Martes
Al poco de despertarme, leo en el teléfono un poema de Italo Calvino que me envía P.
«Take life lightly, for lightness is not superficial
but gliding above things,
not having weights on your heart».
Pertenece a su libro Lezioni americane. Sei proposte per il prossimo millennio. Me gusta aún más, claro, la gloriosa eufonía de la versión original en italiano.
Prendete la vita con legerezza,
che legerezza non è superficialità,
ma planare sulle cose dall’alto
non avere macigni sul cuore.
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Domingo
Llueve apenas, esta mañana de domingo, y la temperatura ha ascendido varios grados. Cuando salimos a pasear, A. camina sobre las aceras mojadas con la aprensión con la que andaría sobre un cristal empapado. Su incomodidad se suma a ese tranco parsimonioso de anciana que ya no tiene prisa por llegar a ningún lado. Los paseos vigorosos, aquellas arrebatadas carreras en círculos sobre la hierba, el gruñido juguetón con el que perseguía las pelotas de tenis… todo aquello es un recuerdo lejano. Siempre paseó libre y nunca se alejó demasiado. Si se separaba unos metros para auscultar tal o cual rastro por los jardines y arboledas del parque, cada tanto giraba la cabeza para buscarme, como si con la mirada asegurase la continuidad de un fino hilo invisible que nos impedía perdernos uno del otro. Ahora camina varios pasos por detrás de mí, obligándome a esperarla. A veces no puedo contener la impaciencia. Me ha costado mucho acostumbrarme a su frustrante decadencia, un comportamiento injusto de mi parte.
Regresamos a casa. Ella se queda tumbada, no lejos de los radiadores o en el rincón de la habitación más cálida de la casa. Los demás salimos a un partido de fútbol de F., que miraré con distancia física y emocional desde un ángulo alejado. Los chicos corren alrededor de la pelota o la persiguen con infantil desorden. Aún no han aprendido el otro gran elemento esencial del juego, de cualquier juego: el uso del espacio. Cuando la pelota viene a sus pies, F. muestra una esperanzadora comprensión de lo que pide la jugada. La guarda entre los pies, levanta la cabeza, toca con apreciable sentido y una destreza suficiente. Pero si la pierde, y eso ocurre a poco que lo hostiguen, le cuesta reaccionar: apenas disputa, y no porque rehúya el esfuerzo, sino porque le falta el punto de agresividad para recuperarla. Se diría que teme incomodar a quien lleva el balón, como si razonara que, en el fondo, jugar significa precisamente eso, jugar. Y que también el otro tiene derecho a disfrutar de la pelota sin que nadie lo incordie o trate de llevársela. Advierto con recelo que nuestras sensibilidades respecto a los deportes que practica están fatalmente cruzadas: a mí me emociona verlo botar la pelota y anotar un tiro a canasta; para él, un disparo a portería comporta el significado profundo de algo trascendente. Le gusta más el fútbol; yo prefiero el baloncesto.
Me dice: “Cuando juego al baloncesto no dejas de decirme cosas; cuando juego al fútbol ni siquiera miras…”.
Otro comportamiento injusto de mi lado.
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Me mantengo alejado de los grupos de padres que miran el partido. Un poco por aprensión pandémica, pero también en buena parte porque necesito estar solo. La primera se ha agudizado en los últimos días: toda mi familia está contagiada. En casa de mis hermanos se ha declarado un simultáneo estado de excepción. Por ahora los tests no confirman los positivos, salvo el de mi hermana, pero los síntomas -más o menos acusados y molestos- se acumulan, lo que más bien parece un caso de ineficiencia de las pruebas, que renuevan cada día y medio o dos días. El complejo de fútbol bajo techo y césped artificial tiene algo que me resulta opresivo, sombrío: me parece un lugar triste, con sus muros altos de nave industrial reconvertida, las camisetas colgadas de las paredes blancas en perchas desnudas. Y un bar a media luz donde los niños celebran los cumpleaños. Cuando sale la tarta oculta en un trofeo coronado por un balón, apagan las luces y suena música de Parchís.
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Vuelvo a casa cerca del mediodía, ansioso pero aún con tiempo para cumplir mi deseo de agotar antes de comer las últimas páginas de Diario de una soledad, de May Sarton. Un libro hermoso que culmina mis lecturas de esta Navidad: la parte final de Goodbye Columbus, de Philip Roth; El arte de leer las calles, escrito por Fiona Songel; Las primas, la novela de Aurora Venturini; y este dietario de Sarton, autora y poeta belga afincada en Estados Unidos.
