El monolito es Dios

17 10 2023

Los días pasados vi Golpe de suerte, la última de Woody Allen. Leo que esta Coupe de chance, rodada en París e íntegramente en francés, hace la película número 50 en su producción. Y acompañan el dato conjeturas sobre si será su obra final. Ignoro de dónde sale la cifra porque basta consultar su filmografía para comprobar que el neoyorquino ha rodado alguna más de ese medio centenar. El número no encaja ni sacando de la lista los segmentos de filmes colectivos firmados junto a otros autores, algún corto, producciones para TV, etc. Ignoro si estoy descuidando algún criterio; o si el responsable de la confusión fue el propio Allen, al afirmar en la promoción de Golpe de suerte que había hecho 50 películas, redondeo que todo el mundo ha tomado de forma literal.

No importa gran cosa. De todos modos, lo más sorprendente de la hemorragia creativa anual de Woody Allen -a menudo sospechosa de impulsar la decadencia de su cine- viene cuando uno repara en su longevidad. Por error o pura desatención hacíamos corresponder las exuberantes demostraciones de fertilidad de Allen sólo con el último tramo de su carrera: las dos décadas y algo más de este siglo, por situar el corte en algún punto. Lo tomábamos por una obsesión de la edad provecta, la innecesaria demostración de vigencia autoral y física de alguien que ya está más allá de la moda dominante: igual que cuando Jack Palance se puso a hacer flexiones a una mano en el escenario de los Oscars.

Pero no. Una simple consulta revela la verdad: la costumbre de liberar un estreno anual arrancó nada menos que en 1971 -a partir de Bananas, su tercera obra después de What’s up Tiger Lily (1966) y Toma el dinero y corre (1969)-. Abarca la mayor parte de sus prodigiosos años 80/90 y se ha prolongado ya sin interrupción hasta la actualidad. A lo largo de cinco décadas, Woody Allen ha dejado apenas dos mínimos paréntesis sin estreno: 1974 y 1981. Desde La comedia sexual de una noche de verano (1982) ha entregado 40 filmes del tirón, con un portentoso ritmo sostenido de estreno cada doce meses… o menos: en 1987 fueron dos, Septiembre y Días de radio. Películas no precisamente menores aunque sí muy distintas. En fin, como los Beatles cuando hicieron aquello de grabar el álbum Please please me en un solo día.

 Lou de Laâge y Niels Schneider, en un plano de ‘Golpe de Suerte’.

Esta constatación rebate un argumento usado con frecuencia contra sus producciones recientes: más le valdría rodar menos y de más calidad. Ya, pero cuando se le caían las obras maestras del bolsillo filmaba a la misma velocidad. Cierto que con muchos años menos. También, suponemos, con menor sabiduría. A lo mejor con más clarividencia, filo y acierto. O no. Quién sabe. Sus películas fueron las que fueron y ahora son las que son. La generalización y las opiniones sostenidas en premisas suelen inducir el error.

Conviene dejar las cosas claras de partida, si a alguien le importa y aún no lo sabe: aquí somos incondicionales de Woody Allen desde el intento de atropello con un coche dentro de la casa de la víctima en Toma el dinero y corre. Esta filiación no impide considerar menores e incluso impropias varias de sus películas de los últimos 25 años: hasta el director confesó de forma jactanciosa haber usado el cine para hacer turismo por el mundo. Las hay que no merecen memoria y otras mueven al sonrojo. Él, sin embargo, nombra varias de ellas en la lista de las mejores de su carrera: por ejemplo, Vicky Cristina Barcelona. Qué le vamos a hacer. A cambio, unas cuantas le han salido buenas y muy buenas.

Golpe de suerte se sitúa entre lo más brillante de los últimos años (no de su carrera, claro, pero eso es mucho decir para Allen y para la mayoría). Hablamos de una (muy) buena película, entretenida, ligera pero no simple, fluida en el tono y en la forma, libre de simplicidades en los giros y las resoluciones. Hasta el deus ex machina que pone en escena Allen en el desenlace opera con coherencia, algo que demuestra la vigencia de los recursos clásicos cuando responden a la lógica interna de una narración. Todo con habilidad manifiesta para hilar con gusto y ritmo una historia escrita sin artificios, con los aditamentos de un mecanismo pluscuamperfecto. Y además, la película dura la hora y media de toda la vida: algo agradecible en estos días de metrajes inflamados, tendentes a lo episódico y a la agotadora acumulación de instantes climáticos.

