La Bibliothèque

Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo, anotó Julio Cortázar. De modo que los iremos reuniendo aquí, con sus horas de calma prendidas en las páginas, algunos subrayados de lo que nos pareció necesario celebrar entre sus líneas, y la anotación personal acerca de lo que nos dijeron o dejaron. Dos advertencias quizá vengan al caso: uno lee pocas novedades, de forma que si alguien llega aquí con necesidad de referencias sobre qué buscar en el mostrador de últimos libros del mercado, mejor pregunte en otra ventanilla. Tampoco incurriremos en la intención crítica, académica ni prescriptora. Salvo con algunas, muy pocas personas, uno nunca supo ni quiso hablar de libros: hay una experiencia tan íntima en la lectura que justificar por qué un libro sí y otro no sería cómo explicar por qué unos nos enamoramos de ciertas personas y otros se enamoran de personas distintas. Desde luego esto no niega las aproximaciones teóricas, que las hay y muy válidas. Pero aquí, aunque parezca contradictoria su exposición pública, celebramos los libros en la intimidad. 

Estas notas pretenderán apenas un diálogo personal con lo leído; y la tentativa, diría que desesperada, de fijar de algún modo la memoria de sus páginas e historias. En los últimos tiempos he comprobado, con alarma, hasta qué punto soy incapaz de recordar siquiera mínimos detalles (algún personaje, un atisbo de la trama, a veces ni el título) sobre libros que he leído no hace años ni décadas… sino pocas semanas antes. Hay teorías sobre por qué olvidamos los libros que leemos. No sé si alguna alcanza para razonar una desmemoria tan acusada de lo inmediato. Sólo se me ocurre la gran razón que va presidiendo la mayoría de nuestras rendiciones: el insidioso tiempo. La curva del olvido -que es una forma lírica de llamar a la decadencia de la memoria- se hace cada vez más pronunciada. La maldición de leer y olvidar, le decían en el New Yorker. Suerte que los libros, como el olvido, son infinitos.

2024


Mister Witt en el cantón – Ramón J. Sender

«A mister Witt le cansaba un poco la civilización, como a todo inglés culto».

Hace muchos años, en edad aún escolar, alguien me dio a leer Tupac Amaru, la novela de Sender sobre el levantamiento del caudillo indígena peruano contra los dominadores españoles. No recuerdo los detalles -esta misma tarde volví a tenerla en la mano-, pero el tiempo no ha deteriorado la impresión viva de una narración estupenda, de ritmo y acción contagiosos. Desde entonces me quedó un afecto admirado por Ramón J. Sender, a quien no volví a leer en años. Ahora lo hago con frecuencia. Este Míster Witt en el cantón justifica la revisión de un autor necesario. Sender narra otro episodio de revuelta -la descarnada rebelión en Cartagena de los federalistas intransigentes contra la República, en el verano de 1873- como fondo para un relato de orden íntimo: las vacilaciones psicológicas del ingeniero británico George Witt, matrimoniado con Milagritos, una española henchida de pasiones más o menos confesables, más o menos equívocas. Sender trenza con habilidad su humanismo social con la crónica de la guerra entre las fuerzas del gobierno central y las escuadras cantonalistas. Por momentos triunfa la delicada construcción literaria y en otros flamea el vigor rabioso de la noticia periodística. Ahí asoman las dos vertientes de la escritura de Sender. El foco se mueve con precisión para fijarse en el cuestionado heroísmo de los caudillos rebeldes, la ambigüedad de las adhesiones y el abatimiento de los inocentes, sometidos a la crueldad de un cañoneo incesante. En este poderoso episodio nacional, Sender captura el habla de los locales y el lenguaje popular, las coplas sardónicas de la calle y las soflamas del fuego; el arrebato a vida o muerte de las batallas navales frente a la costa; la convulsión latente en un país perturbado por dos guerras civiles simultáneas; y el reflejo de todas esas fuerzas en la creciente agitación de un míster Witt cuyo rigor intelectual y moral se desmorona, como la muralla de Cartagena bajo el fuego ávido de las fragatas. Considerada la primera obra maestra del autor aragonés, impresiona saber que Sender la escribió en 23 días, con el fin de presentarla al Premio Nacional de Literatura de 1935. Lo ganó. (Agrego un apunte personal: me encantan las ediciones de Contraseña… Y en particular esta ilustración de cubierta, obra de un Alberto Gamón cuyo trabajo siempre he saboreado con gusto desde nuestro encuentro en las redacciones hace años).


El Domingo de las Madres – Graham Swift

«¿Puede un espejo conservar una impronta en él? ¿Puede uno mirarse en un espejo y ver a alguien distinto? ¿Puede uno atravesar un espejo y ser otra persona? El reloj de pie dio las dos. Ella no sabía que él ya estaba muerto«.

Acostumbro a insistir con varias obras de los autores recién descubiertos y por eso vuelve aquí tan pronto Graham Swift, reseñado en la anterior entrada con Mañana. En esta ocasión, con un relato de nuevo ligero de forma y extensión, aunque con más acierto a la hora de dotarlo de una relativa profundidad intimista. Jane, criada huérfana al servicio de una familia de la alta burguesía inglesa, celebra el llamado Domingo de las Madres de 1924: una jornada festiva concedida por los de arriba a los de abajo, con el fin de que puedan visitar a sus familiares. Como no tiene un hogar al que regresar, lo hace a su manera: aprovecha la ausencia de los señores para un ardiente encuentro en la mansión familiar de su amante, mientras los padres de éste y su prometida preparan la inminente boda en un almuerzo en la campiña. Esos ingredientes habrían servido a Swift para armar una narración de liviana frivolidad, un enredo humorístico o un drama de pasiones. Sin embargo, el autor prefiere anclar su relato en un punto de vista menos previsible: pasados los años, Jane aparece convertida en autora literaria de éxito y desde esa posición de anciana venerada rememora el episodio de juventud. Esa voz recrea la sensualidad de una mañana de primavera que modificó para siempre su vida y la envuelve en reflexiones sobre el arte de la creación, la literatura, las jerarquías sociales y el desgobierno de las pasiones mundanas. Contra la corriente general -o al menos muy extendida, visto el éxito de este tipo de ficciones en el audiovisual- no soy muy afecto a las atmósferas de atildadas familias aristocráticas y las menudencias de sus country houses; ese aire de falso rigor moral y social de los ingleses stiff upper lip me aburre bastante, con sus formalidades de salón, las monterías y la pátina de distinción de su clasismo. Al margen de esa mera preferencia personal, tampoco me alcanza Swift para equipararlo a sus colegas de generación (Martin Amis, Julian Barnes, Ian McEwan…). No levanta ideas ni páginas memorables (ignoro si lo pretende), pero su delicado estilo y la fluidez del trazo permiten leerlo con distendido agrado.


La mitad evanescente – Brit Bennett

«Un pueblo que, como cualquier otro, era más una idea que un lugar».

Brit Bennett escribe un arranque de novela generoso de promesas y después no cumple ninguna de ellas. El regreso de una de las gemelas Vignes a Mallard, pueblo sureño del cual desaparecieron ambas a los 16 años, abre paso a una sugerente narración en retrospectiva, preñada de interrogantes. Pertenecientes a una familia de raza negra, aunque de piel clara (singularidad propia del lugar y fuente de equívocos y conflictos de orden íntimo y social), Desiree y Stella presenciaron de niñas el asesinato de su padre a manos de un grupo de convecinos blancos. Durante toda la infancia y adolescencia, cada una de ellas compone no una réplica física, sino una mitad cierta de la otra. Pero sus vidas al unísono se bifurcan en algún punto de esos años entre la desaparición de las dos y el regreso de Desiree a casa… a donde llega huyendo de la violencia de su marido y acompañada de su hija, mucho más oscura de piel. Bennett traza a partir de ahí una historia de búsqueda de la identidad, de autoafirmación frente a las hostilidades, de desarraigo y búsqueda, tensión racial y denuncias de alcance social. Pero el interés decae a partir del momento más halagüeño: el reencuentro entre Desiree y un amor de adolescencia, quien ahora se gana la vida como hábil cazarrecompensas, encontrando a personas perdidas o huidas. Como, por ejemplo, la propia Desiree. Justo cuando uno anticipa la amenaza de conflictos de difícil resolución, el relato abandona esa vía y se desinfla en convencionalismos. Sus intrigantes personajes acaban siendo lugares comunes. Nos importa poco entenderlos y a menudo resultan fastidiosos, cada uno a su manera. La narración progresa bajo el hábil timón de la autora, con buen ritmo y apreciable prosa; pero carente de vibración, sin comprometer una sola línea pese a la teórica estatura moral de los debates y posturas subyacentes. A partir de cierto momento el libro parece concebido sólo para alimentar el guion de una serie de éxito. El aplauso general vuelve a dejarnos la extrañeza de pensar si nos estaremos perdiendo algo de importancia mayor por no ver Netflix. Gana la impresión de haber leído en realidad una novela evanescente, de involuntaria coherencia con su título.


Y eso fue lo que pasó – Natalia Ginzburg

«Le pegué un tiro entre los ojos».

En las primeras líneas de esta novela suena un disparo. Y después, el eco de la detonación envuelve todo el relato de la protagonista, memoria de los años de relación con su marido hasta llegar a la conversación definitiva. Para armar una estructura de semejante riesgo hace falta estar muy seguro de todo lo que se quiere decir. Y de cómo se va a decir. Pero Natalia Ginzburg empuja el gatillo con la misma determinación de su personaje. Escribe con idéntica convicción entristecida, diríamos. La serenidad de la pesadumbre, la gravedad de lo inevitable, le ofrecen al dedo y al relato el peso necesario para una acción sin retorno, de callada desesperación y seca violencia. En poco más de cien páginas, la autora italiana condensa una historia de insondable desengaño. La desesperación inconcreta y culpable del amor frente a un marido apático, de ambigüedad tramposa y taimado maltrato psicológico. La lucha por una dignidad íntima e irrenunciable. No hay un solo rasgo de artificio en el modo de contarlo. Ningún exceso de dramatismo, ni alardes innecesarios. Todo parece hecho a medida, cada palabra resulta imprescindible, como los términos de una operación matemática. El propio título anticipa la adusta severidad de una confesión, ceñida a lo esencial para no entorpecer la desnuda verdad de los hechos. Un libro con el macabro aroma dulzón de un disparo. Terrible y hermoso, se lee pronto y se olvida nunca.


Volver la vista atrás – Juan Gabriel Vásquez

“¿En qué momento llegan unos padres a la convicción de que la revolución puede educar a sus hijos mejor que ellos mismos?”.

