sin perjuicio de que los demás pudiéramos participar de la conversación: «Venga pues… nos vemos en el Boney M que nos echaremos unas risas». Ese es el espíritu.

[Take Me Somewhere Nice, de Mogwai].

Yo vi a Mogwai, ya digo. Aún en errores conceptuales como el mío pueden ocurrir cosas que no contar. Mientras Mogwai levantaba una cortina de torrentes sónicos desde el escenario, violentos crescendos uniformes que me dejaron la mejor impresión de la noche, se me acercó un muchacho que tenía un aire muy bien acabado a la Bomba Navarro, pero sin los 25 puntos por partido de La Bomba. A cambio, llevaba una libreta y un bolígrafo que me puso en la mano. Aproximó su boca a mi oreja y me dijo: «Soy de fuera y estoy haciendo un diario de fiestas; ¿te gustaría anotar algo para mí? Lo que sea, lo que se te ocurra». Yo pensé, primero: «¿De fuera de dónde? ¿De fuera del mundo?». Pronto me reconvine a mí mismo porque de tal lugar indeterminado vengo yo. Así que me apliqué a la repentización escritora. Llevaba un rato pensando que, recortados en sombra por múltiples haces de luz,Mogwai parecían unos extraterrestres salidos de la nave espacial de Spielberg en E.T. para materializarse en el escenario. Igual de ajenos, igual de subyugantes. Abducido por su creciente explosión, subrayé con letra desigual estas mismas sensaciones en el cuaderno de guías paralelas del falso Juan Carlos Navarro. Hacer un diario que te escriban otros me pareció ingenioso. Una bitácora absurda que, por algún motivo, me pareció tener pleno sentido. Anoté la hora, el lugar, el año y le deseé suerte.

Un rato después de que Navarro saliera de mi vida con la misma velocidad con la que había entrado, empujé a un muchacho de rulos que comprometía mi cerveza. Cuando giró para enfrentarme, me miró con un gesto afectado de atención y me dijo, señalándome con el dedo: «¡Tú trabajas en Aragón Televisión, tío!». Muy profesionalmente, le dije que no. Desconfió. Yo también lo hubiera hecho: un tío con una camiseta de Johnny Cash no es de fiar. Me dijo que me parecía un huevo (sic) a un periodista. Yo cavilé: «Si supiera cuántas veces pienso yo mismo eso». Insistió, estrechó el cerco, volvió a preguntar, y yo a negarlo, dudó si le tomaba el pelo, habló de otro periodista hermano, describió una foto, el pelo más largo, sí, pero la cara igual, decía; juró que no podía ser, «un cojón, un cojón», remataba. Le prometí que consultaría el diario ese del que me hablaba para ver si, verdaderamente, el periodista y yo (e incluso el tal hermano) nos parecíamos tanto… A continuación, se giró vencido y, como Los Planetas ya estaban en el escenario, coreamos juntos algunas líneas de Ya No Me Asomo a la Reja.

Lo siento, por algún motivo no pude decirle la verdad. Ésta: que él me recordaba mucho, con sus gafitas y sus rizos, al abogado cocainómano que genialmente recreaba Sean Penn en Carlito’s Way.