María Jesús Ornat (1935-2021)

2 09 2021

A mi madre le gustaban los estampados alegres,
los relojes coloridos,
cambiarse muchas veces las gafas de sol
y llevar las uñas siempre muy bien pintadas.

A mi madre le gustaba la ropa de tonos muy vivos
y las camisas de flores.
Por eso yo, cada vez que me compraba una nueva,
iba enseguida a verla con ella puesta para que así
al menos una persona en el mundo me dijera:
“Esa camisa es preciosa”.

A mi madre le gustaban
los días luminosos,
el helado y los granizados de limón, bien ácidos,
la nata del merengue y el agua muy fría.

Si estaba helada, al punto de la congelación,
tanto mejor. Se la bebía de un trago.

A mi madre le gustaban las colonias frescas,
los balcones en las casas,
las procesiones de Semana Santa…
y las canciones de José Luis Perales.

“Es que se le nota en la cara que es un buen hombre”,
nos dijo siempre convencida.
Y los demás hacíamos girar los ojos.

A mi madre, a esta hora, todavía no sé si le gustaba más
que lleváramos el pelo corto o que nos lo dejáramos largo.
A veces te sacudía un estacazo verbal por un motivo;
y en otras ocasiones, exactamente por su contrario.

Nadie dijo nunca que ser un Ornat fuera sencillo,
Y ella era más Ornat que todos los Ornat juntos.
Por eso, cuando aparecías de visita en su casa,
sabías que con ella el tema iba así:

Las cositas claras.
Y el amor, muy muy espeso.

A mi madre le gustaban los veranos en Helios,
las partidas de rabino y sobre todo, sobre todo…
bañarse en las piscinas.
Las piscinas eran para ella lo mismo que son para mí:
algo muy parecido a un paraíso.

Cuando nadaba, hace ya tantísimos años,
lo hacía siempre a braza y moviendo los brazos
con muchísimo cuidado,
como si el agua fuese porcelana y se pudiera romper.
En realidad, de lo que cuidaba era del último peinado
que le hubiera hecho su gran amiga, mi madrina Chelo…

A mi madre le gustaba que le escribiera dedicatorias en mis libros.
Como sólo tengo dos, en realidad se las arreglaba para obligarme
a que le dedicase cualquier libro, fuera cual fuera el autor.
Yo le decía: “Pero mamá, que no es mío… que ese libro lo ha escrito un señor muy famoso”.
Y ella replicaba desdeñosa: “A mí qué más me da: tú dedícamelo que nadie se va a enterar”.

Sé que guardaba y aún releía las cartas que le envié hace muchos años desde Inglaterra.
Y no hace mucho volví a pillarla contándole a alguien lo que una vez escribí:
que en sus fotos de joven, ella me recordaba un poco a Joan Fontaine.

A mi madre le chiflaba la juerga permanente en casa de sus nietos,
aunque se inquietaba al mirar a mi hermana Patricia (y aquí cito textualmente),
“trabajando en su casa como una mula”.

Mi madre admiraba el cabello interminable de Beatriz
y la vitalidad contagiosa de mi hermano Fernando.
Hace mucho llegué a la conclusión de que a estos dos
lo que más les fascinaba era una cosa que juntos
hacían como nadie: discutir.
Por cualquier cosa. Daba igual.

Mi madre y mi hermano discutían el uno con el otro
con un arte y un amor verdaderamente envidiables.
Eran unos maestros de la bronca repentina y fugaz.
Antes de que te dieras cuenta ya se habían liado;
y un momento después, ya estaban reconciliados.
Lo hacían de esa manera porque se querían como nadie,
pero también sospecho que,
en el fondo, porque así quedaban ya en disposición de volver
a discutir en cuanto hubiera la menor oportunidad.

A mi madre, en fin, le gustaba sobre todo vivir.
Y estar con todos nosotros.
Y que nosotros siempre estuviéramos con ella.
De modo que así hemos estado.
Así seguimos.
Y así pensamos seguir.

Siempre juntos.
Los de aquí.
Y los de allí.

