Diario no diario (XV)

16 08 2021

Miércoles

A las 15:18, otra vez a la misma hora, me inocularon la segunda dosis de la vacuna. De nuevo el leve protocolo: aún menos personas en la fila -ninguna, de hecho-, con respecto a la primera; la mesita con tres facultativas que preguntan nombre, DNI y si pasé la enfermedad. Una atiende la negativa, con gesto repetido decenas de veces. La otra comprueba sobre la lista de personas previstas ese día para el pinchazo, y con el rotulador amarillo tacha la línea con mi nombre. Un pasillo de acceso, una línea de mesas atendidas por otro par de sanitarias, una silla al costado. «Siéntese aquí, ¿es diestro o zurdo…? Entonces mejor pinchamos el hombro izquierdo; levántese la manga y ahí voy». El pinchazo. Un breve descanso posterior, escuchando la reacción del cuerpo, si es que el cuerpo tuviera algo que decir. Silencio fisiológico. Y otra vez afuera, de nuevo al mediodía que desemboca en tarde.

Conduzco de regreso a casa, con música y las ventanillas abiertas. Pienso en las palabras repetidas de todos estos meses. El covidioma construido para la designación de la pandemia y las palabras que tomaron nuevos significados, relevantes. La propia palabra pandemia, cuya despiadada expansividad no podíamos sospechar ni siquiera en la nitidez de su semántica. Los lugares comunes, giros, tecnicismos y circunloquios: la distancia social, las mascarillas, el respirador, los EPIs, la cuarentena, el aislamiento, la alerta sanitaria, las pruebas PCR y los antígenos, el estado de alarma, el confinamiento selectivo, la desescalada, el brote, los grupos burbuja, la primera y la segunda pautas, la inoculación, la nueva normalidad, el coronaplauso y el coronababy. El suero, la inmunización y la inmunidad de rebaño, el negacionismo y el ARN mensajero… Y claro, los infaltables tutoriales, las infografías sobre medidas de protección, los avisos y los anuncios institucionales, los reportajes y las teorías conspiratorias -eje alternativo e inevitable de nuestro tiempo- que nos han explicado por qué nos pinchan cerca del hombro, por qué duele el brazo, por qué los cubiertos se quedan pegados en el punto del pinchazo, etc.

El idioma covidiano y el hombre covidiota.

Todos los diversos virus que emergen del virus.

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Jueves

Al día siguiente del pinchazo despierto como si me faltaran siete noches de sueño. Esta primera sensación es solo algo más afilada que otros días, pero no tiene nada de particular en mí: suelo dormir menos de lo que se considera saludable. A veces me pregunto si tendrán razón quienes afirman que para ser feliz hay que dormir bien, por lo menos ocho horas diarias. Y si me estaré llenando el cuerpo de insatisfacciones por no cumplir el horario normativo de cama. Ojalá el lado pesado de la existencia pudiera diluirse con unas horitas más de descanso diario. Por otro lado, también leí en cierta ocasión que existe una reducida élite (usaban ese termino exacto, que me pareció excesivo para mi caso particular) que funcionamos con plena competencia a pesar de dormir apenas cinco horas. Según aquello, formaría parte de esta opinable raza superior de frugales descansos.

A pesar de haber dormido la misma cantidad de horas de siempre, conforme avanza la jornada el embotamiento mental se hace más notorio. Es como si los pensamientos hubiesen adquirido un molesto peso, o como si cada proceso mental forzase su recorrido a través de un embudo por el que mis ideas fluyen con la dificultad de un líquido viscoso. Lo único que se mueve dentro de mí es una creciente irritación. Estoy lento como un atleta fuera de punto. Todo empeora a media tarde con un leve mareo cada vez que me incorporo. Termino por admitirlo: son los efectos laterales de la segunda dosis de la vacuna.