La biografía de Sergio Cabrera, director de cine colombiano que alcanzó notable éxito con La estrategia del caracol, hoy embajador de su país en China, incluye todos los ingredientes de un colosal relato: el antecedente de familiares exiliados en la guerra civil española; una educación marcada por el compromiso férreo de sus padres con los principios ideológicos del comunismo maoísta; la infancia vivida en Pekín, o al menos en una cierta burbuja para extranjeros, mientras afuera avanza la revolución cultural impulsada por Mao Zedong; el abandono de los pequeños Sergio y Marianella, a quienes sus padres dejan en China bajo la tutela del aparato maoísta mientras ellos regresan a Colombia para integrarse en la guerrilla del Ejército Popular de Liberación; el temprano despertar de los dos jóvenes al activismo como singulares miembros extranjeros de la Guardia Roja, aún en Oriente, y después su vuelta para enrolarse también en las fuerzas revolucionarias de su país; la lucha, la vida en la selva, la violencia de las armas y otra más sorda, activada por el estado permanente de sospecha y purga que con frecuencia carcome a los movimientos populares. Más tarde -por debajo de la búsqueda de la propia identidad y el extrañamiento-, un previsible desencanto, la amenaza de la persecución de un lado y del otro, las intrigas, la muerte acechante y el destierro… A nadie le puede sorprender el volcado de semejante biografía en la forma de una narración: algunas vidas parecen existir para ser contadas; su carácter excepcional promueve un mandato literario. Juan Gabriel Vásquez lo atiende y le da forma con encomiable destreza técnica, para integrar con naturalidad los muchos afluentes de esta historia en una epopeya a la vez torrencial y contenida; avasalladora en la dimensión de las vivencias de Sergio y Marianella; minuciosa para ambientar acontecimientos muy relevantes en dos países alejados por la geografía y sus idiosincrasias, pero al tiempo unidos por una incontenible fuerza de transformación. Y todo sin descuidar lo personal, el abismo de los diálogos íntimos, la reflexión y la necesidad de certezas. El fondo latente del conflicto familiar, la incertidumbre de un desarraigo tal vez irrevocable. La figura del padre, Fausto Cabrera, hombre de radical coherencia ideológica, sobrevuela cada página. Uno no puede aproximarse, comprender o aceptar el fanatismo opresivo que impregna a los personajes, ni sus extremistas motivaciones. A ese respecto, nos movemos en el escepticismo expreso por Josep Plá cuando habla de los movimientos tumultuarios y sus dificultades para la instauración de un nuevo orden, libre de los vicios del orden combatido: «Todo el mundo es bueno para destruir, construir es mucho más difícil», escribió en su Viaje a Rusia. Por eso las postreras epifanías de los hermanos no nos conmueven, las vemos apenas una consecuencia de la madurez, incluso demasiado tardía. La fe y los dogmatismos operan de un modo que nos resulta ajeno, con un inadmisible orden de prioridades y consecuencias prácticas. Sí nos alcanza todo aquello relacionado con el Sergio Cabrera del presente: su reencuentro con el hijo; la incierta historia de amor con Silvia; y desde luego el impacto de la memoria en la vida de las personas. Todo el relato se desenvuelve con la forma de un recuerdo activado por acontecimientos actuales, la impresión del proyector de la memoria sobre una remota pantalla blanca: «Pensó que los recuerdos eran invisibles como la luz y, así como el humo hacía que la luz se viera, debía haber una forma de que fueran visibles los recuerdos». Pese a nuestra imposible empatía con los protagonistas, el trabajo de edificación de Vásquez y la expresividad de su escritura justifican los elogios ganados por esta novela: la soberbia reconstrucción en forma de ficción de una vida excepcional.


Mañana – Graham Swift

“Puede que lo único que los padres quieran de los hijos sea volver a sentir esa profunda lentitud del tiempo, esa lentitud larga y casi detenida”.

La víspera del 16º cumpleaños de sus hijos mellizos, una madre rememora para ellos la historia desconocida de la familia, antes de descubrirles un secreto presuntamente decisivo en sus vidas. El plazo de la epifanía, fijado en el momento mismo de su nacimiento, se cumple mañana: los 16 años certifican una frontera de madurez suficiente para enfrentar la realidad. El futuro postergado adquiere la condición de inminente, como el amanecer, y el encargado del anuncio será el padre, por acuerdo explícito de los progenitores. Él duerme. Mientras, la mujer permanece en vela como heraldo insomne, para tejer un largo monólogo en el cual danzan las sombras del pasado: la leve tramoya de actos, decisiones y circunstancias, a menudo involuntarios, desembocará en una revelación susceptible de cambiar para siempre la existencia de los chicos. «Dormís el sueño profundo de los adolescentes. Yo apenas lo recuerdo. Me pregunto cómo dormiréis mañana», advierte. Graham Swift sostiene el mecanismo entero de su novela sobre la condición de esa incógnita y el suspense ordenado por el recuerdo, mientras el tiempo vierte su líquido candente de horas hacia el momento de la verdad. Esa tensión aspira a justificar la trabazón de un relato de interés desigual. El problema de la propuesta de Swift resulta simple: el secreto no es para tanto, la verdad. Su pretendida carga demoledora aparece en realidad desactivada, en contraste con el artificioso énfasis de la narración. El anuncio no justifica una crónica tan detallada -y a menudo insulsa- del noviazgo de los padres, ni de las singularidades afectivas y sociales de los suegros, ni siquiera la presencia afrodisiaca y premonitoria de un gato, los devaneos y saltos de cama de unos y otros. Todo el relato de la madre adquiere la forma molesta de una justificación innecesaria; y uno piensa en esas obsesiones absurdas de las noches sin dormir, bucles sin sentido, atenuados en cuanto asoman las primeras luces de la mañana. Conforme las horas aproximan el instante de la culminación, el edificio se desploma sobre la expectativa insatisfecha. Bajo los escombros, además, queda enterrada la única pregunta de verdad interesante: y los chicos, ¿qué piensan de todo esto?


Mejor la ausencia – Edurne Portela

«Crecer siempre implica alguna forma de violencia, contra uno mismo o contra aquellos que quieren imponer su autoridad».

No he leído Patria (algún día lo haré… o no) y eso nos ahorra el inevitable ejercicio comparativo entre la novela de Fernando Aramburu y esta de Edurne Portela. Mejor la ausencia me deja frío de la primera a la última de sus páginas, pero aún ahora, después de leído y pensado, no alcanzo a advertir la causa precisa: si es el tono amargo demasiado cotidiano, la crudeza sincopada de la escritura, el residuo de algún prejuicio, el ocasional laísmo… O si en realidad, de forma paradójica, sufro el indeseado efecto lateral de aquello que más interesante me resulta como propuesta en el libro: el modo de situar el foco sobre el reflejo de la violencia en las vidas privadas, mientras los núcleos externos generadores de esa violencia permanecen en un meditado fuera de campo. La falta de inconcreción parece su gran valor, y sin embargo me distancia. No es una novela sobre el terrorismo pero sí sobre su onda expansiva en la sociedad vasca de los últimos 50 años; no es una novela acerca de la guerra sucia, pero la densidad de una amenaza latente impregna toda la atmósfera. Es un relato sobre vidas afectadas de maneras diversas por un caldo de cultivo propicio a la crueldad, el salvajismo, la coacción y el desprecio mutuo. Cada uno de los miembros de la familia bracea por sobrevivir en el marasmo de agresividad permanente que ensombrece sus relaciones. Todos aparecen tamizados por la mirada de Amaia, la hija menor: una perspectiva primero de niña, después de adolescente, finalmente joven y adulta. Ella compone la primera persona del relato. Y todos parecen escapar a su desesperado intento -y el nuestro- por comprender, situarlos en un contexto y concretarlos, tal vez en etiquetas, tal vez en arquetipos, tal vez en personajes o categorías cuestionables desde una u otra postura. Esa extrañeza también nos alcanza como lectores. Cuando los vemos en la lente unificadora del hogar derrumbado, aparecen nítidos. Al alejarse, su figura y sus actividades, los sentimientos, las motivaciones, todo se emborrona en una bruma deshilachada. Queremos comprenderlos, o despreciarlos, a menudo ambas cosas. Pero ninguna resulta posible. Edurne Portela los construye con humana desolación y uno confiesa, no sin cierto disgusto, no haber podido hacerla propia. Todo el tiempo los miramos con la misma frustración de Amaia, pero con mucho más desinterés. Y en el fondo queremos perderlos de vista.


Archipiélago Gulag (Volumen I) – Alexsandr Solzhenitsyn

«Para hacer el mal, antes el hombre debe concebirlo como un bien o como un acto meditado y legítimo. Afortunadamente, el hombre está obligado, por naturaleza, a encontrar justificación a sus actos. (…) ¡La ideología! He aquí lo que proporciona al malvado la justificación anhelada y la firmeza prolongada que necesita. (…) Gracias a la ideología, el siglo XX ha conocido la práctica de la maldad contra millones de seres».

La obra de Solzhenitsyn ocupa un puesto capital en la historiografía del siglo XX, como inabarcable testimonio de la tiranía comunista: una autopsia minuciosa de la maquinaria represiva (de los centros de detención y las cárceles a los campos de trabajo) puesta en marcha por Stalin. Casi todo habrá sido dicho ya acerca de esta «bomba de papel», fundamental por su efecto de voladura del gigante URSS desde sus mismas tripas, como para pretender sumar aquí ningún enfoque significativo: el Archipiélago ha sido estudiado, debatido, celebrado y combatido, y tan o más interesante que su lectura es la indagación en las consecuencias, alcance y reacciones a lo largo del tiempo. Pero eso es otro asunto, ajeno a esta nota. Joven capitán del ejército soviético durante la II Guerra Mundial, el autor fue detenido en febrero de 1945 por criticar de forma más o menos velada la deriva del país y del estalinismo en una serie de cartas intercambiadas desde el frente con un viejo amigo. Su condena lo llevó primero a ser recluido en la Lubyanka, sórdido centro de detención e interrogatorio del KGB en Moscú (este primer volumen se centra en ese periodo). Más tarde vino la sentencia a ocho años en un campo de trabajo; y, tras un largo paso por otra cárcel de la capital, la deportación a un campo en Kazajistán. En este ensayo/libro de memorias/documento histórico, Solzhenitsyn relata su propia experiencia, pero ni mucho menos se detiene ahí. De la narración memorística parte una investigación que se expande de forma interminable, sostenida en una profusa documentación de casos y testimonios. Solzhenitsyn vuelca en sus páginas lo individual, pero también y sobre todo lo político, sociológico, jurídico y administrativo. El libro resulta opresivo, indignante por la imposible asimilación de un horror obsesivo y despiadado. También porque arroja una instructiva luz acerca de los mecanismos cotidianos para su administración y revela a todos los cooperantes necesarios, públicos y anónimos. Solzhenitsyn lo dota no tanto de densidad emocional -aunque resulte inevitable sentir la impotente piedad por el ser humano frente a la barbarie impuesta por otros seres humanos-, como de una prolija descripción de todas las aberraciones, injusticias y abusos perpetrados por un sistema legal (!) de apariencia sofisticada pero basado, en el fondo, sobre un sustrato cochambroso. El propio autor contribuye a ello al oponer en no pocos momentos una afilada ironía, casi un humorismo oscuro, a las atrocidades por las que debió pasar, contempló o recopiló en voces ajenas. Ridiculiza a los monstruos, se ríe de ellos. A menudo, el relato se hace desigual, reiterativo o directamente tedioso en su propia monumentalidad descriptiva. No resulta precisamente entretenido de leer. Leí en algún lado: un clásico indudable, un libro más importante que bueno. Aun así, de necesaria lectura, agregaría uno como mera opinión personal.


Poeta chileno – Alejandro Zambra

“El padre se deja ganar, porque para ser un buen padre hay que dejarse ganar. Ser padre consiste en dejarse ganar hasta el día en que la derrota sea verdadera”.

El entusiasmo crítico alrededor de Poeta chileno me hace sentir el tipo solitario en una fiesta. No tan radical, pero algo así. Aprecio la escritura diáfana de Zambra y su música: literatura de lo cotidiano, épica menor de las personas imperfectas, un poco extraviadas; relaciones extemporáneas, por lo general casi felices o eso dirían sus protagonistas, aunque en otros momentos no. Los errores cometidos o tal vez no; los encuentros casuales o quizás no. El amor de una vida o de un día. Quién sabe. Los sueños cumplidos o no. Quizás la paternidad. U otra cosa que es paternidad pero no lo es. Ser hijo y ser padre o ninguna de esas cosas. El nombre imposible de los sentimientos. Zambra dibuja su pequeño universo con un trazo muy humano y real, próximo, cierto. Con personajes en general encantadores en las incoherencias de su búsqueda, amenazada por respuestas poco concluyentes. Excluiré a esa Carla a quien juzgo antipática, hiper protectora y glacialmente arbitraria: la novela me parece mucho más generosa con ella de lo debido. Hay también una gata, de nombre Oscuridad, con los colmillos muy largos. Presente y ausente, como el resto de protagonistas, encarna de forma implícita el ligero aroma de pesadumbre desplegado por Zambra en sus páginas. Una sombra acechante, como un gato silencioso cuando se mueve de un rincón a otro para seguir durmiendo. El título habla de un poeta chileno, en singular. Pero se trata de un singular genérico, con artículo elidido: el poeta chileno. Una categoría. En efecto, la novela está llena de poetas. Zambra es poeta. Gonzalo y Vicente, sus personajes, aspiran a serlo; Pru entrevista a un sinfín y escribe sobre ellos. Las citas de versos son frecuentes. Y ese fondo tan chileno, mezclado con el marco de un país en tránsito desde la dictadura al desencanto, ofrece el ambiente para una novela con cuatro relatos en tiempos distintos: Gonzalo y Carla de novios; Gonzalo, Carla y Vicente, el niño de ella, como adultos; Vicente en la adolescencia y Pru, una mujer norteamericana llegada al país para rastrear la inacabable tradición poética en Chile. Más la pléyade de poetas, por momentos demasiado poetas pero siempre imprescindibles. Y por fin, una outtro en la forma de fade out, el desvanecimiento de una canción, sin desenlace ortodoxo. Zambra declara su decisión de autor: abandona la pista de los personajes para no someterlos a un destino. Sobre los ecos de Bolaño anotados en muchas de las referencias a esta novela sólo diré esto: me suena a aquella inútil obsesión de la música inglesa por encontrar a los nuevos Beatles. En fin: gran novela, dice el mundo. Uno no le guardará tanta pasión admirativa. Pero sí un cálido afecto. O tal vez no.