El filme expone un muestrario de algunos de sus temas preferidos, con variaciones respecto a otros filmes en el punto de vista o el modo de afrontarlos de los personajes: insiste en el peso decisivo del azar en el destino de las personas; en la infidelidad y la ambición como pulsiones irrefrenables; alumbra las habitaciones más oscuras de los celos; juguetea con la culpa, su ausencia, los diálogos y los silencios de la conciencia. Todo mientras pinta con sardónica destreza impresionista un fresco sobre el discreto encanto de la burguesía parisina. De fondo, el contrapunto encantador del leit motiv musical: la reconocible Cantaloupe Island, el estándar de Herbie Hancock, en interpretación de Nat Adderley.

Con todas esas referencias borboteando en la trama, cualquiera advierte pronto que Golpe de suerte se sitúa en un punto intermedio o de relación con Match point, por un lado, y con Misterioso asesinato en Manhattan, por otro. De fondo queda un retrogusto lejano, notas rebajadas de obras más graves, como Delitos y faltas o Maridos y mujeres o Hannah y sus hermanas. Películas en las que Woody Allen exploraba la veleidosa naturaleza humana, sus vulnerables convicciones, la elasticidad del compromiso y la inestabilidad sentimental.

La proyección tiene lugar en la Sala Cervantes, cine al que no entraba ni sé cuánto tiempo hará. La agitación festiva de las calles contrasta con la quietud del vestíbulo y el siseo de unos pocos espectadores que aguardan la sesión. Tiempo para recrearnos en el cautivador anacronismo de un lugar al que no ha llegado la modernidad de las multisalas, ni nada parecido a los butacones mecanizados. Un lugar de la vieja ciudad detenido en el tiempo. Donde la experiencia, como se dice ahora para enfatizar lo accesorio, se limita a la historia proyectada en la pantalla.

Carlos Pumares, en los días (noches) de Antena 3.

Un par de días después leo el fallecimiento de Carlos Pumares, inolvidable crítico de cine de Antena 3 Radio. A él, enemigo declarado de las palomitas y de cualquier intromisión sonora provocada por el público en las plateas, le habría gustado el Cervantes: con el bar cerrado como el del hotel de El resplandor. Pumares solía usar una de sus sentencias anti académicas para definir una buena película: esa en la que no te acuerdas de mirar el reloj ni una sola vez. Podrá juzgarse una reducción rayana en la boutade, coherente con el estilo gruñón y las afirmaciones absolutas de su autor, pero sintetiza una verdad esencial. Y me sirve para Golpe de suerte.

No recuerdo la opinión de Pumares sobre el cine de Woody Allen. Seguro que alguna de sus películas mereció alguna vez aquel alarido con el que resumía su más alto grado de calificación para una película: «¡Obra maestra absoluta!». Da igual: la coincidencia parece un signo caprichoso del azar, como encontrarse en medio de París a cierta persona a quien conociste en otro momento de tu vida. Y dejar que una imprevista memoria alimente el peso de su reaparición.

Así, la muerte de Pumares desata los recuerdos de madrugadas adolescentes en las que nos dábamos al ritual de oír Polvo de estrellas metidos en la cama. La noticia, haber vuelto al cine -aún más al Cervantes-, y para ver una película de Woody Allen, parecen hechos que conspiran en favor de la melancolía. La subraya todavía más la lectura en una tarde de A pie cambiado, la reunión de artículos y reflexiones sobre fútbol que Miguel Pardeza publicó la pasada primavera en la editorial El Paseo. Una cosa no tiene nada en común con las otras, pero todas martillan sobre la misma emoción.

