Australia cae en un agujero negro

26 08 2012

Los All Blacks celebran la demolición de Australia, que les permitió retener la Bledisloe Cup, el trofeo que desde principios de los años 30 se disputan las dos naciones: Australia no lo tiene en su poder desde 2002.

En Australia, la caza del entrenador Robbie Deans ha tomado velocidad en sólo dos jornadas del Rugby Championship. La afrenta de la primera semana -la notoria debilidad física, el creciente estado de confusión, la ausencia de un plan y la suficiencia de unos All Blacks que ni siquiera vieron necesario convertir su victoria en un marcador enfático- creció como una tormenta tropical en el viaje de este sábado a través del Mar de Tasmania: lo que en Sydney había parecido un aleteo de suficiencia de los All Blacks, se transformó en el Eden Park en un huracán, una de esas derrotas que remueven el suelo bajo los pies de los entrenadores. De todo un equipo. Australia se perdió en un agujero negro de profundidad incalculable. NZ ganó 22-0 y retuvo la Bledisloe Cup. Hacía 60 años que los Wallabies no se quedaban sin anotar en el territorio de su mayor antagonista.

En su análisis para Sky Sports, Michael Lynagh (ex capitán y campeón del mundo con los Wallabies) lo expresó de manera flemática, la que usan las voces autorizadas cuando se trata de señalar culpables: “Un entrenador es tan bueno como lo sean sus resultados. Es normal cuestionar a Robbie Deans”. Aunque los Wallabies sostuvieron 25 minutos sin anotar a los All Blacks, endurecieron su perfil en las melés abiertas y hasta en ese pasaje llegaron a dominar la posesión, los All Blacks respondieron con característica fiereza al paso adelante del rival. El ruido de cacharrería que la delantera aussie provocó en el arranque del choque (fuertes el segunda Timani y Stephen Moore, arrojado Hooper en su papel de relevo del loosie David Pocock, intimidatorio Higginbotham, dispuesto a descabellar rivales si hacían alguna tontería en las montoneras), fue quedando poco a poco en un silbido apenas molesto conforme los All Blacks pusieron en marcha el molinillo de hacer café en los agrupamientos. A los All Blacks todo les funciona. Todo: la defensa, el ataque, la estrategia, la creatividad, el juego posicional, la velocidad, las fases estáticas, la delantera… Steve Hansen, su nuevo entrenador, no sólo ha conservado la inercia mental del triunfo en la Copa del Mundo (trabajaba ya en el equipo de su predecesor en el cargo, Graham Henry), sino que parece haber afinado de forma minuciosa al grupo en defensa, actividad colectiva y aprovechamiento de jugadas de pizarra a la salida de fases estáticas. El resultado son estos All Blacks dominadores.

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Relámpago negro

17 10 2011

En varios partidos de los All Blacks se ha visto a alguien entre el público que levantaba un cartelón: «Don’t Choke!». Funcionaba a modo de solicitud nacional de ese estadio de cuatro millones de espectadores que ha sido Nueva Zelanda durante estas semanas; y también, desde luego, como recordatorio de fracasos repetidos en la Copa del Mundo. Ha sido una forma, por lo demás innecesaria, de refrescarle a los All Blacks la idea cortazariana de que allá al fondo siempre estuvo la muerte. La amenaza. O sea, la posibilidad de un fracaso que sumiría al país entero en una aguda depresión generacional. Pero los neozelandeses pasaron a Australia con un resultado contundente (20-6), en un partido que articuló el discurso principal del deseo, el corazón, la resolución y la importancia de las ocasiones. Los All Blacks van a jugar la final. Allá al fondo está la gloria…

El temor de los hinchas neozelandeses, expreso en la frase de la pancarta, está casi ya conjurado: los All Blacks pasaron sobre el cadáver de Australia para reclamar su lugar en la final de la Copa del Mundo, el domingo próximo frente a Francia.

Aquí hemos sido debidamente exigentes con los All Blacks a lo largo del torneo. Nunca hemos tenido bastante. Les seguimos pidiendo más que a nadie quizás porque los admiramos más que a nadie y porque inconsciente queremos de ellos lo que ningún equipo consigue: la perfección en todos los aspectos. Porque en la psique colectiva de este juego, los All Blacks representan la imagen más aproximada de lo que la mayoría querríamos que fuera el rugby: esa exuberancia, esa implacable fiereza, ese manejo tan extraordinario de los símbolos, ese uniforme negro, esa haka, esos jugadores cuyos nombres enlazan unas generaciones de genios con otras, con la misma continuidad fascinante con la que el balón se mantiene en juego. Ese país donde primero es el rugby y después el resto de la vida… Hasta cierto punto y salvo mejor opinión, resulta imposible no desear que los All Blacks ganen este título.

