Diario no diario (XXI)

31 01 2022

Martes

Al poco de despertarme, leo en el teléfono un poema de Italo Calvino que me envía P.

«Take life lightly, for lightness is not superficial
but gliding above things,
not having weights on your heart».

Pertenece a su libro Lezioni americane. Sei proposte per il prossimo millennio. Me gusta aún más, claro, la gloriosa eufonía de la versión original en italiano.

Prendete la vita con legerezza,
che legerezza non è superficialità,
ma planare sulle cose dall’alto
non avere macigni sul cuore
.

***

Domingo

Llueve apenas, esta mañana de domingo, y la temperatura ha ascendido varios grados. Cuando salimos a pasear, A. camina sobre las aceras mojadas con la aprensión con la que andaría sobre un cristal empapado. Su incomodidad se suma a ese tranco parsimonioso de anciana que ya no tiene prisa por llegar a ningún lado. Los paseos vigorosos, aquellas arrebatadas carreras en círculos sobre la hierba, el gruñido juguetón con el que perseguía las pelotas de tenis… todo aquello es un recuerdo lejano. Siempre paseó libre y nunca se alejó demasiado. Si se separaba unos metros para auscultar tal o cual rastro por los jardines y arboledas del parque, cada tanto giraba la cabeza para buscarme, como si con la mirada asegurase la continuidad de un fino hilo invisible que nos impedía perdernos uno del otro. Ahora camina varios pasos por detrás de mí, obligándome a esperarla. A veces no puedo contener la impaciencia. Me ha costado mucho acostumbrarme a su frustrante decadencia, un comportamiento injusto de mi parte.

Regresamos a casa. Ella se queda tumbada, no lejos de los radiadores o en el rincón de la habitación más cálida de la casa. Los demás salimos a un partido de fútbol de F., que miraré con distancia física y emocional desde un ángulo alejado. Los chicos corren alrededor de la pelota o la persiguen con infantil desorden. Aún no han aprendido el otro gran elemento esencial del juego, de cualquier juego: el uso del espacio. Cuando la pelota viene a sus pies, F. muestra una esperanzadora comprensión de lo que pide la jugada. La guarda entre los pies, levanta la cabeza, toca con apreciable sentido y una destreza suficiente. Pero si la pierde, y eso ocurre a poco que lo hostiguen, le cuesta reaccionar: apenas disputa, y no porque rehúya el esfuerzo, sino porque le falta el punto de agresividad para recuperarla. Se diría que teme incomodar a quien lleva el balón, como si razonara que, en el fondo, jugar significa precisamente eso, jugar. Y que también el otro tiene derecho a disfrutar de la pelota sin que nadie lo incordie o trate de llevársela. Advierto con recelo que nuestras sensibilidades respecto a los deportes que practica están fatalmente cruzadas: a mí me emociona verlo botar la pelota y anotar un tiro a canasta; para él, un disparo a portería comporta el significado profundo de algo trascendente. Le gusta más el fútbol; yo prefiero el baloncesto.

Me dice: “Cuando juego al baloncesto no dejas de decirme cosas; cuando juego al fútbol ni siquiera miras…”.

Otro comportamiento injusto de mi lado.

***

Me mantengo alejado de los grupos de padres que miran el partido. Un poco por aprensión pandémica, pero también en buena parte porque necesito estar solo. La primera se ha agudizado en los últimos días: toda mi familia está contagiada. En casa de mis hermanos se ha declarado un simultáneo estado de excepción. Por ahora los tests no confirman los positivos, salvo el de mi hermana, pero los síntomas -más o menos acusados y molestos- se acumulan, lo que más bien parece un caso de ineficiencia de las pruebas, que renuevan cada día y medio o dos días. El complejo de fútbol bajo techo y césped artificial tiene algo que me resulta opresivo, sombrío: me parece un lugar triste, con sus muros altos de nave industrial reconvertida, las camisetas colgadas de las paredes blancas en perchas desnudas. Y un bar a media luz donde los niños celebran los cumpleaños. Cuando sale la tarta oculta en un trofeo coronado por un balón, apagan las luces y suena música de Parchís.

