Diario no diario (XXI)

31 01 2022

Martes

Al poco de despertarme, leo en el teléfono un poema de Italo Calvino que me envía P.

«Take life lightly, for lightness is not superficial
but gliding above things,
not having weights on your heart».

Pertenece a su libro Lezioni americane. Sei proposte per il prossimo millennio. Me gusta aún más, claro, la gloriosa eufonía de la versión original en italiano.

Prendete la vita con legerezza,
che legerezza non è superficialità,
ma planare sulle cose dall’alto
non avere macigni sul cuore
.

***

Domingo

Llueve apenas, esta mañana de domingo, y la temperatura ha ascendido varios grados. Cuando salimos a pasear, A. camina sobre las aceras mojadas con la aprensión con la que andaría sobre un cristal empapado. Su incomodidad se suma a ese tranco parsimonioso de anciana que ya no tiene prisa por llegar a ningún lado. Los paseos vigorosos, aquellas arrebatadas carreras en círculos sobre la hierba, el gruñido juguetón con el que perseguía las pelotas de tenis… todo aquello es un recuerdo lejano. Siempre paseó libre y nunca se alejó demasiado. Si se separaba unos metros para auscultar tal o cual rastro por los jardines y arboledas del parque, cada tanto giraba la cabeza para buscarme, como si con la mirada asegurase la continuidad de un fino hilo invisible que nos impedía perdernos uno del otro. Ahora camina varios pasos por detrás de mí, obligándome a esperarla. A veces no puedo contener la impaciencia. Me ha costado mucho acostumbrarme a su frustrante decadencia, un comportamiento injusto de mi parte.

Regresamos a casa. Ella se queda tumbada, no lejos de los radiadores o en el rincón de la habitación más cálida de la casa. Los demás salimos a un partido de fútbol de F., que miraré con distancia física y emocional desde un ángulo alejado. Los chicos corren alrededor de la pelota o la persiguen con infantil desorden. Aún no han aprendido el otro gran elemento esencial del juego, de cualquier juego: el uso del espacio. Cuando la pelota viene a sus pies, F. muestra una esperanzadora comprensión de lo que pide la jugada. La guarda entre los pies, levanta la cabeza, toca con apreciable sentido y una destreza suficiente. Pero si la pierde, y eso ocurre a poco que lo hostiguen, le cuesta reaccionar: apenas disputa, y no porque rehúya el esfuerzo, sino porque le falta el punto de agresividad para recuperarla. Se diría que teme incomodar a quien lleva el balón, como si razonara que, en el fondo, jugar significa precisamente eso, jugar. Y que también el otro tiene derecho a disfrutar de la pelota sin que nadie lo incordie o trate de llevársela. Advierto con recelo que nuestras sensibilidades respecto a los deportes que practica están fatalmente cruzadas: a mí me emociona verlo botar la pelota y anotar un tiro a canasta; para él, un disparo a portería comporta el significado profundo de algo trascendente. Le gusta más el fútbol; yo prefiero el baloncesto.

Me dice: “Cuando juego al baloncesto no dejas de decirme cosas; cuando juego al fútbol ni siquiera miras…”.

Otro comportamiento injusto de mi lado.

***

Me mantengo alejado de los grupos de padres que miran el partido. Un poco por aprensión pandémica, pero también en buena parte porque necesito estar solo. La primera se ha agudizado en los últimos días: toda mi familia está contagiada. En casa de mis hermanos se ha declarado un simultáneo estado de excepción. Por ahora los tests no confirman los positivos, salvo el de mi hermana, pero los síntomas -más o menos acusados y molestos- se acumulan, lo que más bien parece un caso de ineficiencia de las pruebas, que renuevan cada día y medio o dos días. El complejo de fútbol bajo techo y césped artificial tiene algo que me resulta opresivo, sombrío: me parece un lugar triste, con sus muros altos de nave industrial reconvertida, las camisetas colgadas de las paredes blancas en perchas desnudas. Y un bar a media luz donde los niños celebran los cumpleaños. Cuando sale la tarta oculta en un trofeo coronado por un balón, apagan las luces y suena música de Parchís.

***

Vuelvo a casa cerca del mediodía, ansioso pero aún con tiempo para cumplir mi deseo de agotar antes de comer las últimas páginas de Diario de una soledad, de May Sarton. Un libro hermoso que culmina mis lecturas de esta Navidad: la parte final de Goodbye Columbus, de Philip Roth; El arte de leer las calles, escrito por Fiona Songel; Las primas, la novela de Aurora Venturini; y este dietario de Sarton, autora y poeta belga afincada en Estados Unidos.

Su recuento se inicia a mediados de septiembre con una alusión al regreso a lo que ella llama su «vida real»: un sintagma que invoca a la soledad de una gran casa en medio de la naturaleza, un invierno inclemente que coloniza el resto de estaciones, varios gatos ferales y un profuso jardín amenazado por una prole de marmotas y un descarado mapache. Estamos ante una declinación poderosa de la mujer independiente, comprometida de ese modo razonado, admirable, que parece ya extraviado en los vulgarizados activismos de hoy. Un Femenino con mayúsculas. Y una escritora nítida, cuya lectura fluye en un ritmo que no precisa artificios de estilo, porque hay una música que ordena emociones y reflexión en una armonía esencial.

Durante un año natural completo, May Sarton describe un arco que interroga todos los resquicios de la soledad como el que recorre las habitaciones de una casa: la soledad como principio de vida; y la defensa de la propia esencia frente a sus traiciones. La incomunicación, el abandono, la nostalgia, el retiro. «He escrito cada uno de mis poemas y novelas con este mismo propósito: averiguar qué pienso, saber dónde me encuentro», escribe May Sarton. El soliloquio es en realidad un diálogo con la casa, el gran personaje del diario. La deliciosa escritura conjura los ecos que las estancias interiores y los corredores vacíos construyen con el rebote cambiante de la propia voz, que unos días es furia y otras llanto. Y a menudo, un indisimulado júbilo singular, del que nadie será testigo: extraño como una obra de teatro en que los actores ofrecen su mejor interpretación para un auditorio vacío; como un castillo de fuegos artificiales que ilumina un cielo al que nadie mira…

Diario de una soledad no es, aunque lo parezca de lejos, un libro doliente ni conmiserativo. Todo en su fondo suena a liturgia celebratoria, que se impone al acechante, siempre inevitable sufrimiento, para reclamar y conquistar aquello que nadie puede ofrecernos: nuestro propio tiempo. Un libro que contempla «la soledad como si fuera -como es realmente- un fabuloso regalo de los dioses».

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He pasado la tarde del domingo trabajando en la revisión y orden de las notas que desde hace casi ya dos años componen este diario. También les he pensado un título. Ha sido como ponerles un marco y colgarlas del muro, para mirarlas con algo más de distancia crítica. Y me he sentido contento.

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Martes

Goteo de positivos en la familia. Casi todos los relatos son el mismo: los días de condensación de una sintomatología variable, desde la tos más o menos moderada a la fiebre, la cefalea, una insidiosa fatiga, el agotamiento… Mientras los días se ofuscan en un bucle de temor, los tests se afanan en desmentir la rotundidad del contagio. Hasta que en un momento dado, casi con cínica indulgencia, se dignan por fin a revelar la rayita acusatoria. Aunque ya llevan días aislados, en ese momento comienza la cuarentena oficial de siete días.

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La Navidad apenas ha terminado, pero el presidente del Gobierno no pierde la ocasión de volver a situarse en el futuro y arrastrarnos con él. Anuncia en una entrevista radiofónica el plan del Gobierno para gripalizar la COVID. Las medidas de control no han servido de gran cosa, o eso dicen las cifras: los índices de contagio continúan disparados y todos los indicadores soportan una creciente tensión, derivada de la contagiosa expansión en estas semanas. Oigo repetida a varias personas la frase que yo mismo pronuncié: todos tenemos la sensación de que «las balas nos silban cada vez más cerca». Sin embargo, el presidente vuelve a ausentarse del presente y nos sitúa en un debate pre-factual, sobre el momento en el que la pandemia ya no sea pandemia. Casi se diría que va a ser él mismo quien anuncie la fecha en que eso ocurrirá. Como se anunciaban los armisticios en los diarios de la Guerra Mundial: «War is over!». Se acabó.

El consejo de ministros parece actuar como la asamblea de majaras de Don Vito: «Mañana, sol… y buen tiempo».

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Miércoles

Voy a la biblioteca.

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Domingo

Un día perdido.

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Lunes

Leo a Virginia Woolf.

En realidad, intento leer a Virginia Woolf.

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Martes

La mañana avanza entre canciones. La agitación de Tiger feet, de Mud, y su baile burlón (That’s right, I really love your tiger light / That’s neat, I really love your tiger feet).

Después, la emoción vibrante de Handle with care, de Travelling Wilburys (You’re the best thing that I’ve ever had / Handle me with care). Para desembocar en Both sides of the blade, de Tindersticks.

To understand, the choices made
To be falling down both sides
The sun is cold, its likes unfair
And I’m falling down both sides

Las canciones resbalan por la mañana como nubes veloces en el viento. El sol aguarda para desplomar sus sombras sobre la tierra seca.

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Miércoles

La frontera de Ucrania con Rusia se ha convertido en las últimas semanas en el escenario de un ajedrez táctico en el que se cruzan el sueño imperialista de Vladimir Putin, su presidente, la no menos insana geoestrategia de la OTAN, la dependencia europea del gas ruso y los intereses de Estados Unidos. O eso he leído. Ignoro quién tiene razón, si alguien la tiene.

La mayor ironía acerca de nuestra estupidez sería que esta pandemia, que nuestros gobernantes caracterizaron al principio como la guerra que nuestra generación no tuvo que enfrentar, acabe finalmente por desembocar en una guerra de las de verdad.

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Viernes

Neil Young se ha enfrentado a Spotify, la plataforma de música en streaming, y ha anunciado que va a retirar todo su repertorio. El motivo: un podcast de Joe Rogan, en el que de acuerdo al músico se difundían informaciones falsas sobre el coronavirus y las vacunas. Rogan ha terminado pidiendo perdón y ha asegurado en un vídeo que «hará todo lo posible para tratar de equilibrar los puntos de vista más controvertidos».