El contexto de exigencia, que siempre fue la idea central de este torneo, como ya contamos desde el primer día, ayuda a explicar el estado de exageración anímica sobre el que los All Blacks construyeron su victoria sobre Australia. Un torrente de motivación canalizado en todo su beneficioso potencial, negando al mismo tiempo (con convicción, con clase, con conocimiento, con estrategia y ejecución) todos y cada uno de los posibles perjuicios. Se diría que los All Blacks han asimilado las lecciones del pasado, extrayendo de ellas una lima con la que redondear las aristas de su rugby. El resultado de esa operación psico-deportiva es que seguramente no estamos viendo al equipo más preciosista, pero sí a uno que ha aprendido cómo hacer lo que otros equipos precedentes no supieron: ganar la Copa del Mundo. La diferencia con Australia quedó resumida en el primer minuto de juego. Casi en los primeros segundos. Inició de bote pronto Quade Cooper el partido y su patada fue directamente a la banda, en un error más significativo en términos anímicos que de juego. Los All Blacks empujaron la consiguiente melé en medio campo con un esfuerzo diagonal que hizo retroceder por primera vez a los australianos, pasó bien la pelota entre los canales y, al otro lado, Piri Weepu aguardó para meter una patada cruzada que Cooper, aún confundido, acompañó mansamente hasta la línea de touch sobre la esquina. Instalados en la 22 de los Wallabies, los siguientes minutos se jugaron de acuerdo a las reglas neozelandesas: rucks brutales, una agresividad patológica, despliegues veloces con la pelota… Parecían los bárbaros arrasando a uña de caballo el poblado enemigo.

Israel Dagg, el eléctrico zaguero de los All Blacks, rebasa el último tackle de Quade Cooper justo antes de liberar un pase formidable en caída a Ma'a Nonu, para el ensayo de los All Blacks: la creatividad, rapidez y finalización de Dagg, Cruden y Jane han afilado el juego de Nueva Zelanda.

Y así hicieron a los seis minutos el ensayo, en una arrancada portentosa de Israel Dagg a la vuelta de una pelota reciclada con inteligente velocidad por parte de Piri Weepu. Dagg surgió en la línea, apartó a Elsom con un sello que anticipaba la marca y fue pasando rivales hasta generar contra la banda, sobre el último placaje de Cooper, uno de los offloads más portentosos que se hayan visto en años: de caída y aplastado sobre el lateral del campo, ya a la espalda del defensor australiano, Dagg levantó un pase que liberó a Nonu, que llegaba en el apoyo. Y el centro maorí, uno de esos hombres  siempre dispuestos a continuar las jugadas, acabó posando sobre el rincón derecho del campo. Aunque Weepu erró la transformación y un golpe temprano de Pocock -otra vez infractor frecuente con Craig Joubert de árbitro-, el medio de los All Blacks acabó metiendo el tercero y la secuencia definió la dinámica del encuentro. Australia dejó a su enemigo ponerse al volante. Y los All Blacks jugaron siempre con una o varias velocidades más, anticipando cada contacto, discutiendo cada balón en los breakdowns, entorpeciendo con maestría la torpe aspiración australiana de elevar el ritmo de juego y mover la pelota.

El partido agarró ahí una línea y ya no se movería. Nunca dio la impresión de poder variar la dirección en la que ocurrieron las cosas, a pesar de una escapada de Digby Ioane en la que el ala australiano llegó hasta el umbral del ensayo acumulando hombres agarrados a su espalda, sin que ninguno pudiera detener la poderosísima tracción de su carrera. Cuando ya avistaba la meta, Kaino lo agarró y lo levantó del suelo para, literalmente en brazos, echarlo atrás y a tierra. Fue una de esas jugadas defensivas que explican a un jugador como Kaino. Australia ya no tuvo muchas más ocasiones de visitar la cocina rival. Ahora los All Blacks también defienden con un rigor sin concesiones. Los Wallabies necesitaban puntos con los que armar una amenaza, pero para eso necesitaban primero la iniciativa: balones, ritmo. Lo que no alcanzaron. O’Connor acortó a 8-3 al amortizar uno de los pocos golpes concedidos por los All Blacks en posiciones desde las que los australianos pudieran ir a palos. Pero muy pronto Aaron Cruden, otra vez excelente en su campaña para la recuperación de la dignidad de la camiseta negra número 10, alargó la goma en favor de los kiwis con un drop desde cerca de 40 metros que reveló el lado más inteligente del apasionado rugby de los All Blacks. Quade Cooper le contestaría después con una jugada similar y Weepu dejó el 14-6 para el descanso. No era una ventaja que hablara de gran superioridad de los locales. En el fondo, Australia ha sido uno de los mejores equipos defensivos del campeonato. Ha concedido pocos ensayos y eso fue así también contra su enemigo del otro lado del Mar de Tasmania.

