El blues del autobús

30 06 2009

Siempre alerta ante los detalles menos significativos de una ciudad, pasé la semana en Che-Ca-Gou tratando de inferir por cuál de sus cinco equipos profesionales (número inigualado en todo el país) profesaba más afecto el pueblo. En esos días avisté una sola camiseta de los Bulls, que han sido los últimos campeones consistentes de una ciudad en la que el número de equipos está en directa proporción con su mediocridad. Alguna elástica de los Blackhawks (hockey hielo) creo que se me cruzó; varias de los Bears (fútbol americano), muchas de los White Sox y una infinidad de los Cubs (béisbol ambos). Ni hablar de las gorras. Cubs (oseznos, por cierto) por todos los lados. No hacen falta más datos para deducir cuál es la disciplina que prefieren allá. La recreación deportiva en Estados Unidos es marcadamente estacional: la NBA va de octubre a junio; la NFL, de septiembre a enero; el béisbol culmina con las Series Mundiales en otoño, justo antes de que vuelva el baloncesto; y del hockey no me pregunten, pero supongo que debe ser cosa invernal… En busca de alguna traza más de idolatría, no vi a nadie con una camiseta de Muddy Waters. En el Buddy Guy Legends (honky tonk oficial de este viaje) estaban todos representados y los cuatro grandes (Muddy, Little Walter, Sonny Boy y Howling Wolf) colgaban de la pared en un mural en el que sus cabezas ocupaban las cimas del Monte Rushmore, el de los presidentes tallados en piedra.

La única remera de Wilco la llevaba yo con foráneo orgullo. Con la de Johnny Cash enseñando su dedo corazón al mundo coseché gran éxito de crítica y público: un ejecutivo le hizo un cariñoso comentario en el lobby del hotel y, cuando el chófer del 3 me franqueó la entrada en Wacker Drive, me miró al pecho y me dijo: «Me gusta tu camiseta, tío». Luego la tarjeta de transporte se negó a funcionar y tuve que aflojar un par de dólares bajo la exigente mirada de mi reciente admirador, al que no le sobrevino la generosidad de comprobar si el error era mi tarjeta o su máquina. Me dieron ganas de cantarle Qué Ritmo Triste, el pequeño blues genial de Calamaro inspirado en «el suspiro de aire comprimido / como afligido», del colectivo 60.

Tras el interludio musical, volvamos a la miscelánea de impresiones vacuas. Me llamó la atención que ni el guía del crucerito por el lago ni el del autobús turístico hicieran referencia a la portada del Yankee Hotel Foxtrot cuando pasamos por Marina City, nombre del complejo con las dos célebres torres que la ciudad conoce como las mazorcas de maiz, por su construcción de balcones en celosía. Sin embargo, a Oprah Winfrey la nombraban cada dos minutos. Aquí graba su programa; allá vivió 15 días; en el otro lado compró unos apartamentos… Oprah, la mujer que pone a 30 millones de espectadores frente a su programa de televisión, y a otros cien fuera de Estados Unidos, tal vez sea la dama más influyente de América: en cierta ocasión se dedicó a recomendar la lectura de Anna Karenina y en poco tiempo los americanos situaron el folletín decimonónico de Tolstoi en la lista de los libros más vendidos. Aunque nació en Misissippi y no llegó a la ciudad hasta los 30 años, Oprah Winfrey es la mujer más célebre de Chicago, desde donde se emite su show. Ella y, agrego yo, la chica de rojo que delató a Dillinger, asunto del que habré de ocuparme otro día y que certifica que el arquetipo de la mujer fatal tan arraigado en el Cine Negro corresponde, una vez más, a un estilizado ejercicio de realismo.

A Dillinger, Capone y compañía no los nombró nadie. De hecho, luego he sabido que la alcaldía trató de hacerle luz de gas a los emprendedores del Untouchables Tour, recorrido por los puntos negros del feroz Chicago años 30. En Chicago, los cicerones hicieron su trabajo con estilos diversos. El muy atildado muchacho de la narración en el barquito estuvo bien, no vamos a negarlo. Se empeñó en asegurar que a bordo sentiríamos la subida de la línea del agua en la esclusa que comunica el río con el lago, y a advertir que no sacáramos las manos ni aun en broma, como en el Dragón Khan. Exageró, pero era tan fino que la hipérbole no se le podía tomar en cuenta. La hipérbole, de hecho, la llevaba incorporada en su gestualidad… No pude evitar imaginármelo saliendo al oceánico Lago Michigan con el rostro golpeado por el viento, subido en el puente de la nave recreativa como aquel travestido en Priscilla, Reina del Desierto. Por lo que respecta al sightseeing (que siempre practico para hacerme con las coordenadas del lugar) tuvo un primer rato muy aprovechable con una carcajeante sosias de Whoopi Goldberg al micrófono. Del viaje en el segundo piso retuve algunos datos de primera magnitud sobre la ciudad: al perrito caliente en Chicago no se le pone ketchup. El perrito Chicago Style viene con jalapeños… Su adalid es un tipo llamado Dick Portillo. La dirección: el nº 100 de West Ontario Street.

Cuando a la vuelta del ascenso a los 435 metros de la Torre Sears retomamos el trayecto, Whoopi había dejado paso a un homólogo de locución morosa, cuyo ritmo sureñamente contemplativo conspiró contra mi atención. Si le dan una guitarra con las notas lastimeras bien afinadas, ese hombre debe cantar los blues por lo menos como John Lee Hooker. Pero a bordo de la góndola de dos pisos y ocho ruedas le faltaba rasmia. Embebido en su letanía, al segundo giro a la derecha según se sale de la Sears extravié la compostura y empecé a derrotar contra el asiento delantero como los Jandillas en la cuesta de Santo Domingo. Peligrosas cabezadas. Por fortuna, un charlatán de rostro pálido e incierta barriga lo sustituyó a tiempo para evitar que yo me partiese el cuello. Enseguida ofreció  crema protectora para el sol, que se derramaba en cascada; ni que decir que los otros dos habían pasado por alto tal posibilidad. En un momento dado, el cantor de blues incluso desertaría de la nave para desaparecer con paso vacilante hacia un establecimiento cercano. Con su ritmo triste (calculé que haría los cien metros en hora y cuarto) regresó supusimos que aliviado de urgencias y con el cuello de una rutilante botella de Diet Coke metida en la boca. Nota al pie: en Estados Unidos no existe la Coca Zero. El perro ni siquiera ofertó un traguito.