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Vuelvo a casa cerca del mediodía, ansioso pero aún con tiempo para cumplir mi deseo de agotar antes de comer las últimas páginas de Diario de una soledad, de May Sarton. Un libro hermoso que culmina mis lecturas de esta Navidad: la parte final de Goodbye Columbus, de Philip Roth; El arte de leer las calles, escrito por Fiona Songel; Las primas, la novela de Aurora Venturini; y este dietario de Sarton, autora y poeta belga afincada en Estados Unidos.

Su recuento se inicia a mediados de septiembre con una alusión al regreso a lo que ella llama su «vida real»: un sintagma que invoca a la soledad de una gran casa en medio de la naturaleza, un invierno inclemente que coloniza el resto de estaciones, varios gatos ferales y un profuso jardín amenazado por una prole de marmotas y un descarado mapache. Estamos ante una declinación poderosa de la mujer independiente, comprometida de ese modo razonado, admirable, que parece ya extraviado en los vulgarizados activismos de hoy. Un Femenino con mayúsculas. Y una escritora nítida, cuya lectura fluye en un ritmo que no precisa artificios de estilo, porque hay una música que ordena emociones y reflexión en una armonía esencial.

Durante un año natural completo, May Sarton describe un arco que interroga todos los resquicios de la soledad como el que recorre las habitaciones de una casa: la soledad como principio de vida; y la defensa de la propia esencia frente a sus traiciones. La incomunicación, el abandono, la nostalgia, el retiro. «He escrito cada uno de mis poemas y novelas con este mismo propósito: averiguar qué pienso, saber dónde me encuentro», escribe May Sarton. El soliloquio es en realidad un diálogo con la casa, el gran personaje del diario. La deliciosa escritura conjura los ecos que las estancias interiores y los corredores vacíos construyen con el rebote cambiante de la propia voz, que unos días es furia y otras llanto. Y a menudo, un indisimulado júbilo singular, del que nadie será testigo: extraño como una obra de teatro en que los actores ofrecen su mejor interpretación para un auditorio vacío; como un castillo de fuegos artificiales que ilumina un cielo al que nadie mira…

Diario de una soledad no es, aunque lo parezca de lejos, un libro doliente ni conmiserativo. Todo en su fondo suena a liturgia celebratoria, que se impone al acechante, siempre inevitable sufrimiento, para reclamar y conquistar aquello que nadie puede ofrecernos: nuestro propio tiempo. Un libro que contempla «la soledad como si fuera -como es realmente- un fabuloso regalo de los dioses».

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He pasado la tarde del domingo trabajando en la revisión y orden de las notas que desde hace casi ya dos años componen este diario. También les he pensado un título. Ha sido como ponerles un marco y colgarlas del muro, para mirarlas con algo más de distancia crítica. Y me he sentido contento.

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Martes

Goteo de positivos en la familia. Casi todos los relatos son el mismo: los días de condensación de una sintomatología variable, desde la tos más o menos moderada a la fiebre, la cefalea, una insidiosa fatiga, el agotamiento… Mientras los días se ofuscan en un bucle de temor, los tests se afanan en desmentir la rotundidad del contagio. Hasta que en un momento dado, casi con cínica indulgencia, se dignan por fin a revelar la rayita acusatoria. Aunque ya llevan días aislados, en ese momento comienza la cuarentena oficial de siete días.

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La Navidad apenas ha terminado, pero el presidente del Gobierno no pierde la ocasión de volver a situarse en el futuro y arrastrarnos con él. Anuncia en una entrevista radiofónica el plan del Gobierno para gripalizar la COVID. Las medidas de control no han servido de gran cosa, o eso dicen las cifras: los índices de contagio continúan disparados y todos los indicadores soportan una creciente tensión, derivada de la contagiosa expansión en estas semanas. Oigo repetida a varias personas la frase que yo mismo pronuncié: todos tenemos la sensación de que «las balas nos silban cada vez más cerca». Sin embargo, el presidente vuelve a ausentarse del presente y nos sitúa en un debate pre-factual, sobre el momento en el que la pandemia ya no sea pandemia. Casi se diría que va a ser él mismo quien anuncie la fecha en que eso ocurrirá. Como se anunciaban los armisticios en los diarios de la Guerra Mundial: «War is over!». Se acabó.

El consejo de ministros parece actuar como la asamblea de majaras de Don Vito: «Mañana, sol… y buen tiempo».