Porque… aunque a los Ornat nos guste mucho llevarnos la contraria,
a María Jesús no había más remedio que hacerle caso.
Con ella pasaba lo mismo que con Perales:
que en la cara, y en la voz, y en los ojos, y en su risa…
se le veía que era una mujer buena.

Añado yo ahora: y una madre acojonante.
Con perdón.





Nick Cave en su palacio

8 11 2020

En su antología de artículos periodísticos, titulada Elogio de la quietud, Pedro García Cuartango describe una tarde en la que marcha con prisa al encuentro de una cita, agobiado por el compromiso y el deseo de eludirla. En un momento dado resuelve interrumpir la inercia de la obligación y se sienta a mirar las hojas en la copa de los árboles, atravesadas por la luz otoñal del día que se acaba. Trascendido por la sencilla belleza de ese instante, advierte que está disfrutando de un momento único, que nadie más sino él podrá contemplar, y esa conciencia lo empuja a una plenitud que enseguida designa de forma inequívoca: de un deliberado remanso de lo cotidiano ha brotado algo excepcional, un instante de pura felicidad.

Me doy cuenta de que vivimos el momento de mayor pesadumbre que han conocido varias generaciones. Y que, aunque tratamos de sostener -a menudo de forma irresponsable y peligrosa- el ritmo natural de nuestras vidas, todo el escenario se ha venido abajo y actuamos movidos por un instinto de supervivencia que revela la fatalidad que nos acecha: como una mosca prisionera en una caja de cristal, tratamos de levantar el vuelo, incapaces de comprender o de aceptar el entorno. Y con insistencia chocamos contra las paredes transparentes que nos encierran. Es cierto que el hombre de hoy vive rodeado hace tiempo de suficientes motivos para el pesimismo, pero nunca nos habíamos visto cubiertos por una sombra tan nítida de desgracia.

Estamos cercados por la incertidumbre y la muerte. Y sin embargo, aún es posible detener la siniestra cinta de los días para encontrar la dicha. La otra noche asistimos a la proyección de Idiot Prayer, el recital solitario de Nick Cave en el Alexandra Palace de Londres. Sentado al piano en medio de un inmenso salón, enmarcado por dos cañones de una luz polvorienta que entra en diagonal por dos magníficos ventanales al fondo, envuelto después en claroscuros y juegos lumínicos que ensombrecen el espacio, pintan de sangre el aire o lo redimen de claridad, Nick Cave construye una escenografía única de paraíso íntimo; el lugar, el ambiente, la coreografía gestual de un artista de presencia monumental, la revisión desnuda al piano de canciones de toda su carrera, la composición fílmica… Todo conspira en Idiot Prayer para que la noche del jueves fuese uno de esos indescriptibles paréntesis de regocijo íntimo que nos aguarda bajo la piel despiadada de los días.

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All things move…

5 01 2016

De todas las imágenes que guardo de la noche de Reyes, algunas son intercambiables. Las reconocerá cualquiera. Nos acostábamos con la puerta entornada. Yo me mantenía despierto mientras podía e interrogaba con inevitable confusión el juego de luminosidades y sombras movedizas bajo la rendija de la puerta. Las voces apagadas que podían ser o no las de mis padres. El zumbido familiar de los pies arrastrados por el piso. Y ese crepitar suave, demasiado fugaz para interpretarlo, que parecía papel de envoltorios pero tal vez fuera cualquier otra cosa. No lograba distinguir los matices precisos para una certeza. No logro saber aún si lo intentaba siquiera. Sabía que nada ocurriría mientras yo no durmiera. Que el prodigio exigía el sueño. De toda esa construcción sensorial queda sin embargo, por encima de todas, una escena que nunca vi, pero que siempre me relataron. La de mi padre tirado en el suelo del cuarto de estar, donde abríamos los regalos por la mañana, montando el Scalextric y jugando de madrugada con uno de los hermanos Montal, mientras nosotros dormíamos.

ncave

La magia de todo aquello se acabó pronto y de la manera habitual. La ilusión no se me ha curado nunca. Supe aún demasiado niño la verdad y, sin embargo, no perdí ni un ápice de las emociones infantiles que toda aquella liturgia me procuraba. Las he traído hasta hoy. Casi. Ahora ya, como de tantas otras cosas, no puedo estar seguro. Intento reconstruir el milagro con mis propias manos, como un mensajero obligado a transportar viva la llama en este largo trayecto. Intento reconstruir tantas cosas perdidas que no sé ni por dónde empezar. Creo que si miro atrás voy a encontrar el vacío; y si voy adelante, caeré en un precipicio porque el camino ha terminado. Así que solo miro a los lados y a menudo encuentro poco más que angustia.