Una novela francesa – Frédéric Beigbeder

«Es difícil reponerse de una infancia infeliz, pero puede resultar imposible reponerse de una infancia protegida».

El niño que mira desde la cubierta de Anagrama con rasgos de querubín es el propio Frédéric Beigbeder, en un retrato infantil que cuelga en los muros de su casa. Confiesa el autor que, cuando a menudo cruza la mirada con su propia mirada en el cuadro, advierte un gesto admonitorio: el niño examina al adulto y este le corresponde con su propio juicio retrospectivo. Una novela francesa es, en cierto modo, la transcripción de ese diálogo. Esto fuimos, en esto nos has convertido. Detenido dos días y sus noches en un lúgubre calabozo parisino por consumir cocaína en plena calle, el escritor inició durante su reclusión este particular De profundis, para rendir cuentas consigo mismo y su familia. Mientras protesta contra los excesos del sistema -la denuncia suena a parodia adolescente, a propósito o no- , combate su amnesia («No me acuerdo de mi infancia», declara en principio) y revisa el siglo de una estirpe mezclada de aristócratas provincianos y burgueses venidos a menos. Beigbeder alterna pasajes de descarnada honestidad -cuando se refiere a los padres, a las relaciones extramatrimoniales de ambos y al modo en que lo afectó su temprana separación-, con lugares comunes de sentimentalismo bon vivant. Aun así dibuja momentos logrados de arqueología sentimental. El libro deja impresiones desiguales, como el propio Beigbeder. Por momentos asoma un escritor de ingeniosa ironía: «El estado francés intenta hacer lo posible para que los ciudadanos puedan ascender socialmente, pero no prevé nada para ayudarlos a descender. La amnesia es la única evasión de los pudientes frente a la ruina», escribe con sarcasmo sobre la decadencia de su familia. En otras ocasiones descubre una superficial pose de enfant terrible. Un Peter Pan esnob algo sobradito, ligeramente provocador, al que igual no le vino mal el escarmiento. Pero bueno… tampoco es eso, que el pobre lo debió pasar mal.


El colgajo – Philippe Lançon

«Aquellos días me di cuenta de cómo un periódico como Charlie formaba parte del contrato social francés -o de lo que quedaba, para ser más exactos-. La mayoría de la gente no habría suscrito este contrato si se lo hubieran dado; pero no era imprescindible firmarlo para disfrutar de él, incluso sin querer. Bastaba con respirar el aire en el que su tinta se había secado hacía tiempo».

Philippe Lançon asistía a la reunión de redacción del semanario Charlie Hebdo en la mañana del 7 de enero de 2015. Los periodistas debatían sobre Sumisión, la novela en la que Michel Houellebecq imagina una Francia gobernada por islamistas. Y Lançon le mostraba a un compañero un libro de fotografías de leyendas del jazz en el sello Blue Note. Entonces, dos jóvenes armados con Kalahsnikovs entraron en las oficinas y sustituyeron el ligero aire intelectual de la mañana por un pesado infierno de fanatismo yihadista. Parece difícil imaginar una contraposición más extrema -la 5ª República frente a la deformación moderna de la Bastilla-, pero la crueldad atrabiliaria del terrorismo desactiva cualquier metáfora. Once periodistas, además de un policía rematado en el suelo en plena calle, murieron asesinados entre las mesas de trabajo. A Lançon las balas le abrieron un boquete en la mandíbula y varias heridas en los brazos y las manos. El colgajo es la memoria acumulada en largos meses de hospital. Mientras afuera el país entona una letanía fugaz para defender su principio de civilización («Je suis Charlie!»), Lançon era Charlie de un modo que nadie más podría comprender. A menudo, ni siquiera él mismo. Lançon relata con afán minucioso de cronista el diario de penalidades de su convalecencia. Las físicas y las psicológicas: cuidados intensivos, pruebas, análisis y hasta 17 operaciones para reconstruir el rostro deshecho mediante el trasplante de un peroné y los injertos de piel tomados de sus propios muslos. Colgajo, le llaman los cirujanos. Luego, la alimentación por sonda, la pelea con los laboriosos apósitos empapados de baba, las incomodidades de la unidad VAC, sus conversaciones por señas, gestos y una pizarra de autoborrado. La solidaridad, la incertidumbre en la rehabilitación, las terapias para el cuerpo y la mente. El miedo, la incomprensión y el distanciamiento de los relatos exteriores. En todas partes lo custodian día y noche parejas de policías armados, por si los yihadistas vuelven a terminar el trabajo. Un cambio de habitación supone un abismo de terrores. Batalla en una relación sentimental que amenaza con ahogarse en la brutalidad de la experiencia. Va y vuelve al quirófano, ahuyenta fantasmas, mira de frente a imágenes repetidas: los extraños gritos en la antesala de la redacción, el tableteo sordo de las primeras descargas, el guardaespaldas que no desenfunda a tiempo su arma, las piernas vestidas de negro que proclaman «¡Alá es grande!» mientras disparan, una arenilla de dientes en la boca destrozada, los sesos de un compañero derramados sobre el suelo de linóleo. Le preocupa si alguien robará su bicicleta atada durante meses a a la puerta del periódico; y cuándo podrá recuperar su móvil; dónde habrá quedado el libro de fotografías de Blue Note. Asideros de la normalidad arrasada. La soledad inaccesible de lo vivido en primera persona. El libro relata ese extenuante suspenso de reconstrucción física y mental, sostenido por los médicos -al frente su cirujana, Chloé, uno de los personajes fundamentales y más vívidos del libro-, enfermeras, policías, cuidadores, familiares, amigos y amantes. Lançon se aferra a todos ellos en su dependencia y anuda la cordura del espíritu a la literatura y la música: lee las Cartas a Milena de Kafka; le acompañan y acompaña a los habitantes del sanatorio de Davos en La montaña mágica de Thomas Mann; escribe sus columnas para Charlie Hebdo Libération; por las tardes, escucha a Bach y por la ventana de su estancia en Los Inválidos admira la cúpula de la tumba de Napoleón. Inspirado por Proust y El tiempo perdido, pugna a diario por encontrar coordenadas fiables en medio del tiempo destruido, tiempo interrumpidotiempo suspendido. La reconstrucción de su rostro sintetiza la reconstrucción del hombre. “Un cuerpo que no era del todo mío, en una vida que no era del todo mía”. Lançon obra un prodigio trascendental: conjura la atrocidad para levantar sobre el polvo abyecto de la muerte un monumento a la vida. La existencia, la resistencia y la persistencia del hombre y de la razón contra el fanatismo y las supercherías. Bellísimo y doloroso. Tan terrible como magnífico.


Simón – Miqui Otero

«Pronto empezaría a sospechar que gran parte de la vida adulta es más aburrida que seria».

Miqui Otero cuenta las andanzas de Simón, nacido y criado en un bar barcelonés, una infancia de la mano de su primo y el aprendizaje de su pronta y larga ausencia El relato de crecimiento de Simón se asienta sobre el tránsito desde la Barcelona olímpica de 1992 hasta la ciudad vampirizada por la crisis, el turismo y el conflicto político de hoy. Tal vez Otero apoya en ese decorado -cartón pintado al fondo del escenario- un leve paralelismo entre los anhelos personales y los colectivos, deteriorados por el tiempo y las circunstancias. No hay grandes énfasis y eso a veces resulta un acierto y otras, un problema. La lectura produce cierto gusto de fluidez y ternura. Otero hila una prosa amable, de media sonrisa y cálida proximidad. No narra grandes acontecimientos ni parece pretenderlo, aunque sí se aprecia la intención de una mínima épica barrial, sentencias de trascendencia modesta y guiños generacionales o de clase, esa clase algo difusa pero muy reconocible conformada por la gente normal. El conjunto de episodios van conformando una vida de resonancia más desenfadada que sustancial. El protagonista parece serlo a su pesar, por imperativo del título, no por la fuerza del relato ni por el impulso de su presencia, actos o pensamientos. El resto asoman y salen del foco como van y vienen las personas según los años, épocas y momentos. Ninguno hace ni dice nada demasiado interesante o estúpido. Son el coro de una vida adulta «más aburrida que seria»; el elenco de un relato anodino, aunque no molesto. Guardo por Simón, el personaje y la novela, una simpática indiferencia.


2023


La ciudad de los vivos – Nicola Lagiogia

«Deberíamos amar a la víctima sin necesidad de saber nada de ella. Deberíamos saber mucho del verdugo para entender que la distancia que nos separa de él es menor de lo que pensamos».

En marzo de 2016 Manuel Foffo y Marco Prato, dos veinteañeros romanos que apenas se conocían, pasaron cuatro días y sus noches en el apartamento del primero, entregados a un amorfo ritual de excesos, cocaína, pastillas, vodka, sexo y travestismo. Conforme crecía su estupefaciente desconexión con la realidad, comenzaron a invitar de forma aleatoria a amigos o conocidos de Foffo, con intención confusa, alimentada por la agresividad de las alucinaciones dictadas por su imaginación, el paroxismo manipulador y abusivo de Prato -muchacho gay, narcisista de tendencias suicidas, que trabajaba como relaciones públicas en garitos de la noche capitalina- y la expresión desviada de traumas más o menos profundos. De entre los varios visitantes, el último se llamaba Luca Varani y nunca salió ya del apartamento. Prato y Foffo lo mataron a cuchilladas y martillazos. En teoría, «para saber qué se siente al matar a alguien». Lagiogia, periodista y escritor de éxito, se obsesionó con el caso y lo reconstruye de principio a fin: desde la personalidad de los criminales, la víctima, sus familias y entorno próximo, al impacto del suceso en todos ellos; los días y noches culminados en el asesinato (de lejos las mejores páginas de todo el libro, un relato minucioso, tenso, vibrante y desolador), el juicio y el final de la historia. Por el camino retrata una ciudad decadente, una Roma que, escribe Lagiogia, «si se contaban los asesinatos (…) se habría dicho que no era una ciudad especialmente peligrosa. Era violenta en el plano psíquico». A eso le suma apuntes que replican el desquiciamiento de esta sociedad de vanidosa, cruel estupidez, encarnada en la estridencia de las redes sociales. Bajo las páginas late una certeza: cualquiera puede ser asesino y víctima en un cruce estrambótico, fugaz y ridículo de las circunstancias. Este tipo de sucesos excitan el entusiasmo morboso de nuestra mente y una pregunta recurrente: por qué. Sin embargo, uno no cree siempre pertinente la búsqueda del por qué. A menudo la realidad -y la muerte constituye su forma más afilada- se explica apenas por la fuerza del absurdo. Además, la motivación oculta no pocas veces una tentativa de redención del culpable, sustituyéndola por la responsabilidad colectiva. Tal y como se afirma en otro libro que leo ahora, formar parte de “los humillados” de la sociedad no otorga el derecho de matar a nadie. Ni lo explica. Foffo y Prato no entran en esa categoría ni forzando las puertas. Dudo si Lagiogia buscaba un motivo, una explicación psicosocial o alguna forma de teorización. O si renuncia a ello. En un momento confiesa la naturaleza de su fascinación por el caso: un episodio íntimo lo aproxima de forma tangencial a lo sucedido. Al final, toda la historia me dejó una sola emoción, profunda, constante, dolorosa: la terrible pena por la víctima. La compañía de Prato, un indeseable con ínfulas, y Foffo, pobre diablo acomplejado, me resultó en todo momento irritante. Hablamos de impresiones personales y conviene no tomarlas como argumento crítico. La reconstrucción de Lagiogia se asoma a un abismo del que cuesta apartar la vista, pero no me parece añadir revelaciones significativas a los hechos desnudos: Foffo y Prato se pusieron hasta las cejas y mataron a un chico. Fin. No hay más misterio, ni psicológico, ni criminal, ni social, en un hecho así. Se trata de una tragedia sustantiva, cuyo relato comienza y termina en sí mismo. Por eso prevalece la pregunta de un colega de Lagiogia al autor en un momento de su investigación: «¿Quieres explicarme qué demonios te parece tan interesante en este caso?».


