Camaleones y dinosaurios

13 06 2012

El futurismo ha muerto. Lo hizo antes incluso que el mismo Ray Bradbury. Los grandes motores comerciales de nuestro tiempo son el sexo, que no (des)fallece, y la nostalgia. A veces, incluso van juntos: entonces se llama vintage y cursa con mucho pelo. Aunque los hipsters han convertido al hombre barbado y con camisa de cuadros en un arquetipo moderno, la tersura desnuda de la piel aún manda. Por el lado musical, la nostalgia no admite parangón como negocio. Veamos… Mr. T me habla de Retromania, un interesante libro de Simon Reynolds cuyo subtítulo aclara las líneas de razonamiento del volumen: La adicción de la cultura pop por su propio pasado. Me cuenta que las casas de discos manejan tres categorías de productos: 1) Los nuevos lanzamientos, discos recién salidos al mercado; 2) Los productos de los tres últimos años (creo que ese era el tramo temporal); y 3) lo que se llama back catalogue, o catálogo de fondo. O sea, discos de cualquier momento y época, reeditados, remasterizados, reinventados, a los que se agregan nuevas canciones inéditas o versiones alternativas. Por no hablar, desde luego, de los carísimos relanzamientos de los vinilos, que ya son caros hasta de segunda mano. Así que la mayor parte de lo que se edita es catálogo, viejas revisiones, melancolía musical e identificaciones generacionales, del tipo que sean. No he leído el libro pero pienso hacerlo, sobre todo ahora que mi ya crónico aburrimiento vital me ha llevado a abandonar de forma consecutiva una de las obras mayores de Vargas Llosa y lo último y más celebrado de Houellebecq… Para abrazar después con gran gusto Kitchen Confidential, las memorias canallas del televisivo cocinero americano Tony Bourdain, aquí tituladas Confesiones de un chef; y, desde luego, el arrebatador Retratos y Encuentros del periodista Gay Talese, una maravilla que contiene el considerado mejor reportaje jamás publicado en la revista Esquire: Frank Sinatra está resfriado. Estos últimos episodios lectores me autorizan a sospechar que tal vez ando cansado de la ficción. Teniendo en cuenta que también me siento terriblemente agotado de la realidad, empiezo a sentir la falta de oxígeno existencial por ausencia de alternativas.

La conversación acerca de Retromania tenía pleno sentido en medio de la modesta escena personal en la que se desarrollaba: dos cuarentones en un automóvil, escuchando música compilada del Manchester de los ochenta, de camino al concierto en Barcelona de los Stone Roses. Sí, hablando de conciertos legendarios… también hemos estado en ese. Uno quiso alistarse en alguno de los tres recitales que los Roses ofrecerán a finales de este mes en el Heaton Park de Manchester, pero el sistema online de compra de entradas se colapsó de forma violenta en cuanto el encargado dio el pistoletazo de salida. De hecho, los Stone Roses -cuyo deseo siempre fue conquistar el mundo por las buenas o, sobre todo, por las malas- batieron el récord mundial histórico de velocidad: en 14 minutos agotaron los 150.000 billetes disponibles para su reaparición. Y de inmediato anunciaron una tercera fecha en Heaton Park… que de la misma forma fue volatilizada en un lapso proporcional del tiempo. El acceso a las entradas de las dos actuaciones en Barcelona resultó algo menos exigente: pero había que estar ahí, con los dedos aceitados para hacer contacto en cuanto abrieran la puerta virtual de acceso al sistema de compra. Y Somniloquios estuvo ahí. Y el sábado pasado, en la borboteante sala Razzmatazz, que los simios mancunianos volaron por los aires con su mesiánico directo, en correspondencia con aquellas memorables y, esta vez sí, legendarias apariciones en Blackpool y Spike Island en 1989 y 1990. Los días en que liberaron Manchester, como vino a expresar Noel Gallagher, de los estudiantes entristecidos que leían libros de Oscar Wilde y adoraban la poética derrotada de los Smiths. Los Stone Roses querían toda la adoración para ellos. ¿Y por qué? Porque ellos no necesitaban vender su alma al diablo para brillar en la noche; así lo escribieron en I Wanna Be Adored: la genialidad, la lucidez, la trascendencia de los elegidos ya habitaba dentro de ellos, aguardando a que el mundo pudiera disfrutarlo. Y para explicarlo partieron de un single sobre una chica, Sally Cinnammon, y después se pusieron a construir esas canciones de intensidades que suben y bajan, y que cuando parece que están a punto de terminarse recomienzan y ponen a todo el mundo a bailar alrededor de las guitarras, dirigidas por la insistencia de un bajo formidable y una batería excepcional: «Éramos los blancos más negros de la ciudad de Manchester», suele resumir Mani Mountfield.