A veces pienso que seré capaz de construir un palacio entero para él, con su laberinto de estancias y habitaciones, repleto de juegos y enseñanzas, de torres y almenas, de misterios con respuestas; que lo recorreremos juntos, cogidos de la mano, y a cada uno de sus miedos yo responderé con una verdad; y a cada una de sus dudas yo opondré una certeza; que tendré todas las contestaciones a todas las preguntas. Y que, al final de cada paseo, nos asomaremos por las aberturas más altas del muro a un cielo coronado de centellas, asombros que le hagan sentir el inevitable deseo de volar, que es anhelo sin renuncia posible para el hombre. Y yo lo dejaré ir de mi mano y él se suspenderá en el tiempo y los espacios, y atravesará la vida sin volver la vista atrás; y yo lo miraré sin perder ni por un momento de mis ojos su cuerpo delgado y rubio, esa piel construida de leche de oro, cuyo primer tacto de terciopelo no me abandonará nunca.

A veces siento que no seré capaz de ninguna de estas cosas. Que intuirá en mi mirada la extrañeza herida del hombre que se extraña a sí mismo. Que no acertaré a salir de mí para llevarlo por los corredores inciertos de este castillo. Que cuando me pregunte, yo estaré buscando explicación a mis propias obsesiones, sin atender las suyas. Que aprenderá a ignorarme, a no contar conmigo, a encontrar en otro lado lo que no tenga en éste. Aprenderá que debe volar y lo hará para no volver. Admitiré no haberle dado ningún motivo para regresar, salvo quizás la piedad. Y tal vez ni eso.

Eso que mi padre hizo tan bien: entregarme tantas cosas, de un modo tan sutil, que me dejó impregnado para siempre de la necesidad de regresar a él, casi a diario. Sí, tal vez una noche de Reyes la pasó tirado en el suelo, con un amigo, montando tramos de una pista por la que correrían mis coches. Pero no fue jamás un modelador de artificios. O yo no lo percibí así. Le dio forma a mi necesidad de un modo implícito, prosaico. Tal vez en su pura ausencia de viajante que cada lunes salía de casa para volver a finales de semana. Quizá en esas partidas rutinarias modeló mi imposible marcha. En la maleta dispuesta sobre la cama y el método para no olvidar nada, que me transmitió cuando yo me hice viajero inverso a su costumbre: hay que llenar la maleta, me dijo, en el mismo orden en el que uno se viste. Y así la inconsciente rutina deviene en una disciplina acerada, que construye un hábito.

Mi padre nos dejó un día de Reyes, por la tarde. Esa mañana yo había comprado dos roscones, preso del mismo entusiasmo confuso con el que me acostaba de niño y auscultaba las voces y los ruidos al otro lado de la puerta de nuestra habitación. Uno era para quienes le atendían desde hacía meses, en el goteo de días cuenta atrás hasta el final. Otro para nosotros, que nos reunimos a comer en el lugar de siempre, en una celebración imposible, pero que debíamos imponernos para conjurar todos los temores. Y que solo mi hermano y yo sabíamos que iba a ser póstuma. La última antes de.

Hacia el mediodía, mientras le guardábamos el costado de la cama, su agitación creciente obligó a llamar a las enfermeras. Desde hacía unos días (casi) todo estaba en nuestras manos. En la decisión de comenzar a administrarle morfina cuando el desasosiego físico, que lo apresaba en una inconsciencia que ya se había prolongado durante días, hiciera evidente la proximidad del dolor último. En ese instante activaríamos el monstruoso engranaje del desenlace. Y así ocurrió: su vida quedó resuelta en horas.