La primera resultó inocua. Con esta segunda no acabo de estar mal pero tampoco de estar bien. Me habita un malestar impreciso, fantasmal como casi todo lo demás durante esta pandemia. La falsa invulnerabilidad: uno no acierta a distinguir dónde empieza lo mental y dónde acaba lo físico… hasta que el virus derrota al cuerpo.

Te parece que solo es un constipado… pero podrías estar muriéndote.

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Sábado

Llevamos mucho tiempo parapetados entre la condición invisible de la amenaza y el estremecimiento de su concreción asesina. Frente a este enemigo desconocido los gobiernos, claro, advirtieron pronto la manera de envolver su lado más extremo, la muerte, en el manto engañoso de lo que no vemos; y al mismo tiempo otorgarle una devoradora materialidad a las medidas de alerta, restricción y control, siempre recubiertas de paternalismo acusatorio. Si esto fue alguna vez una guerra, pronto supimos que la teníamos perdida. Nunca fue posible conformar un ejército competente que dependiera de la capacidad gestora de los gobernantes y de la responsabilidad personal de los individuos. Así que, desde la primera hora, nuestra única esperanza consistió en que el virus se retirara por decisión propia. Que desapareciera por arte de magia. Pero, oh… los virus no suelen hacer eso. De hecho, como los villanos digitales de la ciencia ficción, tienden a multiplicarse y a transformarse. Así que habría que retirarse al bunker y aguardar la llegada de las vacunas, la única arma confiable.

Hace un par de semanas el gobierno autorizó la supresión de las mascarillas en los espacios abiertos. Sigue siendo obligatoria en lugares cerrados, transporte público o cuando, al aire libre, «no se pueda mantener una distancia mínima de 1,5 metros de distancia entre personas, salvo grupos de convivientes». La disposición reforma la Ley 2/2021 de «medidas urgentes de prevención, contención y coordinación», promulgada el 29 de marzo del año 2020.

Hemos pasado 14 meses enmascarados. Una primavera, un verano, un invierno y esta segunda primavera. El presidente inaugura el verano con otra proclamación del estado de felicidad, como ya hizo el anterior cuando anunció la nueva normalidad con aquella frase premonitoria: «Hemos vencido al virus». Premonitoria de todos los fracasos envueltos en manipulaciones.

Lo más fascinante es la respuesta de la población, que en su mayoría hace caso omiso al decreto de liberación y mantiene (mantenemos) el uso del cubrebocas en la mayoría de situaciones, incluso por la calle. No cabe demostración más sencilla, más irrebatible, de la desconfianza que las decisiones políticas han generado en la población. Ningún otro país llegó tan lejos a la hora de establecer la obligatoriedad del uso de mascarillas. El mismo país cuyos dirigentes, cuando la pandemia ya cabalgaba invisible por las calles desiertas, regateaba con circunloquios covidianos la necesidad de su uso. «Los expertos dicen…». Simón dice.

A esta hora resulta ya sencillo distinguir entre los discursos la enmascarada insistencia en mirar al futuro para no tener que explicar nada acerca del resbaladizo presente. Todas las intervenciones presidenciales están planteadas en términos de flagrante optimismo desiderativo y porcentajes por venir: «En tal fecha tendremos vacunado a tanto porcentaje de tal edad». «En cual fecha, el tanto por ciento tal de españoles tendrán la primera dosis». Y así todo: un mes cualquiera, un porcentaje cualquiera, un indicador cualquiera. El contexto auxilia la displicencia de unos políticos que nos tratan a los ciudadanos como si fuéramos niños sin entendimiento: han decaído los contagios a los niveles más bajos de toda la pandemia, se vaciaron las unidades de cuidados intensivos y cayó el ritmo de hospitalizaciones. Al mismo tiempo, la campaña de vacunación avanza ufana a lomos de la autofoto. Quien no se retrata en el momento de la inoculación parece un disidente y, aún peor, un triste desconfiado. Las reservas en destinos veraniegos se agotan. «La gente está reservando en tres y cuatro sitios, por si acaso. Total, como la cancelación es gratis…». San Juan arde, las playas borbotean de multitud extasiada, en el campeonato europeo de fútbol el público llena los estadios y en la costa los adolescentes se entregan a un solsticio depurador. Atraviesan las noches enteras y sus días como cuchillos. Me recuerdan a aquellos guerreros entregados al desenfreno antes de partir para la batalla final.