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Miércoles

Voy a la biblioteca.

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Domingo

Un día perdido.

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Lunes

Leo a Virginia Woolf.

En realidad, intento leer a Virginia Woolf.

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Martes

La mañana avanza entre canciones. La agitación de Tiger feet, de Mud, y su baile burlón (That’s right, I really love your tiger light / That’s neat, I really love your tiger feet).

Después, la emoción vibrante de Handle with care, de Travelling Wilburys (You’re the best thing that I’ve ever had / Handle me with care). Para desembocar en Both sides of the blade, de Tindersticks.

To understand, the choices made
To be falling down both sides
The sun is cold, its likes unfair
And I’m falling down both sides

Las canciones resbalan por la mañana como nubes veloces en el viento. El sol aguarda para desplomar sus sombras sobre la tierra seca.

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Miércoles

La frontera de Ucrania con Rusia se ha convertido en las últimas semanas en el escenario de un ajedrez táctico en el que se cruzan el sueño imperialista de Vladimir Putin, su presidente, la no menos insana geoestrategia de la OTAN, la dependencia europea del gas ruso y los intereses de Estados Unidos. O eso he leído. Ignoro quién tiene razón, si alguien la tiene.

La mayor ironía acerca de nuestra estupidez sería que esta pandemia, que nuestros gobernantes caracterizaron al principio como la guerra que nuestra generación no tuvo que enfrentar, acabe finalmente por desembocar en una guerra de las de verdad.

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Viernes

Neil Young se ha enfrentado a Spotify, la plataforma de música en streaming, y ha anunciado que va a retirar todo su repertorio. El motivo: un podcast de Joe Rogan, en el que de acuerdo al músico se difundían informaciones falsas sobre el coronavirus y las vacunas. Rogan ha terminado pidiendo perdón y ha asegurado en un vídeo que «hará todo lo posible para tratar de equilibrar los puntos de vista más controvertidos».

Desde el punto de vista de un periodista, este tipo de cosas resultan fascinantes. La veracidad, la imparcialidad y la responsabilidad ética -valores irrenunciables de la deontología profesional- han quedado amortizados en esta era de (des)información postmoderna. Pero si los propios medios de comunicación descuidaron en muchísimos momentos su obligación colectiva, ¿cómo esperar que la cumplan quienes se rigen únicamente por un interés personal, subjetivo y radicalmente individual?

La desinformación, cuando no la desnuda mentira, ha manado ufana desde los propios gobiernos. Podemos libremente confiar o desconfiar de las afirmaciones de tal o cual prescriptor, experto, podcaster, periodista o divulgador. Podemos estar de acuerdo con la postura de Neil Young o juzgar legítimas las afirmaciones de Rogan. Pero deberíamos tener a mano siempre el ancla referencial de la confianza en lo que nuestros dirigentes nos digan. Que si las autoridades sanitarias nos piden inocularnos una nueva dosis, acudamos al pinchazo con la certeza de que eso es lo que hay que hacer, porque es lo mejor. Que hay un criterio científico, médico, fiable para hacer lo que nos dicen (a menudo obligan y exigen) que hagamos.

¿Hemos convertido a los creadores de contenido en depositarios y defensores del derecho a la información?

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Por desgracia, cualquier atisbo de esa certeza en la política y los políticos ha volado. Hemos visto a nuestro gobierno inventarse comités de expertos científicos que sustentaban las medidas para luego reconocer que nunca existieron ni el comité ni los expertos. Ni por tanto su aval científico a las decisiones políticas. Hemos visto a sus opositores defender una cosa y la contraria. Hemos visto hace muy poco a la ministra de Sanidad afirmar la necesidad ineludible de la tercera dosis sobre la base de estudios que nunca se han aportado, aun cuando se le solicitó la referencia en varias ocasiones. Han mentido, manipulado, ocultado y engañado. Lo siguen haciendo. Ellos son la fatiga pandémica.