Desde el punto de vista de un periodista, este tipo de cosas resultan fascinantes. La veracidad, la imparcialidad y la responsabilidad ética -valores irrenunciables de la deontología profesional- han quedado amortizados en esta era de (des)información postmoderna. Pero si los propios medios de comunicación descuidaron en muchísimos momentos su obligación colectiva, ¿cómo esperar que la cumplan quienes se rigen únicamente por un interés personal, subjetivo y radicalmente individual?

La desinformación, cuando no la desnuda mentira, ha manado ufana desde los propios gobiernos. Podemos libremente confiar o desconfiar de las afirmaciones de tal o cual prescriptor, experto, podcaster, periodista o divulgador. Podemos estar de acuerdo con la postura de Neil Young o juzgar legítimas las afirmaciones de Rogan. Pero deberíamos tener a mano siempre el ancla referencial de la confianza en lo que nuestros dirigentes nos digan. Que si las autoridades sanitarias nos piden inocularnos una nueva dosis, acudamos al pinchazo con la certeza de que eso es lo que hay que hacer, porque es lo mejor. Que hay un criterio científico, médico, fiable para hacer lo que nos dicen (a menudo obligan y exigen) que hagamos.

¿Hemos convertido a los creadores de contenido en depositarios y defensores del derecho a la información?

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Por desgracia, cualquier atisbo de esa certeza en la política y los políticos ha volado. Hemos visto a nuestro gobierno inventarse comités de expertos científicos que sustentaban las medidas para luego reconocer que nunca existieron ni el comité ni los expertos. Ni por tanto su aval científico a las decisiones políticas. Hemos visto a sus opositores defender una cosa y la contraria. Hemos visto hace muy poco a la ministra de Sanidad afirmar la necesidad ineludible de la tercera dosis sobre la base de estudios que nunca se han aportado, aun cuando se le solicitó la referencia en varias ocasiones. Han mentido, manipulado, ocultado y engañado. Lo siguen haciendo. Ellos son la fatiga pandémica.

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«(…) Convendría no perder de vista que algunas de las decisiones y comportamientos más lesivos para vidas y haciendas durante la pandemia han venido de gobiernos y no pocos “expertos”. No de cantantes, no de ‘podcasters’. Y que en cualquier caso la responsabilidad relativa de cada uno no puede ser la misma. Interesa deslindar cuánto hay de sacrificio del chivo expiatorio en algunas operaciones de supuesta higiene opinativa -en España viene rápido a la mente el caso de Bosé, juguete roto de la propaganda de izquierdas. Y conviene en todo caso aplicar, por lo menos, la misma vigilancia al poder que a sus críticos, por estrafalarios que nos resulten. Porque en Spotify uno puede cancelar su suscripción cuando quiera; pero con los gobiernos y sus entes “civiles” y medios de comunicación concertados la cosa ya es más complicada».

Neil Young no es ‘forever young’, de Jorge San Miguel Lobeto, en Vozpópuli

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Para desconfiar no hace falta inventarse una gran conspiración. Basta recordar que las vacunas también son el producto elaborado en la fabrica que sustenta un gigantesco negocio.

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Sábado

“Así que abrí un blog (hkkmr.blogspot.com) y empecé a escribir en la dirección nueva. Enseguida me entusiasmé, que es lo mejor que nos puede pasar cuando hacemos algo. Escribir en blogs era, sobre todo, cerrar el círculo de la palabra que, muy contrariamente a lo que afirman muchos escritores en sus entrevistas, no escribe uno para sí mismo, sino para los demás. Dar al botón ‘publicar’ en un blog era liberarse. Y no porque alguien estuviera de hecho leyendo tus textos, pues esto para mí no era aún constatable, sino porque el gesto de publicar en internet era sano, generoso, valiente; porque hacer público algo que había escrito me daba paz y espacio: lo escrito no se sedimentaba en el triste ‘cajón’ tradicional; lo escrito seguía su camino.

Y me dejaba seguir escribiendo el mío”.

Trenes hacia Tokio, de Alberto Olmos

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Publicar.

[…]





Diario no diario (XX)

5 01 2022

Domingo

Por el grupo de mensajes de los padres sabemos que F. deberá pasar diez días confinado por un positivo entre los niños y niñas con los que comparte a diario la mesa del comedor en el colegio. No es la primera vez que aparece un caso en la clase, que yo recuerde, pero sí la más próxima a lo que diríamos un contacto estrecho. Sucede, también, durante las semanas de máxima expansión de la variante llamada Ómicron, cuya ola de alarma es casi tan poderosa como la de contagios. Y que se va a llevar por delante, o casi, las celebraciones de Navidad. Desde luego las públicas: miles de comidas y cenas de empresa suspendidas a pocos días de su celebración provocan el comprensible lamento de los hosteleros, que ven reventadas todas sus previsiones.

Nosotros decidimos seguir adelante con la nuestra, ideada para el mediodía anterior en un formato menos rígido que el almuerzo colectivo alrededor de una mesa. Puede que más seguro, aunque saber esto resulta complicado. Se alargó hasta la tarde y, como otros amigos y familiares de quienes tocamos, también F. estuvo por allí. Así que, tras conocer la situación en el colegio, temo haber desencadenado eso que en un pasaje concreto de este tiempo de pandemia se dio en llamar brote. Los brotes fueron, creo recordar que en la segunda ola, la que siguió al verano de 2020, la unidad de medida usada para narrar la paulatina reactivación de la cadena de contagios; también el identificador de los grupos de irresponsables, incívicos, insolidarios, que ponían en peligro la vida de todos al incurrir en degeneradas prácticas de aquello que antes llamábamos la normal vida social.

En el relato convencional de este tiempo, quienes decidimos seguir adelante y asistir a la celebración navideña formaríamos parte de uno de esos grupos a los que conviene señalar y acusar. Si finalmente ocurre el contagio en cadena, pienso en esos días inciertos, habrá que aceptar la culpabilidad de haber seguido adelante con el plan en medio del ruido admonitorio: el cacareo de los medios de comunicación con las crecientes cifras de contagio, las muecas de extrema preocupación de los políticos, los cálculos e hipótesis de los expertos sobre la capacidad expansiva de Ómicron, así como la duración y gravedad de la enfermedad provocada por esta variante. Mientras, los responsables sanitarios alertaban acerca del indetenible acelerón de la presión asistencial en los centros de atención primaria. Y, más despacio, pero insidiosa como la inundación que asciende desde el subsuelo, también de la ocupación de enfermos en los hospitales.

En las horas siguientes, el rastreo doméstico entre los padres revela que el último contacto, por tanto la fecha sospechosa de contagio, debió ser el día 16. Estamos a 19 y F. no manifiesta ningún síntoma.

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Lunes

Comenzamos los diez días de aislamiento que indica el protocolo en vigor. Durante toda la mañana aguardo una comunicación del colegio -que suponíamos que se produciría durante el fin de semana-, pero el lunes entero pasará sin que la tengamos. La tutora agradece nuestro gesto de responsabilidad al no llevar a F. a clase. Intentamos contactar con el centro de salud para que le hagan una prueba PCR, pero de momento no hay caso: mientras no llegue una comunicación oficial del positivo, o el niño desarrolle síntomas evidentes de un contagio, hay que esperar. Pienso en los hospitales de guerra de las películas: cuando el cribado se hace a vida o muerte.

Sigo con la inquietud de haber desatado una fila de casos mientras con el grupo celebrábamos un concierto de rock navideño para una veintena de personas. Miro los vídeos y fotografías que me van llegando y constato que, incluso en medio de la diversión más agitada, todo el mundo mantuvo su mascarilla puesta de forma constante, salvo el tiempo imprescindible para dar un trago a su bebida o engullir alguna de las piezas del picoteo que se diseminó por el bar en la parte final de nuestra actuación.

¿Bastarán esas medidas para contener la transmisión, si es que esta llegó a ocurrir?

F. continúa sin mostrar ningún síntoma. Los demás tampoco tenemos nada que declarar.

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Martes

Paso la mañana trabajando con normalidad mientras F. desayuna, juega o hace deberes. Si algo ha logrado este tiempo ha sido acostumbrarnos a la (a)normalidad de cuidar de niños pequeños mientras asumimos las presiones y exigencias diarias del trabajo. Cuando F. y yo nos juntamos en alguna habitación, le pido que mantengamos la mascarilla puesta, pero me doy cuenta de que estoy recogiendo agua con una cesta.

Seguimos sin ninguna indicación por parte del colegio, así que me decido a llamar para consultar cuál es la situación o cómo debemos actuar. A esa hora, me aclaran, el positivo no es oficial todavía: es decir, la autoridad sanitaria no ha recibido, o procesado, el resultado de la prueba PCR en la que se detectó el contagio. Y mientras el centro no tenga esa notificación oficial, no puede hacer ningún movimiento porque el contagio no existe. Agradezco la explicación, que me ayuda a entender un poco mejor cómo funciona el mecanismo de control, seguimiento y atención de los casos. También me asoma a una impresión que en los siguientes días se va a confirmar de manera rotunda: estamos entrando en una fase en la que el sistema se verá desbordado por la avalancha de contagios, al punto de la incapacidad para absorber el proceso de pruebas, notificaciones, rastreo, comprobaciones, etc. Es el momento de la autogestión. Un sálvese quien pueda. O como pueda.

En pocos días, después de que se reúnan los políticos de todas las comunidades autónomas en uno de sus habituales comités interterritoriales, llegan las nuevas restricciones, idénticas o muy similares a las de otras veces: limitaciones horarias a la hostelería, recorte del número de personas e incluso de las horas en las que los ciudadanos se pueden reunir en espacios privados, control de aforos en espacios públicos (cines, teatros, acontecimientos deportivos, gimnasios, etc.). Dos años y seguimos haciendo las mismas cosas en condiciones radicalmente distintas. ¿Cambios estructurales? Eso ya tal.