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Señoras y señores, estamos flotando…

7 06 2012

Ha hecho fortuna la célebre frase acerca del periodismo musical atribuida a Frank Zappa: «Escribir sobre música es como bailar arquitectura». Uno de mis ejercicios preferidos consiste en leerme las críticas de discos del Guardian inglés, porque no entiendo nada de lo que dicen. No es que no entienda el idioma, es que el intrincado lenguaje con que dan estatura a su juicio, la sofisticada etiquetación de los estilos musicales, la perifrástica distinción con la que se expresan, me seducen profundamente. Describir sonidos, por supuesto, no es tarea sencilla. Menos aún comunicar sensaciones provocadas por la música… Es un callejón sin salida hacia la resbaladiza metáfora, género tan traicionero. La otra noche, en uno de los muchos tránsitos entre escenarios que hice en la última tarde del Primavera Sound, consultaba referencias de unos cuantos grupos que no conocía. La última noche me dediqué al turisteo, como contaré en otra ocasión si bien me viene. Fue en uno de esos agradables paseos sin prisa, husmeando músicas bien diferentes, cuando en la base de datos reparé en aquella palabra que, desde ese mismo instante, me dejó y aún me tiene dando vueltas: cierto grupo en tal escenario practicaba lo que se llama «en los círculos especializados» POP HIPNAGÓGICO.

Naturalmente, yo no podía pasar por alto un descubrimiento semejante, que deja sentado que yo -caso de serlo- soy un melómano del tres al cuarto. Ahí mismo me senté en la gradería del escenario ATP mientras abajo los muchachos de Demdike Stare generaban con gran empeño una de sus sesiones de terror y ruidismo industrial. No son como para ponerse al sing-along, así que me dediqué a investigar. El pop hipnagógico hace referencia a esa música brumosa, como de etéreas ensoñaciones, melodías inaprensibles, intenciones oníricas, trascendental refinamiento, que practican gente como Oneothrix Point Never, Ariel Pink, Geneva Jacuzzi, Washed Out o Neon Indian, por citar sólo algunos de los nombres que pude reunir aquí y allá. Algunos de ellos estaban en el PS de este año. Lo de pop hipnagógico lo inventó un periodista musical de la revista Wire, David Keenan, quien asoció el sonido al estado de relativa consciencia en que se halla el cerebro en el paso del sueño a la vigilia. De acuerdo a la elaborada teoría asociativa de Keenan, los muchachos hipnagógicos estarían volcando en sus producciones musicales el insconsciente recuerdo de las melodías, sonidos, arquetipos visuales y calidades musicales de los que se empaparon durante su infancia, en los años ochenta. Es decir, un procedimiento de creación musical a partir de materiales del subconsciente. Lo que han dado de sí los años ochenta nos sigue sorprendiendo a los que en los años ochenta andábamos de despertares, y bastante ocupados con agotar la fecundidad beatle. Pero volvamos al hipnagogismo: el movimiento se asocia también a la corriente llamada lo-fi, la grabación y registro de sus trabajos en aparatos de baja fidelidad, que aseguran un sonido trasnochado, como de obsolescencia buscada a propósito: uno lo escucha y, si no está informado (cual es mi caso) no está seguro si la canción es de ahora o de hace treinta años…