Bolas, chicles y carabinas

22 06 2009
Los Cubs en su turno de bateo: nótense el anciano marcador de Wrigley Field y, al fondo a la izquierda, las tribunas voladizas en las azoteas de los edificios próximos.

Los Cubs en su turno de bateo: nótense el anciano marcador de Wrigley Field y, al fondo a la izquierda, las tribunas voladizas en las azoteas de los edificios próximos.

Estados Unidos es el primer país del mundo y Chicago, la segunda o tercera ciudad en importancia de Estados Unidos. Se diría que tales condiciones obligan a un relativo celo: no se puede andar boludeando de aquí para allá cuando uno radica tan alto en la clasificación. Conlleva una cierta responsabilidad planetaria, digamos. Bueno… ¿dónde cree usted que están un buen número de los ciudadanos de Chicago a la una de la tarde en un día laborable de la semana? Yo se lo digo: en un partido de béisbol.

Los Chicago Cubs juegan en Wrigley Field, durante la semana, generalmente a la una y veinte de la tarde; más o menos en punto porque, ya de por sí, una hora tan imprecisa como “y veinte” invita a la relajación. Y allá va el pueblo de Chicago, listo para emplearse en algo más o menos imposible: alentar a los Cubs para que ganen el partido. Puede ser que la bula laboral para andar a esas horas fatigando hamburguesas y cervecitas en un juego de pelota, en lugar de contribuir a levantar el país de Obama, se explique por la naturaleza heroica del acto: los Cubs acostumbran a no pegarle a un tren cruzado. Así que la generosidad de sus incondicionales debe conmover incluso a los jefes en el trabajo, que por otro lado podrían ser hinchas del otro equipo de la ciudad, los White Sox, y ejercer una indisimulada conmiseración por sus rivales del norte.

La condición perdedora de los Chicago Cubs es centenaria, literalmente hablando: no han ganado la liga de béisbol desde 1908, hace tres o cuatro siglos. En aquellos días ni siquiera Capone había visto oportunidad de negocio en la ciudad, y puede que a John Dillinger todavía no lo afectase un cosquilleo de emoción al pasar por la puerta de un banco. Los alcaldes de la ciudad eran los señores Carter Harrison senior y Carter Harrison junior, que ganaron algo así como diez legislaturas consecutivas entre ambos desde finales del XIX a las primeras décadas del XX. Uno dirigió la recuperación de Chicago después del gran incendio, rematada en la Expo de 1893, y el otro limpió el distrito sur de lupanares, jugadores de baja estofa y buscavidas. En el monolítico cerebro de un ciudadano americano de principios de siglo, ambos actos bien pudieron ser considerados equivalentes en cuanto a valor cívico.

Pero hablábamos de los Cubs, equipo de tradiciones encarnadas en su viejo estadio de Wrigley, el más antiguo de la liga nacional después de que Nueva York demoliera el de los Yankees. Wrigley Field debe su nombre al magnate de la goma de mascar radicado en la entrada del río Chicago, que entrevió las elásticas posibilidades de hacerse multimillonario con los chicles cuando regalaba uno a los clientes que venían a comprar jabón a su factoría. A la gente le apetecía más hacer bombetas que cuidar la higiene, quién lo diría, así que Mr. Wrigley guardó el jabón, les dio bombetas y se llenó los bolsillos, al punto de levantar un hermoso edificio de reminiscencias clásicas que destaca por su soberbia disonancia con el contexto de rascacielos acristalados de Wacker Drive. Por su parte Wrigley Field, el estadio de los Cubs, tiene una fachada envejecida con perfil de frontón griego, pero con la personalidad inherente a lo añejo. Un marcador al que sólo con mucha generosidad se puede llamar electrónico y una tribuna baja en el campo abierto que permite gradas alternativas. En las azoteas de alrededor hay montadas tribunas telescópicas para ver el partido desde fuera del estadio. No son gratis y si hay picaresca está perfectamente institucionalizada y comercializada: con sus cartelones anunciando la página web de contratación, los teléfonos y la hora de negocio.

Todos esos detalles convierten a los Cubs (o los Cubbies, como cariñosamente les gusta decirles a sus aficionados) en un equipo adorable. Puede que no ganen el campeonato hace un siglo y que los White Sox –que juegan en Celullar Field, al sur de la ciudad, en un área sin intereses y en un campo sin carácter- lo hicieran en 2005. Antes también pasaron largas décadas de sequía, como casi todos los equipos de la ciudad excepto los Bulls de los años 90. Puede también que Michael Jordan, hijo dilecto de la ciudad, se enrolase en los Medias Blancas durante ese periodo marciano en el que resolvió dejar el baloncesto para jugar al béisbol. Pero a pesar del aire de agradecido masoquismo de su fanaticada, los Cubs ondean una superioridad moral irrebatible sobre sus vecinos: los White Sox son famosos por uno de los episodios más negros que recuerda el deporte americano: la venta de las Series Mundiales, la final de la liga, en 1919, cuando ocho jugadores de los Sox se dejaron ganar por los inferiores Cincinatti Reds a cambio de una buena bolsa engrosada en el mercado de las apuestas ilegales. El pastel quedó al descubierto y Joe el descalzo Jackson pasó a la historia como protagonista de un fraude de incalculable proporción emocional: “Di que no es verdad, Joe” (“Say it ain’t so, Joe”), la frase con la que unos niños le demandaron una confesión en la calle, ha quedado como memorable línea, que resume la incredulidad y el abatimiento de aquellos días. Dicen que se la inventó un periodista del Chicago Daily News, Charley Owens: si fue así, el señor Owens debería tener una estatua en primera línea de playa de la avenida Michigan. Algunos titulares son tan grandes que no precisan la verdad.