La idea de la partida se impone hoy al despojo que la escena tuvo de verdad. A partir del segundo final, todo ha sido literatura. Fue esa idea, construida en mi cabeza para imponerla al silencio descarnado del momento, lo que trajo a mi memoria otra despedida: una vieja tarde de Reyes en que debió salir a uno de sus viajes de trabajo, muchos años antes. Nosotros nos quedamos agotando los regalos, la inquebrantable alegría de una jornada como esa. Nada me pareció más triste entonces que aquel contraste. Nada más cruel. Y no para el niño que era yo, sino para el padre que era él. Hoy me pregunto si en verdad sería así, si tomaba el hecho de tener que dejarnos con naturalidad profesional o si incluso le liberaba cambiar el escenario. Ser otra vez el hombre de mediana edad, con sus indecisiones, en lugar del padre al que no se le permite vacilar. Si tal vez necesitaba alejarse con sus propias memorias de otros tiempos, de sus días de niño. Si tan irrevocables me parecen aún a mí todas esas cosas hoy por hoy, si a veces quiero salir de casa e irme por tiempo indeterminado, o esconderme en esta oscura soledad escrita… ¿por qué no iba a sucederle lo mismo a él?

Me asomé a la ventana y lo vi abajo, en la calle. Camino del automóvil y la ruta. Cruzaba la ventolera con paso decidido. Con su metódica bolsa en una mano, con ropa y documentos; y el saco para los trajes colgado sobre el hombro de la otra. Lo vi quitarse el abrigo y extenderlo con cuidado en el maletero, sobre los bultos. El aire le revoleaba el cabello.

No puedo atribuirle esta última enseñanza: que la existencia lo arrebata todo. Se arrebata incluso a sí misma. Niega todas sus doctrinas y las releva por otras, a menudo en rotunda contradicción. Corrige incluso el significado de una fecha, aprendido durante años y años. Como si una voz macabra dijera en off: tu gastada alegría de niño la sustituirá desde hoy esta Epifanía de adulto, corrupta de aflicción. Y así, ignorando estas cosas o sabiendo otras, nos sentaremos de nuevo a la mesa este Día de Reyes con el roscón y los regalos de quienes vienen por detrás. Otra vez, ya para siempre, obligados a imponernos esta celebración, para conjurar todos los temores. A veces la vida te quiere enseñar lecciones que son imposibles de aprender.

 

 





Cool infierno

4 07 2013

Alguien aseguró, de camino al punto de reunión, que encontraríamos a Gerhard en cualquier caso, por oscura que fuera la noche. Y era oscura como boca de lobo. La previsión anticipaba que una lóbrega tiniebla comenzaría a expandirse en apenas minutos, como oscuro manto de raso, desde la bocanegra del escenario. Pero tenía razón: G aguardaba ya en el mismo lugar de siempre: a la izquierda de la mesa de sonido. Su presencia (no tanto el hecho físico como su significado) subrayaba un conocido desacuerdo con el entorno; tenía la rotundidad de un faro, de la disonancia pretendida: contra la acechante penumbra, Gerhard vestía una blusa roja de un tejido fino que, en el hiato de focos y contraluces, nos pareció delicada seda, labrada de arabescos. Y una gorra de monte a juego, de corderay diría ahora, pasado el tiempo. «Muévanse rápido, chicos, dentro de poco aquí habrá demasiado tráfico», propuso. Lo hicimos. Pronto el escenario se inauguró de luces y misterios. Las puertas del infierno… murmuró alguien .