Y, coronando esta batería de medidas, la boutade estrella del Gobierno central: la obligatoriedad de volver a ponernos las mascarillas en el exterior. También y pronto la reducción de los protocolos de aislamiento, la limitación o eliminación de los rastreos y la modificación de los requisitos para ser considerado contacto estrecho de una persona contagiada.

Para que las cifras no sigan subiendo no hay como dejar de contar.

F. continúa sin síntomas. Por fin se somete a la prueba PCR, que ya conocía de algún episodio anterior. El test de antígenos, ayer, había dado resultado negativo. Todo el mundo insiste en que es poco confiable.

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Viernes

Al mediodía en Nochebuena logramos, a través de una persona conocida, acceder por fin al resultado de la prueba de F., que es negativa. Quedan aún dos días, hasta el 26, para completar los protocolarios diez de aislamiento. Cena y comida familiares suspendidas. Viaje de un par de días a Madrid aplazado. Autogestión respetuosa con los plazos. En pocos días esos mismos plazos protocolarios, ya se anuncia por los avances en otros países y por el debate en los medios de comunicación, van a ser reducidos.

En resumen: han pasado tres días desde la prueba y no tenemos comunicación oficial del resultado. Lo sabemos por ese método tan habitual en este país: conocer a alguien. La confirmación fehaciente no la tendremos en ningún momento. Una nueva e irónica variante, precisamente, del llamado silencio administrativo.

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Lunes

En pocos días, cuatro, cinco, seis personas conocidas me cuentan que son positivas y están aisladas. “Es como un gripazo”, resumen. Y pasan algunos días acosados por la sensación familiar de un catarro y la más incómoda fatiga.

Tengo la impresión de que las balas silban más cerca que nunca a nuestro alrededor. “De esta vamos a caer todos”, oigo a varias personas. Y en mi propia cabeza.

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Martes

Hoy han vacunado a F.

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Jueves

30 de diciembre. Algo de calma, por fin. Acabo de sentarme unos minutos en la que fue la mecedora de papá, ahora instalada en mi despacho como un cuadro que te permite imaginar el mar, otro tiempo. Precisamente allí sentado he leído El mar en invierno: un texto que escribí en los días en que él estaba por irse y pasábamos horas sentados a un costado de su cama. Después también he leído La vida allí. Es mediodía y esta mañana me parece que trabajé cien horas seguidas.

Estoy agotado. Apenas he dormido las dos últimas noches, desvelado por la fatiga de A., un incontrolable jadeo ansioso que se hace más acuciante de madrugada. Me levanto, le acaricio el cuerpo caliente para que se tranquilice, para ver si todavía soy capaz de entregarle la calma de siempre, de recordarle cuál es su lugar en el mundo, un espacio seguro. La he subido a mi regazo, afuera estaba todo oscuro, y ella me lamía la manga de la ropa y luego el costado de las manos, me lamía y me desgastaba como siempre. Al ratito la he dejado en el suelo y ella ha rodeado el triste árbol de esta Navidad hueca, y se ha acostado en la esquina con un leve bufido como un estertor agotado. Poco después dormía. Y yo he entrado en el día leyendo a Aurora Venturini. Para cuando el sueño me regresaba, he querido meterme en la cama. Pero ya era casi la hora de levantarse y acometer otra jornada.

Ella ha dormido toda la mañana tranquila y reposada. Sin jadeos. Dice el veterinario que es una nonagenaria, que está senil, que en la noche se desorienta y el temor le hace crecer en el pecho una bola invisible de desasosiego que parece que se le fuera a salir por la boca. Yo la imagino, lastimado de pena, caminando despacio por sus noches convertidas en un inmenso valle blanco de luz cegadora, en el que no distingue el cielo de la tierra, ni el norte de las nubes. Y pienso cuánto le faltará para llegar a destino, para acostarse y dormir ya sin nada más que hacer.

He puesto música electrónica mientras trabajaba. Y he traducido páginas y páginas ayudado por un ingenio automático en línea. Despreocupado. Y ahora al mediodía me rodea el cansancio de este 30 de diciembre, de este año, de esta enfermedad, de la incertidumbre, los hombres, las cosas, el silencio de la casa, el trabajo. Cansado hasta de la luz del sol que después de dos semanas de niebla vuelve a brillar como brilla el sol en el invierno, abatido de miseria.

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Viernes

«Si definimos Covid como enfermedad severa, lo que va a disminuir es mucho el Covid; ahora hay más infecciones, pero menos Covid. No estará completamente eliminado, pero hay menos casos. Si una persona es asintomática, ¿tiene Covid? Yo diría que no; Covid es una enfermedad. Un asintomático tiene el virus, pero no Covid”.

Adolfo García-Sastre, virólogo, en El Independiente.

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Sábado

La primera canción del nuevo año es Tangerine, de Led Zeppelin.

Tangerine, Tangerine, living reflection from a dream
I was her love, she was my queen, and now a thousand years between…

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Martes

«La preocupación de nuestros gobernantes se agota allí donde termina nuestro interés mediático, que ahora mismo está concentrado en algo llamado «salud pública», un término tan ambivalente que lo mismo vale para ensalzar a la sanidad pública como para demandar que no se preste atención médica a un no vacunado o se le priven de otros derechos como ciudadano. Cierran empresas y negocios, hay despidos masivos y un total de seis millones de españoles sufren pobreza severa. La degradación institucional continúa imparable en un proceso que pretende que la ideología se convierta en un mérito en sí mismo capaz de reemplazar a la neutralidad. Mientras rebuscamos en el plato ellos lo hacen en nuestros bolsillos. Pero creemos que nuestra sociedad ha alcanzado la cúspide del civismo cuando la prensa informa de que han multado a una señora por no usar la mascarilla mientras paseaba a su perro de madrugada. En eso hemos dejado que nos conviertan.

La mascarilla en exteriores para prevenir contagios es tan inútil como el Gobierno que la ha impuesto por Real Decreto Ley. Pero no hemos de incurrir en el error de calibrar su idoneidad en términos de salud sino de gestión emocional, social y política, ya que ha conseguido taparnos la boca tanto literal como metafóricamente hablando, amén de limitar notablemente nuestra visión periférica: no vemos nada más allá de la pandemia. Delta, omicrón, flurona… En el horizonte darán pábulo a tantas variantes como sea menester para que el temor nos distraiga».

Guadalupe Sánchez, en The Objective

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Lunes

A mediodía del primer lunes de 2022 recibo la tercera dosis de la vacuna. De entre los centros que me ofrecen, todos medianamente apartados de casa, elijo el Hospital Militar. Me acompaña F. Jóvenes soldados atienden con amabilidad serena todo el proceso y la entrada por grupos hacia los pasillos interiores del centro. En el corredor de acceso a la sala de vacunación, nos dividimos en dos filas a izquierda y derecha, entregamos el papel con todos los datos personales y los correspondientes a la dosis que nos van a inocular. Una enfermera supervisa el operativo con excelente humor.

Elijo el brazo izquierdo y F. me confirma que también a él le pincharon en ese brazo. Y que no me dolerá, que no notaré nada. Solícito, toma mi chaqueta mientras, ya adentro, descubro la piel y recibo un imperceptible aguijón de parte de un soldado más veterano, en traje de campaña. Recuerdo la grandilocuencia de aquellos primeros discursos sobre el carácter cuasi bélico del desafío, en agudo contraste con esta naturalidad operativa en un proceso de carácter masivo. Doy las gracias, salimos a una mañana soleada, regresamos a casa.

Por momentos, mientras lo llevo de la mano y él me pregunta cuándo terminará el coronavirus, me siento igual que Guido: el padre condenado que inventa el relato de una realidad paralela para Josué en La vida es bella.

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Martes

Lo esperado: el día siguiente al pinchazo llega a lomos de un sueño pesado que mezcla en mi cabeza pesadillas de abandono, mínimas tragedias oníricas en un bucle de angustia del que parece no haber salida. Duermo poco y mal. Por la mañana, aun sin sueño, el cuerpo se resiste a abandonar la cama, aunque lo hago pronto y confío en que un café con leche ayudará a diluir la nube que me va a acompañar el resto del día. Es inútil. La confusión durará hasta la noche. Por la tarde salgo a dar un paseo para despejarme, pero regreso a casa aturdido por una violenta tempestad de viento y agua que baldea las calles como el mar de tormenta sobre la cubierta de los barcos. Llego a casa más calado que mareado.

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La última decisión del gobierno regional es que, para aliviar el sistema de atención primaria, cada ciudadano pueda autogestionarse su baja laboral: bastará hacerse un test de antígenos en casa y rellenar un formulario a través del cual el médico de cabecera (hopefully) se dará por enterado del positivo. Si procede por su situación clínica, alguien contactará con el afectado. Esto, en un momento en el que ni siquiera se comunica ya la confirmación de un negativo en una PCR, suena a declaración de intenciones en verdad irrealizable por la carga de trabajo que soportan los facultativos y el resto del personal de los ambulatorios.

Hace unos meses, no se permitía a las farmacias hacer tests de antígenos como prueba de contagio. Hasta hace unos días se advertía de forma repetida de que hacérselo no era garantía de que no existiera el contagio. Si usted no quiere asesinar a su abuela en Navidad, nos venían a decir los medios y los expertos, quédese en casa. No se le ocurra celebrar ni siquiera que sigue vivo.

La nula fiabilidad de los tests se convierte ahora, sin embargo, en prueba administrativa. Ahora el ciudadano puede hacérselo en su propia casa y comunicar -sin prueba alguna más allá de una declaración responsable– un positivo. El autodiagnóstico para la baja laboral: el sueño húmedo de cualquier absentista.

Uno tiene que enarcar las cejas ante las constatables maravillas de la dizque gestión de la pandemia.

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«Mientras, el nuevo protocolo de rastreo, que limita el estudio de casos a personas vulnerables, mayores de 70 años, pacientes inmunodeprimidos, embarazadas y no vacunados, está provocando confusión y malestar entre los pacientes de los centros de salud. Tampoco está ayudando en exceso a los profesionales sanitarios, que critican el «lío» vivido en la última semana. Los ambulatorios recibieron una primera versión el día 27. El día 30, en vísperas de la Nochevieja, les llegó otra en la que se eliminaba el rastreo de convivientes, y este lunes tuvieron conocimiento de una nueva corrección.