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«(…) Convendría no perder de vista que algunas de las decisiones y comportamientos más lesivos para vidas y haciendas durante la pandemia han venido de gobiernos y no pocos “expertos”. No de cantantes, no de ‘podcasters’. Y que en cualquier caso la responsabilidad relativa de cada uno no puede ser la misma. Interesa deslindar cuánto hay de sacrificio del chivo expiatorio en algunas operaciones de supuesta higiene opinativa -en España viene rápido a la mente el caso de Bosé, juguete roto de la propaganda de izquierdas. Y conviene en todo caso aplicar, por lo menos, la misma vigilancia al poder que a sus críticos, por estrafalarios que nos resulten. Porque en Spotify uno puede cancelar su suscripción cuando quiera; pero con los gobiernos y sus entes “civiles” y medios de comunicación concertados la cosa ya es más complicada».

Neil Young no es ‘forever young’, de Jorge San Miguel Lobeto, en Vozpópuli

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Para desconfiar no hace falta inventarse una gran conspiración. Basta recordar que las vacunas también son el producto elaborado en la fabrica que sustenta un gigantesco negocio.

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Sábado

“Así que abrí un blog (hkkmr.blogspot.com) y empecé a escribir en la dirección nueva. Enseguida me entusiasmé, que es lo mejor que nos puede pasar cuando hacemos algo. Escribir en blogs era, sobre todo, cerrar el círculo de la palabra que, muy contrariamente a lo que afirman muchos escritores en sus entrevistas, no escribe uno para sí mismo, sino para los demás. Dar al botón ‘publicar’ en un blog era liberarse. Y no porque alguien estuviera de hecho leyendo tus textos, pues esto para mí no era aún constatable, sino porque el gesto de publicar en internet era sano, generoso, valiente; porque hacer público algo que había escrito me daba paz y espacio: lo escrito no se sedimentaba en el triste ‘cajón’ tradicional; lo escrito seguía su camino.

Y me dejaba seguir escribiendo el mío”.

Trenes hacia Tokio, de Alberto Olmos

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Publicar.

[…]





Diario no diario (XX)

5 01 2022

Domingo

Por el grupo de mensajes de los padres sabemos que F. deberá pasar diez días confinado por un positivo entre los niños y niñas con los que comparte a diario la mesa del comedor en el colegio. No es la primera vez que aparece un caso en la clase, que yo recuerde, pero sí la más próxima a lo que diríamos un contacto estrecho. Sucede, también, durante las semanas de máxima expansión de la variante llamada Ómicron, cuya ola de alarma es casi tan poderosa como la de contagios. Y que se va a llevar por delante, o casi, las celebraciones de Navidad. Desde luego las públicas: miles de comidas y cenas de empresa suspendidas a pocos días de su celebración provocan el comprensible lamento de los hosteleros, que ven reventadas todas sus previsiones.

Nosotros decidimos seguir adelante con la nuestra, ideada para el mediodía anterior en un formato menos rígido que el almuerzo colectivo alrededor de una mesa. Puede que más seguro, aunque saber esto resulta complicado. Se alargó hasta la tarde y, como otros amigos y familiares de quienes tocamos, también F. estuvo por allí. Así que, tras conocer la situación en el colegio, temo haber desencadenado eso que en un pasaje concreto de este tiempo de pandemia se dio en llamar brote. Los brotes fueron, creo recordar que en la segunda ola, la que siguió al verano de 2020, la unidad de medida usada para narrar la paulatina reactivación de la cadena de contagios; también el identificador de los grupos de irresponsables, incívicos, insolidarios, que ponían en peligro la vida de todos al incurrir en degeneradas prácticas de aquello que antes llamábamos la normal vida social.

En el relato convencional de este tiempo, quienes decidimos seguir adelante y asistir a la celebración navideña formaríamos parte de uno de esos grupos a los que conviene señalar y acusar. Si finalmente ocurre el contagio en cadena, pienso en esos días inciertos, habrá que aceptar la culpabilidad de haber seguido adelante con el plan en medio del ruido admonitorio: el cacareo de los medios de comunicación con las crecientes cifras de contagio, las muecas de extrema preocupación de los políticos, los cálculos e hipótesis de los expertos sobre la capacidad expansiva de Ómicron, así como la duración y gravedad de la enfermedad provocada por esta variante. Mientras, los responsables sanitarios alertaban acerca del indetenible acelerón de la presión asistencial en los centros de atención primaria. Y, más despacio, pero insidiosa como la inundación que asciende desde el subsuelo, también de la ocupación de enfermos en los hospitales.