La pasada semana los dos equipos de Chicago se enfrentaron en una serie de partidos de la interliga y allá acudimos, a la una y veinte de la tarde como buenos americanos. El deporte no admite la neutralidad, así que tomamos partido de inmediato por los Cubs, a pesar de Jordan. Y no por razones morales, no; en realidad, no se sabe por qué razones. En el puesto de mercadotecnia más próximo aceptamos nuestro bautismo pagando treinta dólares por una bonita gorra azul marino con la C roja sobre la frente. Ya éramos de los Cubbies. Siempre lo fuimos, sin saberlo: perdedores natos. Un perrito caliente y una cerveza fría después (en el béisbol se bebe alcohol, amigos, del mismo modo que en muchos estados de América se puede hablar con el móvil al volante), nos apostamos en el asiento designado. Muy bien, por cierto: detrás de la jaula, casi en perpendicular al bateador. A la izquierda, una rosada pareja de jóvenes de Alabama que pasaron la tarde pensando qué hacía un español con una gorra de los Cubs festejando los batazos de Alfonso Soriano. A la derecha, un quinteto de aún más jóvenes latinos, seguidores de los White Sox, ellos y ellas. No les dirigimos la palabra. Ni siquiera a ellas.

Lo mejor de los partidos de béisbol no está en el campo, sino afuera. El ambiente reúne un hervor de expectación que culmina en breves explosiones de júbilo propias de la contenida dinámica del juego. Durante nueve entradas y dieciocho turnos alternativos de bateo se reitera la escena del lanzador en el montículo, el entrenador haciéndole retorcidas señas interminables para indicarle dónde debe poner la pelota, el bateador balanceando la estaca en tensión, la cuenta de bolas malas y de strikes… De modo que un espectador poco leído en la disciplina puede ir desgranando los innumerables detalles que le dan forma al juego. En Wrigley Field es tradición que a la séptima entrada un viejecito se haga con el micrófono del estadio e invite a los concurrentes a cantar la más famosa tonada del béisbol: “Take Me to the Ball Game”. El anciano se llama Harry Carabina Caray, y es un veteranísimo periodista que ha narrado partidos de los Cubs (y de otros equipos, incluidos los Sox) durante varios decenios. De la devoción de Chicago hacia sus periodistas deportivos nos ocuparemos otro día. El ejemplo de Wrigley Field basta para perfilarla.

Hay otra posibilidad aún más celebrada durante el juego: cazar en el aire uno de los pelotazos que van a la grada. Ahí es donde los americanos despliegan todo su entusiasmo. Si uno agarra el proyectil al vuelo, tiene asegurada la ovación unánime de sus correligionarios en el campo, que le reconocerán la destreza de manera notoria. Viene a ser como si a uno le permitieran sacar de puerta alguna vez en el partido de fútbol o bien bajar de la grada para rematar un córner. En una ocasión en que el bateador de los Sox golpeó mordida la pelota descendente lanzada por el pitcher de los Cubs, ésta voló por arriba de la jaula en una acusada parábola y buscó la primera tribuna de Wrigley Field. Viéndola venir, un grupo de ciudadanos se levantó del asiento en acto de tensión y tomó posiciones para la captura. De entre todas las manos alzadas, un rotundo tipo con perilla sacó medio cuerpo por el voladizo de la tribuna e hizo una recepción perfecta, que convocó palmas entregadas del respetable. A continuación, elevó la pelota entre sus dedos y, con ceremoniosa gestualidad, se la regaló a unos niños que veían el partido apenas unas butacas más allá. La mamá debió murmurar aquello del “oh, thank you so much” y los niños miraron la pelota como si fuera una bola de luz. La gente se rompió las manos de aplaudir.

Los Cubs, previsiblemente, fueron perdiendo todo el partido. Los Sox tomaron cómoda ventaja mediada la acción y los mantuvieron a raya. Siempre que los locales hicieron ademán de llenar las bases, erizando de ánimo a sus hinchas, los White Sox se encargaron de limpiarlas a tiempo con eliminaciones múltiples. Al final de la octava entrada, con cinco carreras a una en el marcador para los visitantes, algunos de los más fieles seguidores de los Cubs comenzamos a desfilar para evitar la aglomeración del metro. Concluimos que no había más que hacer y que este año tampoco iba a ser el nuestro. Y allí dejamos a Soriano y los suyos, cazando moscas en el aire detenido de bochorno de Wrigley Field.

Pd: Uno ignora cuántos goles se habrá perdido por salir antes del estadio, cuántos habrá gritado sin verlos, en los aledaños o Fernando el Católico abajo. Innumerables, y algunos dignos de memoria por su importancia. La misma noche del partido entre los Cubs y los White Sox, mientras el hombre somniloquio daba solitaria cuenta de un rotundo plato de pechuga de pollo con fetuccine de verduras en Giordano’s (y admiraba las formidables pizzas rellenas del lugar, una especie de pastel de bodas con tomate y mozarella), en una de esas ojeamos el televisor, que daba un resumen de la jornada de béisbol. En un plano veloz aparecieron varios jugadores de los Cubs otorgándose enajenados abrazos de júbilo. Traté de recordar una escena semejante en el partido que había visto por la tarde. Imposible, no existía. O eso creí yo… Entonces me fijé en el rótulo, que decía así: Chicago Cubs, 6-White Sox, 5. Mientras yo regresaba al centro de la ciudad en un vagón somnoliento, los Cubs habían completado cinco carreras durante la novena y definitiva entrada y remontaron el partido. No es por regalarnos méritos que no nos corresponden, pero los Cubs ganaron cuatro partidos consecutivos, su mejor serie en mucho tiempo, durante mi estancia en Chi-Town.





Print the legend

21 06 2009
Hay lugares concebidos para los atardeceres, notablemente algunas playas, y ciudades en las que parece obligatorio asistir a la inauguración de los días. Como advirtió Capote, en los pueblos soleados de España o Italia reina la “medianoche blanca” de primera hora de la tarde, cuando sólo ávidas moscas indagan en la peligrosidad de un escenario bañado de luz y de un calor que invita a la retirada hacia las sombras interiores. El celebrado sueño de mediodía. Siestas de pijama, padrenuestro y orinal. Las ciudades de Estados Unidos, por el contrario, fueron creadas para la noche. Y es en la unánime oscuridad cuando exhiben toda su deliberada magnificencia.
El oeste de Chicago, con el Lago Michigan al fondo, visto desde la Torre Sears.

El oeste de Chicago, con el Lago Michigan al fondo, visto desde la Torre Sears.