Su recuento se inicia a mediados de septiembre con una alusión al regreso a lo que ella llama su «vida real»: un sintagma que invoca a la soledad de una gran casa en medio de la naturaleza, un invierno inclemente que coloniza el resto de estaciones, varios gatos ferales y un profuso jardín amenazado por una prole de marmotas y un descarado mapache. Estamos ante una declinación poderosa de la mujer independiente, comprometida de ese modo razonado, admirable, que parece ya extraviado en los vulgarizados activismos de hoy. Un Femenino con mayúsculas. Y una escritora nítida, cuya lectura fluye en un ritmo que no precisa artificios de estilo, porque hay una música que ordena emociones y reflexión en una armonía esencial.
Durante un año natural completo, May Sarton describe un arco que interroga todos los resquicios de la soledad como el que recorre las habitaciones de una casa: la soledad como principio de vida; y la defensa de la propia esencia frente a sus traiciones. La incomunicación, el abandono, la nostalgia, el retiro. «He escrito cada uno de mis poemas y novelas con este mismo propósito: averiguar qué pienso, saber dónde me encuentro», escribe May Sarton. El soliloquio es en realidad un diálogo con la casa, el gran personaje del diario. La deliciosa escritura conjura los ecos que las estancias interiores y los corredores vacíos construyen con el rebote cambiante de la propia voz, que unos días es furia y otras llanto. Y a menudo, un indisimulado júbilo singular, del que nadie será testigo: extraño como una obra de teatro en que los actores ofrecen su mejor interpretación para un auditorio vacío; como un castillo de fuegos artificiales que ilumina un cielo al que nadie mira…
Diario de una soledad no es, aunque lo parezca de lejos, un libro doliente ni conmiserativo. Todo en su fondo suena a liturgia celebratoria, que se impone al acechante, siempre inevitable sufrimiento, para reclamar y conquistar aquello que nadie puede ofrecernos: nuestro propio tiempo. Un libro que contempla «la soledad como si fuera -como es realmente- un fabuloso regalo de los dioses».
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He pasado la tarde del domingo trabajando en la revisión y orden de las notas que desde hace casi ya dos años componen este diario. También les he pensado un título. Ha sido como ponerles un marco y colgarlas del muro, para mirarlas con algo más de distancia crítica. Y me he sentido contento.
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Martes
Goteo de positivos en la familia. Casi todos los relatos son el mismo: los días de condensación de una sintomatología variable, desde la tos más o menos moderada a la fiebre, la cefalea, una insidiosa fatiga, el agotamiento… Mientras los días se ofuscan en un bucle de temor, los tests se afanan en desmentir la rotundidad del contagio. Hasta que en un momento dado, casi con cínica indulgencia, se dignan por fin a revelar la rayita acusatoria. Aunque ya llevan días aislados, en ese momento comienza la cuarentena oficial de siete días.
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La Navidad apenas ha terminado, pero el presidente del Gobierno no pierde la ocasión de volver a situarse en el futuro y arrastrarnos con él. Anuncia en una entrevista radiofónica el plan del Gobierno para gripalizar la COVID. Las medidas de control no han servido de gran cosa, o eso dicen las cifras: los índices de contagio continúan disparados y todos los indicadores soportan una creciente tensión, derivada de la contagiosa expansión en estas semanas. Oigo repetida a varias personas la frase que yo mismo pronuncié: todos tenemos la sensación de que «las balas nos silban cada vez más cerca». Sin embargo, el presidente vuelve a ausentarse del presente y nos sitúa en un debate pre-factual, sobre el momento en el que la pandemia ya no sea pandemia. Casi se diría que va a ser él mismo quien anuncie la fecha en que eso ocurrirá. Como se anunciaban los armisticios en los diarios de la Guerra Mundial: «War is over!». Se acabó.
El consejo de ministros parece actuar como la asamblea de majaras de Don Vito: «Mañana, sol… y buen tiempo».
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Miércoles
Voy a la biblioteca.
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Domingo
Un día perdido.
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Lunes
Leo a Virginia Woolf.
En realidad, intento leer a Virginia Woolf.
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Martes
La mañana avanza entre canciones. La agitación de Tiger feet, de Mud, y su baile burlón (That’s right, I really love your tiger light / That’s neat, I really love your tiger feet).
Después, la emoción vibrante de Handle with care, de Travelling Wilburys (You’re the best thing that I’ve ever had / Handle me with care). Para desembocar en Both sides of the blade, de Tindersticks.
To understand, the choices made
To be falling down both sides
The sun is cold, its likes unfair
And I’m falling down both sides
Las canciones resbalan por la mañana como nubes veloces en el viento. El sol aguarda para desplomar sus sombras sobre la tierra seca.
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Miércoles
La frontera de Ucrania con Rusia se ha convertido en las últimas semanas en el escenario de un ajedrez táctico en el que se cruzan el sueño imperialista de Vladimir Putin, su presidente, la no menos insana geoestrategia de la OTAN, la dependencia europea del gas ruso y los intereses de Estados Unidos. O eso he leído. Ignoro quién tiene razón, si alguien la tiene.
