Magnificent desolation

9 08 2019

«Me acordé de que Chesterton decía que había una cosa que daba esplendor a cuanto existía, y era la ilusión de encontrar algo a la vuelta de la esquina. Tal vez era ese deseo de que hubiera algo más lo que nos llevaba a buscar lo nuevo, a creer que existía algo que pudiera todavía ser distinto, no visto, especial, algo diferente a la vuelta de la esquina más inesperada; por eso, algunos nos habíamos pasado toda la vida queriendo ser vanguardistas, pues era nuestra forma de creer que en el mundo, o tal vez más allá de él, más allá del pobre mundo, podía haber algo nunca visto».


Kassel no invita a la lógica, de Enrique Vila-Matas.

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La ley marcial universal

25 04 2017

«Llámalo libertad, pero está basada en el control. Todo el mundo conectado y todos juntos, ya es imposible que nadie se pierda, jamás. Da el paso siguiente, conéctala a los teléfonos móviles, y tienes una red de vigilancia total, ineludible, de la que nadie puede escapar. ¿Te acuerdas de los cómics del Daily News?, ¿la radio de muñeca de Dick Tracy?, pues estará por todas partes, todos los patanes llevarán una, serán las esposas del futuro. Tremendo. El sueño del Pentágono: la ley marcial universal».

Al límite, de Thomas Pynchon.

[Cada cierto tiempo acaricio la idea de la desaparición. En estos últimos tiempos, debo admitirlo, la frecuencia de ese anhelo crece. Nos ahorraremos el inventario de las circunstancias por las cuales uno querría pasar a la dimensión paralela de lo invisible, porque a nadie le importa nada y a mí me importa aún menos. No hace demasiado que una chica me habló de su proyecto de un libro. Un libro que andaba escribiendo y para el cual reunía testimonios y los catalogaba en esquemáticos comportamientos con una etiqueta. Le pregunté sobre qué trataba el libro y me respondió: «Sobre el amor». En realidad, claro, quería decir sobre el (des)amor, pero me gustó la elipsis escrita con zumo de limón en el paréntesis, que explica mucho acerca del particular. Y desgranó para mí algunos de los asuntos que trataba su estudio, trabajo, reflexión… lo que sea: «El llamado ghost love, el amor fantasma: gente que desaparece de las relaciones de pareja sin dejar una sola pista, ni en forma de explicación, ni de posibilidad de contacto…». Sólo desaparece. «Yo conocí un caso», le anticipo. «Hay muchísimos: es mucho más frecuente de lo que parece». Nos miramos especulativamente, como si cada uno estuviera midiendo el tamaño de las palabras dichas en el cerebro del otro; ese proceso por el cual los sonidos se transmutan en conceptos y luego los conceptos se expanden por las conexiones sinápticas y más tarde tal vez se disgregan porque ya se sabe que, cuando un problema crece más de la cuenta, lo mejor es dividirlo en pequeñas putadas con muchos decimales, cifras de mierda que uno pueda combatir sin que le devoren la tripa.

Desaparecer. «Si lo intentas puedes desaparecer», cantaban Los Planetas.

La cosa es si la canción trataba de una conversación frente al espejo o asistíamos por mediación de J a un adiós despechado. Cuando mi sujeto de caso-ghost-love desapareció de su relación, la ciudad era demasiado grande y la superconectividad a la que se refiere Pynchon, aún embrionaria. Esa transformación ha variado nuestra concepción de las desapariciones. Y ahora yo, cuando ejerzo mi (patéticamente) heroico aislamiento, resulta que lo único que estoy haciendo es dejar de contestar mensajes instantáneos y mantenerme silencioso en lugar de participar en esa atrocidad insoportable de insidiosos (o peor aún, ininteresantes) cacareos que llamamos redes sociales. Pynchon -ingeniero y literato- puede haber sido un actor protagonista del ghost love tan bien como ha logrado convertirse en un arquetipo del ghost writer. Tómese aquí el término no por las hojas de su literalidad en el idioma inglés -un ghostwriter es lo que aquí llamamos un negro-, sino por la carnosa analogía semántica con los amantes desaparecidos: Pynchon, el escritor invisible. Acabada su portentosa Al límiterecibo mágica invitación a participar en una celebración del espectro del novelista norteamericano en la ciudad de Brighton, en un festival de entusiastas de su prosa que se llama, con irónica autoconciencia, Pynchon in publicNaturalmente, Pynchon no hará ninguna aparición pública. Pero sus devotos leerán pasajes de su obra, con la fe con la que otros invocan a la lluvia. Me intriga la magia de la invitación y me pregunto cómo supieron que yo leía a Pynchon estos días y que esa invitación iba a quedar viva en mi cabeza como un tintineo de aviso. Un «deberías ir aunque no sepas bien por qué ni para qué». Pronto me doy cuenta de que he dejado pistas y que, precisamente después de leer Al límite, no debería considerar tan extraño que ellos (quienes quiera que sean) me hayan encontrado sin que yo lo supiera.