Una vez desentrañado el enigma, me alejé de Demdike Stare con más inquietud que si le hubiera sostenido una mirada larga a Marilyn Manson. Y me dirigí al escenario Mini, donde por lo visto iban a levantar una casa en la playa. En esa misma dirección acudía ya una masa completa, que arrastraba los pies enmarcado en una ligeran nube de polvo, como un pueblo israelí en éxodo; convencidos todos sus integrantes de que allá al fondo, un poco antes del Mediterráneo, en un descampado algo inhóspito que mira a un skyline deprimente de promociones inmobiliarias congeladas por la crisis, allá, decíamos, el dúo de chico y chica que responden por Beach House aseguraban una experiencia trascendental de la cual todos debíamos ser partícipes. Todos menos, tal vez yo. Yo soy la encarnación de esa vocecita que se alza tímida en los blogs musicales de moda y, en medio de las innumerables apreciaciones generosas de la música de Beach House, apunta con un dedito cauteloso en alto: «Oiganme… ¿soy yo el único al que le aburren Beach House?». Alguien me había pedido una crónica detallada del concierto de la Casa de la Playa. Yo tengo por ahí un par de discos de Beach House (Devotion y Teen Dream, anoto), y la verdad no diría que no me gusten, particularmente el segundo. Pero si acudí al concierto fue con aprensión, pensando si tal vez en directo descubriría una filiación algo más robusta que la que me habían dejado sus sonidos en casa; o bien trataba de convencerme de que la corriente general era la acertada, como acostumbro a sospechar con esa levedad de juicio que me caracteriza. No, Beach House no hacen hypnagogic pop. Pero deben militar en una liga paralela en el campeonato de las etiquetas: la del dream pop. Es decir, otra vez la levedad onírica, las ensoñaciones, el vaporoso ejercicio de la delicadeza. Me situé a un lado del escenario. Comenzó el recital:

Antes de cuatro canciones, resolví que yo no vivía en esa onda, de modo que debía emprender el camino de regreso antes de incurrir en una depresión por tensión baja. Ya perdonará quien solicitó la crónica. Las últimas noches de estos festivales precisan algo de ruido, o uno queda atrapado en el síndrome del fin del verano, después de tres jornadas de ver atardecer, anochecer y amanecer, consecutivamente, siempre empapado de las más variadas músicas. Precisaba más energía -Real Estate, unos muchachotes americanos de música simpática- y menos seducción. Algo de lisergia me había procurado ya con Sleepy Sun, otra banda a la que le tenía muchas ganas: vienen de San Francisco y bordean la psicodelia, territorio en el que acostumbro a sentirme seguro. La renuncia a Beach House reiteraba la que dos noches, antes, en ese mismo escenario, tuve para The XX. ¿Tienen algo que ver? Difícilmente. La inducción a la hipnosis por la melodía minimalista, tal vez. Sí, yo mismo estoy hablando como uno de esos críticos del Guardian, y además sin saber nada. La cuestión fue que The XX -de los que también tengo su único elepé y lo escucho con gusto en instantes muy determinados de quietud íntima y espacial- se presentaron, como escribió con mucho tino un cronista, «con la misma ropa de la última vez». Envueltos en su sombría bruma de magnéticos sonsonetes. De vuelta fue J el que puso voz a la pregunta: «¿Será ésta una de las bandas más sobrevaloradas de la historia?». ¿Es que están tan valorados?, respondí yo con extrañeza.