La mayor ironía acerca de nuestra estupidez sería que esta pandemia, que nuestros gobernantes caracterizaron al principio como la guerra que nuestra generación no tuvo que enfrentar, acabe finalmente por desembocar en una guerra de las de verdad.
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Viernes
Neil Young se ha enfrentado a Spotify, la plataforma de música en streaming, y ha anunciado que va a retirar todo su repertorio. El motivo: un podcast de Joe Rogan, en el que de acuerdo al músico se difundían informaciones falsas sobre el coronavirus y las vacunas. Rogan ha terminado pidiendo perdón y ha asegurado en un vídeo que «hará todo lo posible para tratar de equilibrar los puntos de vista más controvertidos».
Desde el punto de vista de un periodista, este tipo de cosas resultan fascinantes. La veracidad, la imparcialidad y la responsabilidad ética -valores irrenunciables de la deontología profesional- han quedado amortizados en esta era de (des)información postmoderna. Pero si los propios medios de comunicación descuidaron en muchísimos momentos su obligación colectiva, ¿cómo esperar que la cumplan quienes se rigen únicamente por un interés personal, subjetivo y radicalmente individual?
La desinformación, cuando no la desnuda mentira, ha manado ufana desde los propios gobiernos. Podemos libremente confiar o desconfiar de las afirmaciones de tal o cual prescriptor, experto, podcaster, periodista o divulgador. Podemos estar de acuerdo con la postura de Neil Young o juzgar legítimas las afirmaciones de Rogan. Pero deberíamos tener a mano siempre el ancla referencial de la confianza en lo que nuestros dirigentes nos digan. Que si las autoridades sanitarias nos piden inocularnos una nueva dosis, acudamos al pinchazo con la certeza de que eso es lo que hay que hacer, porque es lo mejor. Que hay un criterio científico, médico, fiable para hacer lo que nos dicen (a menudo obligan y exigen) que hagamos.
¿Hemos convertido a los creadores de contenido en depositarios y defensores del derecho a la información?
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Por desgracia, cualquier atisbo de esa certeza en la política y los políticos ha volado. Hemos visto a nuestro gobierno inventarse comités de expertos científicos que sustentaban las medidas para luego reconocer que nunca existieron ni el comité ni los expertos. Ni por tanto su aval científico a las decisiones políticas. Hemos visto a sus opositores defender una cosa y la contraria. Hemos visto hace muy poco a la ministra de Sanidad afirmar la necesidad ineludible de la tercera dosis sobre la base de estudios que nunca se han aportado, aun cuando se le solicitó la referencia en varias ocasiones. Han mentido, manipulado, ocultado y engañado. Lo siguen haciendo. Ellos son la fatiga pandémica.
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«(…) Convendría no perder de vista que algunas de las decisiones y comportamientos más lesivos para vidas y haciendas durante la pandemia han venido de gobiernos y no pocos “expertos”. No de cantantes, no de ‘podcasters’. Y que en cualquier caso la responsabilidad relativa de cada uno no puede ser la misma. Interesa deslindar cuánto hay de sacrificio del chivo expiatorio en algunas operaciones de supuesta higiene opinativa -en España viene rápido a la mente el caso de Bosé, juguete roto de la propaganda de izquierdas. Y conviene en todo caso aplicar, por lo menos, la misma vigilancia al poder que a sus críticos, por estrafalarios que nos resulten. Porque en Spotify uno puede cancelar su suscripción cuando quiera; pero con los gobiernos y sus entes “civiles” y medios de comunicación concertados la cosa ya es más complicada».
Neil Young no es ‘forever young’, de Jorge San Miguel Lobeto, en Vozpópuli
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Para desconfiar no hace falta inventarse una gran conspiración. Basta recordar que las vacunas también son el producto elaborado en la fabrica que sustenta un gigantesco negocio.
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Sábado
“Así que abrí un blog (hkkmr.blogspot.com) y empecé a escribir en la dirección nueva. Enseguida me entusiasmé, que es lo mejor que nos puede pasar cuando hacemos algo. Escribir en blogs era, sobre todo, cerrar el círculo de la palabra que, muy contrariamente a lo que afirman muchos escritores en sus entrevistas, no escribe uno para sí mismo, sino para los demás. Dar al botón ‘publicar’ en un blog era liberarse. Y no porque alguien estuviera de hecho leyendo tus textos, pues esto para mí no era aún constatable, sino porque el gesto de publicar en internet era sano, generoso, valiente; porque hacer público algo que había escrito me daba paz y espacio: lo escrito no se sedimentaba en el triste ‘cajón’ tradicional; lo escrito seguía su camino.
Y me dejaba seguir escribiendo el mío”.
Trenes hacia Tokio, de Alberto Olmos
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