Cuando se trata de los Bad Seeds, y mediante la intercesión de su testaferro infernal, aka Nick Cave, la misericordia, la piedad y la esperanza quedan suspendidas hasta nueva orden. Como última concesión a una cierta forma de dulzura, un ratito antes, subidos en un balconcillo VIP entre dos aguas, elevados sobre los torrentes, se habían materializado unos músicos y su maduro frontman. Cantaban y tocaban tan bien las canciones de The Wedding Present que, efectivamente, sólo podían ser The Wedding Present. Y lo eran, si bien nadie los había anunciado. Teloneros del averno. La recensión desordenada de aquel momento, que no somos capaces de fijar, ha tomado ahora la forma de un anuncio de coches. Algo molesto, puede ser; pero la verdad se impone: fue un conciertito de esos que le susurran de manera bien permanente a la memoria, transcurrido el tiempo…

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El afilador y otras bestias

8 06 2011

A pesar de haberse afeitado su acometedor bigote en herradura, la conclusión no cambia: Nick Cave es un hombre. Los demás apenas lo intentamos. Podemos pasar desapercibidos, entreverarnos en el grupo y adoptar las actitudes comunes de la especie. Está bien. Incluso ellas nos aceptarán como cambiantes modelos, posibles versiones, una variación aceptable… Tales circunstancias no autorizan el orgullo. Digámoslo claro: el gusto femenino para los hombres está sobrevalorado, presenta una volatilidad que es preciso deplorar y no se atiene a cánones razonados. Basta con mirarse al espejo. Yo lo hago. En el fondo, todos sabemos la verdad: cuando uno ve al afilador en el escenario, ha de admitirlo. He ahí un macho con todas los atributos: rockero, poeta, salvaje, descarado, sensible y brutal. Alguien capaz de cantar así: «Estamos hartos ya / de su tan conveniente lloriqueo / Sólo queríamos un poco de violación consensuada por la mañana / y otro poco más por la noche… / Ve a decirle a las mujeres que nos largamos». En el PS’11, Grinderman hicieron cosas como este áspero Get It On, subrayado por el indisimulado gamberrismo de Warren Ellis con las maracas (nótese el control de diestra que hace de una de ellas en un momento dado, habilidad que le facultaría para actuar como defensa central en el Zaragoza y sacar el balón jugado desde atrás) y el abuso de jefatura que practica el bully Cave.

Grinderman nacieron como una mera distorsión de la realidad, una confesada tentativa de escapada. Nick Cave trasteaba con escasa destreza la guitarra en el intermedio de un ensayo con los Bad Seeds y su ineptitud para matizar acordes en el instrumento produjo un desorden melódico que llamó la atención de los otros, Ellis y el baterista Jim Sclavunos. Cansados de la exigencia de la calidad del proyecto Nick Cave & The Bad Seeds, se entregaron a jugar con la deformación abierta por Cave. Así, como un mero error, surgió Grinderman. Para darle forma, despojaron a la banda de todas las imposiciones de la celebridad que implicaba su otro proyecto y se dispusieron a afilar las guitarras, practicar la travesura sonora y promover el alboroto de las letras. O sea, hacer lo que les viniera en gana. Ni siquiera titularon los discos: fueron Grinderman y Grinderman 2. La versión desvergonzada del sensible crooner tenebrista que siempre ha sido Nick Cave.

Así, el afilador le hace el amor a la mujer a la que desea (y no tiene) diciendo cosas como éstas: «¿Qué es lo que te ha dado ese marido tuyo? / ¿A Oprah Winfrey en una pantalla de plasma? / ¿Una camada de imbéciles con dientes de conejo? /Los putos niños más feos que he visto en mi vida… / Oh, nena, te quiero / Quiero que seas mi novia». Y una vez escritas declaraciones de amor tan disfuncionales, el hombre de la cuchilla sale al escenario vestido con el traje de raya diplomática, la camisa abierta hasta la depresión del vientre y una medalla dorada en triángulo sobre el pecho. Por otro lado, ya dije una vez que yo de mayor quería ser Jim Sclavunos, batería de Grinderman. Me refería al tipo barbado de antaño. Pero Sclavunos apareció en el PS’11 con aspecto de adulto reformado, el pelo contenido en un flequillo muy chic, apenas una sombra de barba sobre los pómulos y un apetitoso terno rosa a juego con la batería, también rosa. Mezclados con el estilo de hippie trasnochado, de ángel del infierno de Warren Ellis, el combinado resulta en un trallazo de desafiante energía. Fue un concierto descarnado, poderoso al principio, algo decadente más tarde. Instantes lúcidos y hasta hermosos en su radicalidad, como en The Palaces of Moctezuma. Con pasajes llameantes y otros con debilidades en las que no incurrirían los Bad Seeds. La arrebatadora presencia de Nick Cave en el escenario tiene el empuje suficiente para electrificar un vallado de varias hectáreas. No será exagerado decir que Grinderman eran mi primera motivación para asistir al festival. Tampoco lo es objetar que me dejaron una satisfacción matizada.