«Ya no es que se esté volviendo loca la gente, es que nos están volviendo locos a nosotros. Esta mañana hemos amanecido con el que se nos envió a final de año. A las 8.00 lo hemos estado estudiando y a las 14.00 lo han vuelto a cambiar. Lo que le habíamos dicho a los pacientes por la mañana ya no valía por la tarde», lamentó la coordinadora del centro de salud de Ejea, Raquel Llera.

La nueva versión, explicó, «reduce al mínimo el rastreo» y lo limita, prácticamente, a vulnerables, sanitarios y sociosanitarios. «El resto de PCR a convivientes y personas que no son consideradas de riesgo se ha finiquitado y ya no se les hará rastreo», agregó.

Leído en Heraldo de Aragón

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No hay forma más fácil de aplanar la curva de contagios que dejar de hacer pruebas que revelen esos contagios.

¿Cómo no se les ocurrió antes? ¿O sí se les había ocurrido?

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Estos días de descanso regreso a mis añoradas madrugadas, que paso entre lecturas y partidos de baloncesto. Esta vida, estos pequeños espacios silenciosos y oscuros, constituyeron durante años la esencia íntima de mi vida. Pienso, escribo algunas líneas o las dibujo en mi mente para traerlas a la pantalla por la mañana. Miro la estantería de libros en la lúcida oscuridad y escucho, al otro lado de la pared, los movimientos de alguien que duerme en una habitación en el piso contiguo. A determinada hora como fruta, picoteo unos pequeños granos de uva, bebo un vaso de leche. Demoro la hora de ir a dormir y, cuando lo hago, constato lo sencillo que me resulta volver a encontrarme conmigo mismo. Y lo espantosamente lejos que estoy de lograrlo.

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Miércoles

Esta noche llegan los Reyes. Mañana hará ocho años ya desde que papá se fue en la tarde de un 6 de enero. No hay que hacer caso al tiempo. Comeremos roscón y me acordaré de aquel mediodía lejano, muy lejano, en que mamá supo que yo me había enterado en el colegio de la verdad: la epifanía sobre la Epifanía. Alguien me reveló la desconcertante noticia y yo busqué confirmación en María Pilar, mi profesora. Ella prefirió no asumir la tarea de rasgar ese velo en primera persona, pero sí dispuso la escenografía para hacerlo: «Cuando vuelvas a casa -me indicó-, mamá te estará esperando para que hables con ella: le regalas una cosa que yo te voy a dar y le lees una carta que escribiré ahora para ti«.

Así lo hice. Mi madre, advertida de antemano, me sentó antes de comer en la mesa de la vieja cocina y yo le dije lo que la profesora había escrito para mí en una hoja de papel cuadriculado: Gracias por haber sido mi Rey Mago durante todos estos años.

Le entregué la flor y abrazados en un beso despedimos la magia y conjuramos la realidad.

Yo tenía seis años y ella era una mujer de 40.

[…]





Cortázar al teléfono

21 10 2016

 

Esta mañana yo te he llamado para contarte algo, aunque antes incluso de empezar a hablar ya no estaba seguro de saber bien qué quería contarte. En la mínima operación de buscar la última llamada que te hice -ese proceso que ha relevado con su ligereza al marcado de la combinación de números que eran tu nombre- he extraviado el objeto de mi llamada. Mientras sonaba la señal he pensado en aquellos hombres capaces de memorizar una guía completa de teléfonos. O quizá era una página. No me acuerdo. Ahora la memoria es siempre la memoria ajena, de un chip o de una máquina. Solo nos queda la memoria remota y difusa, que acostumbra a ser memoria del dolor.

cortazar

Te he dicho, cuando has contestado, que en estos días me sucede a menudo que no recuerdo, que olvido con facilidad las cosas de cada día. Contra quién jugamos el pasado fin de semana, cómo fue el marcador. O que esta mañana tenía que hacer una llamada a alguien con quién acordé hablar a mediodía. Pero que ya lo había olvidado. Que, si él no llega a llamarme hace un momento -te he dicho subrayando lo aparatoso del despiste- para decirme que no podía hablar a la hora establecida, y preguntarme si podíamos demorar apenas una hora la conversación… Que si no llega a ser por eso -te he dicho con un deje sincero de alarma- yo lo habría olvidado. Y que anteayer me dejé sobre el mostrador la botella de agua que entré a comprar a una tienda. Y en el perchero del vestuario un abrigo.

Que solo soy memoria en los otros. Que no tengo memoria de lo que hago. Que a menudo me quedo pensando quién soy. Que no me acuerdo. Te he dicho.

He cruzado una frase de Cortázar y me ha parecido un autorretrato: “Estoy como parado en una esquina viendo pasar lo que pienso, pero no pienso lo que veo”. Ese soy yo.

Me has dicho que tal vez debería ver a un médico. ¿A qué médico? Si ya Cortázar me ha definido los síntomas, qué importa el diagnóstico. El médico. Sí, tal vez. Hemos colgado enseguida, sin más énfasis, porque has recordado que debías hacer algo.

Después, en un mensaje, me recuerdas que saque algo de carne del congelador. Yo esperaba algún comentario lastimoso al respecto de mi estado. No es un reproche. La carne helada me ha parecido un necesario recordatorio de algo muy tonto: que la vida siempre sigue. Podemos bajarnos, desde luego, pero no suponer que nos esperará. Vivir mirando a lo que pensamos. Olvidar. Pero la vida siempre sigue.

Y pensando esto, claro, he olvidado enseguida el encargo, y no he sacado la carne. Mi cerebro debe encontrar un gusto por el olvido, algún tipo de pervertido desdén cuyo sentido me está vedado. Cada día advierto que somos más ajenos el uno del otro, mi cerebro y yo, y me da por pensar si esto, esta fatal disociación, no será un primer rasgo de la incipiente locura. O tal vez solo el sonido de la rendición. De la derrota. De una entrega decidida a esa maquinaria implacable que es mi cabeza.

Cuando por fin he vuelto a mí mismo -es decir, a vosotros, a la vida, el resto de lo que ocurre fuera-, he recordado también que debía poner a hervir unas verduras. Como ya me habías recordado esta mañana. Otra cosa que olvidé enseguida. Hace tiempo, pienso, que dejé de ser fiable. Yo era preciso. Ahora me veo como un desorden. Temo cualquier mañana mirarme al espejo y encontrar que mis rasgos también se han desordenado. Que, por ejemplo, graciosamente los ojos aparecen uno en cada hombro, los brazos me surgen de la cabeza como antenas táctiles, y me han salido dos bocas, una en cada rodilla, que me permiten lamer el suelo en postura genuflexa. Creo que así la vida, tal vez, me habría ido algo mejor. No sé para qué hemos colgado un espejo, si yo vivía tan cómodo sin verme allá fuera.

Ah, la carne… dijiste. Y voy al congelador y me quedo pensando cuál de todo ese montón de paquetes plateados será la carne. He olvidado también el orden de los cajones de la heladera. Y, aunque la forma es un indicativo, no me fío de mi juicio. Así que tomo un par de ellos al azar y los pongo sobre un plato. Y pienso que no dará tiempo a que se ablanden antes de la hora de comer, porque ya es otoño. Y porque el último verano queda ya a una distancia infinita, tan infinita que ya no lo recuerdo.

“Siempre quejándote de todo y a la vez fingiendo no darle importancia a nada. Vives de esperanzas pero ni sabes qué esperas». Julio.





Alan Rickman (1946-2016)

16 01 2016

DieHard

Hans Gruber: This time John Wayne does not walk off into the sunset with Grace Kelly.

John McClane: That was Gary Cooper, asshole.

[Alan Rickman Bruce Willis sostienen su largo duelo dialéctico a través del walkie en La jungla de cristal, uno de esos papeles que Rickman sabía bordar al punto de que parecía haberlos escrito él con plena autoconciencia. El terrorista que desprecia el estilo de vida americano y se ríe, con paródica torpeza a veces, de sus mitos -los héroes del western clásico, en este caso-. La atracción de los papeles de Rickman por frases de este tipo parece poco casual. Resulta fácil encontrarlas en otras de sus interpretaciones más populares, películas en las que el villano está construido a mayor gloria del héroe o de su propia caricatura. Así se comporta su Juez Turpin en Sweeney Todd, y desde luego el fastidiado sheriff de Nottingham de Robin Hood, príncipe de los ladrones. No puedo hacer consideraciones acerca de sus papeles en la serie de Harry Potter, porque solo visité una y recuerdo haber aprovechado una conveniente visita al baño para encontrarme con alguien conocido en los pasillos y perderme cuanto metraje pude. En su fallecimiento, sin embargo, fue su trabajo más renombrado. La popularidad final para un actor de contrapunto. Uno de los más familiares que pudieran encontrarse hoy en la pantalla, reconocible como los malos de siempre, dueño de un arquetipo que nunca ha dejado de gustarnos y que hoy puede que esté más en boga que nunca: el malo atractivo. El que, a menudo, recordamos con más filiación que al héroe. El que nos permite saborear el placer culpable de la moral en suspenso, uno de las más felices creaciones de la narrativa cinematográfica].