Los All Blacks ganaron con el pie (dos golpes más de Weepu en la segunda parte) lo que supieron construir con el sacrificio del cuerpo y la convicción de la mente. Jugaron el partido de acuerdo a sus reglas, que son las reglas de Richie McCaw, el indudable autor intelectual, y ejecutor material, de un partido llevado a los límites del físico, con la posibilidad cercana de la sangre. Australia siempre bailó la canción que le tocaron los desconsiderados delanteros negros, pero sobre todo el trío formado por los efervescentes Dagg, Cruden y Cory Jane, más el espíritu irrefrenable de Nonu, ariete de todas las ofensivas. Las batallas intermedias las ganaron los negros. También las individuales: Jane contra Ioane, Kahui frente a O’Connor, McCaw frente a Pocock, desde luego la de la primera línea, desde luego la de los zagueros. Y, sobre todo, la de los número diez: Cruden, estrella sobrevenida de este equipo, frente a Quade Cooper, un jugador cuyo crédito sale muy tocado de este Mundial.

En general, los aussies han venido en franco descenso de prestaciones desde sus primeros partidos. Se han parecido poco al equipo de rugby expansivo que nos maravilló en el Tri-Nations, al punto de llevarnos a apostar por ellos. Desde la derrota con Irlanda en la primera fase y con una plaga de lesiones mortal, los australianos han ido perdiendo convicción en su juego y, salvo por Pocock y algún desempeño individual aislado, en todo momento dieron la impresión de ir colina abajo con el avance del torneo. Su triunfo contra Sudáfrica, aguardando el error del contrario para capitalizar el contraataque y la sorpresa, resume esa transformación. Nueva Zelanda, que regala pocos balones y roba unos cuantos más, no le permitió esas alegrías. Todo el júbilo estaba reservado para su victoria.

En un Eden Park exultante, las cámaras reflejaron esta vez a un aficionado con un cartelón en las manos. Ya no advertía la sombra acechante del fracaso. Decía, usando una frase de tres monosílabos que lo dicen todo: «Yes We Can!».

Nueva Zelanda, 20
Ensayo: Ma’a Nonu
Golpes de castigo: Piri Weepu (4)
Drops: Aaron Cruden

Australia, 6
Golpes de castigo: James O’Connor
Drops: Quade Cooper

Vídeo-resumen del partido





En el nombre de Richie McCaw

24 09 2011

En el rugby el lenguaje corporal tiene una importancia básica, como en el tenis (por presentar un ejemplo sutil) o en la vida animal (para hacernos una idea más aproximada). La totémica prestancia con la que Richie McCaw caminó el espacio desde el vestuario hasta el césped del Eden Park, al frente de su equipo, subrayó su sobresaliente figura en la noche en la que cumplía un centenar de partidos con los All Blacks. Pero no sólo eso. Había en las expresiones de los neozelandeses una negrura abismal, ese cierto extravío de las miradas cuando se quedan fijas en ninguna parte, porque están en realidad mirando al interior, recabando hasta el último gramo de determinación para transmitirlo de dentro afuera, y licuarlo en cada acción del partido. Esa aproximación anticipatoria, rabiosa, se extendió a la grada y a la interpretación del himno: Dios Defienda a Nueva Zelanda. Era el aroma de la fría venganza contra una obsesión nacional (las derrotas de 1999 y 2003 ante Francia), la anticipación del combate, el olor a napalm por las mañanas, que diría el coronel Kilgore en Apocalypse Now. Los franceses arremolinaron su espíritu jacobino alrededor de La Marsellesa y, conforme la cámara barría los rostros de los jugadores y llegaba a los delanteros, ese «¡A las armas, ciudadanos / Montad los batallones!» tronaba como un aviso de que durante las dos horas siguientes nadie iba a rendir un solo metro ni a hacer prisioneros. Uno tuvo ganas de gritar. De excitación, de miedo, de emoción… Por si quedaba alguna duda de nuestra hipótesis (hay que empezar a ganar un partido desde el mismo momento en el que se sale del vestuario y resuenan los tacos en el terrazo del pasillo), los All Blacks interpretaron Kapa o Pango, la segunda de sus retadoras danzas, y no se ahorraron el gesto del cuchillo que raja las gargantas del enemigo en su final. Ese detalle provocó en su día, cuando la estrenaron en 2005 contra Sudáfrica, todo un debate mundial acerca de los valores del deporte y el significado de una tradición folklórica que derivaba hacia el exhibicionismo. Ayer no hubo lugar para opiniones ajenas. La dramatización de Ali Williams fue memorable. Hasta puso los ojos en blanco y sacó la lengua simulando la pérdida de conciencia de una cabeza separada de su cuerpo.