Antes de Edison, las urbes americanas han debido ser lugares bastante tétricos y por lo demás mortalmente peligrosos. Después, les gustó tanto su canon vanidoso de edificios altísimos, de torres rutilantes de luz, que lo imitaron hasta la saciedad. Hay un núcleo común a todas las ciudades: un downtown erizado de rascacielos, equivalente al distrito histórico que en Europa rodea a las catedrales. Si Europa inventó el pasado, Estados Unidos resolvió darle forma material al futuro. El nuevo mundo en todas las posibilidades de la expresión. Uno observa las ciudades americanas y sospecha que a nadie le interesó abrir una carrera en pos de los módelos del mundo antiguo y su larga evolución a través de la historia. Porque, sencillamente, hubiera sido inalcanzable, una eterna aspiración. Construyeron catedrales, iglesias y monumentos para conmemorar batallas, sí; se fijaron en los órdenes clásicos, y lo más notable tal vez sea haber evitado una reproducción de mal gusto de tan altos paradigmas. Pero, en lugar de eso, su esfuerzo consistió en inventar las ciudades del futuro, en levantar algo que no existía, en sobrepasar las imitaciones para ser imitados. Parece indudable que París constituye la encarnación del sueño de cualquier ciudad de la vieja Europa; y que Nueva York es la que explica a una y a todas las metrópolis del mundo moderno. Y hasta el concepto mismo de metrópolis.

Naturalmente, hay una tramoya menos vistosa. Saliendo del centro hacia las afueras, las ciudades americanas dejan poco a poco de ser Nueva York y su brava belleza se desfigura lentamente en limpias avenidas como autopistas interrumpidas, con una creciente victoria del espacio abierto. Mantienen, eso sí, la aspiración de impostura. A Chicago se le llama Windy City por el viento, pero también hay algo de denuncia de su vanidad de segunda o tercera ciudad no reconocida. Bautiza el centro con un nombre distintivo (The Loop), e inconforme con el nombre original de la poderosa Avenida Michigan, busca otro más aparente para su parte alta, la más comercial: La Milla Magnífica. En la larga transición de cientos de números de la Michigan se puede explicar la deriva del modelo.

Cuando esa riada de cemento jalonada de parques alcanza el South Loop, por ejemplo, uno quiere mirar a su espalda y encuentra Wabash Avenue, un cambio dramático. Viejos depósitos de agua en la azotea de lo que una vez fueron construcciones industriales, con un interior renovado en coquetos lofts, callejones bien sombríos, solares vacíos como caries, frontales repetidos. Y así sucesivamente. Y Nueva York va tornándose un poco Londres o cualquier otro suburbio británico, entristecido de sucio ladrillo rojo, aceras angostas y gentes que han cambiado la urgencia del downtown por la contenida vigilancia del territorio. Fuman en las esquinas o se apoyan en las fachadas, con un fingido cansancio que revela una alerta. En esos distritos es donde bulle probablemente la infernal cocina de violencia americana. Lo explicarán por la pobreza o la desesperanza o la desconexión pero, sin negar ninguna de esas fuerzas, habría que agregar otra: todo tiene que ver con un estilo. Estados Unidos también parece reclamar la autoría del hombre urbano, con todas las consecuencias.

Chicago se me antoja una joven Venecia de otro tiempo, una ciudad que vive a expensas del imponente Lago Michigan y que se levantó de un pavoroso incendio en el siglo XIX. Lo provocó la juguetona vaca de la señora O’Leary en su granja al norte sur de la ciudad, al cocear una lámpara de queroseno. De aquella destrucción nació una crisálida repleta de transparencias. Chicago atrajo a arquitectos, a hombres de ideas avanzadas. Logró domesticar el río que da nombre a la ciudad, al punto de invertir su curso natural. Excavando el lecho aguas arriba, jugaron con la gravedad para que la tromba de agua cayera en dirección opuesta a la que le era natural. Y así, de un modo algo exagerado podría afirmarse que no es el río Chicago el que desemboca en el Lago Michigan, sino al contrario. A cambio de tan violenta intervención (concebida para salvar al lago de la enfermiza producción de basura industrial que transportaba el río), se le entregó una ciudad asomada a sus orillas, un regalo compuesto de desfiladeros estrechados por edificios magníficos, cruzados de hierro y cristal unas veces, de claridad de piedra elevada otras, de formas caprichosas, de plantas diversas, falsos triángulos equiláteros, siluetas convexas que se adelgazan hacia la vertiginosa cumbre de las azoteas, trapecios homéricos de Bauhaus, ondas gigantescas de vidrio, monumentales fachadas espejeantes curvadas sobre los meandros, torres como celosías que brillan al sol, mazorcas de maíz hecho piedra… Chicago es su río y los trenes elevados sobre arcos de hierro que ensombrecen las calles. Ningún plan urbano contemplaría semejante ordenación hoy en día, pero a Chicago parece no afectarle lo más mínimo el desacuerdo. Tan extraña mezcla de arquitectura en vanguardia y viejas soluciones conforma su equívoca naturaleza.

En Chicago hay un parque dedicado a Abraham Lincoln y otro devoto de la memoria de Ulyses S. Grant, los dos presidentes de la Unión: cuando fueron construidos, se encargaron sendas estatuas en memoria de ambos presidentes, pero alguien mezcló nombres y lugares, de forma que la estatua de Lincoln acabó en el parque Grant y la de Grant fue elevada en el parque Lincoln. Nadie las tocó. Según la historia, o la leyenda, para evitar un enorme gasto que pareció superfluo. Hay otra conjetura más generosa: en Chicago, en Estados Unidos, la equivocación también forma parte del espectáculo. Lo escribió John Ford en boca del periodista de El Hombre Que Mató a Liberty Valance: “Si tienes que elegir entre la historia y la leyenda, publica la leyenda”.





¿Por qué Chicago?

18 06 2009

“Decididamente, si hay un peor modo de ver el mundo que como escritor viajero, es como lector de las impresiones de los escritores viajeros. Advirtámoslo sinceramente en el pórtico de este libro de viajes”.
Aventuras de una peseta, de Julio Camba

Puentes de Chicago

En todos los casos, la conversación de los últimos días fue más o menos la misma.

El anuncio:
-Me voy a Chicago.

La respuesta:
-¿Y por qué a Chicago?