Aún regresaríamos una vez más -o lo hice en solitario- aquella noche al mismo escenario. Fue para ver a una de las bandas que más me apetecían de este año: Spiritualized. Veteranos de la ensoñación, en esta ocasión bajo el epígrafe de space rock. Todo un estilo definido por esa maravillosa canción -y un disco monumental, para mi gusto- que es Ladies and Gentlemen We Are Floating in Space… Ese trabajo, de 1997, define la carrera de Jason Pierce, el atribulado hombre que fue de Spaceman 3 en su día y ahora el cuerpo y la mente de una banda cuyo desbordante lirismo viene impreso en construcciones eléctricas, a veces de inspiraciones gospel, otras próximas al blues, en este último Sweet Heart, Sweet Light más próximas a un rock, si se quiere, convencional. Cuando atravesé el descampado, Pierce había subido en la brisa generosa próxima al mar su Hey Jane!, el primer single del último elepé, que contiene el amargo vitalismo de un muchacho cuyo amor, hace años, se llevó por delante otro elemento de mirada lánguida (el Richard Ashcroft de The Verve), al que más tarde golpeó una neumonía que casi lo pone de verdad en el espacio y que ha sustituido últimamente la lisergia química por farmacopea más o menos psicotrópica, y sesiones de quimioterapia, para vencer una dolencia degenerativa en el hígado. Y ahí me dejé llevar, en la potencia sugestiva de esa música, arqueando la ceja comprensivo cuando Pierce se dejaba ir en uno de sus ejercicios onanistas de viento, cuerda y voces; para celebrar los regresos al planeta Tierra. Particularmente cuando la voz en off, desde luego, anunció a la concurrencia: «Señoras y señores… estamos flotando en el espacio». Y murmuramos en acompañamiento la estrofa: «Todo lo que le pedimos a la vida / es un poquito de amor / para que nos libre del dolor… / Hacernos más fuertes hoy / Un paso gigante cada día…». Spiritualized es un grupo para dormir al raso bien acunado, mirando a las estrellas, y descifrar constelaciones conocidas e ignoradas. En muchas ocasiones la voz de J Spaceman ha sido mi nana, sobre todo en veladas de verano, en la terraza, auscultando la trémula iluminación grisácea de los noctámbulos. Así se nos fue la noche con ellos otra vez, al final recostado en el cemento, pero elevados en polvo cósmico musical en una madrugada de buscada hermosura: inseguros, eso sí, de si no habríamos estado bailando arquitectura.





Robert Smith pide tiempo

3 06 2012

Tú, suave y única
Tú, perdida y sola
Extraña como los ángeles
Bailando en océanos profundos
Haciendo giros sobre el agua
Eres igual que un sueño…

El muchacho espigado me cuenta: «Hubo un tiempo en que comprábamos todo lo que tuviera que ver con The Cure. Todo. No admitíamos resquicios: éramos completistas». Esto me lo dice mientras miramos abajo y al fondo de la inmensa rampa que hemos subido para escuchar de lejos, con perspectiva, a Robert Smith y The Cure. «En el 96 seguí la gira completa de The Cure por España. Fui a todos los conciertos, a todos…». Aquel tour pasó por el Palacio de los Deportes de Zaragoza y el chico me refiere una anécdota de aquel día que implica a Bunbury y algunas poco generosas comparaciones de los hinchas de Robert Smith con el entonces aún Héroe del Silencio. Hablamos de aquello. G se disculpa por si la inocente historia de agravio que acaba de contarme constituyese un agravio para alguien de la misma ciudad de Bunbury. En absoluto.