Poco dispuestos a las impresiones gestuales, los franceses se pasaron el desafío negro por el Arc de Triomphe parisino. Y en cuanto la pelota echó a volar la agarraron, avanzaron con ella y sus cuerpos hasta el fondo rival y encerraron a los All Blacks en su mazmorra durante diez larguísimos minutos. Mientras la pelota iba y venía mecida entre el flair y la brutalidad,  el planeta oval contuvo la respiración y se preguntó admirado si los franceses iban a hacerlo une autre fois. En la transmisión de la ITV inglesa, Andy Gomarshall —ex medio de melé inglés, hoy comentarista—, no pudo evitar varias veces una risita nerviosa que delataba el general asombro. John Fitzpatrick, All Black legendario, había afirmado en el debate previo al encuentro, yendo más allá que sus contertulios Pienaar y Dallaglio: «Quiero ver a los All Blacks manejarse bajo la presión francesa». Y lo vio. Porque, si los franceses parecían convencidos de que esa formidable campaña napoleónica en el crudo invierno neozelandés tenía posibilidades de éxito bajo el dictado del factor sorpresa, los All Blacks se encargaron de convencerlos de lo contrario: rechazaron cada embestida con fiereza redoblada, metieron los cuerpos abajo, los hombros delante, pusieron inteligencia, energía, técnica y arrojo en cada disputa, y establecieron las bases de la preeminencia física en el breakdown, factor que iba a marcar a fuego el partido. En esa fase tremenda de la noche, Francia no pudo hacer ni un solo punto: Morgan Parra mandó un drop contra los palos y reclamó una obstrucción en una ruptura en la que quizás no le faltó razón. Pero toda las quejas resultaron fútiles. Cuando el equipo de Lievremont quiso darse cuenta, encontró que en Nueva Zelanda las nubes de una tormenta se disipan tan rápidamente como llegaron. El sol entró en eclipse en Eden Park y todo se volvió negro.

Richie McCaw, capitán de Nueva Zelanda, celebró sus 100 partidos con una victoria prestigiosa frente a Francia, que no pudo con la máquina trilladora de los All Blacks.

Un movimiento portentoso de Ma’a Nonu, el centro All Black, viniendo del lado cerrado hacia el abierto a la salida de un relanzamiento de los kiwis, permitió el primer ensayo negro. La acción de Nonu —poderoso, inteligente, veloz— estuvo hecha para la memoria: tomó el balón que venía de izquierda a derecha y aceleró contra el muro blanco, abrió un intervalo con un par de pasos laterales entre Bonnaire y Picamoles (los terceras están para eso, para placar como animales en campo abierto), escapó de la cobertura del zaguero Traille y sólo fue frenado a dos metros de la marca. También lo siguiente lo hizo Nonu de libro: liberar de inmediato en la caída para el relanzamiento, eso que ahora se llama bola rápida. La pelota salió otra vez hacia el flanco, subida en la línea neozelandesa y, con un truco mágico de Dan Carter, llegó hasta la esquina para que allí la posara uno de esos actores secundarios que casi nunca reclaman los focos: Adam Thompson, en su primer ensayo con la camiseta negra. De ahí hasta el final del primer tiempo, los All Blacks ensayaron tres veces más, desanudando por completa una tibia defensa francesa, que abrió huecos para permitir otra marca de Cory Jane (después de otro pase formidable, esta vez de Piri Weepu, que jugó 50 minutos fantásticos como medio de melé) y una escapada del irrefrenable Carter. Los All Blacks habían entrado en estampida. Weepu le daba a la pelota un ritmo excelente (gran trabajo de los gordos en los agrupamientos para permitir reciclajes inmediatos), Nonu partía por la mitad a los rivales, Dagg se sumaba haciendo superioridades magníficamente medidas y terminadas, mientras Conrad Smith y Kaino, más la ineludible aportación del capitán McCaw, se encargaban de sacar la basura en cada jugada, placando en defensa como si les fuera la vida en ello. Los franceses se dolieron de cada impacto, al punto de que Parra se puso futbolero cuando Kaino le cruzó un brazo en una jugada cotidiana en la que el respetable francés pidió un castigo mayor que el tiro a palos. «Un francés acaba de caerse al suelo como si le hubieran pegado un tiro», resumió el comentarista. Y era así.