En las horas siguientes, el rastreo doméstico entre los padres revela que el último contacto, por tanto la fecha sospechosa de contagio, debió ser el día 16. Estamos a 19 y F. no manifiesta ningún síntoma.

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Lunes

Comenzamos los diez días de aislamiento que indica el protocolo en vigor. Durante toda la mañana aguardo una comunicación del colegio -que suponíamos que se produciría durante el fin de semana-, pero el lunes entero pasará sin que la tengamos. La tutora agradece nuestro gesto de responsabilidad al no llevar a F. a clase. Intentamos contactar con el centro de salud para que le hagan una prueba PCR, pero de momento no hay caso: mientras no llegue una comunicación oficial del positivo, o el niño desarrolle síntomas evidentes de un contagio, hay que esperar. Pienso en los hospitales de guerra de las películas: cuando el cribado se hace a vida o muerte.

Sigo con la inquietud de haber desatado una fila de casos mientras con el grupo celebrábamos un concierto de rock navideño para una veintena de personas. Miro los vídeos y fotografías que me van llegando y constato que, incluso en medio de la diversión más agitada, todo el mundo mantuvo su mascarilla puesta de forma constante, salvo el tiempo imprescindible para dar un trago a su bebida o engullir alguna de las piezas del picoteo que se diseminó por el bar en la parte final de nuestra actuación.

¿Bastarán esas medidas para contener la transmisión, si es que esta llegó a ocurrir?

F. continúa sin mostrar ningún síntoma. Los demás tampoco tenemos nada que declarar.

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Martes

Paso la mañana trabajando con normalidad mientras F. desayuna, juega o hace deberes. Si algo ha logrado este tiempo ha sido acostumbrarnos a la (a)normalidad de cuidar de niños pequeños mientras asumimos las presiones y exigencias diarias del trabajo. Cuando F. y yo nos juntamos en alguna habitación, le pido que mantengamos la mascarilla puesta, pero me doy cuenta de que estoy recogiendo agua con una cesta.

Seguimos sin ninguna indicación por parte del colegio, así que me decido a llamar para consultar cuál es la situación o cómo debemos actuar. A esa hora, me aclaran, el positivo no es oficial todavía: es decir, la autoridad sanitaria no ha recibido, o procesado, el resultado de la prueba PCR en la que se detectó el contagio. Y mientras el centro no tenga esa notificación oficial, no puede hacer ningún movimiento porque el contagio no existe. Agradezco la explicación, que me ayuda a entender un poco mejor cómo funciona el mecanismo de control, seguimiento y atención de los casos. También me asoma a una impresión que en los siguientes días se va a confirmar de manera rotunda: estamos entrando en una fase en la que el sistema se verá desbordado por la avalancha de contagios, al punto de la incapacidad para absorber el proceso de pruebas, notificaciones, rastreo, comprobaciones, etc. Es el momento de la autogestión. Un sálvese quien pueda. O como pueda.

En pocos días, después de que se reúnan los políticos de todas las comunidades autónomas en uno de sus habituales comités interterritoriales, llegan las nuevas restricciones, idénticas o muy similares a las de otras veces: limitaciones horarias a la hostelería, recorte del número de personas e incluso de las horas en las que los ciudadanos se pueden reunir en espacios privados, control de aforos en espacios públicos (cines, teatros, acontecimientos deportivos, gimnasios, etc.). Dos años y seguimos haciendo las mismas cosas en condiciones radicalmente distintas. ¿Cambios estructurales? Eso ya tal.

Y, coronando esta batería de medidas, la boutade estrella del Gobierno central: la obligatoriedad de volver a ponernos las mascarillas en el exterior. También y pronto la reducción de los protocolos de aislamiento, la limitación o eliminación de los rastreos y la modificación de los requisitos para ser considerado contacto estrecho de una persona contagiada.

Para que las cifras no sigan subiendo no hay como dejar de contar.

F. continúa sin síntomas. Por fin se somete a la prueba PCR, que ya conocía de algún episodio anterior. El test de antígenos, ayer, había dado resultado negativo. Todo el mundo insiste en que es poco confiable.