Nuestra parte de noche – Mariana Enríquez

«Los fantasmas son reales, y no siempre vienen los que uno llama».

Me tengo por hombre cauto y el terror no me interesa nada. El ocultismo, lo paranormal, las liturgias, las invocaciones, la astrología, el reino de las sombras, las ciencias ocultas… Nada. Y de eso hay mucho, todo, en esta larga novela de Mariana Enríquez: 667 páginas (una menos y habría sido un signo, ¿no?), sostenidas en la lucha de Juan por salvar a su hijo Gaspar del tenebroso destino al que lo aboca su condición de heredero, mesías de la inmortalidad ansiada por una secta familiar. Se trata de la equívoca batalla de un hombre desconcertante, padre hostigado y de amor elusivo, por redimir a su vástago de la extrema crueldad de los suyos. La sangre no como refugio o pertenencia, al contrario: un imperativo de irracional ferocidad. Enloquecida supremacía de clase. Toda la ficción discurre en paralelo al contexto socio-histórico de la última dictadura militar argentina y los años posteriores, cuando la oscuridad encubre más oscuridad. Enríquez sostiene con enorme destreza el envoltorio de contextos, asientos cruciales en la construcción de un universo trastornado. Pero lo que ocurre dentro, las líneas principales de la trama, reúnen todas las condiciones para mi desinterés. Es una cuestión personal relacionada con el tema, por tanto imposible de elevar a categoría de crítica. Habrá quien apunte lo innecesario de atravesar con apatía casi 700 páginas de relato, desde luego. Pero uno desligó la indiferencia por el fondo -la turbación, el sadismo y la barbarie, más espanto que terror, encerrados en sus páginas- del aliciente de la forma: la técnica en la elaboración, el trazo de personajes, los cambios en la voz narradora, el encaje de tiempos en cronologías variables, la construcción de ambientes y escenas. Y así, disfrutamos de leer a Mariana Enríquez sin disfrutar de la novela de Mariana Enríquez. Estas cosas suceden con los libros. Comparto una buena consideración acerca de su estilo narrativo, tanto como las opiniones menos favorables, sostenidas en la irregularidad de algunos pasajes del relato; y una resolución menor en comparación con la minuciosa edificación precedente. Las novelas, especialmente así de largas, recuerdan la discontinuidad de una cordillera: con sus picos, valles y mesetas. En fin… escuchando esta muy agradable entrevista, pensé que seguramente Mariana Enríquez y yo nunca nos encontraríamos en un cementerio. Pero no sería extraño cruzarnos en un concierto de rock. Pues igual con sus libros.


La mujer singular y la ciudad – Vivian Gornick

«Cada cincuenta años desde la Revolución Francesa se había descrito a las feministas como mujeres ‘nuevas’, mujeres ‘libres’, mujeres ‘liberadas’; pero Gissing había encontrado el término adecuado. Éramos mujeres ‘singulares».

Por singulares entiende Gissing, entiende Vivian Gornick, entiende uno al leerla, al opuesto de una mujer declinada en plural. En el título hay, entonces, una defensa de la individualidad, personal y desde luego femenina, en medio de una ciudad universo, donde el aislamiento constituye un estado natural de quienes la habitan. El volumen reúne diálogos fugaces captados en las calles, las tiendas, los bares o los rellanos de Nueva York. Una conversación permanente de Gornick consigo misma o con allegados. Reflexiones en torno al feminismo, la mujer, el amor y/o el sexo, la amistad, las personas… apuntes no necesariamente memorables o inspiradores. Gornick va y viene por sus rutinas y pensamientos urbanos, cruza las calles y atiende a otras voces, las intercambia con la suya o les agrega anotaciones. A veces jugosas, otras olvidables. En suma, un cuaderno de anécdotas cotidianas, lo cual no pretende ser peyorativo sino mera descripción: al cabo, lo anecdótico tiende a ocultar verdades esenciales. Entre todas las presencias sobresalen dos: su madre y un amigo, arquetipo gay de serie neoyorquina, sofisticado, culto, perspicaz en su lúcida infelicidad, apenas enmascarada. La mirada de la autora conserva cierta fascinación de niña de barrio que explora el deslumbrante Manhattan –«Caminé por aquellas calles durante años, entusiasmada y expectante, y cada noche volvía a mi casa en el Bronx a esperar que la vida comenzase»-; pero apaciguada por el tamiz reparador de la experiencia (el libro se publicó en 2015, cuando ella había cumplido 80 años). «Si has crecido en Nueva York, tu vida es una arqueología no de estructuras, sino de voces, que también se apilan unas sobre otras, y que tampoco se reemplazan unas a otras». Gornick examina el latido íntimo de la metrópolis, el alma anónima de sus habitantes, y los incorpora a las certezas de una existencia ya aprendida. El indudable valor literario e intelectual de su voz queda afectado, en algunos momentos, de un entusiasmo excesivo por sí misma.


Ayer – Agota Kristof
No importa – Agota Kristof

«Yo me quedo aquí sentado, en una silla, en mi casa. Sueño un poco, apenas nada. ¿Con qué podría soñar? Me quedo sentado, sin más. No puedo decir que esté bien, no me quedo ahí por mi bienestar, más bien al contrario».

A Agota Kristof se la lee fácil; pero asimilarla resulta más complejo. Nunca me había enfrentado a una escritura tan raquítica y hermosa, tal vez resultado de la peripecia vital de la autora: nacida en Hungría y emigrada a Suiza, por motivos políticos, en 1956. Aprendió francés y en esa lengua escribió su obra. He leído que la prosa de Kristof camina sonámbula por las páginas, una definición bien precisa. Cada línea se arrastra como el garabato entintado de un animal moribundo, un instante de clarividencia insomne. Las frases tiemblan de fragilidad, como una vela extenuada; el cadáver de la belleza pronunciando sus últimas voluntades. Al lado de Kristof, Raymond Carver parece un fabulador barroco. El resultado son obras de un estilo distintivo, lánguido, precioso, de desmayada poética. Ayer es una novela breve, asombroso monumento de apenas unas decenas de páginas. La mínima historia, de reminiscencias biográficas, de Sandor: exiliado a un país extranjero, alienado en su existencia rendida, despersonalizado entre compatriotas sin patria, trabajador en una fábrica de relojes. Como la propia Kristof, se infiere, aunque no haya referencia a un tiempo ni una geografía. Todo ocurre en lugares sin nombre, donde no merece la pena estar, y la nostalgia de otros a los que no se desea regresar. En días vaciados salvo por el exangüe amor de Sandor y Line, indeciso augurio de luz frente al nihilismo. No importa, mientras, reúne una colección de cuentos tan exiguos que apenas alcanzan a serlo, notas a veces inconexas o no figurativas, donde la trama no existe. Personajes y frases desubicados, en un extravío irreparable. Las palabras no conducen a ningún lugar. La siguiente frase muere en sí misma, como la anterior. En comparación con Ayer, No importa resulta menor. Aun así Kristof es una autora de la que deseamos ya fatigar cada línea. Interrogar su milagrosa sublimación del hecho narrativo, y del lenguaje, por la vía de la desnudez extrema. La sobrecogedora perfección del hielo.


El dolor – Marguerite Duras

«Me duermo a su lado todas las noches, en la cuneta oscura, junto a él muerto».

En la mínima introducción que Marguerite Duras hace a El dolor confiesa no recordar cuándo, cómo ni en qué estado escribió este diario, encontrado en el armario de una residencia de vacaciones en los años 80. El dolor detalla sus días de angustiosa espera en un París recién liberado en el final de la II Guerra Mundial. Duras aguarda el regreso o la confirmación del trágico destino de su marido, prisionero en un campo de concentración nazi. Sus notas brotan del lacerante sufrimiento, el debate insoportable entre la esperanza y las crudas imágenes dictadas por los terrores de la imaginación. Duras lo licua en una escritura acosada por emociones que no alteran la necesaria precisión de la crónica. Un equilibrio inestable donde aflora la estatura literaria de la autora. El volumen lo completan cinco relatos más. Todos cuasi autobiográficos (excepto un par de ellos) y centrados en las actividades de la Resistencia, a cuyos cuadros perteneció Duras. Vibrantes y estremecedores, porque se mueven en el abismo de la guerra y declaran la deshumanización extrema, con escenas espantosamente vívidas, la caza descarnada del hombre por el hombre. En ellas, Duras escribe en primera persona por interposición. Se encarna en Thérèse, torturadora en busca de la confesión de un colaboracionistaCuenta su peligrosa relación y la posterior entrega del oficial de la Gestapo autor de la captura de su marido, en una narración de suspense enardecido: ella teme ser descubierta por el despiadado nazi y él se obstina en imponer la desmoronada supremacía alemana sobre la evidencia de los hechos. En otra de las piezas, Duras muestra la sorda fascinación por Ter, miliciano apresado en uno de los centros de detención de los resistentes, quienes habrán de decidir sobre su vida. En esas páginas asoman, mezclados en la anónima ferocidad general, personajes históricos como François Morland, sobrenombre de quien sería presidente de la República Francesa, François Miterrand. Y por supuesto De Gaulle, a quien Duras y sus correligionarios oponen severos argumentos. Aunque en su postdata Clara Janés revela que el olvido de Duras no se debió a una enajenación traumática, sino a que escribió El dolor años más tarde, la desolación permanece intacta en cada línea, ajena a cualquier asincronía. De hecho, si hay una victoria en este libro reside en la vigencia implacable de su testimonio, desgarradora caligrafía de un horror minucioso, inconcebible y, sin embargo, aquí más presente que cualquier capítulo en un libro de historia.


Cero K – Don DeLillo

«En algún momento del futuro la muerte acabará siendo inaceptable, por mucho que la vida del planeta se haya vuelto más frágil».

La narrativa de Don DeLillo tiende a resultar enigmática y por momentos, como en Cero K, incluso glacial. Aun así prevalece su poder de deslumbramiento, en las ideas y reflexiones, o en la profundidad poco convencional de las tramas. Esta novela la abre la frase de uno de los personajes: «Todo el mundo quiere apropiarse del fin del mundo». A partir de ahí, DeLillo bascula entre la filosofía y la ficción, la ciencia y la religión, para imaginar una superposición de futuro y actualidad, ambos sombríos. Jeffrey Lockhart tiene un pie en cada lado. Primero acompaña a su padre, Ross, al remoto complejo subterráneo donde su esposa enferma va a entregarse a una solución de muerte inducida. Tras inyectarle una dosis de eternidad, su cuerpo será crionizado para conservarlo en una cápsula, a la espera de que la ciencia alcance el nivel de desarrollo que haga posible la curación y reversión del único suceso garantizado en la existencia: la muerte. El conflicto brota cuando el propio Ross -inversor principal en el negocio- anuncia su intención de acompañar a su mujer y convertirse en uno de los heraldos de la inmortalidad diferida. Durante muchas páginas, Cero K se detiene en las descripciones del complejo, un personaje adicional con el aroma ilusorio, onírico e irreal de Kubrick: pasillos en laberinto, conversaciones indescifrables, presencias evanescentes, puertas que se abren y se cierran como en un sueño, cuerpos vaciados en asépticas cunas. DeLillo contrapone la fe en tal estadio superior del padre con el recelo del contrariado Jeffrey, a quien conocemos en una versión mucho más tangible: su vida, más o menos sentimental, más o menos escéptica, en la fría Nueva York. Otra vez relaciones quebradizas, hijos extraviados, una amenaza latente. Pese a algunas resoluciones forzadas la prosa de DeLillo, imantada de sugerencias, resulta admirable y se impregna con los interrogantes del hombre frente a sus dudas, misterios y temores. «La tecnología se ha vuelto una fuerza de la naturaleza. No la podemos controlar. Recorre el planeta como una tormenta y no tenemos dónde escondernos de ella». Visiones abatidas sobre la anulación del individuo, entregado al vientre artificial de la máquina inteligente.