Nacido en Portugalete y licenciado en Ciencias Físicas, carrera que no le interesaba un pimiento, Carlos Pumares contaba que escapó a Madrid para matricularse en la Escuela de Cinematografía, su verdadero anhelo. Lo cumplió. Escribió guiones, actuó como intérprete en varias películas, trabajó de asesor cinematográfico de La clave, el legendario programa de tertulias ordenado por José Luis Balbín… Pero fue su presencia radiofónica la que le entregó una descomunal popularidad a lo largo de los años 80. En la recién nacida Antena 3 Radio, todas las madrugadas a la 1:30 hacía Polvo de estrellas: un programa sobre cine de tono personalísimo, como su autor, y estructura muy simple. Un formato de radio de otro tiempo, inconcebible hoy por muchos motivos.

Para cualquiera de nuestra generación, las notas que siguen resultan innecesarias: forman parte de la memoria colectiva. Pero aun así, nos detendremos en ellas. Polvo de estrellas se abría con Stardust memories en la voz sedosa de Bing Crosby. Y con la rendición del último verso (the memory / of love’s refrain), Pumares irrumpía para largar su campanudo «¡muy buenas noches y bienvenidos todos a Polvo de estrellas!»; y enseguida recordaba el número de teléfono donde atendía a los feligreses: 411 70 11. Con el prefijo nueve-uno si usted llama desde fuera de Madrid.

«Para hablar de la cosa esta del cine», añadía.

El teléfono era la clave. Porque a partir de ahí se iniciaba un juego de preguntas y respuestas a tumba y micrófono abiertos. Los oyentes llamaban para hablar de cine, comentar tal o cual clásico o película moderna; preguntar su opinión por obras, directores, artistas, argumentos, filmografías, músicas, etc; pedirle que hiciera una lista de sus preferidos y preferidas o proponerle las suyas; o bien -y esta era la clave de bóveda del programa- desafiarlo a recordar el título de una película de la que apenas le facilitaban un par de datos perdidos cualesquiera. A menudo, ni siquiera nombres concretos del reparto o la autoría. Ni el director. Nada de lo que agarrarse. Pistas inconexas.

Entonces, como un sabueso que husmease insomne la historia entera de la cinematografía en todas las direcciones, Pumares debía dar con el título a partir de recuerdos parciales o modificados del oyente, escenas medio olvidadas, referencias imprecisas, una frase de diálogo que tal vez fue así o no, un punto lateral cualquiera de la trama, un actor o actriz descritos no por sus nombres o ni siquiera por otras obras, sino con pespuntes de caracterización confusa: el color del cabello, un rasgo facial subjetivo, alguna consideración acerca de su capacidad interpretativa. Lo asombroso es que Pumares lo lograba casi siempre. Era un más difícil todavía permanente, igual que en el circo. El oyente le entregaba un retal y Pumares vestía la historia entera. En realidad no había truco, instinto ni magia. Sólo el conocimiento enciclopédico, distintivo de un apasionado, y su oceánica capacidad de retentiva y evocación, que tocaban el prodigio.

Gomaespuma, otro programa referencial de aquella radio que fue la mejor radio en España, solían incluir en su repertorio un chiste alusivo a las cotidianas exhibiciones de Pumares. Poco más que una broma fugaz, que soltaban de cuando en cuando: un oyente llamaba al programa y le preguntaba a Carlos cuál era el título de una película de la que sólo recordaba que salía un negro en un túnel oscuro. Al margen de su anacronía, el chascarrillo celebraba el genio memorístico y el colosal alcance de la base de datos (mental y radicalmente analógica, en aquellos días sin internet, ni buscadores, ni casi ordenadores) del gran Carlos Pumares.

Al entretenido deslumbramiento de esa dinámica tan simple como extraordinaria se unía el otro gran atributo del programa: el humor visceral de Pumares, que formaba parte del repertorio de cada noche -unas veces más, otras menos-, y tensaba los diálogos con los oyentes de manera súbita. Muchos llamaban para lo que ahora se llama trolear; es decir, para provocarlo. Pumares no se dejaba emboscar. Era tan agudo como desconsiderado. Pero dejaba hacer y uno, mientras escuchaba, iba anticipando el tamaño y momento de la explosión. Esa tensión conformaba uno de los grandes entretenimientos de Polvo de estrellas. Casi diría que era la causa de nuestra adicción.