Un rato antes vi a Public Image Limited (PIL), la banda que lidera John Lydon, aka Johnny Rotten, el que fuera cantante de los Sex Pistols. Fue, como el encuentro con Mr. Cocker, un rapto de mitomanía de los que me son tan comunes. Sólo que el estudiado dandismo de Jarvis contrasta (o tal vez no) con la gastada vulgaridad que rezuma Lydon, que escupe sobre la tarima, se suena los mocos por oclusión de uno de los caños, como los deportistas, y entretanto recita poesía desestabilizadora. La visita al abuelo protopunk fue un movimiento exigente, por cuanto hube de viajar en solitario, arrastrando mi tendón de Aquiles como la bola de acero de un condenado, hasta el escenario más alejado del meollo. En el PS uno ha de estar dispuesto a estos penosos peregrinajes, cuyo peso decae con la relativa anestesia que van procurando las horas y las barras. Sin embargo, ese primer día ocurrió la tragicomedia de los iPads, encargados del cobro electrónico de las consumiciones en todas las barras mediante escáner visual de una camarita ad hoc. Demasiado tecnología para el prosaico alcohol. No se puede dejar la cerveza en manos del 2.0. Hubo un largo suspenso sin servicio que provocó tensión indisimulada en el ambiente, aunque el pueblo es algo más que pacífico. Durante varias horas regresó la ley seca. El sistema digitalizado no se recuperaría del todo en los tres días y acabó rigiendo el papel moneda, como en la antigüedad previa al miserable invento de los ticket. Lo hizo a tiempo para que no se constituyeran mafias en los barrios oscuros del festival y acabara la cosa en tableteo de ametralladoras Thompson desde el estribo de los autos. Nosotros habíamos colado Jaggermeister de estraperlo y manejábamos las contraseñas de algunas puertas en callejones oscuros, de modo que la noche duró lo suficiente como para lamentarlo. Me cuentan que acabamos viendo a Interpol, un grupo que siempre me gustó, pero de los que recuerdo haber pensado en su carencia de emoción y negarles cualquier legitimidad para ser comparados con mis untouchables Joy Division. Se ve que luego pasamos a saludar a los Flaming Lips, de los que si ustedes me disculpan no daré razón por incomparecencia de la conciencia, bonito sintagma. Horas antes había mirado con cierta atención a Of Montreal, unos chicos de Athens (Georgia) con melodías vodevilescas y esas escenografías desmesuradas de los grupos filogays. Me gustó, por contraste, la sencillez de The Fresh&Onlys, lo que me ratificó en que uno puede confiar en casi todo lo que venga de la ciudad de San Francisco. No pude consignar la visita de The Walkmen por coincidencia con otros asuntos, y confirmé desde la embarrada ladera que asoma sobre el escenario principal que Belle & Sebastian hacen muy bien de Belle & Sebastian: un grupo siempre necesario, que no precisa de entusiasmos para agradar. Es el discreto encanto de la burguesía indie: y si te sientes siniestro, vas y visitas a un pastor.





Canciones para una década infame (1)

4 01 2010

Canciones para una década reúne los 50 discos que más le han gustado al personal de Somniloquios, que soy yo y mis múltiples circunstancias. No pretende ser una clasificación académica, huye necesaria y modestamente de cualquier tentativa canónica y es ajena a otra vanidad que no sea el gusto personal y los placeres que tales o cuales discos hayan proporcionado en uno o muchos momentos a lo largo de estos años, que diremos infames para que nadie se confíe. De ese modo, se hace difícil establecer una clasificación al uso, porque a partir de los digamos quince primeros las preferencias se hacen borrosas. Innecesario. Sí están claros los que ocuparán los primeros puestos, y ahí habrá una jerarquización de atrás adelante. Lo haremos de diez en diez. Si no les satisface la nómina de artistas y trabajos, no se preocupen, los que vienen serán mejores, e incluso puede que sean peores. En todo caso, empezamos por desgranar este racimo, de Editors a Son Volt, algunos poetas urbanos y otros salvajes, guitarras enérgicas, canciones suaves para las horas pesarosas y lúcidos enloquecidos.