Ejército enemigo – Alberto Olmos

«La solidaridad ha fracasado».

Alberto Olmos me parece un columnista inteligente, mordaz y divertido, lo que tal vez sean tres formas de decir lo mismo. Es uno de mis preferidos, así que esta reseña contiene un sesgo favorable, si bien no incondicional. Sus virtudes como escritor las doy por constatadas, al margen del género: novelas (antes de Ejército enemigo leí TatamiTrenes hacia Tokio y El talento de los demás, la más confusa para mí), artículos de opinión, recensiones literarias, críticas sobre series… Pretender un acuerdo sin fisuras con sus juicios supondría que sus opiniones fueran mías y no suyas. Esta simpleza la suele ignorar quien mide los pensamientos de los otros según el porcentaje de acuerdo con los propios. Dicho todo lo cual, imagino que, con Ejército enemigo, Olmos despertaría indignaciones en el momento de su publicación (2011 fue el año del 15-M, sirva el dato nada casual), como ahora lo hacen sus artículos en diversos medios. Siempre que lo leo me viene a la cabeza aquella frase de otro articulista montaraz: «Escribir es meterse en problemas». La vena polemista del autor está bien presente en el antagonismo de los personajes. Santi, publicista cínico que vive en un barrio degradado, alimenta una visión desapegada, sarcástica y corrosiva sobre los resortes del fenómeno llamado -de forma peyorativa pero certera- buenismo. Enfrente su amigo Daniel, activista de clase acomodada, víctima de un asesinato sin aclarar, le deja en herencia la contraseña de su correo electrónico y abre, así, la puerta a diferentes líneas de fuga: las múltiples derivas de nuestra existencia digital; la hipótesis, nada novedosa pero muy aguda, de la solidaridad como industria y estratagema del sistema para perpetuarse; y, sobrevenida en el tramo final del libro, una tentativa detectivesca de Santiago, quien intenta desentrañar con rudimentarias pesquisas los misterios de la violenta muerte de su amigo. El conjunto desemboca en una irregularidad que dispersa su buen tono general, sin anularlo. Alberto Olmos es escritor de una pieza: narra con solvencia, mecanismos aceitados (ritmo, personajes, escenas) y, a menudo, con visceralidad. Su estilo directo hunde las manos en realidades de escaso prestigio literario, pero bien descriptivas de un mundo donde la rendición de la intimidad cabalga de la mano de la impostura. Ejército enemigo no aspira a explicar esas disfunciones, pero las hace caldo en un buen relato. Como si nos quisiera decir: ahora es la realidad la que ofrece una visión deformada de los espejos.


A este lado de la luz – Colum McCann

«Nuestras resurrecciones ya no son lo que eran».

No acertaría a hacerle una enmienda académica a esta novela, en muchos aspectos irreprochable, salvo por un problema de orden mayor: me aburrió de principio a fin, casi sin paréntesis. La historia se despliega en dos planos temporales: por un lado la peripecia de Nathan Walker y otros inmigrantes -de los estados del sur, irlandeses, extranjeros-, topos que se jugaron la vida a diario en el primer cuarto del siglo XX para construir los túneles ferroviarios en el subsuelo de la ciudad de Nueva York; al otro, la existencia precaria de Treefrog y otros parias sin hogar, habitantes de esos mismos túneles abandonados en los años 80, acuciados por adicciones, ratas, inmundicia, frío y oscuridad. McCann traza un amplio arco de unas vidas a las otras, a lo largo de varias décadas, hasta hacerlas converger. La narración está bien armada, escrita con estilo correctísimo, ritmo solvente y técnica eficaz. Un poso de amargura esperanzada ilumina el reverso sombrío de la gran ciudad. Y de los túneles emerge como un aliento helado la epopeya de los hombres anónimos que le dieron forma y la de quienes subsisten sin casa y sin nombre. Los acompaño, sin embargo, con más desinterés que emoción. A menudo, incluso, con descarada indiferencia.


En esa época – Sergio Bizzio

«…vieron que lo único que se hacía más grande a medida que avanzaban era el desierto. Fue descorazonador. Ellos avanzaban un metro y el desierto cien».

Sergio Bizzio ha sido uno de los grandes -enormes- descubrimientos de este año. Unos meses antes leí Rabia -novela adictiva, tensa como un cable de acero- y ahora En esa época, propuesta de realismo histórico cruzado por una veta de fantasía desmesurada, espejo deformante de realidades no menos absurdas. Durante la década de 1870, el ejército argentino se lanzó al proyecto de construir en las tierras extensas ganadas a los indios una inmensa zanja de más de 600 kilómetros. Esa especie de muralla china invertida, en versión criolla, fue idea del ministro de Guerra Adolfo Alsina (se la conoce como la Zanja de Alsina) y tenía por objetivo contener los malones, las incursiones y emboscadas a caballo de los indígenas en los territorios ganados. Una nueva frontera que asentase los avances de la civilización frente a la barbarie. Los medios humanos usados para la extravagante empresa fueron tan colosales como despiadados. A las penalidades de los hombres reclutados para abrir esa grieta inmensa, Bizzio le atraviesa el encuentro en las excavaciones de un gigantesco vestigio, pero no del pasado… sino del futuro: una nave espacial. A partir de ahí, exhibe su distintiva habilidad para crear mundos narrativos que descabalgan la lógica, la recubren de un provocativo humor negro, por momentos divertidísimo, y proponen un cruce excéntrico entre la realidad y la fantasía. Una delicia.


El diablo en coma – Mark Lanegan

«Me preguntaban tres veces al día si sabía dónde estaba y rara vez respondía correctamente».

Adicto casi desde niño, miembro de una familia deshecha, Mark Lanegan recorrió en su vida (casi) todos los episodios en el manual de excesos de una estrella del rock. Sus canciones siempre brotaron del sumidero de una vida oscurecida por nubes de ceniza y horizontes borrados. Así construyó densas melodías de voz pedregosa, al frente de Screaming Trees y de The Gutter Twins, como miembro del combo Queens of the Stone Age y, desde luego, en solitario: por sí mismo o en sus provechosas colaboraciones con la escocesa Isobel Campbell (ex Belle and Sebastian). Durante sus últimos años se trasladó a Killarney (Irlanda), país al que le unían raíces familiares, y allí lo atrapó el coronavirus, del que había descreído como tantos, animado por su escepticismo radical: una cepa exótica de la enfermedad lo puso en coma. El relato de ese tiempo, antesala de su fallecimiento, quedó recogido en este libro, Devil in a coma. Mientras se debatía entre la vida y la muerte, el teatro de su conciencia ausente embarcó al músico en un singular viaje, poderosa mezcla de recuerdos modificados, regresiones oníricas y alucinaciones visuales. Un largo paseo por un infierno delirante. Al despertar, la realidad inmóvil del hospital lo empujó a una enajenada amargura. La narración insiste en la frustración del enfermo indeseable, un demonio regresado del coma: tentativas de fuga, negociaciones para el alta voluntaria, trapicheos en busca de somníferos… Entre medias, Lanegan alimentaba un cuaderno de poemas contrahechos y cedía a las tentaciones de la conspiranoia pandémica. Así pasó varios meses, en una frontera incierta. Después escribió esta agria confesión, de estilo desigual, que ahora suena a testamento. En febrero de 2022, Mark Lanegan partió sin regreso. Tal vez añorando aquellos parajes de fantasía con los que su inconsciente le ayudó a zafar del dolor.


La carretera – Cormac McCarthy

«Donde los hombres no pueden vivir, a los dioses no les va mucho mejor».

Si La carretera fuera una novela de ciencia-ficción, Moby Dick sería un libro sobre pesca. En esta novela, McCarthy construye un mundo post apocalíptico en el que los hombres cazan, matan y devoran a otros hombres. Pero desecha la posibilidad de ahondar en la ficción distópica y su relato aparece despojado de cualquiera de los mecanismos del género. Las insidiosas cenizas lo cubren todo y funcionan a modo de elipsis del holocausto intuido: el mundo después del mundo. El autor prefiere narrar una epopeya íntima de resonancia universal: un padre y su hijo caminan en busca del mar, acechados por el hambre, el frío y las atrocidades. Ante todo, sometidos a la amenaza de un final donde sólo aguarda precisamente eso: el final. McCarthy enfrenta el latido precario de la razón con un mundo asolado por el salvajismo, mientras los dos recorren el espacio alegórico de la carretera a ninguna parte. La narración se ordena en párrafos fragmentados, escenas desgarradas de aislamiento, desolación, hambre, frío, oscuridad y terror. Cada palabra, cada pensamiento, cada acción, suponen residuos inermes de humanidad. El siguiente punto y aparte es otro fundido a negro, el de los días feroces desplomados en noches espantosas. Cuando vuelve la luz, regresa la agonía. Padre e hijo tratan de protegerse a sí mismos y al otro, cada uno a su manera. McCarthy explora la evolución de esa cruel vulnerabilidad a lo largo de decenas y decenas de páginas, con sensible precisión. En los diálogos, el adulto oculta y revela al niño el pavor ineludible del destino, las condiciones desalmadas que impone la existencia; mientras, el chico vacila entre su firme compasión infantil y la gradual conciencia del abismo que se abre frente a él. En la inversión de los roles, de su mirada al mundo, alcanza Cormac McCarthy los instantes más perdurables de una novela terrible y hermosa: «¿La vida real es muy mala? ¿Tú qué piensas? Bueno, yo pienso que todavía estamos vivos. Nos han ocurrido muchas cosas malas pero todavía estamos aquí. Sí. No te parece que eso sea tan estupendo. Puede». McCarthy articula la relación padre/hijo sobre este tipo de intercambios, voces mezcladas sin puntuación de diálogo, como si oyéramos la conversación entre dos personas a las que no vemos y cuyos puntos de vista varían. Hendiduras mínimas por donde atisbamos el agotamiento de la civilización, la especie casi extinta. La carretera se lee con desesperación urgente. Escrita con parquedad de lenguaje y una palidez ambiental sin concesiones, el gran logro de McCarthy consiste en iluminar la negrura con un fulgor de misericordia. Bajo el denso pesimismo sobrevive la delicadeza trémula de una llama.


Punto Omega – Don DeLillo

«La verdadera vida no es reducible a palabras habladas ni escritas, por nadie, nunca. La verdadera vida ocurre cuando estamos solos, pensando, sintiendo, perdidos en el recuerdo…».

Un personaje anónimo visita cada día la sala del museo donde se proyecta en una gran pantalla Psicosis, la película de Hitchcock… en una versión particular: la reproducción a velocidad lenta hace durar la película hasta 24 horas. Esa alteración del tiempo modifica la percepción de la narración y de cada movimiento de sus protagonistas. Y abre a quienes saben mirar a una comprensión elevada, más allá de las figuraciones de la trama. Imágenes, planos y escenas bien conocidos se convierten en otra cosa. La instalación -obra videográfica real, exhibida en el MoMa de NY desde 2006- sirve a DeLillo como marco simbólico para una historia de extraño lirismo, oculto en algún punto inasible entre las líneas. El autor sustituye las certezas de la realidad por la apariencia de instantes, palabras y pensamientos en imprecisa fragmentación. Richard Elster vive retirado en su casa en el desierto: «El tiempo se hace más lento cuando estoy aquí. El tiempo se vuelve ciego. Siento el paisaje, más que verlo. Nunca sé qué día es. Nunca sé si ha pasado un minuto o ha pasado una hora. Aquí no envejezco». En ese refugio acoge al incipiente cineasta Jim Finley, quien le propone capturar en una entrevista conceptual, con un primer plano sostenido, el relato de sus experiencias como misterioso asesor del Pentágono. A los dos se une Jessie, la hija veinteañera de Elster, figura en abstracción emocional y física. Los tres pasan las horas mirando al desierto, a los días que parecen oscilar en un inmenso vacío, como el horizonte abrasado de calor, a menudo con un vaso de whisky en la mano. Y por las noches «las habitaciones eran relojes». El punto omega fue definido como el estadio más elevado en la evolución de la consciencia de los hombres. El lector pugna en esta novela con una historia próxima a la quiebra, con protagonistas vulnerados por su desconcierto. La forma desfallecida de lo que podría ser una conciencia última. Igual que la vida, tampoco esta novela se puede decir en palabras habladas o escritas. Al menos, no de un modo sencillo o convencional.