Le entraba una llamada y alguien le decía, animado por la ocasión: «Buenas noches, Carlos. Lo primero darte (sic) la enhorabuena por tu programa, te escucho todas las noches desde hace años y es una maravilla». Muchas gracias, contestaba Pumares con indisimulado tono de inquietud. Entonces, el otro añadía: «Mira, quería hacerte una pregunta sobre una película, a ver si me la podías aclarar, que no sé si te lo habrán preguntado alguna vez antes». Claro, adelante. ¿De qué se trata?, lo invitaba Pumares, ya más tenso que Pinocho en la ebanistería. Y ahí sucedía la deflagración:

«¿Qué significado tiene el monolito que sale varias veces en ‘2001’?».

A la pregunta le seguían unos segundos de silencio que dejaban la madrugada entera suspendida de un clavo; y a los que escuchábamos, colgados de ella. En esos breves instantes pasaba un siglo. Una densa elipsis. Un abismo sin fondo al que uno no se atrevía a mirar. Sólo se escuchaba el romo zumbido hertziano en los transistores de la época y nuestro corazón golpeando bajo las sábanas. A veces Pumares suspiraba de forma sonora su fastidio, y por la garganta te subía un leve vómito de carcajada anticipatoria que había que contener en medio de la noche cerrada.

A continuación podían ocurrir dos o tres cosas: que Pumares directamente colgara la llamada con una orden a su técnico («¡¡¡fueraaaaa, fueraaaa!!!», gritaba con urgente desafuero). La otra opción era que respondiese una sonora barbaridad, en un tono que hoy no podemos ni imaginar, liberado de cualquier corrección o consideración hacia el oyente. Siempre le encantó un epíteto definitorio: cenutrio. El cenutrio de turno le había dicho que lo llevaba años escuchando… y después le hacía la pregunta de siempre. La del monolito. Podría haber sido involuntario. El nerviosismo del directo. La zalamería mal calculada. Pero no había caso: la suspicacia de Pumares hacía el resto.

También cabía la posibilidad más celebrada: que simplemente colgara, para a continuación liberar a gritos toda su bilis contra el oyente ya evaporado. El desahogo duraba unos segundos y rajaba el silencio de la noche con el esplendor de un trueno. Después, como un crescendo musical que se derrama en una tenue estrofa melódica, de repente Pumares afectaba su voz más meliflua y condescendiente. Y, con tono de infinita paciencia, como quien le explica a un niño sin entendimiento el mecanismo de una bicicleta, hilaba de corrido y sin pausas su conocida teoría acerca del sentido del monolito que aparece con críptica solemnidad en la película de Kubrick.

Cuando terminaba de explicarlo, cosa que hacía de carrerilla como quien recita una lección entregada mil veces, Pumares dejaba conformarse en el aire de las ondas una leve pausa dramática. Y a continuación bramaba en el indefenso micrófono:

«¡¡¡ES DIOS, EL MONOLITO ES DIOOOOOOSSSSSSSSS!!!».

Su furia seguía la estructura de las canciones de los Pixies: loud, quiet, loud. Un espectáculo. Y enseguida, la siguiente llamada, ya recompuesto: «Sí, buenas noches, digaméeeee».

El monolito de Kubrick en las escenas finales de ‘2001’.

Los especiales temáticos de Pumares resultaban memorables. Y el de ‘2001. Una odisea del espacio’ estaba entre los clásicos. Como los de Duelo al Sol, Apocalypse Now o el de la caza de brujas del senador McCarthy en los 50. Todos repetidos un sinnúmero de veces, sobre todo en verano. De ahí la displicencia de Pumares ante preguntas sospechosas. La red está llena de ejemplos de aquellas anochecidas de discusiones atrabiliarias, que permiten deslindar momentos concretos de la sopa inmensa del recuerdo . Como cuando un oyente le participaba con tono cómplice su destemplada salida de un cine por la pésima calidad del servicio, y la indignada pero educada protesta que había elevado ante los responsables.

Entonces Pumares le inquiría: «Pero, ¿les pidió usted que le devolvieran el dinero?». Y el oyente razonaba: «No, porque mire don Carlos: hay que tener más elegancia que ellos y demostrarlo».