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Viernes

Al mediodía en Nochebuena logramos, a través de una persona conocida, acceder por fin al resultado de la prueba de F., que es negativa. Quedan aún dos días, hasta el 26, para completar los protocolarios diez de aislamiento. Cena y comida familiares suspendidas. Viaje de un par de días a Madrid aplazado. Autogestión respetuosa con los plazos. En pocos días esos mismos plazos protocolarios, ya se anuncia por los avances en otros países y por el debate en los medios de comunicación, van a ser reducidos.

En resumen: han pasado tres días desde la prueba y no tenemos comunicación oficial del resultado. Lo sabemos por ese método tan habitual en este país: conocer a alguien. La confirmación fehaciente no la tendremos en ningún momento. Una nueva e irónica variante, precisamente, del llamado silencio administrativo.

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Lunes

En pocos días, cuatro, cinco, seis personas conocidas me cuentan que son positivas y están aisladas. “Es como un gripazo”, resumen. Y pasan algunos días acosados por la sensación familiar de un catarro y la más incómoda fatiga.

Tengo la impresión de que las balas silban más cerca que nunca a nuestro alrededor. “De esta vamos a caer todos”, oigo a varias personas. Y en mi propia cabeza.

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Martes

Hoy han vacunado a F.

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Jueves

30 de diciembre. Algo de calma, por fin. Acabo de sentarme unos minutos en la que fue la mecedora de papá, ahora instalada en mi despacho como un cuadro que te permite imaginar el mar, otro tiempo. Precisamente allí sentado he leído El mar en invierno: un texto que escribí en los días en que él estaba por irse y pasábamos horas sentados a un costado de su cama. Después también he leído La vida allí. Es mediodía y esta mañana me parece que trabajé cien horas seguidas.

Estoy agotado. Apenas he dormido las dos últimas noches, desvelado por la fatiga de A., un incontrolable jadeo ansioso que se hace más acuciante de madrugada. Me levanto, le acaricio el cuerpo caliente para que se tranquilice, para ver si todavía soy capaz de entregarle la calma de siempre, de recordarle cuál es su lugar en el mundo, un espacio seguro. La he subido a mi regazo, afuera estaba todo oscuro, y ella me lamía la manga de la ropa y luego el costado de las manos, me lamía y me desgastaba como siempre. Al ratito la he dejado en el suelo y ella ha rodeado el triste árbol de esta Navidad hueca, y se ha acostado en la esquina con un leve bufido como un estertor agotado. Poco después dormía. Y yo he entrado en el día leyendo a Aurora Venturini. Para cuando el sueño me regresaba, he querido meterme en la cama. Pero ya era casi la hora de levantarse y acometer otra jornada.

Ella ha dormido toda la mañana tranquila y reposada. Sin jadeos. Dice el veterinario que es una nonagenaria, que está senil, que en la noche se desorienta y el temor le hace crecer en el pecho una bola invisible de desasosiego que parece que se le fuera a salir por la boca. Yo la imagino, lastimado de pena, caminando despacio por sus noches convertidas en un inmenso valle blanco de luz cegadora, en el que no distingue el cielo de la tierra, ni el norte de las nubes. Y pienso cuánto le faltará para llegar a destino, para acostarse y dormir ya sin nada más que hacer.

He puesto música electrónica mientras trabajaba. Y he traducido páginas y páginas ayudado por un ingenio automático en línea. Despreocupado. Y ahora al mediodía me rodea el cansancio de este 30 de diciembre, de este año, de esta enfermedad, de la incertidumbre, los hombres, las cosas, el silencio de la casa, el trabajo. Cansado hasta de la luz del sol que después de dos semanas de niebla vuelve a brillar como brilla el sol en el invierno, abatido de miseria.

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Viernes

«Si definimos Covid como enfermedad severa, lo que va a disminuir es mucho el Covid; ahora hay más infecciones, pero menos Covid. No estará completamente eliminado, pero hay menos casos. Si una persona es asintomática, ¿tiene Covid? Yo diría que no; Covid es una enfermedad. Un asintomático tiene el virus, pero no Covid”.

Adolfo García-Sastre, virólogo, en El Independiente.

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Sábado

La primera canción del nuevo año es Tangerine, de Led Zeppelin.