Se queda más tranquilo. Recordamos el goticismo en las ropas, aquella extravagancia de laca y polvo de arroz, de piel alba sobre fondo negro, con la que no estábamos alineados. Tampoco él. Parece difícil vislumbrar en su apariencia esa filiación tan rotunda por los chicos oscuros que no lloran: unas gafas que yo diría años cincuenta, el pelo recortado, una camiseta con un joven Johnny Cash en plenitud («el mejor cantante de la historia, con Elvis Presley y Frank Sinatra», le anoto) pantalones de corte recto y estrecho… Volvemos a mirar abajo: al gigantesco burbujeo, iluminado a fogonazos, que encarna la potencia de convocatoria de The Cure hoy, en 2012. Y en el escenario, Robert Smith, envuelto tantos años más tarde en el mismo artificio diferenciador de siempre, como si no se hubiera movido ni un centímetro del lugar, el estilo y la aproximación con los que The Cure expusieron siempre su marca desde el mismo instante en que aparecieron sobre el borde incierto que fue el final de la década de los setenta. Bajo un sol demoledor, la tarde en el PS ha sido pródiga en ropajes oscuros, pero a la llamada de Robert Smith, un clásico de nuestro tiempo, acudimos quienes adoptaron la estética o aún la conservan; o los que, como G, el muchacho con la camiseta de Cash, recorrían España entera siguiendo uno a uno sus conciertos; y también aquellos otros que nunca los tuvimos en la primera línea de nuestras oraciones, que no hicimos conexión con la estridencia, pero que hemos apreciado muchas canciones. Y ahora nos damos cuenta de que tenemos más discos de ellos de los que pensábamos.

Recordamos una noche de encuentro extrañísimo: Disintegration, su disco, sobre el peldaño de la escalera de entrada a la casa de mis padres. Olvidado, aparecido o abandonado, cualquiera sabe, como un bebé maldito en una puerta ajena. Lo cogí, lo puse a sonar, estaba combado de un evidente maltrato, como un green de golf, y obligaba a la aguja del giradiscos a remontar los surcos y caer luego por las rampas. Ese disco sigue en casa y suena de cuando en cuando, generalmente asociados a ejercicios de regresión memorística o sensorial, como esta misma nota. La cuestión del tiempo, las inmortalidades, las existencias sucesivas y algunas paralelas. The Cure siempre han estado ahí, en todas ellas, en un segundo o un tercer plano.  Killing an Arab, incluso, en los días algo turbulentos de universidad, cuando me dieron a leer a Camus y a Sartre, a Hesse y a Kafka, y tal vez me asomé a la ventana del hombre que había de ser. Siempre ahí, como una compañía cierta, reconocible, o como una presencia impuesta sobre el tiempo. Muchos se fueron y han vuelto; otros modelaron sus propuestas en eso tan opinable que se llama evolución, con mejores o peores resultados, con mayor o menor aceptación. Yo tengo la impresión de que The Cure es una de esas bandas que siempre, como el dinosaurio de Monterroso, siempre estuvo ahí. Desde 1976 a hoy; de Crawley al Primavera Sound; del post-punk o la New Wave a las ensoñaciones góticas, el pop depresivo, un sombrío vitalismo intrincado en una tela de araña de imposibles: «The spiderman is having me for dinner tonight…». Por la tarde, cuando mirábamos entusiasmados a The Chameleons, corrió por el PS la noticia de que The Cure habían solicitado a la organización ampliar su tramo horario. Robert Smith pedía más tiempo. Si dos horas no le bastaban, entonces es que pretendían derramar sobre el festival un concierto de proporciones monumentales, enciclopédico si cabe decirlo. El detallado glosario de una carrera cuya definición obliga a la antología. Un concierto, entonces, que hiciese de metáfora de su formidable longevidad.

