En varios partidos de los All Blacks se ha visto a alguien entre el público que levantaba un cartelón: «Don’t Choke!». Funcionaba a modo de solicitud nacional de ese estadio de cuatro millones de espectadores que ha sido Nueva Zelanda durante estas semanas; y también, desde luego, como recordatorio de fracasos repetidos en la Copa del Mundo. Ha sido una forma, por lo demás innecesaria, de refrescarle a los All Blacks la idea cortazariana de que allá al fondo siempre estuvo la muerte. La amenaza. O sea, la posibilidad de un fracaso que sumiría al país entero en una aguda depresión generacional. Pero los neozelandeses pasaron a Australia con un resultado contundente (20-6), en un partido que articuló el discurso principal del deseo, el corazón, la resolución y la importancia de las ocasiones. Los All Blacks van a jugar la final. Allá al fondo está la gloria…
El temor de los hinchas neozelandeses, expreso en la frase de la pancarta, está casi ya conjurado: los All Blacks pasaron sobre el cadáver de Australia para reclamar su lugar en la final de la Copa del Mundo, el domingo próximo frente a Francia.
Aquí hemos sido debidamente exigentes con los All Blacks a lo largo del torneo. Nunca hemos tenido bastante. Les seguimos pidiendo más que a nadie quizás porque los admiramos más que a nadie y porque inconsciente queremos de ellos lo que ningún equipo consigue: la perfección en todos los aspectos. Porque en la psique colectiva de este juego, los All Blacks representan la imagen más aproximada de lo que la mayoría querríamos que fuera el rugby: esa exuberancia, esa implacable fiereza, ese manejo tan extraordinario de los símbolos, ese uniforme negro, esa haka, esos jugadores cuyos nombres enlazan unas generaciones de genios con otras, con la misma continuidad fascinante con la que el balón se mantiene en juego. Ese país donde primero es el rugby y después el resto de la vida… Hasta cierto punto y salvo mejor opinión, resulta imposible no desear que los All Blacks ganen este título.
El contexto de exigencia, que siempre fue la idea central de este torneo, como ya contamos desde el primer día, ayuda a explicar el estado de exageración anímica sobre el que los All Blacks construyeron su victoria sobre Australia. Un torrente de motivación canalizado en todo su beneficioso potencial, negando al mismo tiempo (con convicción, con clase, con conocimiento, con estrategia y ejecución) todos y cada uno de los posibles perjuicios. Se diría que los All Blacks han asimilado las lecciones del pasado, extrayendo de ellas una lima con la que redondear las aristas de su rugby. El resultado de esa operación psico-deportiva es que seguramente no estamos viendo al equipo más preciosista, pero sí a uno que ha aprendido cómo hacer lo que otros equipos precedentes no supieron: ganar la Copa del Mundo. La diferencia con Australia quedó resumida en el primer minuto de juego. Casi en los primeros segundos. Inició de bote pronto Quade Cooper el partido y su patada fue directamente a la banda, en un error más significativo en términos anímicos que de juego. Los All Blacks empujaron la consiguiente melé en medio campo con un esfuerzo diagonal que hizo retroceder por primera vez a los australianos, pasó bien la pelota entre los canales y, al otro lado, Piri Weepu aguardó para meter una patada cruzada que Cooper, aún confundido, acompañó mansamente hasta la línea de touch sobre la esquina. Instalados en la 22 de los Wallabies, los siguientes minutos se jugaron de acuerdo a las reglas neozelandesas: rucks brutales, una agresividad patológica, despliegues veloces con la pelota… Parecían los bárbaros arrasando a uña de caballo el poblado enemigo.
Israel Dagg, el eléctrico zaguero de los All Blacks, rebasa el último tackle de Quade Cooper justo antes de liberar un pase formidable en caída a Ma'a Nonu, para el ensayo de los All Blacks: la creatividad, rapidez y finalización de Dagg, Cruden y Jane han afilado el juego de Nueva Zelanda.
Y así hicieron a los seis minutos el ensayo, en una arrancada portentosa de Israel Dagg a la vuelta de una pelota reciclada con inteligente velocidad por parte de Piri Weepu. Dagg surgió en la línea, apartó a Elsom con un sello que anticipaba la marca y fue pasando rivales hasta generar contra la banda, sobre el último placaje de Cooper, uno de los offloads más portentosos que se hayan visto en años: de caída y aplastado sobre el lateral del campo, ya a la espalda del defensor australiano, Dagg levantó un pase que liberó a Nonu, que llegaba en el apoyo. Y el centro maorí, uno de esos hombres siempre dispuestos a continuar las jugadas, acabó posando sobre el rincón derecho del campo. Aunque Weepu erró la transformación y un golpe temprano de Pocock -otra vez infractor frecuente con Craig Joubert de árbitro-, el medio de los All Blacks acabó metiendo el tercero y la secuencia definió la dinámica del encuentro. Australia dejó a su enemigo ponerse al volante. Y los All Blacks jugaron siempre con una o varias velocidades más, anticipando cada contacto, discutiendo cada balón en los breakdowns, entorpeciendo con maestría la torpe aspiración australiana de elevar el ritmo de juego y mover la pelota.