Tangerine, Tangerine, living reflection from a dream
I was her love, she was my queen, and now a thousand years between…

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Martes

«La preocupación de nuestros gobernantes se agota allí donde termina nuestro interés mediático, que ahora mismo está concentrado en algo llamado «salud pública», un término tan ambivalente que lo mismo vale para ensalzar a la sanidad pública como para demandar que no se preste atención médica a un no vacunado o se le priven de otros derechos como ciudadano. Cierran empresas y negocios, hay despidos masivos y un total de seis millones de españoles sufren pobreza severa. La degradación institucional continúa imparable en un proceso que pretende que la ideología se convierta en un mérito en sí mismo capaz de reemplazar a la neutralidad. Mientras rebuscamos en el plato ellos lo hacen en nuestros bolsillos. Pero creemos que nuestra sociedad ha alcanzado la cúspide del civismo cuando la prensa informa de que han multado a una señora por no usar la mascarilla mientras paseaba a su perro de madrugada. En eso hemos dejado que nos conviertan.

La mascarilla en exteriores para prevenir contagios es tan inútil como el Gobierno que la ha impuesto por Real Decreto Ley. Pero no hemos de incurrir en el error de calibrar su idoneidad en términos de salud sino de gestión emocional, social y política, ya que ha conseguido taparnos la boca tanto literal como metafóricamente hablando, amén de limitar notablemente nuestra visión periférica: no vemos nada más allá de la pandemia. Delta, omicrón, flurona… En el horizonte darán pábulo a tantas variantes como sea menester para que el temor nos distraiga».

Guadalupe Sánchez, en The Objective

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Lunes

A mediodía del primer lunes de 2022 recibo la tercera dosis de la vacuna. De entre los centros que me ofrecen, todos medianamente apartados de casa, elijo el Hospital Militar. Me acompaña F. Jóvenes soldados atienden con amabilidad serena todo el proceso y la entrada por grupos hacia los pasillos interiores del centro. En el corredor de acceso a la sala de vacunación, nos dividimos en dos filas a izquierda y derecha, entregamos el papel con todos los datos personales y los correspondientes a la dosis que nos van a inocular. Una enfermera supervisa el operativo con excelente humor.

Elijo el brazo izquierdo y F. me confirma que también a él le pincharon en ese brazo. Y que no me dolerá, que no notaré nada. Solícito, toma mi chaqueta mientras, ya adentro, descubro la piel y recibo un imperceptible aguijón de parte de un soldado más veterano, en traje de campaña. Recuerdo la grandilocuencia de aquellos primeros discursos sobre el carácter cuasi bélico del desafío, en agudo contraste con esta naturalidad operativa en un proceso de carácter masivo. Doy las gracias, salimos a una mañana soleada, regresamos a casa.

Por momentos, mientras lo llevo de la mano y él me pregunta cuándo terminará el coronavirus, me siento igual que Guido: el padre condenado que inventa el relato de una realidad paralela para Josué en La vida es bella.

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Martes

Lo esperado: el día siguiente al pinchazo llega a lomos de un sueño pesado que mezcla en mi cabeza pesadillas de abandono, mínimas tragedias oníricas en un bucle de angustia del que parece no haber salida. Duermo poco y mal. Por la mañana, aun sin sueño, el cuerpo se resiste a abandonar la cama, aunque lo hago pronto y confío en que un café con leche ayudará a diluir la nube que me va a acompañar el resto del día. Es inútil. La confusión durará hasta la noche. Por la tarde salgo a dar un paseo para despejarme, pero regreso a casa aturdido por una violenta tempestad de viento y agua que baldea las calles como el mar de tormenta sobre la cubierta de los barcos. Llego a casa más calado que mareado.

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La última decisión del gobierno regional es que, para aliviar el sistema de atención primaria, cada ciudadano pueda autogestionarse su baja laboral: bastará hacerse un test de antígenos en casa y rellenar un formulario a través del cual el médico de cabecera (hopefully) se dará por enterado del positivo. Si procede por su situación clínica, alguien contactará con el afectado. Esto, en un momento en el que ni siquiera se comunica ya la confirmación de un negativo en una PCR, suena a declaración de intenciones en verdad irrealizable por la carga de trabajo que soportan los facultativos y el resto del personal de los ambulatorios.