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The Back Room – Editors (2006)
Cualquier razonamiento que quiera imponer para explicar mi moderada devoción por Editors está condenado al fracaso. Cuando los conocí me parecieron engolados y algo vanidosos en las formas; más tarde, mi subconsciente trabajó a su favor.  Debe de ser la asociación, algo exagerada creo yo, con Joy Division o Echo and The Bunnymen. ¿No había mucho en los 80 de todo eso que podríamos afearles a Editors, en tantas músicas que estuvieron entre mis preferidas? A ratos Editors me suenan demodés, pero resulta fácil perdonarles que suenen a un tiempo ya pasado.

The Last Holy Writer – Trembling Blue Stars (2007)
En una década hay tiempo de sobra para los días negros y las noches blancas. Trembling Blue Stars, banda londinense con muy poco trazo londinense, ocuparon muchos espacios de un periodo sombrío, en el que uno precisaba canciones que le masajearan el espíritu con mucho cuidado, sin apretar más de la cuenta. Pop melancólico, vitalista a su manera, perfecto para mirar a través del cristal de un autobús en viaje o para pegar la nariz como un niño al cristal helado de las madrugadas.

Give Up – The Postal Service (2003)
Lo primero que me gustó de The Postal Service fue el nombre de sus dos héroes: Benjamin Gibbard y Jimmy Tamborello. Tomás Fernando Flores los nombraba en su programa Siglo XXI con mucha gracia, alargando la ‘a’ de Tamborello, lo que hacía el nombre aún más eufónico. Estos dos americanos hicieron su disco a distancia, intercambiando archivos sonoros y pruebas por el servicio postal y el correo electrónico. De ahí su nombre. De ahí su álbum, una fugaz delicia de indie electrónico pensado para el consumo doméstico más que para la pista de baile. No han vuelto a publicar ningún otro, ejemplo de contención que debería cundir más de lo que lo hace. Música tecnológica con un alma indudablemente orgánica. Porque los robots no sólo sueñan con ovejas eléctricas.

Abattoir Blues / The Lyre of Orpheus – Nick Cave and The Bad Seeds (2004)
La muy ponderada revista Pitchfork situó este denso álbum en el puesto 180º de los 200 mejores discos de la década 2000… Me parece que, proporcionalmente, coincidimos. Ni que decir tiene que los muchachos de Pitchfork (incluso las muchachas) saben de música mucho más que yo. Lo que no es tan seguro es que le tengan a Nick Cave y sus amigos barbudos la fe que les profeso yo. Pocas veces la dialéctica entre la brutalidad y la poesía -tensión permanente en Cave y los Seeds- ha encontrado un punto de equilibrio tan perfecto. Un disco con el que uno puede atravesar océanos de tiempo, como el Drácula de Stoker, y presentarse en el Juicio Final seguro de que estas canciones lo rescatarán de las noches más agónicas del Infierno y de la empalagosa repetición de los días soleados en el Paraíso.

Heliocentric – Paul Weller (2000)
Todas las flores se las llevan Stanley Road y su último 22 Dreams pero, si no fuera por la cubierta, una de las menos estimulantes que uno haya visto, éste sería el mejor disco de Paul Weller. Probablemente lo sea, aunque no podemos dejar de lamentar el sabor rodstewartesco de la fotografía, que anuncia al hombre maduro al que le gustan demasiado las guitarras, la ropa que ya no le pega con la edad y las mujeres con exceso de maquillaje. Fuera de eso, Heliocentric funciona en verdad como epicentro de lo mejor que ha dado Paul Weller a lo largo de su formidable carrera al frente de The Jam, The Style Council y su propio número; uno a veces escucha al fondo a la derecha a los Beatles en algunos pasajes, a un cierto McCartney de los setenta y, sobre todas las cosas, al excelente melodista que siempre ha sido el padrino del mod.