Artistas del hambre

21 02 2014

Seamos francos y digámoslo rapidito: ¿Usted pagaría por leer este blog? Entiéndanme… un precio simbólico. Bueno, simbólico no me parece una palabra apropiada. Digamos un precio, un precio bajo, un precio que a usted le permitiera encontrar una relación equilibrada entre las (hipotéticas) satisfacciones que le reporta la visita al atribulado mundo Somniloquios y la posibilidad de aflojar una mínima cifra del bolsillo. Un precio que, sobre todo, permitiera al hombre somniloquio, el que teclea estas líneas, dormir tranquilo por las noches; no sentir que está faltándole al respeto al visitante ocasional o al lector recurrente. Que no les estoy vendiendo filfa. Ese precio. Que ni sé cuál es, aunque ayer por la tarde me hablaron durante horas de las diferencias esenciales entre precio y valor; las tasas de descuento; el VAN, el TIR, los costes de capital y otras abstracciones de naturaleza terrible para alguien como yo…

¿Qué valor tiene Somniloquios? Valor para quien lo lee. Valor para quien lo escribe. Yo me he preguntado muchas veces por qué y para qué escribo este blog. A tal punto que, durante largos periodos, no he encontrado respuesta. Hubo un tiempo en que necesitaba escribir. Lo hacía de manera compulsiva y, a menudo, impulsiva. También con una alegría ahora extraviada: Somniloquios me divertía. Hace tiempo que perdí la necesidad de escribir y, en mis momentos más descarnadamente cínicos, me grito a mí mismo: «Si tanto valor tiene lo que escribo, pongámosle un precio». Ahora que paso la mayor parte de mi tiempo pensando en emprendimientos y sus circunstancias, acabo por preguntarme, con cierta sensación de inevitabilidad. ¿Es este blog una potencial (mini)empresa? ¿Alguien se anunciaría aquí? ¿Alguien pagaría por leer esto? Hasta he consultado los blogs de gurús de la monetización, que hablan de valor, de influencia, de retorno y otras cosas. No me reconozco en lo que he leído ni en las fórmulas y trucos que proponen.

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No se me queden fríos ante estos pensamientos. Comprendan: ahora que uno se le ha hecho prescindible al mercado de trabajo, ahora que faltan los ingresos, ahora que ya no me pagan por escribir (salvo la gloriosa excepción, que yo hago ocasional, de mi querida Mediapunta), ahora que oigo tan a menudo el cacareo del emprendimiento, de la necesidad del reciclaje, de la diferenciación, vengo a pensar en todo esto. Ay, la diferenciación. Me decía un conocido el otro día: «Tus crónicas eran diferentes… ¿No se busca ahora, dicen, lo diferente?». Me tuve que reír. Son pensamientos ingenuos. O bien la diferenciación no puede nada contra los argumentos económicos o bien, como yo he pensado siempre, lo mío no era para tanto. Era, como tantas otras cosas, perfectamente prescindible. No, no les estoy llorando. Pienso en voz alta. Que es lo que siempre he hecho en estas páginas.

En los últimos tiempos he recibido un par de amables propuestas de chicos jóvenes, con sus revistas, para que me uniera a sus páginas. Gente que, como he hecho yo durante todos estos años aquí, escriben sin esperar ni recibir nada a cambio, salvo la satisfacción íntima de la comunicación con quien lee. Que es mucho. Tal vez la esencia verdadera del asunto. Gente que no cobra, al menos por ahora y ojalá pronto lo hagan. Chicos que tratan de definir su voz mientras buscan viabilidad a su esfuerzo: para poder mantenerlo en pie, antes que para poder percibir un dinero a cambio. Me lo propusieron y no puedo ni responderles. Admiro su esfuerzo. Aprecio su estima por mí. Agradezco su interés. Me avergüenza, lo reconozco, decirles que siento que no puedo escribir para ellos. Que ya no puedo escribir gratis. No por decencia. No por dignidad. No por soberbia. Sólo porque necesito concentrar mis esfuerzos en ganar dinero. Y porque siento que, si no lo hago, me estoy traicionando un poco. Sólo escribo gratis aquí y en mi otro yo ovalado; lo hago puede que por orgullo acumulado de todos estos años, o porque me dolería sentir la derrota del abandono. O porque, en verdad, hacerlo está dentro de mí y ésta es la historia de mi vida; estas líneas son un torpe libro de mi existencia al que, quiera o no, soy incapaz de renunciar. Somos artistas del hambre, y que me perdone Joseph K por atribuirme una de las glorias de su escritura. Yo tal vez un poco menos que esos chicos que, como me dijo L. una tarde entre clase y clase, ni siquiera han tenido la ocasión todavía de recorrer el agridulce camino entre la ilusión juvenil y el cinismo de periodista cansado, que es donde más o menos estoy yo y de donde trato de escapar. No, yo no paso hambre. No soy un bohemio de finales del XIX en una buhardilla de París. Tengo calefacción, agua caliente y el frigorífico atendido. Sólo soy alguien que se pregunta, como siempre, para qué escribe. Por momentos, entreveo una respuesta: siempre he escrito para vivir. Y esta verdad incómoda: vivir, a día de hoy, ha adquirido otro significado. 

[Es viernes. Pongamos algo de música para pasar los tragos. Este tema de T Rex que cierra una emotiva película, ‘Dallas Buyer’s Club’, de la que tal vez hable un día. ‘Oh, Dios, la vida es extraña… / Algunos son rápidos y otros van lentos / Algunos creen… / Yo ni siquiera sé si lo hago / No, no, no, no»].





Huguito Weepu

9 10 2011

Los Pumas cazan en grupo: Ledesma, Leguizamón, Santiago Fernández y Contepomi emboscan al fenomenal Piri Weepu, en una imagen que resume el armazón defensivo que tantísimo le costó superar a los All Blacks.

En algún momento, el partido se hizo un interminable bucle de fases repetidas. Los All Blacks tenían la pelota, Piri Weepu lanzaba por dentro a sus terceras o -poco al principio, algo más frecuentemente al final- a Ma’a Nonu, los Pumas frenaban esa penetración de inmediato. El equipo negro intentaba la salida abriendo el campo, Argentina reorganizaba su defensa con un rigor cartesiano, ocupaba todo el ancho del terreno de juego y obligaba a los All Blacks a entrar otra vez por los mismos callejones. Allá esperaban, como compadritos en la esquina, una tupida malla de camisetas albicelestes. Otra vez el choque, otra vez el consiguiente ruck, más o menos limpio, otra vez la habilidad argentina para que Weepu no tuviera una pelota rápida con la que jugar afuera… Y vuelta a empezar. Adentro, choque, parada, reciclaje, defensa. Así hasta que el árbitro descubría alguna infracción. La primera vez hubo duda: ¿Irían a palos los Blacks o jugarían a la mano? A palos. Bien. Un dato notable: querían asegurar puntos desde el arranque. Y otra pregunta… ¿patea Slade? No, patea Weepu. Y la clava dentro como si disparara con ballesta y mira telescópica. Así siete veces de ocho. Los argentinos recuerdan siempre los 25 puntos de Huguito Porta a Nueva Zelanda en el 85. Enfrente tenían esta vez a Huguito Weepu.

Piri Weepu, sexy y barrigón que cantaría Calamaro. Veterano, corto de forma, lento si se quiere y de vuelta de la colina de la hamburguesa. Sí, todo verdad. Pero también esto: el mejor de los All Blacks, de lejos. Por inteligencia, por liderazgo y, desde luego, por esos 21 puntos con el pie que establecieron la diferencia entre NZ y Argentina, cuando no había más diferencia. Los Pumas obligaron al anfitrión a ganarle el partido con el pie. A puro golpe de castigo. Cuando los All Blacks están enfrente, ese logro es superlativo. Lo retuvieron sin anotar más que cualquier otro contrario a lo largo de esta Copa del Mundo. No sólo eso: lo pusieron por debajo en el marcador cuando, a la media hora, Farías Cabello acabó posando en apoyo una escapada fantástica del número 8, Senatore. El octavo argentino se levantó de una melé en la mitad negra de la cancha y, a la vista del despiste de Kieran Read en el cierre de los canales defensivos a los lados del agrupamiento, se mandó una carrera de gigante que lo llevó al territorio de los sueños. Placado ya en la 22 all black, Martín Rodríguez relanzó la continuidad y Farías Cabello, que venía siguiendo la jugada, levantó el oval por última vez para meterse en la zona de marca neozelandesa. Felipe Contepomi puso la conversión en la cocina y, de pronto, los Pumas ganaban 6-7.

Farías Cabello posa el sorpresivo ensayo de Argentina, dejando en nada la defensa final de Sonny Bill Williams y Piri Weepu.

Su ejercicio defensivo ya había recordado a la famosa tarde en que Francia redujo a fosfatina el torrencial ataque negro, en el Mundial de 2007. Los Pumas estaban haciendo exactamente lo mismo, en una exhibición de entrega, pero no sólo eso: sobre todo de severidad táctica. Pero habían ido más allá con la exitosa escapada de su tercera línea, porque en esas posiciones suelen definirse las dinámicas de los grandes partidos. Una vez más, hay que repetir, incluso contra el primer equipo del mundo: cuando los Pumas se baten en duelo, son ellos quienes imponen el arma que se utilizará. Siempre a cuchillo. Pero el reglamento contempla el rifle de distancia para casos así: ese lo llevaba Weepu.

El partido se llevó por delante a Colin Slade, en todos los sentidos de la expresión. Cegado por los focos, impresionado por el tamaño de su camiseta número 10, apenas a los siete minutos Slade estuvo a punto de provocar un primer ensayo argentino, cuando desatendió un pase sencillo que le rebotó en el pecho en el medio del campo. Los Pumas, que cazaron toda la tarde en grupo, igual que leones, lanzaron una patada a seguir que cruzó el campo montaña abajo para la carrera de Marcelo Bosch y su homólogo en el campo, Conrad Smith. El centro neozelandés llegó primero apenas por media falange, recuperó la pelota a tiempo de evitar el ensayo y la defendió con tanto esmero, calidad y fuerza que permitió la llegada de sus compañeros en apoyo, salvando a su equipo. En esa primera parte, en la que Weepu anotó dos golpes más después de otra falta en el ruck y un placaje alto de Contepomi (12-7), sólo el anotador All Black y el propio Smith parecieron a la altura de las circunstancias. El resto se pasaron la noche neozelandesa chocando contra las puertas.