He pensado en Dublinescade Enrique Vila-Matas, y su hermandad de dipsómanos que ansían a James Joyce en un Dublín ininterpretable. Pynchonesca podría llamarse esa entrada. La profecía que he colgado en ella, expresa por uno de los personajes de Al límite, retrata con asombrosa precisión el mundo de los smartphones y los smartwatches, mucho antes de que ocurrieran. No es la única que oculta el libro. Pynchon las formuló en 2001. Acabo pensando que debería ir a Brighton, a escuchar a Pynchon en boca de otros y colgar fotografías en los social media para perpetuar lo certero de su diagnóstico en la novela. Y luego, en efecto, desaparecer].





La vida allí

29 07 2016

Yo he sido un poco de todos los lugares en los que he estado, aunque de unos más que de otros. Y con el mismo fervor con el que he querido ejercer una íntima pertenencia a esos lugares, he atendido a la incoherencia artificial, a la mentirosa sugestión de tales pensamientos. Apenas somos turistas. Visitantes. O viajeros, que a la gente le gusta más, porque todos queremos ser lo que no son los otros. O lo que nosotros presumimos que no son.

Uno se quedaría a vivir en todas partes y en ninguna. Uno sabe que, como anotó Borges, el exotismo no es sino una construcción artificial, otra más, de las distancias: a mí me parecerá exótica la modesta calle a la que un balinés sale cada mañana para completar las rutinas de su día. Y seguramente lo mismo le ocurrirá a un viajero oriental con estas aceras, los edificios a los que no miro, este parque, estos jardines en sombra y este río que yo frecuento a diario, en los necesarios tránsitos de cada jornada. Tal vez por todas estas cosas siento con frecuencia que en realidad no soy de ningún lugar. O que, para ser más preciso, tiene muy poca importancia de donde en realidad sea.

la vida allí

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Escribir la vida

28 09 2009

vila-matas

-Ya lo comprendo -me ha dicho adoptando un afectado gesto reflexivo-. Usted es escritor. Como su hermano mayor. ¿Verdad que no me equivoco?

-No, señor, no soy escritor -le he contestado, reaccionando de inmediato.

-¿Y los papeles escritos que le he visto? Los papeles sobre los que se ha quedado dormido.

-Me dedico a contarme a mí mismo mi vida. Eso es todo.

-¿Y eso no es ser escritor?

-No quiero ser escritor, sino escribir, que es algo muy distinto. No sé si capta usted la sutil diferencia.

-No, yo no capto nada. ¿Cómo voy a hacerlo si soy imbécil? ¿Es eso lo que trata de decirme? Pero permítame ahora una pregunta. ¿Puede saberse por qué la vida se la cuenta usted sólo a sí mismo?

-Pero es que no sé si me entenderá. Yo tengo unas ideas muy especiales.

-Ya estamos otra vez. Claro que puedo entenderlo. Dígame lo que tenga que decirme y no se preocupe más por lo que pueda yo entender.

-Pues a mí me parece que la vida en sí no existe.

-¿Y qué existe, pues?

-Quiero decir con esto que la propia vida no existe por sí misma, pues si no se cuenta, esa vida es algo que apenas transcurre, pero nada más. ¿Me sigue?

-Le sigo.

-Yo pienso que para apresar y comprender la vida hay que contarla, aun cuando sólo sea a la almohada o a uno mismo.

[Lejos de Veracruz, de Enrique Vila-Matas].