Yo aguardaba un comentario más clásico, tipo: “¡Qué suerte!”. Una cierta admiración cacofónica susceptible de aliteración: “Qué chulo Chicago, macho…”. Una empatía envidiosa: “Jo, ahora mismo me iba contigo”. Pero no. Nadie se iría “ahora mismo” conmigo a Chicago, por lo que he podido ver. Salvo Joan, que ha estado varias veces, me regaló algunas anotaciones valiosísimas acerca de la ciudad y la declaró “espléndida”. Le he buscado aliados y tal vez la frase más entusiasta la dijo el célebre arquitecto Frank Lloyd Wright: “Algún día, Chicago será la ciudad más hermosa que quedará en el mundo”. Y puede que ninguno vivamos para verlo…

Me sorprendió encontrarme el recelo que se opone a las presuntas rarezas. Hoy por hoy uno puede decir tranquilamente que se va de vacaciones a Yemen del Norte, o a Camboya, o a Groenlandia, o bien a Borneo o a Madagascar. Y en todos los casos sentirá que forma parte de la hermandad de la gente viajera, los que saben dónde hay que ir y cuándo, los que tienen categorizado el asunto y dividida la jerarquía de destinos hasta el último detalle: a Venecia se va en low-cost para compensar lo mal que huelen los canales, y que todo parece un decorado más falso que en Sombrero de Copa. Europa está concebida para escapaditas de fin de semana largo o vacación corta; Nueva York y Londres, para las compras navideñas; y cuando uno se casa ha de llegar a Bora-Bora porque la Polinesia francesa es imbatible y no hay otro lugar más alejado. Hawaii está fuera del tiempo. Literalmente.

-¿Y qué se hace en Chicago?
-No sé, estar.

Esa era la siguiente pregunta. Y el final del impertinente diálogo, que me dejaba a mí por un elemento arbitrario en la elección de los destinos. Entonces pidió la palabra Raúl.

-Yo tengo un compañero de laburo que todos los años va de vacaciones a Kansas City… -apuntó el argentino Raúl López, que no es el jugador de basket sino uno de los más renombrados asadores de bifes del conurbano de Buenos Aires. De visita por Madrid, donde hice escala tomando unas cervezas en el Penta, el Raúlo me tira un cable con el tema de Chicago, y lo hace con el mismo desprendimiento con el que derramó hospitalidad y vino en aquella noche célebre en Caseros 868, en el periplo Argentina 2003.

Sí, viste que los tipos ya se armaron un grupito de amigos ahí en Kansas City, así que rajan para allá todos los años y lo pasan bárbaro –agregó.

Todos los años de vacaciones a Kansas City… ahí lo tienen. Díganle a la gente viajera del momento a ver qué cara le ponen. Lo suyo es la Baja California y los viajes por Alaska y recorrer la Ruta 66 y hacer un blog para contarlo.

Así que he pasado los últimos días revisando la fascinación que siempre he sentido por Chicago, tratando de buscarle sentido si es que lo tuviera, y he terminado preguntándome, con una cierta molestia revanchista, si es que tiene más atractivos Shanghai, pongamos por caso, o Phnom Penh, ahora que ese tipo de lugares le vienen gustando tanto al común. Veamos: en Chicago nació Raymond Chandler, un maravilloso escritor de novelas policíacas, creador del personaje de Philip Marlowe, de una novela extraordinariamente divertida, puro cine negro, como El Largo Adiós, de El Sueño Eterno, y ese tipo de cosas. Ya sé que siempre vivió en Los Ángeles, pero no puedo admitir como casual un hecho así. A Chandler lo quiero como a un amigo. También en Chicago abrió los ojos el clarinetista Benny Goodman, el rey del swing, autor de extraordinarias melodías y de un jazz que me fascinó desde que escuché la conmemoración de su clásico concierto en el Carnegie Hall, en el que hace una vivacísima versión de Rocky Raccoon, clásico alternativo del Doble Blanco de los Beatles. Por lo visto, Benny Goodman no guardaba un gran recuerdo de la ciudad, seguramente porque hablamos de un espíritu pacífico y sensible: “No siento un gran afecto por Chicago. Qué coño, una infancia en Douglas Park no tiene nada de memorable. Recuerdo las peleas callejeras y el temor que producía cruzar el puente, porque el chico irlandés del otro lado te esperaba para abrirte la cabeza. Bah, hace mucho que abandoné Chicago”.

También de Chicago es Patti Smith, esa señora mayor que se resiste a mirar las tardes haciendo punto frente a una mesa camilla y continúa todavía empeñada en cambiar el mundo, según vimos en su concierto en la Expo. En el mientras tanto se dedica a revisar el rock como cuando era sólo aquella andrógina poetisa punk que todo el mundo diría de Nueva York, cuando en realidad venía de Chicago, mientras que de Nueva York es Michael Jordan, al que todo el mundo diría de Chicago… Y Muddy Waters también es de Chicago, y otros tantos genios del blues y de la música negra que arrancó del sur en viaje diagonal para ser transformada, mejorada o completada en el norte. El infierno es una edición de bolsillo de Chicago, anotó alguien. Tal vez eso explique la dualidad de la música de Wilco, dulce y escabrosa a partes iguales, como un sabroso pastel de crema hecho con fruta podrida. Y de Chicago son Wilco, deudores de tantas tradiciones fundidas en guitarra; están esas Torres Gemelas que aparecen en la cubierta de su disco Yankee Hotel Foxtrot; y la estatua de Jordan a la entrada del United Center; y Wrigley Field, el viejo estadio de los Cubs, donde seguramente vea un derbi este fin de semana contra los White Sox, el otro equipo de béisbol de la ciudad. Y las películas de los violentos veinte, y la Ley Seca, y Capone, y John Dillinger, y Union Station con la escalinata del final de Los Intocables de Elliott Ness, y ese tipo de cosas que componen nuestro burdo imaginario, como el monólogo de Robert de Niro/Capone ante los sudorosos comensales de una cena de villanos: “Un hombre debe tener entusiasmos, entusiasmos, entusiasmos… ¿Sabéis cuál es el mío?”, les preguntaba a los fumadores de puros. Y ellos apuntaban: “Las chicas, el dinero, la buena vida…”. Pero Capone decía: “No, el béisbol”. Dicho lo cual se hacía alcanzar un bate y con él le reventaba la cabeza con minuciosos samugazos a un miembro algo díscolo o charlatán de la familia. Le pasó por no trabajar en equipo… Capone, el real, tendía a sentir que su esfuerzo no se apreciaba: “Mañana me largo a San Petersburgo, Florida, y que los rectos ciudadanos de Chicago se consigan su alcohol como puedan. Estoy harto de este trabajo –es ingrato y está lleno de amargura. Me he gastado los mejores años de mi vida haciendo de benefactor público”.