A esas horas, Slade se había ido lesionado, para culminar su ruina. Y apareció en el campo Cruden, el último en llegar a la concentración mundialista tras la lesión de Dan Carter. En el tiempo que jugó, Cruden hizo lo suficiente para justificar que Graham Henry se plantee darle el número 10 en la semifinal con Australia. Mucho más dinámico, vivo y confiado que Slade, Cruden participó en la fase del encuentro en la que los All Blacks pudieron, por fin, encontrar algún espacio que les permitiera reconocerse en su juego. No ocurrió hasta pasada la hora de partido. Hasta entonces, Weepu seguía haciendo dianas (sólo falló un tiro en toda la tarde) y Marcelo Bosch le dio la réplica anotando un golpe de castigo desde el centro de la ciudad, con una patada verdaderamente monstruosa (15-10). A esa hora uno empezó a pensar que, o los Blacks metían un ensayo, o iba a salir Lucas González Amorosino a hacer la de Escocia. Y se lo imaginó al muchacho, danzando como un maldito entre los tackles rivales, hasta meterse en el ingoalneozelandés… Algo así hubiera sido diabólicamente hermoso, pero no se iba a dar. Primero porque Santiago Phelan no convocó esta vez al joven zaguero al rescate. Segundo, porque hacia el 67′ Kieran Read acabó con la resistencia Puma y metió sobre la esquina un balón construido por Jerome Kaino. Weepu pateó fuera la conversión, su único error en 80 minutos. Algo más tarde, Weepu metería sus últimos tres puntos y Brad Thorn finalizó otra avanzada negra hasta el ensayo, convertido esta vez por Cruden…

Cada ruck del partido fue un duelo a cuchillo en el que uno sólo podía entrar si tenía suscrito en un cajón de casa un seguro de vida: Richie McCaw, insaciable siempre en esta fase del juego, se lo pasó en grande tirándose a esa piscina de carne.

Como repetía un personaje del Gordo Soriano en Una Sombra Ya Pronto Serás: «L’avventura è finita«. En ese intervalo, Argentina despidió del campo a uno de los grandes de esta generación y de varias más: el talonador Mario Ledesma dejó su puesto a Agustín Creevy, y el hooker argentino recorrió el espacio hasta la banda plenamente consciente de que era la última vez que pisaba un terreno de juego vestido con la ancha camiseta de los Pumas. Ledesma dijo una plegaria íntima y se fue hacia el recuerdo. Argentina cerraba ahí una etapa individual, pero el partido inaugura un futuro rutilante para un equipo que se ha ganado en los últimos años su consideración entre los grandes del Hemisferio Sur y del mundo entero. Lo espera el duelo anual (durante cuatro años al menos, ese es el acuerdo por ahora con la SANZAR), cada verano austral, con los tres gigantes del Sur en lo que, por lo que oímos, dejará de llamarse Tri-Nations para convertirse en el Rugby Championship. La mirada de Nueva Zelanda es más cercana: Australia, en semifinales. Y el título, ansiado, al fondo. Al fondo pero aún lejos… Los All Blacks aún no han hecho un gran partido, un encuentro verdaderamente digno de su estatura; y sus victorias, pese a la sensación de inevitabilidad, no están construidas con ingredientes que basten para extender una plena convicción. Así que, como dijo Pichot una vez: esto recién empieza.

Nueva Zelanda, 33
Ensayos: Kieran Read, Brad Thorn
Conversiones: Aaron Cruden
Golpes de castigo: Piri Weepu (7)

Argentina, 10
Ensayos: Farías Cabello
Cons: Felipe Contepomi
Golpes de castigo: Marcelo Bosch

Vídeo-resumen del partido





Grupo D: Campo de minas

10 09 2011

Sudáfrica, País de Gales, Fiji, Samoa y Namibia

John Smit levanta el trofeo Webb Ellis, ganado en el Mundial de 2007, cuando Sudáfrica dominaba el mundo oval. La séptima Copa del Mundo encuentra a una brillantísima generación de Springboks de vuelta de sus mejores días.

Pocos se atreverían a colgarle de la espalda un monigote de papel a, digamos, Victor Matfield. Pero Sudáfrica aparece en este Mundial con una diana subida en los omóplatos, ahí justo donde exhiben los Springboks esos números tan chiquitos, que se pierden en las llanuras de la camiseta. El campeón siempre tiene una diana cuando arranque el siguiente Mundial. En el caso de Sudáfrica, además, no falta quien le ha olisqueado debilidades y piensa que el gigantón del hemisferio sur está listo para ser derribado. ¿Lo está? Uhmmm, veremos… La cuestión no trata de nivel de los jugadores, cosa que no hace falta aclarar, sino de estado de forma. Particularmente, en mi opinión, de tres o cuatro hombre sque definieron el dominio implacable de los Springboks en el periodo que les condujo a levantar en 2007 su última Copa del Mundo: hablamos de Morne Steyn (zaguero o medio de apertura, el pie clínico que ha acostumbrado a poner a Sudáfrica un paso más allá que sus rivales, y al que vimos en un perfil bajo en el Tri Nations), del incomensurable segunda Victor Matfield, la velocidad incontestable de Habana por el ala y la dirección y Fourie du Preez, el que fue considerado en el ciclo inter-mundiales el mejor medio de melé del mundo, pero al que en la última serie del Tri Nations me pareció ver por debajo de aquella versión superlativa, algo recortado ese filo que le hacía mover a todos y ganar la línea de ventaja con constancia. En realidad, los tres estaban entre los 21 jugadores que el técnico Bok, Peter de Villiers, decidió no llevar a la gira por Australia y Nueva Zelanda que abrió el torneo del hemisferio sur. En esa lista de ausentes (reservados por lesión o por encontrarse, se adujo, en periodos de rehabilitación) había tantos pesos pesados del equipo que Sudáfrica fue acusada de adulterar la competición y se investigó si todas las dolencias aducidas verdaderas. Y De Villiers hubo de responder por un supuesto campus secreto de entrenamiento. El resultado fue mucha tinta y palabra gastada, por un lado, y un equipo disminuido, probando jugadores para el Mundial, por el otro. A la vuelta a Sudáfrica, jugaron todos los buenos, aunque gente como Matfield, Bakkies Botha o Bryan Habana aún estaban oxidados: rusty, que se dice en inglés. Ganaron a Nueva Zelanda. Perdieron con Australia. Y quedó poco claro hasta qué punto en Nueva Zelanda podrá más la edad o la sabiduría: ese rugby sobrio, rocoso, defensivo, simplificado y demoledor del que han hecho tradición y escuela. Como Sudáfrica nunca negocia sus principios (tampoco De Villiers, por más ladrillos que le caigan), habrá que esperar para ver al joven Lamby, prometedor pero aún tierno para ser el 15, y suspirar por Bismarck du Plessis en el puesto de talonador: ahí permanece, por ahora, el capitán John Smit, cuya leyenda está bajo bombardeo por el empeño de su técnico en alargarle la vigencia. Propongo un ojo siempre en Heinrich Brüsow, ariete de la tercera que más me gusta en todo el torneo, junto al sanguinario Burger y a Pierre Spies. Otro en Jacques Fourie y el tercero en la bota de Steyn, que en el mejor de los casos dicta el camino, la táctica, el tiempo y los resultados. Pronóstico: si los mencionados se aproximan a sus versiones más reconocibles, Sudáfrica será muy difícil de bajar del torneo. Si no lo hacen, igualmente será complicado sacarlos. Dominarán el grupo, pero sin exhibirse. Los veo en semifinales, donde si todo es normal se cruzarían a muerte con los All Blacks. Y ahí… cualquiera sabe.

George North, asesino con cara de niño, anotador ala: el chico del que todo el mundo habla en Gales y, si las previsiones se cumplen, del que todo el mundo hablará de esta Copa del Mundo en adelante. Cuando Warren Gatland lo llamó, era un desconocido: ahora la expectación lo rodea.

Gales ha acometido una reforma integral, pero sin ir al Ikea. No le ha impresionado lo más mínimo enfrentar a sus jóvenes talentos con la cita máxima. Su partido contra los sudafricanos, que abre la participación de ambos, supone una batalla de las edades en toda regla: la media de edad de los dragones no pasa de 26 años, su capitán Warburton tiene 22, y la escuadra suma algo más de 400 internacionalidades entre los 30 miembros del equipo. Los Springboks doblan esa cifra. John Smit cumplirá 34 en abril. Así que será un choque de opuestos en toda regla, porque Gales, su entrenador Warren Gatland y el mundo entero saben que unos llevarán el partido al enfrentamiento de los delanteros y el dominio posicional del territorio; mientras los otros querrán que la pelota fluya, los hombres vuelen y la juventud baile. Sobre todo la de su medio de apertura, Priestland, en quien Gatland tiene puestas enormes esperanzas. Elegido tras la lesión de Stephen Jones, habrá que ver cómo mezcla con el medio de melé, Mike Philips, quien sí maneja una delantera con conocimiento y causa: ha vuelto el oso Adam Jones, siempre tan necesario, pero echaremos de menos a Gethin Jenkins, lesionado, uno de los primeras líneas que mejor placa abajo, incluso en carrera. Y a Ryan Jones en la tercera: tiene para dos semanas y su participación en el torneo está en el aire. Resisten clásicos como el segunda Alun Wynn-Jones, Lydiate, la reserva del efervescente (no siempre para bien) Andy Powell, Charteris… y aparece con un peinado afro-setentero Toby Faletau, flanker tongano, hijo de un veterano mundialista de 1999 y recién promovido a la

Alesana Tuilagi, con la camiseta del Leicester: el rostro más reconocible de una selección de Samoa que promete más de un disgusto siempre que aparece en un torneo mayor.

primera selección galesa por Gatland en el mes de junio. Entre los tres cuartos, varios clásicos de ayer, hoy y siempre (Jonathan Davies,  Jamie Roberts, James Hook, desde luego Shane Williams…) y un muy serio proyecto de estrella en el ala: George North. Pronóstico: el único norteño en el grupo, afronta un choque monumental contra los sudafricanos y encuentros muy duros con equipos que lo han golpeado en el pasado, Samoa y Fiji. El resultado es incierto, pero anuncian diversión por el modo de jugar de sus estrellas.