En las calles de la ciudad, las ventanas abiertas de madrugada liberan conversaciones, a veces gemidos de sexo sudoroso, otras el haz entrecortado de las imágenes de un televisor que ilumina fugaz las sombras.

Otra vez las noches, como siempre, tardan en aquietarse.

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Sábado

«Todos tenemos mala suerte en el amor. Cuando me pasa a mí, salgo a correr: cuando corres, el cuerpo pierde agua y no le queda nada para las lágrimas».

Oído en Chungking Express, de Wong Kar Wai

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Miércoles

Más de un millón y medio de niños en todo el mundo han visto morir a uno de sus padres, abuelos o cuidadores principales por culpa del covid-19. Es la primera estimación global de esta otra desgracia causada por la pandemia, que se publica en la prestigiosa revista The Lancet.

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Jueves

Esta nueva victoria no ha durado ni dos semanas. De nuevo entramos en el verano amenazados por la explosión de otra poderosa ola de contagios. A esta ola inesperada, tan repentina y veloz en su crecimiento, la llaman ola joven, como las del rock, por la edad de la mayoría de los infectados: la población que inaugura el final de su época adolescente con las pruebas de acceso a la universidad y la posterior celebración en un destino de playa y fiesta. En ese escenario prolifera la versión delta, detectada hace unos meses en la India y expandida de forma irremisible aquí y allá. Algunos estudios indican que entró a España a través de Portugal, pero uno se pregunta -más allá de la singularidad del dato- qué importancia tendrá por dónde se cuela un monstruo intangible que, como las especies invasoras que diezman la fauna autóctona, viaja emboscado en nuestros organismos, a bordo de barcos, coches, aviones y trenes.

A finales de junio, acabados los exámenes anuales, la new wave dispara su velocidad de crecimiento, y en julio acelera para situar las cifras de casos a los puntos más altos de toda la pandemia, además de las medias de edad más bajas. Las hospitalizaciones son menos que en las olas precedentes, pero la presión se ha trasladado a los centros de atención primaria, donde los rastreadores subrayan dos líneas: el mayor número de contactos de cada persona contagiada, por la intensa vida social de los jóvenes; y la tendencia a esconder la identidad de esos contactos, rompiendo de esa forma la cadena de control.

M. regresa a su puesto en la UCI tras las vacaciones y me cuenta: «Tenemos ya dos plantas llenas con enfermos covid… y una UCI completa. Casi todos los ingresos son personas que se quedaron pendientes de la segunda vacuna de Astra Zeneca. Nos ha entrado un señor de 68 años al que infectó su hijo. Yo me muero».

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“La directora general de Salud Pública del Gobierno de Baleares, Maria Antònia Font, ha sido citada por un juzgado de Palma de Mallorca para declarar en calidad de investigada por el confinamiento obligatorio el pasado mes de junio de jóvenes en viajes de estudios que habían tenido contactos con infectados de covid-19.

Según confirmó el propio Govern balear, Font ha sido citada por el juzgado de instrucción 12 de la capital balear para que preste declaración a raíz de una querella presentada por familiares de jóvenes confinados en la que se le atribuye el presunto delito de detención ilegal.

La directora general de Salud Pública fue quien firmó el 25 de junio la instrucción de la Consejería de Salud para que se confinase a todos los estudiantes que se consideraban contactos estrechos de otros jóvenes que habían dado positivo en coronavirus con quienes habían compartido actividades de ocio”.