Así que la reunión de fascinaciones subjetivas deriva en que Chicago esté entre mis ciudades preferidas de Estados Unidos. A quien le parezcan superficiales o las considere insuficientes, le reto a que me las iguale para ir a Shanghai: “Chicago no es una ciudad para nenazas”, se justificó un político corrupto al que le encontraron demasiado polvo bajo la alfombra. Estáis advertidos. Además, what the hell? Mi habitación asoma sobre el mullido Grant Park y al fondo de la mirada se despliega el Lago Michigan, con su idílica muchedumbre de agua y barquitos de vela.





El Día Mundial del Zaragocismo

14 06 2009
  
Copyright: Alfonso Reyes Luna

Copyright: Alfonso Reyes Luna

El prodigio inexplicable de la fotografía tiene que ver no sólo con la fijación de un instante, sino con la captura de la esencia última de ese momento. En el fondo, fotografiar (cualquier cosa, en general) siempre es fotografiar hadas: la aspiración de materializar algo etéreo. Por eso me fascina, me parece. Con Alfonso Reyes (fotógrafo de AS y de sí mismo, sobre todo) nos pasamos el tiempo y las distancias recorriendo el mundo en busca de la esencia del fútbol, proyecto de naturaleza interminable que nosotros vamos alargando con una u otra excusa: algún día será un libro, y será un libro hermoso, pero no sé si tanto como el viaje…

 Todas esas inquietudes quedan reflejadas en esta foto de Leo Ponzio, que para mí resume, explica, cuenta, sintetiza y relata el partido del sábado y, en realidad, un año entero. Por la escena y por su protagonista, jugador fun-da-men-tal en la transformación que ha conducido al Zaragoza de vuelta a Primera. Modestamente, opinaré que la imagen es exacta por ejecución y por su inagotable poder evocador: Ponzio viene gritando su gol, el segundo del Real Zaragoza al Córdoba, los brazos extendidos y las manos abiertas, como gritan los argentinos siempre sus pasiones futboleras; las manos abiertas para entregarse y recibir a la gente que está en las tribunas gritando ese mismo gol, haciéndolo suyo para siempre. Esa fusión que tan bien y de modo tan perdurable representó otro argentino, Juan Esnáider, con su gesto tras el gol en la final de la Recopa: el abrazo con la gente. El íntimo abrazo imposible con el fervor de los que están afuera. Los brazos de Ponzio están justamente levantados y componen una simetría casi perfecta que Reyes debió rastrear, entiendo, al revisar la secuencia, la ráfaga de imágenes que dispararía con la precisa inconsciencia de los fotógrafos. La sonrisa abierta, el vuelo hermoso de la camiseta y el cabello, y el fondo moteado de blanco del zaragocismo que está triunfando. Sobre todos los demás elementos destaca la leyenda de la camiseta: «¡Gracias!». El homenaje agradecido del equipo a su hinchada.

Hacia el minuto 40 del partido, con este gol de Leo, rompí a llorar junto a mi amigo Gori Silva, con quien vi el partido en medio de la grada. Ya no pude dejar de hacerlo cada tanto hasta el final. Llevé toda la tarde, desde la Plaza San Francisco, la camiseta que Charlie Cuartero me regaló la mañana de la infausta final contra el Espanyol.  Esta crónica la escribí con esa camiseta aún puesta, literalmente. Y si a alguien le parece que un periodista no debe vestir la camiseta de un equipo, sepa esto: para mí es más importante el zaragocismo que mi profesión. Y más íntimo. Y más verdadero. Por mil páginas que yo hubiera escrito, jamás me aproximaría a lo que Reyes dice con una sola imagen. Si esta crónica reúne algún mérito será el de haber intentado aislar las incontenibles emociones de todo el día para armar un artículo coherente, libre de exageraciones pasionales, pero justo en el retrato de su significado. Lo más difícil del periodismo zaragocista es olvidarte de las lágrimas y las alegrías para escribir sereno.  Cuando por la noche llegué a casa me sentía libre, casi liviano, como si hubiera emergido de una catacumba emocional o un cirujano me hubiese retirado de la espalda el bulto de cuatrocientos kilos con el que he caminado durante los últimos doce meses: los que van del descenso en Mallorca a este Día Mundial del Zaragocismo que ayer vivimos. Sentí que me liberaba de una larga pesadilla y por eso titulé así..

Dime que sólo fue un sueño…

El Real Zaragoza se despidió con una cómoda goleada de Segunda División, de la angustia de un año entero, de todas las frustraciones intermedias, de la preocupación multiplicada en muchas tardes, de la irreparable tristeza que provoca un descenso a quien siente el equipo como algo irracionalmente propio. Un ascenso, en un club como el Zaragoza, significa una liberación, un reajuste de cuentas con la historia,  la restauración del orgullo, el respeto a las tradiciones orales, la ordenación coherente de las vidas de todos aquéllos para los que el centro de esta ciudad, y acaso el centro mismo del mundo, se encuentra en el rectángulo esmeralda de La Romareda. Un título permite la exposición rutilante del orgullo, pero jamás alcanzará el dolor íntimo de un ascenso. No se trata de que valga más o menos. No es eso. Pero un zaragocista que ve a su equipo de vuelta a Primera, como lo vieron ayer los cientos de miles que estaban allí o miraban allí, es un hombre que puede mirarse feliz al espejo, y reconocerse humano y completo en la profunda debilidad de los vencedores. Un zaragocista puede, por fin, levantarse esta mañana y pedirle a su imagen en el cristal silencioso: “Díme que sólo fue un sueño, una pesadilla, un engaño”. Y sí, ahora parece que sólo fue eso. Eso y nada más…

Ésta es la hora de gritar que el Zaragoza ha vuelto. Y de reafirmar que ninguna obligación impide la legitimidad del festejo; lo justifica el sufrimiento. Sobre todo para los jugadores, redimidos como colectivo. En el fondo, ésta ha sido una temporada redonda, pero con muchas esquinas. Hubo algo innegablemente dramático en el descenso del pasado año, hacía ayer 391 días. Algo que lo hizo diferente a descensos precedentes, a los de los años setenta o al de 2002. Pudo ser la abrupta  y muy temprana quiebra de las ilusiones que había despertado el cambio de propiedad en el club; o el pensamiento de que fichajes como los de Ayala, Aimar, D’Alessandro, Diogo, Diego Milito, Matuzalem u Oliveira le daban forma a un nuevo Zaragoza, listo para quitarse el polvo de una falsa mediocridad, para resituarse en el fútbol español. Aquello empezó con una UEFA y terminó en descenso, en poco más de un año. Y puede, desde luego, que la problemática financiera en la que el descenso sumergía a la sociedad produjese un efecto depresor incalculable. La gente del Zaragoza no pensaba sólo en la pérdida de categoría; directamente temía por la pervivencia del club.