El partido agarró ahí una línea y ya no se movería. Nunca dio la impresión de poder variar la dirección en la que ocurrieron las cosas, a pesar de una escapada de Digby Ioane en la que el ala australiano llegó hasta el umbral del ensayo acumulando hombres agarrados a su espalda, sin que ninguno pudiera detener la poderosísima tracción de su carrera. Cuando ya avistaba la meta, Kaino lo agarró y lo levantó del suelo para, literalmente en brazos, echarlo atrás y a tierra. Fue una de esas jugadas defensivas que explican a un jugador como Kaino. Australia ya no tuvo muchas más ocasiones de visitar la cocina rival. Ahora los All Blacks también defienden con un rigor sin concesiones. Los Wallabies necesitaban puntos con los que armar una amenaza, pero para eso necesitaban primero la iniciativa: balones, ritmo. Lo que no alcanzaron. O’Connor acortó a 8-3 al amortizar uno de los pocos golpes concedidos por los All Blacks en posiciones desde las que los australianos pudieran ir a palos. Pero muy pronto Aaron Cruden, otra vez excelente en su campaña para la recuperación de la dignidad de la camiseta negra número 10, alargó la goma en favor de los kiwis con un drop desde cerca de 40 metros que reveló el lado más inteligente del apasionado rugby de los All Blacks. Quade Cooper le contestaría después con una jugada similar y Weepu dejó el 14-6 para el descanso. No era una ventaja que hablara de gran superioridad de los locales. En el fondo, Australia ha sido uno de los mejores equipos defensivos del campeonato. Ha concedido pocos ensayos y eso fue así también contra su enemigo del otro lado del Mar de Tasmania.
Los All Blacks ganaron con el pie (dos golpes más de Weepu en la segunda parte) lo que supieron construir con el sacrificio del cuerpo y la convicción de la mente. Jugaron el partido de acuerdo a sus reglas, que son las reglas de Richie McCaw, el indudable autor intelectual, y ejecutor material, de un partido llevado a los límites del físico, con la posibilidad cercana de la sangre. Australia siempre bailó la canción que le tocaron los desconsiderados delanteros negros, pero sobre todo el trío formado por los efervescentes Dagg, Cruden y Cory Jane, más el espíritu irrefrenable de Nonu, ariete de todas las ofensivas. Las batallas intermedias las ganaron los negros. También las individuales: Jane contra Ioane, Kahui frente a O’Connor, McCaw frente a Pocock, desde luego la de la primera línea, desde luego la de los zagueros. Y, sobre todo, la de los número diez: Cruden, estrella sobrevenida de este equipo, frente a Quade Cooper, un jugador cuyo crédito sale muy tocado de este Mundial.
En general, los aussies han venido en franco descenso de prestaciones desde sus primeros partidos. Se han parecido poco al equipo de rugby expansivo que nos maravilló en el Tri-Nations, al punto de llevarnos a apostar por ellos. Desde la derrota con Irlanda en la primera fase y con una plaga de lesiones mortal, los australianos han ido perdiendo convicción en su juego y, salvo por Pocock y algún desempeño individual aislado, en todo momento dieron la impresión de ir colina abajo con el avance del torneo. Su triunfo contra Sudáfrica, aguardando el error del contrario para capitalizar el contraataque y la sorpresa, resume esa transformación. Nueva Zelanda, que regala pocos balones y roba unos cuantos más, no le permitió esas alegrías. Todo el júbilo estaba reservado para su victoria.
En un Eden Park exultante, las cámaras reflejaron esta vez a un aficionado con un cartelón en las manos. Ya no advertía la sombra acechante del fracaso. Decía, usando una frase de tres monosílabos que lo dicen todo: «Yes We Can!».
Nueva Zelanda, 20
Ensayo: Ma’a Nonu
Golpes de castigo: Piri Weepu (4)
Drops: Aaron Cruden
Australia, 6
Golpes de castigo: James O’Connor
Drops: Quade Cooper
Vídeo-resumen del partido
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