Ahí don Carlos se indignaba de súbito. Pero se indignaba nivel orate. Aunque en lo esencial los dos parecían estar de acuerdo y el oyente habría llamado seguro de recibir el aplauso de Pumares por su actitud, el locutor salía por el lado opuesto. Y lo reconvenía a bocinazos defendiendo que, si uno no pide la devolución del precio de la entrada, por más dignidad que crea haber exhibido, en realidad ha hecho el bobo. Así que largaba su «¡¡¡fueraaaa, fueraaaa!!!» para que el técnico cortase la llamada y concluía a gritos, ya él solo: «¡¡¡¡Al del cine qué le importa lo que usted le diga si no le reclama el dinerooooo. Nadaaaaa le importa. Nadaaaaa. El dinero, sólo eso!!!!».

Así iba la cosa. De modo que, aunque todos sintiéramos la tentación de llamarlo alguna vez para preguntarle algo o confirmar nuestras mitomanías, nunca nos habríamos atrevido a hacerlo, por temor a ser devorados en el fuego de su bíblica ira. Recuerdo cierta noche. Al teléfono, un provocador al uso. La operativa habitual, pero con un matiz que me puso en guardia: la voz y un acento conocidos. Serían ya principios de los 90. No me costó nada localizar a quién pertenecía aquel soniquete de traza leonesa: el osado era un amigo de la facultad, con quien habíamos ido y vuelto lo suficiente, pocos años antes, para constatar su atrevimiento socarrón. Pero el locutor -que había desarrollado un olfato finísimo para detectar impertinencias- le cortó las alas antes de alzar el vuelo y la llamada nunca pasó a mayores.

Foto: EFE.

Polvo de estrellas duró en Antena 3 Radio mientras duró la propia emisora, nacida en 1982 con la incipiente España de Felipe González y finiquitada a partir de la entrada en su accionariado del grupo PRISA. O sea, la consolidada España de Felipe González. Durante algo más de una década, la emisora acumuló un prestigio y una audiencia que desbordaron en el EGM al transatlántico de la SER. Antena 3 dio voz a muchos presentadores, locutoras, fórmulas, programas y colaboradores formidables: Antonio Herrero (muerto en un accidente de buceo) y Luis Herrero, Miguel Ángel Nieto, Santiago Amón (un intelecto que entonces nos extasiaba, también fallecido al estrellarse el helicóptero en el que viajaba), Miguel Ángel García Juez, José Luis Balbín, José María García, los Gomaespuma Juan Luis Cano y Guillermo Fesser… Y José Luis Garci, que presentaba sus Asignaturas pendientes los sábados, con la sintonía de La luna de miel en la voz de Gloria Lasso: una melodía que es un arma caliente, capaz aún hoy de liberar un tremendo disparo de nostalgia.

Completado aquello que García ya nunca ha dejado de llamar «el desembarco del imperio del monopolio», Polvo de estrellas y Pumares emigraron a la recién creada Antena 3 TV y luego a otras emisoras: primero Radio Voz, durante los 90, tiempo en que le perdí la pista; y Onda Cero más tarde, supongo que ya hasta su retirada de las ondas. Con los años se hizo muy conocida aquella delirante conversación del Fibergran con una señora, en la que adivinamos agotada su ya escasa paciencia. También escribió sobre cine en La razón y otros medios. Publicó libros. Inauguró en el digital Terra una sección llamada El monolito de Pumares. Participó en programas televisivos como Crónicas marcianas, donde su histrionismo encajaría con naturalidad. Incluso en magazines de Aragón TV. No lo sé. Todo esto he tenido que leerlo, porque ya nunca lo seguí. Sospeché que las caricaturas que prefiere la televisión habrían devorado lo importante. Sí me alegraba saber de su presencia habitual en los festivales de cine, aún respetado y de algún modo vigente en su butaca.

Para mí Pumares se desvaneció, como su voz, en las noches de aquellos días. Siempre tuvo ese comportamiento de ogro simpático y terrible; pero por encima del genio prevalecía la genialidad. Todavía perdura. Basta nombrar Polvo de estrellas y vuelve el relámpago distante de sus diatribas, fundidas con la caricia de Bing Crosby: Aunque sueñe en vano, / en mi corazón permanecerá / mi melodía de polvo de estrellas. / El recuerdo de un estribillo de amor. Sonidos de un tiempo luminoso vivido a oscuras. Un lugar donde tal vez sea preferible no regresar, aunque nunca podamos alejarnos del todo.


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