Hace unos meses, no se permitía a las farmacias hacer tests de antígenos como prueba de contagio. Hasta hace unos días se advertía de forma repetida de que hacérselo no era garantía de que no existiera el contagio. Si usted no quiere asesinar a su abuela en Navidad, nos venían a decir los medios y los expertos, quédese en casa. No se le ocurra celebrar ni siquiera que sigue vivo.

La nula fiabilidad de los tests se convierte ahora, sin embargo, en prueba administrativa. Ahora el ciudadano puede hacérselo en su propia casa y comunicar -sin prueba alguna más allá de una declaración responsable– un positivo. El autodiagnóstico para la baja laboral: el sueño húmedo de cualquier absentista.

Uno tiene que enarcar las cejas ante las constatables maravillas de la dizque gestión de la pandemia.

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«Mientras, el nuevo protocolo de rastreo, que limita el estudio de casos a personas vulnerables, mayores de 70 años, pacientes inmunodeprimidos, embarazadas y no vacunados, está provocando confusión y malestar entre los pacientes de los centros de salud. Tampoco está ayudando en exceso a los profesionales sanitarios, que critican el «lío» vivido en la última semana. Los ambulatorios recibieron una primera versión el día 27. El día 30, en vísperas de la Nochevieja, les llegó otra en la que se eliminaba el rastreo de convivientes, y este lunes tuvieron conocimiento de una nueva corrección.

«Ya no es que se esté volviendo loca la gente, es que nos están volviendo locos a nosotros. Esta mañana hemos amanecido con el que se nos envió a final de año. A las 8.00 lo hemos estado estudiando y a las 14.00 lo han vuelto a cambiar. Lo que le habíamos dicho a los pacientes por la mañana ya no valía por la tarde», lamentó la coordinadora del centro de salud de Ejea, Raquel Llera.

La nueva versión, explicó, «reduce al mínimo el rastreo» y lo limita, prácticamente, a vulnerables, sanitarios y sociosanitarios. «El resto de PCR a convivientes y personas que no son consideradas de riesgo se ha finiquitado y ya no se les hará rastreo», agregó.

Leído en Heraldo de Aragón

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No hay forma más fácil de aplanar la curva de contagios que dejar de hacer pruebas que revelen esos contagios.

¿Cómo no se les ocurrió antes? ¿O sí se les había ocurrido?

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Estos días de descanso regreso a mis añoradas madrugadas, que paso entre lecturas y partidos de baloncesto. Esta vida, estos pequeños espacios silenciosos y oscuros, constituyeron durante años la esencia íntima de mi vida. Pienso, escribo algunas líneas o las dibujo en mi mente para traerlas a la pantalla por la mañana. Miro la estantería de libros en la lúcida oscuridad y escucho, al otro lado de la pared, los movimientos de alguien que duerme en una habitación en el piso contiguo. A determinada hora como fruta, picoteo unos pequeños granos de uva, bebo un vaso de leche. Demoro la hora de ir a dormir y, cuando lo hago, constato lo sencillo que me resulta volver a encontrarme conmigo mismo. Y lo espantosamente lejos que estoy de lograrlo.

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Miércoles

Esta noche llegan los Reyes. Mañana hará ocho años ya desde que papá se fue en la tarde de un 6 de enero. No hay que hacer caso al tiempo. Comeremos roscón y me acordaré de aquel mediodía lejano, muy lejano, en que mamá supo que yo me había enterado en el colegio de la verdad: la epifanía sobre la Epifanía. Alguien me reveló la desconcertante noticia y yo busqué confirmación en María Pilar, mi profesora. Ella prefirió no asumir la tarea de rasgar ese velo en primera persona, pero sí dispuso la escenografía para hacerlo: «Cuando vuelvas a casa -me indicó-, mamá te estará esperando para que hables con ella: le regalas una cosa que yo te voy a dar y le lees una carta que escribiré ahora para ti«.

Así lo hice. Mi madre, advertida de antemano, me sentó antes de comer en la mesa de la vieja cocina y yo le dije lo que la profesora había escrito para mí en una hoja de papel cuadriculado: Gracias por haber sido mi Rey Mago durante todos estos años.

Le entregué la flor y abrazados en un beso despedimos la magia y conjuramos la realidad.

Yo tenía seis años y ella era una mujer de 40.

[…]