Sostiene Kapuscinski que el silencio acostumbra a ser el engañoso síntoma de las mayores turbulencias. Que los hechos más atroces de la historia de la humanidad (atroz por demás) se fraguaron cuando el mundo atendía a otra cosa y el epicentro de la barbarie aparecía envuelto en silencio. Estas apreciaciones del periodista tienen mucho que ver, desde luego, con su oficio. Aquí estimamos el silencio, al punto de sostenerlo durante meses. Ha sido un silencio inerme frente a una actividad en ocasiones abrasadora, invasiva, que ha dejado algunos frutos, pocos, y que ocultaba un sinfín de agitaciones íntimas, que están a punto de reventar. Como creía Kapuscinski, al silencio lo sigue una deflagración a menudo ominosa. Tengo a los artificieros de mi conciencia haciendo todo lo posible por evitar que haya víctimas.
Mi impresión es que el círculo está a punto de quedar completo. Que el arco dramático de esta tragicomedia va de caída. Lo que no sé es dónde termina. En estos meses, en estos dos años largos, han ocurrido tantas cosas que ordenarlas parece innecesario, porque no respondían a ninguna lógica. Es verdad que yo traté de imponerla, de dirigir el proceso y llevarlo a un término; de alumbrar el túnel con algunas posibilidades intuidas. Sospecho ya que confié demasiado en la generosidad del esfuerzo, que me conducía al mismo escenario de confusión de siempre. En este tiempo he regresado a la universidad, he escrito un proyecto, me han subido y bajado de otros tantos que nunca salieron adelante; he sido parado, estudiante, colaborador, empleado a prueba y chico en prácticas a los 45 años; free-lance, autónomo, padre, autor de un libro y batería de dos grupos sin nombre. He tratado de inventarme una nueva vida pero no he engañado a nadie. Ni a mí mismo, por supuesto.
Puede que sea injusto. Conmigo, con el entorno, con la situación y con la obligatoria esperanza. Yo no culpo nadie, de eso estoy seguro: creo que, como casi siempre, elegí mal y he ejecutado peor. Sin embargo, cabe otra interpretación más generosa. Puede que este desconcierto sea el principio de un mundo mejor. Que K estuviera equivocado y el silencio solo anticipe algo distinto, que ahora mismo me resulta irreconocible, pero que constituya un destino mucho más fecundo que el que creo -temo- me aguarda. Que se esté imponiendo el opresivo principio según el cual uno solo puede ser lo que es, nada más. Y que, en realidad, no constituya una amenaza sino la llamada natural de un destino que hay que cumplir. Y que ha llegado la hora de afrontarlo, de darle a todo esto el único sentido posible, el único verdadero. De imponer la verdad, de una vez por todas, y sujetarse a las consecuencias. Si eso ocurre así, prometo contarlo con honestidad.
Por ahora tengo la casa repleta de ejércitos invisibles que levantan distintas banderas y defienden credos irreconciliables. Me destrozan las habitaciones, golpean los tabiques y rugen hasta altas horas de la madrugada, lo que cada me impide dormir cada vez más a menudo. El obsesivo calor de las madrugadas alimenta su enajenada energía. A veces enciendo el ventilador del techo para espantarlos. Otras, escucho sus disputas y me quedo mirando afuera, a las tardes lentas, o a las músicas que las definen. He colgado mis armas en el muro y recorro los caminos polvorientos envuelto en una torpe armadura sin celada. Cualquiera puede mirarme a los ojos y saber quién soy en realidad. Lo único evidente es que estamos en el inicio -más que en el inicio, ya metidos de lleno- de un mundo distinto. A este periodo yo lo llamaría, no sin ironía, reciclaje. Aunque también podría llamarlo wilderness. Ahora mismo no sé ni quién soy, ni lo que hago. Así que, entre la obligación de las circunstancias y mi convicción, he resuelto no hacer nada. O hacer poca cosa. Leer libros, dar paseos, mirar películas, escuchar música, pensar. Ser el señor Somniloquio. Hablar dormido. Soñar, como la otra noche, con la forma de andar de John Wayne. Escribir. Y que el silencio lo sea todo. Hasta la deflagración final.
Mientras tanto, os entrego un libro y a un hombre. El primero podéis destrozarlo a dentelladas si así lo creéis oportuno: no seré yo quien lo defienda. Sólo esto os advierto: a quien le borre la sonrisa al segundo, le arrancaré las entrañas.
I was the dreamer…
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