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Viernes

Acaba julio y hace frío cuando llegan las vacaciones. Ya en la costa cabalgan el cielo tormentas impenitentes, que avanzan desde el este a lomos de ominosas formaciones de nubes. Un ejército sombrío que adensa el aire y desanuda un viento que revolea los toldos ingenuos del verano. Luego desata una poderosa tempestad de agua y piedra. Miro dese la terraza acristalada las olas que rachean las esquinas de los edificios, como si fuera la proa lavada de tormenta de una nave. Es alta mar en tierra firme y corremos el peligro de ahogarnos, encerrados en el horno de las viviendas.

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Domingo

«Generar miedo constituye una decisión política peligrosa e irresponsable, especialmente en el marco de una pandemia. Y no sólo porque se trata de un enfoque paternalista que considera a los ciudadanos como niños a los que asustar con la presencia del monstruo para se coman toda la cena. También porque el pánico duradero acarrea consecuencias sociales y políticas muy graves en el largo plazo. Causa trastornos psíquicos y acrecienta el egoísmo y la intolerancia de los individuos, reduciendo considerablemente su respeto hacia los derechos de los demás. Y pone en peligro la democracia pues las constituciones se convierten en papel mojado cuando una mayoría social, presa del miedo, apoya la supresión de derechos y libertades.

Cada vez se alzan más voces denunciando el uso de los “positivos” como inyección diaria de adrenalina pues, una vez vacunados los vulnerables, la relación numérica entre contagios y enfermedad grave se debilita considerablemente. El virus no va a desaparecer por muchas restricciones que se decreten: se trata de generar inmunidad suficiente para adaptarse a él, igual que la humanidad aprendió a convivir con patógenos mucho más peligrosos. Para ello hay que dominar el miedo (un buen paso es dejar de ver la televisión), comenzar a basar nuestra protección en medidas voluntarias y responsables, siendo conscientes de que el riesgo cero no existe, de que todas las enfermedades matan gente cada día. Nos encontramos en una encrucijada, es hora de recobrar definitivamente la libertad… o de perderla por mucho tiempo«.

Adictos a las restricciones, de Juan Manuel Blanco en vozpopuli.com

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Miércoles

Es agosto. Las cifras de contagios se han disparado el pasado mes de nuevo a los niveles más altos de la pandemia, aunque las vacunas contienen el ritmo desaforado que otras veces tuvo la muerte. Ahora son noticia los fallecimientos de negacionistas: personajes, más o menos conocidos en esta modernidad en la que todo el mundo quiere ser más o menos conocido, que una vez negaron la eficacia de las vacunas y a quienes el virus acaba matando con trágica ironía.

Volvieron las restricciones y la batalla legal entre nuestros gobiernos locales y nuestros tribunales locales: autorizar el toque de queda para contener la crecida, la salud pública, la amenaza a los derechos fundamentales. El llamado pasaporte covid, pensado con el fin de facilitar la movilidad y los viajes para un turismo seguro y ahora transformado en distintivo obligatorio para acceder a determinados lugares. Un elemento de segregación en manos políticas, con excusas sanitarias. En Francia hay un levantamiento ciudadano y enfrentamiento en las calles. El valor apreciable de la respuesta cívica, siempre a punto de la violencia. Aun así, nada va a detener el rodillo ordenancista, espolvoreado de un naciente totalitarismo.

El gobierno ya no gobierna nada de lo que tenga que ver con la pandemia, hace mucho y menos ahora, en las vacaciones. La pandemia ha devenido en una media anarquía contra la que nada se puede hacer. Una sucesión de telas de araña que uno trata de apartar de los días, de forma inútil, y cuya sedosa inmundicia se nos va quedando pegada a los miembros. Para qué combatir si es como pegar machetazos en una jungla interminable de la que nadie conoce la salida.