Cualquier equipo de Samoa y de Fiji se han hecho difíciles de batir. Gales lo aprendió a base de resbalar en esa misma baldosa en dos mundiales distintos. Los samoanos llegan al Mundial con el viente de cola de una prestigiosísima victoria sobre Australia en julio, una carta de presentación temible para un grupo bastante duro, en el que la segunda plaza está muy en el aire. Eso, si los polinesios no dan su perfil más frívolo en defensa (como enseñó Tonga en el partido con los All Blacks). Samoa tiene poderío, jugadores atléticos, durísimos en el contacto y veloces en campo abierto. Fiji todavía afila más ese perfil: su arquetipo de rugby es el del siete, espacios, contacto y pase, ángulos salvajes de carrera, revoloteos y cambios de dirección. Si uno los deja sueltos, es como perseguir gallinas en un campo de fútbol. En Samoa aparece, reconocible por encima de cualquiera de sus compañeros, Alesana Tuilagi, hermano de Manu (el centro de Inglaterra) y familiar presencia en la Premiership. Es la saga de los Tuilagi, interminable: además de Alesana y Manu, Henry Tuilagi juega en el USAP Perpignan. Luego vienen Fereti ‘Freddie’ Tuilagi, y Anatelia ‘Andy’ Tuilagi. Y, por fin, Sanele Vavae Tuilagi, que milita ahor en el Coventry. Además de Alesana, en Samoa merece la pena atender al veloz David Lemi y al centro Mapusua. En Fiji (que ya dio cuenta en la madrugada del sábado de la bizcochona Namibia), el capitán Deacon Manu y el flanker Akapusi Qera le dan ritmo a la delantera. Los de atrás lo tienen todos. Su choque con Samoa será una exhibición de vuelo sin motor. Pronóstico: Samoa está en condiciones de sacar a Gales del torneo a la primera de cambio; habrá que ver con Fiji, con un juego más singular, menos dispuesto a diferentes tipos de partido. Los dos son una amenaza para cualquiera. El grupo es un campo de minas. Namibia, por fin, está destinada a correr mucho y ganar poco.




La Haka contra el mundo

8 09 2011

En su prematuro lecho de muerte, Bobby Deans aseguraba a quien aún quisiera oírle: «Fue ensayo». No era un delirio, sino la honesta declaración postrera referida a una de las jugadas más célebres de la historia del rugby: el ensayo jamás concedido a los All Blacks Originals, como aún se conoce a aquel equipo que disputó 35 partidos en una gira de cinco meses por Gran Bretaña y Estados Unidos. La decisión supuso la primera derrota de su historia en suelo europeo. Fue en el Arms Park de Cardiff, el 16 de diciembre de 1905. El colegiado John Dallas -que vestía de calle como era costumbre entonces- llegó con retraso a la culminación de la jugada y desautorizó la supuesta marca de Deans, al considerar que el placaje final lo había frenado antes de alcanzar la línea galesa. Deans, muchos testigos, el vehemente Daily Mail y varios jugadores galeses reconocerían después que Deans había pasado por lo menos 15 centímetros la línea de marca, y que fue arrastrado hacia atrás posteriormente. Dallas dio melé, Gales ganó 3-0 y Bobby Deans se murió a los 24 años, dramáticamente joven, víctima de las complicaciones de una operación de apéndice. De él se cuenta que era un hombre sano. No fumaba, no bebía, era un trescuartos con planta de duque. Jugaba con honestidad y no mentía. Aún hoy, para muchos kiwis el viejo estadio de Arms Park sigue siendo, ante todo, aquel lugar en el mundo en el que Deans nunca marcó su ensayo.

Piri Weepu, el medio de melé de los All Blacks, agitador habitual en los últimos tiempos de la Haka maorí con la que Nueva Zelanda desafía a sus contendientes: esta vez Weepu llama a una carga enérgica contra el mundo entero, los enemigos exteriores y, sobre todo, los muy juguetones e irreverentes fantasmas íntimos.

Sólo cinco selecciones han logrado vencerle un partido a los All Blacks en todos los tiempos: Australia, desde luego, Sudáfrica, Francia, Inglaterra y… Gales, ese día. Desde aquellos partidos asombrosos de 1905 que descubrieron al hemisferio norte la histriónica danza maorí llamada Haka y el rugby de ataque global de los chicos de negro, los All Blacks son generalmente considerados el mejor equipo de rugby del mundo. Pero esa convención anda en entredicho desde que en 1991 Australia la apartó de la final de la Copa del Mundo y abrió una sonora retahíla de decepciones cuatrienales: perdieron la final del 95 con Lomu de su lado, contra el hoy ya legendario y cinematográfico equipo de Mandela, Pienaar y Joel Stransky; protagonizaron una gloriosa semifinal frente a Francia en 1999, gloriosa porque aquél fue uno de los partidos más subyugantes de toda la historia de este deporte; pero terrible por la inasumible dimensión de la derrota contra los bleus (31-43); Australia les apartó en 2003 de la final que convertiría el pie derecho (y el izquierdo) de Jonny Wilkinson en reliquias modernas de la iglesia anglicana, a su diez en un héroe de leyenda y al rugby en deporte planetario. Y Francia volvió a eliminarlos, esta vez en cuartos, en el último Mundial, con un endiablado ejercicio defensivo que mezclaba el boxeo con las matemáticas, que hizo de cada placaje y cobertura una incuestionable operación de álgebra, y que permitió a los galos remontar un 13-0 y poner a los All Blacks «a jugar al ping-pong», tal y como lo definió más tarde el capitán Richie McCaw.

La noticia histórica subraya, por si hiciera falta, la dimensión del imperativo que soportan los All Blacks en la Copa del Mundo que mañana, 24 años más tarde, regresa a Nueva Zelanda. Como siempre, esto trata de si los All Blacks ganan o no ganan. Hay otros subtextos, desde luego, y  en el análisis que viene en los próximos días los iremos desgranando, tal vez con más humor e intuiciones que rigor académico. Pero el titular se levanta por sí solo como un cartelón: esto es la Haka contra el mundo. Y en casa, en suelo neozelandés, en ese país donde los hombres llegaron a declarar en una vieja encuesta que preferirían ganarle un partido a Australia antes que pasar una noche con Elle McPherson. Así que la ocasión conlleva un elevado tanto por ciento de drama anticipatorio, lo que le agrega relieve escenográfico a un torneo de cinco semanas, que ya de por sí resulta fascinante, una explosión en supernova del deporte de nuestras vidas. Este mes y medio se va a llevar por delante unas cuantas madrugadas y varios amaneceres. Es de ley. Cuando uno duda si el fútbol le gustará tanto como se ha acostumbrado o bien obligado a pensar, ha de recurrir al baremo indispensable del rugby para poner las cosas en su sitio. Ahí se distingue el tamaño exacto de cada pasión, incomparable de todo punto. Resulta imposible dejar de jugar al rugby como resulta imposible dejar de ir de cuando en cuando a tumbar pintas con los amigos. El rugby es una noche feliz, una lifara de risotadas, una juerga hasta que se hace de día, una desparramada resaca juvenil. Es así siempre y cada vez. Por eso se trata de un placer irrenunciable, del que no resulta natural despedirse. No hay que hacerlo. No es necesario. No debe ocurrir y nadie puede exigirlo. Puede que nosotros no fuéramos tan gallardos de renunciar a una velada haciéndole cosquillas a la señorita McPherson, pero sí nos alcanza para proclamar que sólo hay una cosa que nos pueda gustar (casi) tanto como jugar al rugby: ver la Copa del Mundo de rugby.





Rapid Eye Movement

20 01 2011

Imagínate a ti mismo en una barca en el río / con árboles de mandarina / y cielos de mermelada...

He vuelto a hablar en sueños… Otra vez ocurre con frecuencia: frases sin significado, pero muy vehementes, como si establecieran una verdad incontrovertible. Escribo poco, pero soy más que nunca el hombre somniloquio, que perora en la altura de las madrugadas, cuando la grisalla matinal acosa ya las ventanas. Tengo sueños. A veces los recuerdo, como cualquiera. A veces los olvido. Otras, atraviesan la cortina de la vigilia, se cuelan en la lucidez falsa de los días y no me los puedo sacar hasta que me meto bajo la ducha, frotando duro con la esponja. Leyendo acerca de los sueños acabé en una discusión foral acerca de los efectos del hachís y la marihuana en la inhibición de los sueños. Mi información establecía que tales sustancias impiden el acceso a la fase de Movimiento Rápido del Ojo (RapidEyeMovement, REM) en la que se concentra la mayor parte de los sueños más vívidos. O sea, que los fumetas no sueñan… Pero no hay acuerdo en la ciencia ocupada del particular (la ciencia se ocupa de todo, coño) y tampoco en las experiencias compartidas de los ávidos fumadores de sustancias. Los hay que han llegado a experimentar, incluso, sueños lúcidos: aquéllos en los que el protagonista sueña con plena conciencia de que lo está haciendo. El ácido lisérgico, Lucy in the Sky with Diamonds, garantiza sueños lúcidos. Quizás mi mente incorpore el ácido de serie, porque yo practico el lucid dreaming con frecuencia. Creo haberlo contado ya aquí…

McCartney dice haber soñado la melodía de Yesterday. Yo soñé un relato entero que luego transcribí línea por línea sobre el blanco eléctrico del ordenador y que nunca será publicado. De hecho, la sombra de la piqueta, el delete, acosa ya a aquel engendro nacido en días oscuros. Al contrario de Paul McCartney, que soñó una canción imperecedera, yo apenas ideé un relato onírico de baja estatura cuyo argumento resultaba previsible; y su ejecución, molesta y modesta. Éste es el orden interno del universo: McCartney creó los Beatles y yo escribo en un periódico de deportes. AC me interrogó hace algún tiempo, en un casual encuentro nocturno, acerca de mis (presuntos) papeles ocultos. Diríamos… lo que habría de ser mi inédita producción literaria: le confesé que no existe tal cosa. Apenas algunas ideas esbozadas que no merecen, ni han tenido, mayor atención. Como dijo aquel vanidoso: «¿Publicar una novela? Pero de qué obscenidad me habla usted… ¡yo soy escritor!». Y un cretino.