A pie cambiado – Miguel Pardeza

«El fútbol es bello en su generosidad y repugnante en su exacerbación».

Esta colección de artículos sobre fútbol -con resonancias que van mucho más allá del balón- se abre con el recuerdo de las primeras botas que tuvo Miguel Pardeza de niño -la anticipatoria «premonición de sensualidad» de su tacto en los dedos-; y las cierra un epílogo confesional rematado en esta frase: «Recordé que la infancia es única y, por tanto, definitiva. Y comprendí que, efectivamente, el tiempo es casi siempre el lugar donde no estamos». El fútbol a pie cambiado (zurdos acostados sobre la banda derecha y viceversa) es ya un lugar común de las minucias tácticas que sustentan o impiden la libre exhibición del talento de los artistas. En este Cuaderno de un futbolista desencantado, Pardeza maneja con destreza las dos piernas: conviven el conocimiento esencial de un juego sencillo con la hondura de argumentos e ideas de su mirada trascendente. Tendencias sospechosas en un deporte «acuciado por pasiones que van más allá de la misma conciencia». Ante la propuesta de publicación de esta somera antología, el autor dudó sobre su validez, tanto tiempo después. La prevención tenía su lógica: si algo no guarda el fútbol es memoria. Las glorias y fracasos duran lo que tarda en llegar el siguiente partido. Y las estrellas de ayer mueren en las de hoy, cada día. Cuando uno oye al periodismo hablar de un futbolista eterno, asoma el escepticismo: casi nadie sobrevive al relevo generacional, salvo en la retina de quienes lo vieron jugar. Entonces, a qué hablar ahora de los kilos de más del Ronaldo madridista; de héroes vencidos y olvidados, como el guardameta Molina; de Pascual Sanz, a quien Miguel dedicó un cariñoso parabién de amigo el día que se hizo entrenador; o para qué anotar pensamientos acerca de Van Gaal o Rivaldo o Guti o no digamos Iván de la Peña, cuyos fulgores se apagaron hace mucho… Y sin embargo el juicio sereno, desapasionado y casi humanista que Pardeza contrapone a la estridencia del fútbol redime la vigencia perdida por los personajes. El tiempo ha subrayado el valioso contraste de estos artículos frente al guirigay volátil de hoy: un mejunje donde conviven el periodismo devaluado, el estrépito del social media, los formatos televisivos de casquería, la atomización de canales y el narcisismo de la marca personal: todo es un YO magnificado. Admito haber leído este breve volumen con emoción. Por todos sus valores y porque el tono de desencanto liberado con el que Pardeza escribe sobre el fútbol me llevó a evocar días lejanos, compartidos a veces con el autor, cada uno en su lado del escenario. Al margen de la distancia intransferible de las experiencias personales, me resultó sencillo hacer corresponder algunas de sus epifanías con otras propias. En el fondo, todo confluía en la memoria idealizada del lugar donde ya no estamos.


Tostonazo – Santiago Lorenzo

Lo mejor de esta historia de Santiago Lorenzo es que la ha escrito Santiago Lorenzo, cuyo estilo posee un raro encanto. Ese modo de escribir personalísimo, hecho con giros, frases y palabras de un español que no se sabe si es inventado o una recreación de coloquialismos anacrónicos, pugna sin lograrlo por salvar una historia bastante plana de argumento, situaciones y personajes. Tostonazo no es un tostón, pero deja un regusto de decepción frente a obras anteriores: Las ganas me hizo reír abiertamente; y Los asquerosos la leí como una lúcida diatriba contra el ruralismo y la impostura post moderna. Amén de la habilidad técnica para puntear los bordes de la verosimilitud. Todas están construidas a partir de un tipo de personajes y situaciones que Lorenzo parece extraer de los márgenes absurdos de una sociedad encandilada consigo misma. Pero esta vez el interés no acaba de elevarse. Deja, además, el fastidio de algunas incongruencias. Cuando el protagonista recuerda su edad, poco más de 20 años, chirría el desajuste: habla y actúa como si tuviera 80, algo raro incluso en un desubicado. Sus contrapartes -Sixto, funesto aspirante a director de cine; y Pacomio, tío abuelo lleno de resentimientos al que cuida en Ávila- aparecen mucho menos relevantes de lo que se pretende. Lo mismo su fugaz conmilitón, Bertrand. Sobre el dislate de sus días pivota un débil aunque necesario alegato contra los malos y los cretinos: tontos que se creen listos y apenas logran contagiar su amargura a la vida de los demás.


Una noche con Sabrina Love – Pedro Mairal

Debe haber un millón de formas de contar lo mismo: el viaje de iniciación, del que no se regresa o bien no regresa la misma persona. El ingreso de la niñez a la adolescencia, el paso de la juventud a la vida adulta, desde el campo a la ciudad, de la ingenuidad al conocimiento. Y de la esperanza al desengaño. Lo ganado frente a lo perdido. En la que fue su primera novela, Pedro Mairal toma esos hilos y arma una narración muy fresca sobre el viaje de Daniel desde su pueblito hasta Buenos Aires, para cobrarse el premio ganado en un concurso de la tv por cable: pasar una noche con la actriz porno Sabrina Love. En ese trayecto y los días siguientes, el chico de provincias se enfrenta a la gran ciudad y sus ambivalentes atributos: la despersonalización, lo imprevisible, lo excitante, la amenaza, las tentaciones. Mairal lo cuenta con gracia desprejuiciada y un lenguaje muy pegado a las voces y modos de la gente corriente. Arquetipos que gestiona con agudeza, como han confirmado sus obras posteriores. Sobre la aventura de Daniel, la novela establece el fondo de un dilema: la pugna entre el deseo y los sentimientos. Pero lo hace con humorismo despojado de trascendencias o de una hondura impostada. Un ingenio compasivo que también rescata a los personajes de la ocasional sordidez. Mairal es uno de esos escritores argentinos en los que lo popular mezcla de forma espontánea con una escritura limpia, fluida y cuidadosa. Tiene una virtud que a menudo no se valora: es hábil… pero no para hacerse el vivo, sino para divertir. Cumple aquello que más o menos dijo Bioy Casares, miembro del jurado que otorgó el Premio Clarín a esta novela: «La primera obligación del escritor debería ser no aburrir».


El profesor del deseo – Philip Roth

«Todas las noches me retuerzo en la cama, como en una pesadilla, pensando en lo muchísimo que no quiero a nadie».

Decir que Philip Roth es uno de los autores más importantes de los últimos 50 años es decir nada: tan obvio como subjetivo. Reparo en que en estos últimos años ando leyendo una novela de Roth cada poco tiempo: La mancha humana, La contravida, El mal de Portnoy, Némesis, ahora El profesor del deseo. Y que, cuando necesito por algún motivo asegurarme una lectura fiable, sé que puedo recurrir a su obra. Tal vez lo que me acerca a Philip Roth, como a otros, es la preferencia por un tipo de escritor en cuyas narraciones pesan más las ideas y los sentimientos -o la búsqueda de explicación para ideas y sentimientos- que las tramas. El hombre sería su gran asunto/trama. Ninguna historia resulta más amena, inesperada, contradictoria, profunda, metafórica, enrevesada, audaz, divertida, interesante en suma, que la búsqueda de la identidad propia. Roth exploró la suya -y la de su país, Estados Unidos, y la de su religión, el judaísmo- en la de sus personajes. Todos parecen trasuntos de Roth o lo son, de manera abierta. Aquí, David Kepesh: profesor y crítico literario al que seguimos desde una adolescente frustración sexual -cuando sus intentos de conquista despiertan en las chicas más interés intelectual que deseo-, hasta una madurez de promiscuidad expansiva. Siempre acechado por la conciencia de que la pasión caduca, y que el compromiso no es una consecuencia sino la causa.


Delatora – Joyce Carol Oates

A Violet Rue, una niña de 12 años, la delación de dos de sus hermanos implicados en un crimen le cuesta ser repudiada y apartada de su hogar. El dilema contiene una carga de potencia devastadora para cualquier vida: la niña que se debate entre la verdad de los hechos y la lealtad a una familia infecta de autoritarismo, prejuicios raciales, vicios morales y excesos de orden tanto físico como ético. Sin embargo, cuesta percibir que todo lo que le ocurre a la joven protagonista tenga algo que ver con la resolución argumentada de esa tremenda disyuntiva. Más bien su dramático destino lo sellan reacciones espontáneas, primero de niña que se siente apartada y de sobra; después de mujer que intenta redimirse, de forma inútil, frente a un densa hostilidad que se expande a su alrededor. El catálogo de hombres que cruzan su vida -familiares, amantes, profesores…- son abusadores seriales, despóticos, agresivos y agresores, dominantes, malvados, manipuladores, obsesivos y violentos. Tan unánime perversidad se entiende como la natural desviación masculina hacia la depravación, el exceso y la ferocidad. Así, lo que puede leerse como una necesaria denuncia de violencia sistemática también admite la percepción de un exceso folletinesco. Joyce Carol Oates carga tanto la suerte que convierte a su protagonista en mártir de una tesis preconcebida. Siento que todos la maltratan… pero también y sobre todo la autora, que le niega (casi hasta el final) cualquier esperanza. Para cuando alcanzo el desenlace, resuelto ahí sí con la oscura brillantez estilística de Oates, ya estoy exhausto y nada me conmueve. El exceso de páginas y fatalidades me ha anestesiado. Y bien que lo lamento.


Reloj sin manecillas – Carson McCullers

«Pensó en toda la vida que había malgastado. Se preguntó cómo podía morir si aún no había vivido».

Le leí a Ignacio Peyró en sus diarios esta anotación: «Uno no se hace conservador porque su mundo sea mejor; se hace conservador para no verlo arrasado». En Reloj sin manecillas, el anciano juez Clane no sólo advierte que su mundo ha sido arrasado, sino que está resuelto -como trascendental hombre de estado que se considera a sí mismo- a convertirse en el autor intelectual de la involución. La clave de bóveda de tan patético ideal, claro, son el esclavismo, el orden social, la segregación y hasta la moneda del viejo sur estadounidense. Sus trasnochadas convicciones colisionan con dos jóvenes: un ingenuo nieto y el taimado secretario de raza negra al que le debe algunos favores más o menos oscuros. Ambos huérfanos adolescentes, emocional y sexualmente desorientados. Completa el cuadro J. T. Malone, un pacífico amigo farmacéutico que se enfrenta a la repentina conciencia del final de su vida. Y un hijo que se quitó la vida, la presencia ausente que marca a varios de ellos. En la que fue su última novela -la primera que yo le leo- Carson McCullers dibuja con finura de estilo a personajes que se mueven en tiempos distintos sobre el mismo escenario: un sur en laboriosa transición. Los afecta sin embargo su excesiva sencillez de palabra y de obra, lo que se traslada a la definición de sus caracteres, a las motivaciones, a los diálogos. Todos me acaban por resultar impertinentes o abiertamente molestos, salvo Malone, el único cuya progresiva resignación vital me despierta una piedad que me hace desearle un destino imposible. Y más presencia en las páginas. La fluida naturalidad de la prosa, montada sobre una trama de misterios familiares, choques generacionales y resoluciones algo simples, salva a medias una novela que leo con más indiferencia que disgusto. Echo en falta más energía sincera, creíble, de sus habitantes; y algo menos de esa verborreica ingenuidad que los aplana.