El encuentro se disputó, a partir de ahí, en una sola dirección. Francia rebajó el impacto con un golpe de castigo para el 19-3 del descanso, pero otro juego de pies de bailarín de claqué del punzante Dagg en el arranque de la segunda mitad estiró la ventaja local hasta un 26-3 que se hacía ya incontestable. Aquello eran los All Blacks en estado puro, todos atacando y defendiendo, durísimos en cada colisión, inapelables en las disputas y sin piedad en ataque, corriendo, chocando y descargando con una rapidez de vértigo y el máximo rigor técnico. Al mando de todos ellos, el señor Dan Carter, que puso toda su clase en el asador. Su capacidad para cambiar de dirección con la pelota en las manos e implicar en la carrera a los tres del fondo permitió a Nueva Zelanda rajarle el cuello a la defensa gala con dos ensayos más, de Dagg y Sonny Bill Williams, que había relevado pronto en el ala al tocado Cory Jane. Si Carter no fue el Hombre del Partido fue por aquel pase errado que Mermoz robó para posar el único ensayo francés, mediado el segundo tiempo. Pero su manejo del choque fue impresionante de todo punto. Puede que en la prensa hubiera mucho debate por ese presunto equipo B que puso Lievremont, con Parra de apertura, con Trihn-Duc y Servat en el banco. Es relativo. Szarszewski tuvo, en efecto, un día terrible en el puesto de talonador. Sufrió como un perro en las melés ante la implacable primera negra: Franks, Mealamu y Woodcock. Servat debió jugar. Pero respecto al cambio de posición de Parra hay que decir que los mejores momentos de Francia ante Japón ocurrieron con él en ese puesto, después de constatar la preocupante irregularidad del 10 titular. Desde luego, para los All Blacks Francia mereció tratamiento de enemigo mayúsculo. Desde el Kapa o Pango, fueron a degüello. El croissant se lo zamparon de un mordisco y, después, acabaron asándole las tripas al gallo. Ganaron 37-17 sin parecer jamás amenazados… salvo por esos primeros minutos. Los negros aún no han alcanzado el cénit de su potencial, como reconoció Graham Henry, pero en el primer encuentro verdaderamente exigente del Mundial dejaron sentado que tienen argumentos, rugby, motivación y apoyo para andar todo el camino. Un ataque sensacional y una defensa, su gran interrogante, capaz de resistir los mayores sitios.

En el otro partido del día, Inglaterra se deshizo con un par de manotazos enguantados de una Rumanía que reservó jugadores para la riña de berracos que le aguarda contra Georgia. Fue 67-3, con diez ensayos en total, tres de cada uno de sus alas Ashton y Cueto. Un excelente encuentro de Tindall en las labores de choque y de Tuilagi en las rupturas, jugando muy buen rugby, matizando esa idea generalizada de que su único camino suele ser la línea recta y llevarse por delante a los rivales: «Parece que el muchacho sabe jugar», ironizó Martin Johnson. La impresión de mejora inglesa fue casi más importante que la superioridad, ejercida sin contestación enfrente: ese era el partido número 24 de los 48 que tendrá el torneo. A la mitad del camino, Inglaterra empieza a parecer de verdad un aspirante con posibilidades. Por si a alguno de los agentes de su Majestad se le ocurría celebrar de manera excesiva la rotunda victoria, el agrio Johnson advirtió: «El partido nos exigió poco: Escocia será otra cosa». Uno, que la mira con tanto cariño, se pregunta qué será Escocia… Por ejemplo, esta mañana contra los Pumas de Argentina.