Escribir un libro de sueños siempre me llamó la atención. La literatura onírica, sin embargo, no es fácil. Los bueños sueñan mejor. No. Los buenos lo cuentan mejor. De entre mis últimos sueños me divirtió uno en el que recreaba la novedad del viaje turístico en catapulta. La necesaria supresión de los aviones, el azaroso intermedio de los aeropuertos, los cacheos ventajosos de seguridad a cargo de fornidas teutonas y la bolsita transparente para los líquidos. Aquí el proceso era bien sencillo: te subías en el cucharón de la catapulta con tu equipaje de mano, a la manera de RyanAir, y un propio te disparaba al lugar del mundo que hubieras elegido. Después de atravesar el cielo como una centella desaforada, caías en el lugar exacto que habías elegido como destino. Lo que se dice una lanzadera, pero en la versión literal del término. Yo desconfié: «¿Y si caigo en el agua, en medio del océano?». «No ocurre. El cálculo del disparo incorpora las últimas tecnologías aeroespaciales en cuestión de puntería. Es como disparar un misil: fijo que acierta en la diana», me razonó la señorita. «Pero esto es una catapulta…», protesté débilmente. Menos fiable que un carro de combate, que mata al bulto. En ese momento, en la pantalla agregada que incorporan todos los sueños, vi en escenas paralelas o superpuestas el lanzamiento de varios viajantes, que alegremente ascendían al rudo habitáculo del artilugio para dejarse disparar a la esquina opuesta del continente. Una cayó en la Capadocia, otro aterrizó en las mismísimas tapias del Kremlin, donde aguardaba Brezhnev para hacerle los honores. Yo quería ir a África, a ver la migración de los herbívoros en el Serengeti y el tumultuoso cruce del río Mara. No sé si al final hice el viaje y lo he olvidado. No sé si tuve miedo de caer en la selva y que me mordiera un serpentín.





La guerra de Quentin

20 09 2009

Inglourious Basterds, de Quentin Tarantino

Los futbolistas saben más de fútbol que los entrenadores, los periodistas y los fanáticos. No más acerca del contexto, la historia, los resultados, las estrellas, o las teorías. No. Frente a los sofistas del pizarrón, el crítico que jamás tocó una pelota y los entrenadores de sofá, los futbolistas son científicos experimentales: aprenden la naturaleza del juego, su esencia, el modo, la cinética del cuero y la maleabilidad de los nuevos materiales, las contradicciones del espacio-tiempo, la termodinámica de los defensas, la psicología colectiva, la teoría del caos y el choque de los cuerpos sólidos. Si no nos damos cuenta es porque van en pantalón corto y camisetas con números. Sería más fácil con una bata blanca, pero ni el médico va en el fútbol con bata blanca.

Del mismo modo, los actores saben más de cine que los críticos, los estudiosos, los aficionados y el espectador de las palomitas. En la mayoría de los casos saben más que los propios directores. Esa ventaja le permitió a Spencer Tracy decir aquella bobada irrebatible: “Actuar consiste en aprenderse el papel, decir lo que hay que decir y no tropezar con los muebles”. Luego podemos añadirle los principios del método, la psicología de las máscaras y todos los fundamentos de la encarnación que queramos. En el fondo, no deja de ser lo mismo. Boyero había largado en Cannes una espontánea tentativa de definición: “Tarantino constituye un género en sí mismo”, para a continuación defender la diversión por encima de la coherencia de los principios. Venía a decir algo que uno suscribe: no son mejores las películas de Isabel Coixet o las de Alain Resnais que las de Tarantino sólo porque tengan una mayor o una pretendida sensibilidad. Con modesta exhibición de la jerarquía aludida arriba, Brad Pitt remató con precisión la idea de Boyero. Es decir, lo ha expresado de manera aún más exacta: “La palabra Tarantino tiene su propio significado”, dice el actor. He ahí el principio y el fin del asunto: la semántica.

Tarantino tiene un significado, sinónimos y antónimos. Uno dice Tarantino y todos sabemos de qué hablamos, igual que uno dice botella y en la mente del que escucha se reproduce, tal cual, una botella. Una botella es lo que es: un recipiente para líquidos. Si uno intenta usarlo para jugar a los bolos, digamos, no funciona. Otros usos desviados de la botella suelen acabar en la sala de urgencias. Es lo que ocurre con las cosas, que hay que tomarlas por dónde hay que tomarlas. Esa correspondencia del apellido con el contenido le permite a Tarantino la libertad reconocida de hacer lo que le apetezca y que se lo admitamos; al mismo tiempo, lo condena a que nosotros jamás lo consideremos uno de los grandes. Pero sí el autor de un tipo de cine siempre disfrutable. Muchos directores tienen estilo definido. Ahora, cuando a mí me ponen delante a uno de esos autores “con universo propio”, yo me abro en guardia. Suele afectarlos la pretensión vanidosa de explicar el mundo del resto a través de sus obsesiones. Y siempre con las mismas reglas y en parecidos términos. Oiga, universo tenemos todos, que se sepa. No hace falta ponerse tan serio. El de Julio Medem ha terminado por ser un coñazo concéntrico, por ejemplo. El de Tarantino, sin embargo, es divertido. A veces mejor y peor expresado. No trata de explicar el mundo.

En mi experiencia con Tarantino se produjo una incongruencia inicial que nunca he logrado razonar. Recuerdo haber sentido como un puñetazo entre los ojos cuando vi Reservoir Dogs en los Goya. Me dejó la nítida impresión de haber escuchado un idioma desconocido. Cuando vi Pulp Fiction en el mismo lugar, me ocurrió lo que ahora les sucede a los críticos de Tarantino: me pareció incoherente, me pareció excesiva, me pareció gamberra y, ay de mí, me pareció poblada de personajes no sólo increíbles, lo que habría sido suficiente, sino también inadmisibles. Me hizo gracia Christopher Walken contándole a Butch niño cómo se había guardado en el culo el reloj de su padre, pero me pregunté qué tenía que ver aquello con lo demás… La película constituía un ejercicio de estilo en toda regla, creí yo. Poco más. Aún hoy, sigue siendo un misterio cómo aquello me pudo ocurrir. La segunda vez que vi Pulp Fiction pasó a divertirme de manera incontrolada, como si el tipo que concurrió a los Goya aquella tarde no hubiera sido yo. Y se reveló ante mí el manierismo de Tarantino con toda su carga de salvaje entretenimiento. El inserto con la escena del reloj, no digamos la digresión en el sótano del Tarado, las frases del señor Lobo y el propio señor Lobo tomaron entonces el significado que ya nunca han dejado de tener. Pulp Fiction es una de mis películas preferidas no de éste, sino de todos los tiempos. Me parece que no habrá tres películas que me diviertan tanto como Pulp Fiction, ni diálogos que me guste más escuchar: «Yo te diré lo que pasa con ‘tú y yo’: no hay más tú y yo…». Y esas cosas.

Después del canon, vino la imitación o la expansión de esa semántica… Jackie Brown (aún estupenda pero ya no lo mismo) y, después, la decadencia más o menos contenida en los juegos paródicos de géneros menores: los dos Kill Bill, Death Proof y, ahora, Inglourious Basterds. Admito que Inglourious Basterds no sea una película memorable (aunque la gente aplaudió al final como si estuviéramos en La Croissette), pero hay muchas cosas memorables en ella. Todas convergen en una: la diversión. La película no tiene nada que ver con el género bélico ni falta que hace, porque para eso ya nació Raoul Walsh. Ni siquiera tiene que ver con la verdad. Hay partes del filme insostenibles, una violentación gamberra del concepto del suspense, ramalazos postmodernos en la estructura de la narración y escenas dilatadas, tensas como una goma elástica, afinadas como cuerda de guitarra. Hay personajes de broma (Rod Taylor como Churchill, Mike Myers como no se sabe quién), otros etéreos (Shoshana, su novio y el cine, una subtrama agarrada con hilos) y algunos construidos con verdadera seriedad dramática (nadie habla del Hitler de Tarantino, pero es un Hitler de libro como el de El Hundimiento) o con magistral interpretación: el Hans Landa de Christoph Waltz, sencillamente formidable. Pitt sigue agrandando su registro canalla gracias a Tarantino, Steven Soderbergh y los Cohen. Su bigotito recuerda algo a un Errol Flynn desbocado. En favor de Flynn diremos que él se desbocaba en la vida y no en la pantalla, al contrario de Pitt.

O sea… que ahora que se han cumplido 70 años de la Segunda Guerra Mundial y andan los periódicos entrevistando historiadores y juzgando revisionismos, Tarantino practica la perversión de la Historia de acuerdo a sus reglas de serie B. La cosa es sencilla: entre la pretensión de una Valkyria con Tom Cruise y su parche y los hijoputas sin gloria que dirige Brad Pitt, yo me quedo con éstos. Y además, éstos se cargan a todos: a Hitler, a Boorman, a Goebbels y a Goering. ¿Spoiler, dice usted? ¿Desde cuándo importan las tramas con Tarantino…? El misterio de Tarantino consiste en por qué tantas imperfecciones y tan variados excesos nos gustan mientras otro día cualquiera elevamos al altar el lirismo refinado y la ortodoxia narrativa. Buscar explicación es como comparar a Lubitsch con el director de Pagafantas, que perdone que no me acuerdo ahora de su nombre. El misterio es que no hay misterio. ¿Quieren un fallo? Éste: en ese cine faltaba Himmler.

Pd: No me gusta la traducción del título, Malditos Bastardos. Bastardo tiene matices muy distintos en inglés y en español, aunque no lo parezca. Además, las dos faltas de ortografía que Tarantino incluye en el título original no se reflejan. Aquí un hombre diserta sobre todo esto con bastante acierto. Y de paso me descubre un blog muy interesante.

Pd2: Para una crítica de verdad, y algunas aclaraciones acerca de las fuentes que explican cómo y por qué llega Tarantino a hacer una de presunta guerra, pinche aquí y verá París.