Novelas – Flannery O’Connor

-Yo, que no creo en Jesús, soy tan buena como muchos que sí creen en él.
-Es mejor. Si creyera en Jesús no sería tan buena.

Predicadores ateos que inauguran la Iglesia Sin Cristo y anuncian la redención inversa. Jóvenes atormentados que persiguen la salvación, o el amor, o la amistad, todos imposibles, mientras se atraen y se repelen en escenarios tétricos, opresivos. Un ridículo mesías jibarizado en una vitrina. Profetas autoproclamados y otros que se ciegan los ojos con cal viva y alguno que se enfrenta a ese destino como al mundo entero. Confundidos entre la locura y una misión. Los personajes extravagantes surgidos del imaginario de Flannery O’Connor exhiben agujeros emocionales profundos, como cuencas vacías, mientras deambulan en conflicto con el universo, la fe y sus opresivas conciencias. Perviven atados al fanatismo religioso o a su negación, como animales encadenados a un árbol o que dan vueltas en una noria de simbolismos estrafalarios. Sometidos a abismales contradicciones que no pueden resolver. La autora no los salva. «La ficción es la expresión concreta del Misterio», apuntó Flannery O’Connor. Hay algo en sus secas historias que nos elude como lectores. No nos precisa. Pero no nos deja abandonar, igual que no evitamos mirar a un monstruo de feria. Sus personajes nos hacen vacilar entre el rechazo y la misericordia. Prevalece la impresión de que leemos a una autora trascendental a la que, sin embargo, cuesta trabajo acercarse. A veces, bajo el escepticismo de una profunda religiosidad sin esperanza –«el mundo es un lugar vacío»-, asoma la luz divina: la escritura seca, de ásperas evocaciones, que alumbra las tormentas y los tormentos. Y entrevemos algo parecido a la confusión, pero también al asombro.


Desmembrado – Joyce Carol Oates

«(…) todo lo que ella ve no parece vivo del todo, ni del todo muerto».

El relato corto es una suerte resbaladiza y las colecciones de cuentos acostumbran a resultar irregulares. Esta también lo es, pero eso no disminuye gran cosa su estatura: Oates maneja la distancia corta con la misma eficacia que la novela. Queda también intacto lo más reconocible de su estilo. Estas cinco narraciones breves las publicó entre 2015 y 2017 en diversas cabeceras, antes de unirlas en este libro bajo el título de la primera de ellas: Desmembrado, una historia en la que se confunden la desorientada fascinación adolescente por el mal (aquí encarnada en un pariente), con el coqueteo por la transgresión y una truculenta sensación de amenaza. El cruce de estos elementos alimenta varios de los relatos, que no ingresan en el terror pero sí se recrean en el espanto turbador que habita a los personajes, un rasgo habitual en la producción de Oates: así ocurre en La chica ahogada, igual que en Desengaño, en Pasadizo y en La garza azulada, creo que mi preferido junto al del título. Salvo por el humor negro de la última pieza (¡Bienvenido al vuelo entre amigos!, una parodia más ácida que divertida de la experiencia de volar en los tiempos post 11S), en estas páginas encontramos niñas y mujeres que se mueven inseguras en un entorno siniestro, en el que la intimidación ajena se suma al diálogo, a menudo desquiciado, con una opresiva voz interior o con los que ya no están. La obsesión impregna cada historia con una niebla de telarañas: fantasmas mentales, familiares inquietantes, ominosos signos externos, una naturaleza infestada de premoniciones. Oates indaga con su afilada perspicacia en los mecanismos que impulsan o alimentan el desasosiego. Los desenlaces, a menudo abstractos, no redimen nuestras conmociones.


La maravillosa vida breve de Óscar Wao – Junot Díaz

«Trujillo pudo haber sido un Dictador, pero era además un Dictador Dominicano, lo que es otra manera de decir que era el Bellaco Número Uno del País. Creía que todo el toto en la RD era, literalmente, suyo. Es un hecho bien documentado que en la RD de Trujillo, si uno era de una clase dada y dejaba a su hija linda cerca de El Jefe, a la semana estaría mamándole el ripio como una profesional, ¡y uno no podía hacer nada para evitarlo!».

Óscar es un nerd neoyorquino de origen dominicano. Gordo, inseguro, enamoradizo y necesitado de afectos que no acierta a encontrar: el opuesto del casanova de sexo feraz que parecen todos sus compatriotas, gente que no puede guardarse el miembro dentro del pantalón. Su universo de fantasías frikis -en cuyas referencias abunda el autor- ya me levanta una primera barrera en la aproximación emocional a un relato que narra su, digamos, vida y la de su familia emigrada a Estados Unidos: su hermana Lola, la desoladora madre, la abuela matriarcal que quedó en Santo Domingo, un tío médico… Tengo la incómoda impresión de que a Díaz no le bastaba el personaje de Óscar para sostener el edificio. Y no me extraña. Así, la novela acumula episodios desiguales y algo monótonos, salvo cuando los abrasa la atrocidad del dictador Trujillo: el gran villano que gobernó República Dominicana durante décadas y la infectó de una fatalidad despiadada y de su afán por pasarse por la piedra a todas las mujeres de la isla. De forma literal. Es por ese lado, donde la ficción y la realidad se mezclan atropellando a la familia Cabral, donde crece la novela. Encajada ahí en medio, la vida de Óscar es breve, pero no maravillosa. El wondrous del título admite acepciones alternativas: uno preferiría extraordinaria, aunque tampoco. Supongo la pretensión de que su absurda figura se vea sublimada por la condición de antihéroe que otorga un martirio, pero no consigo que Junot Díaz me convenza de ello. No le encuentro a Óscar nada entrañable ni divertido. Todas sus decisiones acaban pareciéndome bobas (como al resto de personajes), por más que él (y el escritor) traten -no sé si irónicamente- de dotarlas de un enfermizo romanticismo. De Junot Díaz me gusta mucho más su escritura -hábil y ágil, estimulante- que sus historias. A esta le dieron el Pulitzer y luego a él lo cancelaron. A sus personajes, los esbirros del tirano los batían a golpizas en los maizales. Son formas diversas de que te lluevan hostias.


Todo lo que hay – James Salter

«Hicieron el amor como si estuvieran perpetrando un crimen (…). En su agonía, ella gemía como un perro moribundo».

Philip Bowman regresa de la guerra y se pasa las siguientes tres décadas entrando y saliendo de alcobas y amores, en los que todo parece confundirse de manera a veces pueril, otras cínica, amoral. También asiste a fiestas en territorios fronterizos entre la intelectualidad y el aburguesamiento. Picaflores y damas, todos de alta cuna y de baja cama. Gente enamorada del amor. A Salter esas existencias le resultan más interesantes que a nosotros, y por eso el problema en Todo lo que hay es que no hay gran cosa. La novela se mece en el atisbo de un aburrimiento bien escrito (solvente, sin entusiasmos ni molestias). Páginas que pasas como si mirases a las olas desde la orilla: una actividad agradable que aligera el tiempo o lo recubre de una suave trascendencia. Y sin embargo, cada tanto miras a ver qué hora es. Y cuánto queda.


Así es como la pierdes – Junot Díaz

Los hombres dominicanos de Junot Díaz no pueden contener sus ansias de raparse a todas las jevas que se les cruzan en la calle o en cualquier lado. Y ellas están inhumanamente buenas, como si cumplieran con su parte de un contrato que estableciera el imperativo genético del fornicio discrecional. Es un designio ineludible que no ahorra, claro, el sufrimiento del desamor y la pérdida, menos aún la incoherencia ni la arbitraria justicia (más visceral que poética) de los culos ganados y las tetas perdidas. Díaz les insufla a sus relatos la energía de una prosa caribeñamente desinhibida, en el que las palabras bailan a caderazos y caminan por las páginas moviendo el culo y levantando sombreros. Pero las historias decaen por la reiteración de tipos, casos y cosas. Como sus tígueres promiscuos, la (mucho menos prolífica) escritura de Díaz también parece responder a una imposición que lo rebasa: suena bien, pero a repetido. Le envidio el título de un relato que siempre me rondó la cabeza: Guía de amor para infieles.


Riesgos de los viajes en el tiempo – J. C. Oates

«La ejecución es un tema de educación pública, no es un secreto de estado«.


Acabo de empezar a leer a Joyce Carol Oates cuando ya lleva escritas como cincuenta novelas y no sé cuántos libros de relatos, lo cual sitúa en perspectiva la validez de mi juicio crítico. La buena noticia (para mí, a ella qué le va a importar) es que me parece magnífica esta distopía, relato orwelliano del choque entre una adolescente brillante y un estado totalitario de algún tiempo futuro, cuyo calendario cronológico se inició a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Oates impregna su universo tiránico de esa condición líquida en la que vivimos inmersos: todo parece etéreo o inasible. Un mundo en el que hasta lo más monstruoso adopta formas engañosamente inocuas: si nos someten es por nuestro bien, en nombre de la seguridad nacional y otras vainas. El ejercicio de la autoridad, así, adopta formas de abstracta e inconcreta sutileza. Ni siquiera tiene cara porque el rostro falsario de los candidatos a déspotas ha adoptado la forma de un emoji: la democracia consiste en votar a Smiley. Los derechos -individuales y colectivos- se han convertido en el alimento eviscerado de un progreso tecnológico que, en la imaginación de Oates, ha culminado su potencia como instrumento de control absoluto. La conectividad nos guarda un destino fatal. Eso ya lo intuimos hoy. Me impresionó de forma especial el significado de la desaparición del libro físico y su sustitución por e-books. Esa evolución convertirá la lectura -reducto de libertad personal- en otro instrumento que facilite la coerción de la individualidad: nos hemos licuado en datos, plenamente accesibles. Así, a los culpables de delito se les condena a la evaporación y/o el exilio: un opresivo destierro no en el espacio, sino en el tiempo. Eso le ocurre a Adriane Strohl, de 17 años. Su lucha contra la opresión choca con la nostalgia de los suyos, el miedo en la máxima expresión, el desarraigo y la radical ausencia de esperanza de quien ni siquiera puede estar seguro de que algo de sí mismo o de su entorno sea real. Salvo el desnudo sufrimiento, todo podría responder a una recreación inoculada. Un sueño. Una construcción virtual. Las percepciones te encierran en una cárcel inexpugnable. Oates delinea con maestría los abismos psicológicos. Potente, descorazonadora, cruel, angustiosa… su escritura sostiene todos los mundos, hasta los más aberrantes, con una sólida coherencia.


Los cazadores – James Salter

«Dormir es un mal hábito al que te acostumbran de niño».

Salter participó en la guerra de Corea como piloto de combate y su primera novela recoge o se sustenta en aquella experiencia de tres años. Es también la primera que leo de este autor, al que se atribuye una posición en la jerarquía de grandes escritores americanos de las últimas décadas para la que aún no encuentro justificación en Los cazadores. Sus frases revelan una intención de estilo y de técnica todavía por domesticar. La trama es leve o reiterativa, lo que de todos modos contribuye a darle forma a la ansiedad de los hombres en la antesala de la acción a vida o muerte. Salter quiere expresar el desasosiego, el escepticismo, la desesperanza de su protagonista, un capitán veterano pero ya inseguro de sus facultades, en un ambiente de camaradería viciada por la extrema competitividad en la cuenta de enemigos derribados. A menudo, bajo las páginas asoma la carpintería del autor en construcción. El escenario -una Corea helada de blancos rotos y cielos metálicos- está descrito en pinceladas sugerentes, pero a las que falta relieve expresivo. Esa dimensión sí aparece en los evocadores días de permiso que el capitán Cleve Connell pasa en Tokio, que están entre las mejores páginas de todo el libro. También desde luego en la descripción que Salter hace de los vuelos, las maniobras aéreas, el angustioso suspenso, denso de peligro, en medio de la nada del cielo en que se desarrolla la lucha. La última parte de la novela mejora mucho y culmina con un gran desenlace. Con todo, Los cazadores me resulta entretenida: exculpo a este primer Salter de la obligación de mostrarse brillante y aguardo a trabajos posteriores para hacerme un juicio definitivo.