 

Lujo Ibérico – Mala Rodríguez (2000)
¿Qué dos cosas flotan en el agua? Los barcos y la mierda… Lo canta Mala Rodríguez. El rap/hip-hop está sustentado en estos pequeños descubrimientos cotidianos, de indudable potencia metafórica. El descubrimiento que me supuso María Mala Rodríguez es de un tamaño muy superior. Flow de dicción sevillana, de alcance incalculable, rimado de un modo muy personal, con el punto intermedio de seducción y chulería disuasoria que es obligado en el género. Si alguna vez sentí la tentación de ir a ver un concierto de rap, fue por culpa de Lujo Ibérico. Me sigue gustando escucharlo. Me sigue gustando la Mala. Uno de esos riesgos que a uno no le importa (no le importaría) correr aunque fuera por una vez en la vida.

Whatever People Say I Am, That’s What I’m Not – Arctic Monkeys (2006)
Como hicieron este primer disco, a Arctic Monkeys les podemos perdonar que hayan hecho los demás.  Hasta donde yo escuché (creo que el segundo, no sé si hay otros pero sospecho que sí) las canciones eran tan intercambiables que resultaba imposible distinguir dónde acababa un disco y comenzaba otro. Tal vez se trate de eso. Tal vez no. El caso es que escuchar este disco sigue siendo igual de divertido que el primer día; como volver a salir por los bares sucios de hace 20 años y tirarnos las jarras de cerveza por encima de la cabeza. Pero debe de ser que ya no tenemos edad para tanta condescendencia…

Jarvis – Jarvis Cocker (2006)
No va a faltar quien defienda que el segundo disco de Jarvis Cocker es mejor que el primero. Bien… Estamos de acuerdo. Pero a mí también me gusta mucho éste. El primer álbum de Jarvis Cocker después de convertirse en una persona de edad, enamorarse de una francesa e irse a vivir a París. Es decir, después de Pulp. Rezumante de la ironía habitual en el flaco de las gafas de pasta, Jarvis nos devolvió a un clásico en reinvención. Conviene no ponerse demasiado serio para comentarlo: Jarvis es bueno, no hay más que decir.

Is This It – The Strokes (2001)
Channel 4 consideró este álbum en el número 89 de los 100 mejores álbumes de todos los tiempos; la Rolling Stone, para no ser menos, lo nominó en el puesto 367º de los 500 mejores discos de toda la historia, supongo que sin incluir las guerras napoleónicas; The Observer lo puso en el 48º de los 50 discos que cambiaron la música… Y hasta la cubierta fue destacada como una de las mejores de nuestra vida actual y las anteriores. Naturalmente tenía que estar en la subjetiva clasificación del hombre somniloquio, cómo no. Al contrario de lo que le sucede al propio grupo -según hemos comprobado en los sucesivos discos- el tiempo mejora este trabajo.

The Search – Son Volt (2007)
Es muy probable que usted no haya oído hablar jamás de Son Volt ni de Jay Farrar. Uno tardó mucho en hacerlo. Todo empezó con Wilco y la investigación de los orígenes: empezamos por Jeff Tweedy y retrocedimos hasta Uncle Tupello, la banda embrionaria. Bien, en Uncle Tupello estaba Jay Farrar, que era la otra mitad de Tweedy. Y de ahí, otra vez hacia delante, hasta Son Volt… The Search, el título, oculta una contradicción o tal vez el júbilo oculto en un juego de palabras: es el fin de la búsqueda; es decir, el hallazgo. Un estupendo disco que uno escucha sin cansancio y que rebasa la etiqueta del country alternativo que tan ajustada le quedaba a sus trabajos anteriores. Tiene un sabor de base a praderas abiertas, armónicas en la noche de hoguera, judías cocidas en la sartén y café al fuego… pero con un sustento mucho más sabroso. La honestidad, la aridez de la frontera, la rudeza mejorada de los sonidos. Letras de innegable contrición y una contenida luminosidad.