Algo así fue. Digamos que yo salí de entre la marabunta cuando ya cumplían al menos hora y cuarto, con el fin de variar posiciones, estirar las piernas, comer algo y dejar residuo allí donde hiciera falta reciclar. Como cuando te detienes en una estación de servicio en un largo viaje. Eso hice. En un festival como éste, el tiempo no sobra, aunque parezca mentira: la acumulación de bandas y escenarios obliga a la selección y a no ver conciertos enteros. Así que, sobre el fondo deshilachado de la música de Lullaby, a la espalda del escenario, comí, tomé, reposicioné el área lumbar, que me sufre mucho con el rock, y luego me alejé para pasear hasta el concierto de Dirty Three (el gamberro Warren Ellis, agarrado esta vez a su violín con algunos compinches); vi que habían desplegado ya al fondo de otro escenario una inmensa lona que decía: The Drums, donde de refilón antes observáramos con extrañeza prejuiciosa -siempre con algo de broma porque la aceptación es la madre de la disensión- el tribalismo de los chicos de Afrocubism. Cuando regresé al área de influencia de The Cure, un buen tiempo después, y tuve la charla aludida arriba, el recital sobrevolaba ya las dos horas y media. Si mis cuentas no fallan, rozó las tres. Así que aún me dio tiempo a saborear con espíritu festivo todo lo que de bueno han dejado estos hombres en nuestra vida. Es fácil recordarse alegre al oír Friday I’m in Love o Catch (una canción de poética tan desesperanzada); o de recordar esa noche en que, a una hora en que todo parecía ya magnificado en la autopista de sensaciones del cerebro, nos encerramos con Pab en el auto y le hice la prueba: a ti no te fascinó nunca especialmente The Cure; a mí tampoco. Y bien… ahora escucha unas canciones y verás lo que te pasa en la cabeza. Y le puse In Between Days, A Forest, Lullaby, The Lovecats, Lovesong, y me recreé en esas líneas que tanto me gustan de Just Like Heaven«Show me, show me, show me how you do that trick / the one that makes me scream, she said / The one that makes me laugh, she said / and threw her arms around my neck… / Show me how you do it and I promise that I’ll run away with you…». Nos fuimos quedando en un silencio cada vez mayor y más profundo, que llevaba a muchos lados, a muchos tiempos. Ah, qué forma trágica de cantarle a los amores platónicos, imposibles, incompletos, devoradores. Las escuchamos y, como en el concierto, el caudal de recuerdos fue inmenso: como si mirásemos un viejo álbum de fotografías olvidadas que alguien ha reunido para nosotros. La música es experimentación, es vanguardia, avance, movimiento, cambio, potencia o destrucción. Pero también, y en muchos aspectos, evocación. Como lo fue The Cure. Un emotivo recordatorio  de cómo esa banda que nunca nos propusimos frecuentar ha impuesto en nuestro interior una muchedumbre de sonidos y voces.





Wilco en una tienda de discos

2 06 2012

El día que Somniloquios conoció a Wilco: ampliada, la escena adquiere el patetismo referido… El hombre acaba de ponerle delante a Jeff Tweedy el «ya legendario» billete de cinco euros y, mientras el líder de Wilco observa un momento con extrañeza antes de firmarlo, posa lastimosamente ufano frente a la cámara.

Una llamada de J: «Voy a decirte algo que cambiará tu vida». Solemos hablar en ese tono sentencioso, un modo de expandir las bromas al lenguaje cotidiano de forma que, como ocurre en las noches Primaverales, nos asista la magia de trasponer los límites de la realidad. «Me han dicho que Jeff Tweedy da un concierto a la una y media de la tarde en Discos Revólver». No era seguro, me dijo. «Si llegas y no está, no me mates». Creo que debí de colgarle casi sobre esa misma palabra que solicitaba clemencia. Me vestí a una velocidad desconocida para alguien como yo, que ni por asomo incurre en una mínima precipitación cuando, cada mañana, se trata de ingresar en el día que comienza. Me vestí, digo; o tal vez ya estuviera vestido. En la calle Tallers, en Barcelona, hay un puñado de tiendas de discos a la vieja usanza, con vinilos, intercambio, compra-venta… ese tipo de lugares en los que siempre caigo cuando vengo a esta ciudad y que permiten saborear el gusto de buscar sin saber bien qué; y sobre todo, porque yo en verdad no soy uno de ellos, de admirar a los coleccionistas con sus minuciosas obsesiones. Entré y salí del metro, camino de Revólver,  con el tambor del corazón cargado. Jeff Tweedy, podía ser, en uno de esos Tiny Desk Concerts que yo he aprendido a admirar y envidiar en su web. Por la Rambla se derramaba ya, arrastrado por el sol, el desordenado ejército multinacional de potenciales-hinchas-del-Barça-nacidos-en-cualquier-otro-lugar-del-mundo: el turista de camiseta azulgrana. Enseguida, la esquina de la calle oculta como un recoveco de arcanos; y, apenas unos metros adelante en el estrecho corredor… ahí estaba la gente arremolinada, ya esperando. Unos en fila; otros sobre la pared frente a la entradita mínima del comercio; y un rebullo que surgía de adentro en un borbotón desordenado. La información era buena, pero yo había llegado tarde. Yo nunca llegué pronto a nada, ya se sabe.