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Tan poco tiempo…

12 06 2009

La única vez que vi a Bunbury, yo llegué un poco tarde y él se marchó demasiado pronto. Fue aquel concierto en Independencia que el hombre abandonó a la francesa, un poco harto de la presunta dispersión del público. Yo no fui, porque andaba muy atento a la cuidada rectitud escenográfica de Bunbury, un tipo capaz de llenar el escenario de gestualidad teatral. Poco después de aquel incidente anunciaría una retirada temporal y yo pensé que siempre llego tarde a todas partes.  Había tocado El Viaje a Ninguna Parte, estupendo disco doble con el que partí hacia una atención creciente y en dirección retrospectiva a la obra más próxima de Bunbury. Él se fue y regresó. Mejor que nunca, hay que anotar, pero yo continué llegando tarde. Cuantas más ganas reunía de verlo en directo, más obligaciones o imprevistos se interponían. Me perdí su breve gira con Nacho Vegas en aquel El Tiempo de las Cerezas, una reunión fascinante en todos los sentidos; y también la reciente primera visita del Helville de Tour, en la que no sé que estaba haciendo yo para no estar haciendo lo que debía hacer. Previsiblemente, tengo complicado llegar al concierto de mañana, aunque no me resigno. El desencuentro ya ha hecho costumbre. Una pena porque, sinceramente, creo que su último álbum es soberbio, más allá de las (in)convenientes polémicas acerca de cómo se escriben las letras de las canciones; y si digo disco soberbio digo disco soberbio al punto de que se pueden contar con los dedos de una mano los músicos españoles capaces de construir un trabajo como ese, con la potencia de escritura y música que le otorgó Bunbury. Y puede que los dedos de esa mano sean amigos entre sí. Aprovecho para reivindicar El Manifiesto Desastre, el estupendo último trabajo de Vegas. Nos queda el presente, que ya es suficiente, y no nos debe faltar. Nos quedan canciones que llenen los corazones… y sobre todo las de los demás.

Lo que se cruza esta vez entre Bunbury y yo es el ascenso del Zaragoza, una ocasión mayor. No hace falta que explique el alcance del hecho, que supone (espero que suponga) la liberación definitiva de un sufrimiento -personal y colectivo- incalculable. No sé si me dará tiempo a las dos cosas, no lo creo. Sé que a las cuatro y media de la tarde quiero estar en la Plaza San Francisco con la camiseta que un día me regaló Charlie Cuartero, porque en este inminente ascenso no dejo de pensar en él. Y quiero sentir el zaragocismo desaforado de la gente, de la grada, de los muchachos. Y repetir la escena que siempre ha sido mi preferida: el paso del autobús con el equipo hacia el estadio. Es el instante más emotivo de todos los grandes partidos. En cada final he aguardado el paso del autocar hacia el estadio, mezclado con la gente. Sudando y cantando con la hinchada.

El sábado aún me guardaba otra cita que no puedo cumplir: el partido de veteranos en el Seminario de Tarazona, fiesta esencial de mi club y ocasión en la que hay todo lo que se precisa en una fiesta. Comida, bebida, rugby, compañeros, amigos, risas, calor y, si la cosa se pone tibia, algo de dolor. Suele ponerse tibia. A menudo acostumbra a ser un partido de marcadores y golpes bajos. Pero yo no estaré. Dejo un pequeño homenaje construido con música de The War On Drugs e imágenes propias y ajenas de los más de 40 años de rugby en el Seminario. La canción se llama Arms Like Boulders (Brazos Como Rocas). Un buen grupo, con una veta dylan muy notable en este tema y un álbum de americana muy recomendable. Es un modo bastante incompleto de estar donde no se puede estar. Como dijo el Joker en la primera e inigualada película de Batman: «Queda tanto por hacer, y tan poco tiempo…».





La señorita Alicia

11 06 2009

    beatles

El tiempo me tiene atrapado en su ventajoso simulacro de eternidad. Supongo que me muevo, pero tan despacio que me resulta imposible confirmarlo. Para ello debo recurrir a los otros, que son quienes me ofrecen la perspectiva de la velocidad del cambio mientras revelan la cómoda incongruencia de mi vida diaria.

Sé que pasa el tiempo porque se marchó Leonor, camino de los 102 años ya para siempre. Los viejos madrugan para irse, tal vez por no alterar las costumbres de su cuerpo, que decide por ellos. Si no dije nada aquí (espacio en el que Leonor estableció hace días su condición de referencia mítica) fue porque no puedo decir nada. Hay cosas -hechos, pensamientos, impresiones, imágenes- que están más allá de las palabras. Por indescifrables, por íntimas, por el tamaño de su brutalidad o de su naturaleza son radicalmente indecibles, al menos para mí. La vi por última vez unos pocos segundos, pero podría escribir (si pudiera) cientos de folios acerca de tiempo tan escaso. Enseguida mi madre me dijo: “Vamos, hijo, que se la van a llevar”. Y me imaginé a un coro de mínimos ángeles que la trasladaban en volandas hacia el tiempo perfecto de la nada. Debe de ser que soy religioso, aun a pesar de mí mismo. Si fueron ángeles parecían sólo monjas.

Sé que pasa el tiempo porque miro a Alicia, que ayer cumplió ocho rotundos años y me hizo pensar bastante. Se ha arrancado la piel de niña y ahora anda vistiéndose con afiladas ironías de incipiente señorita. La veo en su mejor momento, aun a mi pesar: libre todavía de los laberintos adolescentes, pero con la perspectiva agrandada de quien va quedando ya a salvo de los benditos engaños de la infancia. Temo que a partir de este momento deba tratarla de usted. Alicia, para quien siempre fui una fuente de pequeñas historias fascinantes, me ha convertido ahora en su variable objeto de perspicacias y réplicas sardónicas. Para ello cuenta con la ventaja de mi perplejidad inadaptada a la nueva relación; y con el arma del lenguaje, que maneja de forma muy precisa. La llamé por la tarde, aún desde el trabajo, para felicitarla. Inútilmente traté de emboscarla en un bobo engaño ya trasnochado:

-¿Qué haces?