Chesil Beach – Ian McEwan 

La escritura de McEwan tiene una cadencia tan natural como las melodías de Paul McCartney: aunque no te guste la canción, las armonías suenan deliciosas. Chesil Beach me parece una débil novela que pudo ser un poderoso relato corto. McEwan lo alarga en meandros temporales y circunloquios para compensar la levedad de una trama que reflexiona sobre esta simple (y aquí simple no significa sencilla) paradoja vital: hasta qué punto una decisión de aspecto fútil, en un escenario limitado a lo concreto del instante, modifica tu vida para siempre. La evocación de las vidas que no vivimos es una constante. Y en ese mecanismo, en cierto modo espantoso pero tan natural, tan ley de vida, el primer amor suele actuar como palanca frecuente. McEwan contiene de forma interminable el tiempo que dura la escena central (la noche de bodas de dos recién casados en un hotel junto a la playa) y después precipita los 50 años siguientes en unas cuantas páginas. El recurso funciona como vertiginoso generador de nostalgias (la vida se hace un estéril recuerdo inventado, sobre lo que pudo ser y no fue), pero resulta en un forzado desequilibrio. Chesil Beach no es una novela que uno vaya a recordar, salvo por la delicadeza de su prosa, por momentos hermosísima. A uno no le sale todos los días Expiación; ni sueña cada noche la melodía de Yesterday.


Nosotros, los Caserta – Aurora Venturini

«Y envidio a esa mujer. Envidio su viudez. Qué no daría por ser la viuda de Luis, yo, que nunca fui nada de nadie».

Aurora Venturini fue una escritora argentina que no se parece en nada a ningún escritor argentino. En realidad no se parece a nadie, salvo a sí misma. O esa es mi sensación. Todo en su obra tiene un modo tan personal y queda tan en los márgenes de la convención que podría ser el fruto de una genialidad incontestable o bien una confusión gigantesca. Basta decir que el mundo la descubrió como autora a los 85 años, cuando el diario Página/12 premió Las primas. La historia es harto conocida. Sus libros resuenan en cada frase a incómodo prodigio contrahecho, la recreación sádica de un retablo de desproporciones y anomalías. La atmósfera feroz en la que se mueven sus niñas y mujeres se adensa en familias a las que el término disfuncionales se les queda pequeño. Los personajes son deformes, moral y a menudo físicamente. Todo ocurre en términos de delirio, cinismo y crueldad, pero sin asomo de conmiseración propia o ajena. Nadie se lamenta ni tiene remordimientos. Incluida, parece, la propia Venturini, que empuja a sus personajes a la supervivencia por desapego, sin compasión, como si fueran animales recién llegados a un mundo hostil, que castiga con implacable justicia la indolencia o la debilidad. Historias que mezclan el salvajismo y la ternura, la candidez y la brutalidad. Historias de «mujeres extremas, enfermas, obsesivas, maltratadas» (dice Mariana Enríquez). Añadimos: brutalmente individualistas. Y de desgarrada, subyugante hermosura.


El velo pintado – W. S. Maugham

«Si en ocasiones es necesario mentir a los demás, siempre es despreciable mentirse a uno mismo».

A los grandes escritores se llega, tarde o temprano. Eso he leído en alguna parte y me agarro a ello como a un tablón en alta mar, para no ahogarme en lo injustificable. Dicho de forma rotunda: leer a William Somerset Maugham hace que leer a cualquier otro parezca una pérdida de tiempo. Al autor inglés se le atribuye frialdad escéptica, un indisimulado cinismo y una cierta falta de profundidad en su narrativa: eso justificaría su consideración como «uno de los grandes escritores de la segunda fila», tal y como él mismo más o menos se definió, seguramente no sin ironía. Se intuye que su pecado estuvo en no frecuentar la experimentación ni ponerse demasiado conceptual, el escalón que lo separa de la primera fila: quienes consideran a Maugham falto de intención artística trascendental lo explican contraponiéndolo a James Joyce, Virginia Woolf, Henry James, D. H. Lawrence o E. M. Forster. Son argumentos bien establecidos. Pero entonces uno observa la artesanía narrativa de las historias de Maugham -como esta, que ni siquiera aparece entre las mejores-, sus personajes encopetados de apariencias, esos ingleses estirados llevándose Inglaterra allá donde vayan, indolentes en su pretendido dandismo de caballeros en los confines orientales del imperio, tan secretamente decadente como ellos… Admira ese universo que cultiva Maugham con naturalidad exquisita, con nitidez visual de cinematógrafo, con una escritura de precisiones envidiables… y hay que enarcar la ceja para decir, con afectado acento de alcurnia y descaro de lord: querida, a algunos escritores parece que es obligatorio leerlos; me temo que a Maugham ES obligatorio leerlo.


La hora de los hipócritas – Petros Markaris

A esta hora sigo pensando que leí esto por error: debí de confundir a Markaris con otro autor o algo así. Creo que crucé referencias, porque a mí la novela negra y su explosión diversa no ha logrado interesarme: salvo por algunas cosas de Ellroy, un poco de Lehane sin entusiasmos, la simpatía por Camilleri… (en fin, excepciones muy concretas), mi afición al policiaco encalló en los clásicos y giraría sin fin en torno a Chandler, Hammett, Stanley Gardner, Chester Himes, James M. Cain, Hadley Chase y Nicholas Blake. Lo peor no fue que tomase a Markaris por otro: lo peor fue que, desde que empecé a leerla y hasta el final, esta novela me pareció inane, de trama leve, sin interés ni misterio, personajes planos y conversaciones pueriles, que llegaban a molestarme. Un noir sin diálogos afilados y personajes equívocos me resulta una desconcertante equivocación. He comprobado que Markaris acumula fieles seguidores de su amplia producción y unos cuantos subrayaban que esta historia no se cuenta entre las mejores, dicho de modo suave. No entro al debate. Una y no más.


Los ojos vendados – Siri Hustvedt

«Siempre te he querido -dijo-, aunque no del modo en que a ti te gustaría».


Elegía para un americano – Siri Hustvedt

«Una vez muerto mi padre, ya no pude volver a conversar con él en persona, pero continué haciéndolo en mi mente».

Hermosísima novela sobre la soledad, la pérdida, la naturaleza y necesidad de la memoria. Personajes frágiles que intentan sobreponerse a las exposiciones de su vulnerabilidad, ante sí mismos o ante los demás, y a los que Siri Hustvedt perfila con profundidad de técnica y fondo: los dota del aliento preciso de vida, sea cual sea su papel en la jerarquía de la narración, mientras se preguntan sobre la complejidad de las relaciones humanas, el tamaño del pasado y su significación en el presente. La fragmentaria reconstrucción de la vida del padre a partir de un cuaderno de notas encontrado por sus hijos impulsa el tardío deseo que todos experimentamos con angustia inevitable: querer conocer a nuestros padres cuando ya no están ahí. Seguir dialogando con ellos. Pero, esta vez, para dejar de hablar de nosotros y hacerlo, por fin, de ellos: quiénes son, por qué han hecho todo lo que han hecho, qué esperaban y qué perdieron. El anhelo imposible, en fin, por sacarlos de ese lugar en el que -como cantó Jeff Tweedy en su canción Orphan- «descansan entre lo que está lejos y lo que está cerca / En el borde de mis sueños / donde no los necesito».


El negro del Narcissus – Joseph Conrad

«El arte es largo y la vida es breve, y el éxito está muy lejos».


El impulso creativo y otros cuentos – W. S. Maugham

«Cuando mirabas en una habitación en la que Albert acababa de entrar, allí no había nadie».


La vida errante – Guy de Maupassant


Viaje a Rusia – Josep Pla

«Solo cuando se ha estado en contacto con la pasión de los comunistas se puede tener una idea del comunismo. (…) Hablar del comunismo en el lenguaje de los escépticos es aberrante, incongruente, gratuito. Se necesita otro; y este sólo se aprende en la pasión masoquista, en el sentimentalismo ultramorboso, en el sentimentalismo femenino de los ex humillados y de los ex ofendidos».


En los mares del Sur – W. S. Maugham


Ya sentarás cabeza – Ignacio Peyró

«Uno no se hace conservador porque su mundo sea mejor, sino por el temor a verlo arrasado».


El estrecho rincón – W. Somerset Maugham

«El contraste entre las creencias de un hombre y sus acciones es uno de los espectáculos más divertidos que ofrece la vida».


Rabia – Sergio Bizzio


Mire al pajarito – Kurt Vonnegut

«Aunque los solteros son gente solitaria, estoy convencido de que los casados son gente solitaria con cargas familiares».


Los emigrados – W. G. Sebald

«Detrás, la suave ondulación de los sembrados y la blanca cordillera de nubes en el horizonte».


Salvatierra – Pedro Mairal


Austerlitz – W. G. Sebald

«El tiempo -dijo Austerlitz- es la más artificial de todas nuestras invenciones».


Matadero Cinco – Kurt Vonnegut


La noche de las cien cabezas – Ramón J. Sender

«Se rodeaba de catástrofes para hacerse visible».


El anticuerpo – Julio José Ordovás

«Llevas contigo -me responde pausadamente- la melancolía anticipada de las cosas que has de perder».


El bandido adolescente – Ramón J. Sender


Paraíso Alto – Julio José Ordovás

«Las gallinas soñaban con infinitos campos de maíz y con románticas peleas de gallos».


Al pie de la torre Eiffel – Emilia Pardo Bazán


La reina de las nieves – Carmen Martín Gaite


El peatón sentimental – Julio José Ordovás

«Merecía la pena madrugar para asistir a la pelea entre las primeras luces del día y los restos de la noche. Acosadas por las escobas de los barrenderos, las sombras regresaban gruñendo a las alcantarillas».


Lo infraordinario – Georges Perec

Lo infraordinario es otro de esos cuadernitos de anotaciones fragmentarias que tanto le gustaron a Georges Perec. En este breve volumen, el autor francés vuelve cada tanto, con frecuencia más o menos regular, a la calle en la que vivió de niño en París. En cada ocasión censa uno por uno los portales, comercios, tiendas, oficinas, viviendas vacías, solares, casas, carteles que le dan forma a la calle. El paso del tiempo introduce modificaciones en cada visita. Y la acumulación de los años reviste las elipsis de una sensación de decadencia, de pérdida, que Perec consigna sin añadir ni quitar un matiz a la desnuda enumeración: desaparecen unos y llegan otros, hay edificios que estuvieron ocupados y después parecen listos para la demolición, esquinas desvanecidas, locales arruinados, comercios absurdos. Vida y muerte. Permanencia y fugacidad. El signo inclemente del tiempo. Me divierte más el pasaje en que el autor reproduce el texto de cerca de 250 postales vacacionales recibidas de amigos, familiares y conocidos. La acumulación de fórmulas repetidas en esos textos mínimos agrega una lupa de tierno absurdo a lo invisible de nuestros días. El revés de lo que nos parece personalmente excepcional y que, bajo el microscopio de un miniaturista como Perec, desvela su condición de vereda común, recorrida por todos los demás igual que por nosotros, un número interminable de veces. Todos los corresponsales de Perec escriben lo mismo o muy parecido. El mismo saludo ufano de quien se deleita en sus días de descanso en otro lugar, el nombre de esas ciudades, pueblos, costas, valles, paisajes a los que ha llegado el visitante y que lo convencen en pocos días de no querer regresar; la ilusión del tiempo detenido, las ensoñaciones de lo que uno podría hacer de sí mismo si lográramos modificar de manera decisiva el curso previsible de la existencia. «Comemos y bebemos», consignan todos. Nos vemos a la vuelta; besos, saludos, abrazos; he engordado unos kilos; hemos conocido a unas personas; lo pasamos bien; esto es vida. Es vida, pero no la vida, debía de pensar Perec al recibirlas.


El cuarto de atrás – Carmen Martín Gaite

«La literatura es un desafío a la lógica, no un refugio contra la incertidumbre».


Feria – Ana Iris Simón


Una historia ridícula – Luis Landero


Las ataduras – Carmen Martín Gaite


Los asquerosos – Santiago Lorenzo


Crematorio – Rafael Chirbes

“Los hombres creen en los milagros. Dios no”.