Por eso el gobierno siempre habla de otra cosa, porque no tiene ninguna verdad que decir ni soluciones que ofrecer. Y por eso lo hace con el tono proteccionista de un padre cariñosamente arbitrario, un educador inútil que ignora las preguntas porque ignora sus respuestas. La gestión de la pandemia ha quedado en un recuento monótono de casos y contagios, ruedas de prensa que anuncian los horarios que cambian, un acordeón pesado de notas de prensa, portales con datos y bandos con restricciones. Siempre, por debajo o por encima, las palabras admonitorias.

Quizás en algún momento pensamos que había otras formas de enfrentar esta larga batalla. Ahora recordamos aquellos símiles sobre las guerras, que hablaban de héroes y épica anónimos. Imposible no aplicarle una amarga ironía al relato que devuelve la memoria de aquellos primeros meses, cuando pensamos que todo era una cuestión de semanas. Desvestimos la tragedia para envolverla en un velo patético. Our finest hour terminó como termina todo en esta contemporaneidad puerilizada en la que habitamos: stories de bizcochos y violinistas en los tejados del vecindario.

En sus diarios de los primeros años de la guerra, Zweig se pregunta cuánto durará el conflicto. Esperanzado, dibuja en su mente escenarios geoestratégicos que terminan la muerte en apenas unos meses.

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Jueves

Nosotros hablábamos de las vacunas como los asombrados europeos de 1939 lo hacían de la diplomacia. La culpabilidad se trasladaba de país en país como ahora lo hace por grupos de edades. El creciente porcentaje de población inmunizada (término generalizado, pero de matices falsos) no basta ni nunca bastará. O eso piensa uno cuando los políticos, que siguen a los laboratorios, empiezan a hablar de la necesidad de una tercera dosis.

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Sábado

En este tiempo sin tiempo, los días parecen fuera de sitio, como si alguien en nuestra ausencia hubiera movido las habitaciones, para cambiarlas de lado, y nuestra propia casa fuera un lugar desconocido, de tabiques desplazados, muebles distintos y otro color en los muros. En los estantes, libros que nunca quisimos leer, autores que no conocimos, fotografías y adornos de personas que no fuimos nosotros. Y a quienes ya no nos parecemos. Salimos a los días de aceras reblandecidas y un velo de aire ardiente, como el fuego sobre la superficie del mar. Y aunque en apariencia nada ha cambiado, ya nada está donde lo aprendimos.

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Domingo

«La meta del 70% de la población mayor de 12 años vacunada ha dejado de ser el punto de no retorno del coronavirus. La inmunidad de grupo está más lejos. ¿Cuánto? La opinión de los expertos la sitúa en una horquilla que va desde el 80% al 90%, si bien ya se escuchan opiniones que descartan que se pueda alcanzar».

(…)

«Joan Carles March profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública incide en esta idea. «El 70% es una cifra que ya no dice nada, las cifras que salen oscilan entre el 85% y el 90%, pero esas cifras marcan que la realidad es que tenemos que vacunar sin pensar en la cifra. La vacuna no es esterilizante, no nos quita del contagio, lo disminuye, así que hay que dejar de hablar de porcentajes. Hay que vacunar e insistir en el mensaje de que los vacunados están protegidos frente a la enfermedad», asegura».

(…)

«El colegio se va a empezar sin los menores vacunados, porque no hay estudios. Al ser las únicas poblaciones no vacunadas pueden ser el grupo de población al cual pueda afectar la variante. La reducción de ratios de alumnos por clase que se impuso el curso pasado ya se ha eliminado y los alumnos están sin vacunar, podremos tener un incremento de casos en octubre. Es un escenario posible para este otoño», afirma. Este experto destaca que la gran mayoría de los menores de 12 años infectados son asintomáticos y eso es positivo para ellos, pero no para trasmisión de un virus que ha ganado en capacidad de contagio».

Leído en El Independiente

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Lunes

Es agosto. Todavía es agosto. Pero ya es agosto.

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