-Estoy celebrando el cumpleaños…

-¿Cumpleaños? Qué pasa, que cumple años alguna amiga tuya del colegio…

Que cumplo años yo -réplica muy seca, como diciendo: ‘Eh, no te hagas el tonto conmigo’, frase que, como sabemos, una mujer puede pronunciar con el mismo significado a lo largo de varias décadas y siempre con destinatarios equivalentes que resumiremos en uno: el pavo de turno.

-¡¿Pero qué me dices?! -exclamé con patético asombro fingido.

En mala hora.

-Oye, a mí no me tomes el pelo. Sabes perfectamente que es mi cumpleaños.

Arrié las velas y me dispuse a permitirle que me deshiciera a dentelladas. Mascullé mi rendición en un sentido “Felicidades”. “Muchas gracias”, contestó, rigurosa con el guión. Al fondo se oían muchas voces y se elevó una que parecía anunciar algo a una concurrencia que imaginé sin dificultad. Traté de que me contara algún regalo pero ella estaba atenta a las instrucciones del micrófono. Ya no me oía a mí. Pronto me dijo:

-Mira, tengo que dejarte.

La frase me sonó como un disparo. No por el hecho en sí, comprensible, sino por el modo de formularlo. Podría haber dicho: “Tío, que me están llamando para empezar la fiesta con los otros niños del colegio”. Esa posibilidad hubiera sido infantilmente explícita. Pero Alicia empieza a manejar con natural soltura las armas sutiles propias de su condición. “Mira, tengo que dejarte”: Otra frase que le servirá durante al menos 30 o 40 años. Válida para muchas ocasiones. Perfecta para establecer la distancia adecuada, para decir lo que se quiere decir de manera que, con los Códigos Jurídicos en la mano, ningún tribunal te pueda acusar de no haberlo dicho, aunque todos sepamos que está dicho sin decirlo, sin entrar en detalles, sin dar explicaciones (¿dónde está escrito que haya que dar explicaciones?, ¿es que no te queda claro, pedazo de bobo?), sin conceder ni una sola ventaja. “Mira, tengo que dejarte”. Le pasó el teléfono a su hermana pequeña (que va a ocupar su papel, pero de otra manera muy distinta) y me dejó con la palabra en el aire.

Luego fui a verla y le llevé sus regalos. He abierto la veta Beatles y eso da para toda la vida, espero. Comenzamos por una hermosa cajita de música, un sencillo cubo de madera decorado con el rostro de los cuatro muchachos de Liverpool en su primera época, con un toque de pop-art. “Ahí puedes guardar tus secretos”, le indicó su madre. Qué hermosa y terrible frase. La cajita tiene una manivela. La invité a darle vueltas y sonó la música. “¿Qué canción es?”. Le costó un poquito reconocerla: las cajas de música son como los viejos móviles, una especie de diagrama resumido de sonidos, politonos monocordes. Sin embargo no tardó mucho: “¡¡¡Let It Be!!!”, exclamó. Sí. Aunque yo pensé, con cierta oscuridad interior: “Let It Bleed”. No supe si la frase (“Déjalo sangrar”) me venía de algún recuerdo, de una película (¿no se lo dice Bobby de Niro al empleado del banco que atracan en Heat después de reventarle las narices?) o de cierta canción sombría… Cantamos Let It Be un poquito: “When I find myself in times of trouble…”. Fue el tema que expuse para traducir en una clase de Inglés en el colegio, hace tres o cuatro siglos. Siguiente regalo: un neceser (o un estuche, o vaya usted a saber qué) decorado con motivos de Yellow Submarine. Y el Album Rojo (The Beatles 1962-66), porque no fui capaz de resolver si es ya momento de meterle concepto con un disco como Rubber Soul o Revolver o, desde luego, el Sgt. Pepper’s y no digamos el Album Blanco… Cualquiera diría que no, claro, pero no olvidemos que su canción favorita, declarada, es Strawberry Fields Forever: esa precocidad psicodélica me abruma.

A Sergio, el chico de La Ventana Indiscreta (felicísima tienda de cine y memorabilia pop en la calle San Lorenzo) le llamó la atención que los regalos fueran para una niña de ocho años. Yo había visto la cajita de música hacía varios meses y pensé: ésta es mía. Había varias. Le pregunté si las tendría en junio. Él dijo que seguramente. Cuando llegué ayer, confesó que sólo le quedaba una y que la había reservado un cliente. Se me tensaron las calandracas. Fue como un duelo en mitad de una polvorienta calle del oeste. Nos miramos en silencio un instante. Sin decirlo, le indiqué con los ojos que la caja tenía que ser para mí. Aguantó el envite. Lo intenté rodear: “¿No sería yo el que te la encargó?”. Burdo. Es verdad que había preguntado, pero sin concretar. “Fue alguien que vino hace un mes”, empezó a argumentar. “Pero claro, ya no ha vuelto. Y tú la quieres ahora y yo no puedo estar esperando siempre porque igual no vuelve”. Se me representó la soledad silenciosa de una tienda en el día a día. “Mira, lo dejo en tus manos”, cedí, no sin falsedad. Me hubiera gustado añadir: O me das la caja o te vulco el garito, chato. Con habilidad sorprendente para mí mismo, resolví usar a Alicia como los de la Intifada, de escudo humano: “Su canción preferida es Strawberry Fields Forever”. “¿Con ocho años?”. “Sí… ¿No te parece maravilloso?”.

No tardó nada en sacar la caja. Mientras la envolvía, hurgué en su debilidad: “Mira, si a esa niña la diseño yo con un ordenador, no me sale mejor: rubia, ojos azules, la mala hostia de los Ornat, le gustan los documentales de bichos, tiene inquietud musical, me pide partidos de rugby cuando viene a casa y está enloquecida con los Beatles”. Sergio asintió. Preferí ahorrarle explicaciones acerca del lado oscuro de tales coincidencias. “Mira, también tenemos chapas de los Beatles”. Me mató: “Pon todas”.