Rastreé información entre mis semejantes: el concierto no había empezado, no era Tweedy solo sino Wilco al completo, lo de adentro ya estaba repleto. ¿Y toda esta gente en fila paralela al muro de la calle? Gente sin esperanza, vinieron a contestarme. Pero con sentido del orden, objeté para mis adentros. Los miré. Yo era uno de ellos y no era uno de ellos. Esto es, tampoco para mí había esperanza de entrar donde quería, pero… eso sí: yo no iba a dejarme vencer por una fila sin porvenir. En el supermercado, sí; en un concierto sorpresa de Wilco, no. Así que, en el entretiempo hasta que el concierto dio comienzo, me pegué al marco de la entrada y estudié a los rivales. El panorama no era malo: sonrisas, buena disposición, empújame un poco más a un lado si quieres, yo te agarro el smartphone y te grabo, ¿tú tienes twitter?, me pasas esa foto… Y entre medias, un ratito de codos para ir ganando mínimo espacio en el umbral. Al principio sólo oía. Luego empecé a ver el ala del sombrero que Tweedy ya no se quita nunca, subido en puntas de pie. Y escudriñábamos las pantallitas de los móviles que elevaban los de delante, para ahí ver lo que no veíamos. Una foto era una decepción: «¡Deja de hacer fotos y graba en vídeo!», pedían atrás los descarados. Toma mi móvil: dispara tú que a mí me da la risa. I Might… Así fui ganando terreno, con lentitud pero eficacia: en un momento acabé por localizar a Nels Cline al fondo y al adusto Stirrat a un lado. Sonaba Whole Love. La sensación de oírlos tan próximos, sin el intermedio de un sonido o un escenario, algo tan orgánico o inmediato o analógico o como queramos decirlo ahora, la intimidad, esa timidez de levantar la voz o acompañarlos murmurando las letras, temiendo quebrar el hilo de oro de los sonidos… «Gracias por cantar nuestras canciones con nosotros», ironizaba Jeff Tweedy ante el silencio reconcentrado de la audiencia. Joder, qué rato pasé ahí tan, pero tan inolvidable. Después de haber visto la noche anterior por sexta vez a Wilco en directo, esta séptima ocasión traspasaba la realidad. Wilco en una tienda de discos. Y no había discos de Wilco; eran ellos los que estaban ahí… Algo así:

Y bueno, luego vinieron las escenas cómicas, cuando puse a volar la mitomanía de la que tienen noticia todos los que me conocen un poco. Pasamos en fila, en grupos pequeñitos como si entrásemos a visitar las cuevas de Altamira, con cuidado para no amenazar el equilibrio ecológico, que en casos como éste viene definido por el humor de la señora de la discográfica, el manager en España y el muchachote de seguridad. Ellos, Wilco, habían subido a la pieza superior de la tienda, donde recibían en un besamanos veloz. Antes tenías unos minutos para comprar un disco o lo que quisieras y subir para que te lo firmaran. Cuando entré, se habían agotado los vinilos, me informaron. ¿Y los cedés? No ha quedado nada. ¿Y qué hago? ¿Compro un disco de Dover y se lo doy a firmar a Jeff Tweedy? No podía ser. Me palpé los bolsillos, no fuera que me hubiese traído A Ghost is Born enredado en el dobladillo. Nada. Ni un miserable papel, una cuartilla, el recibo del supermercado, nada. El hombre Somniloquio frente a Wilco y no tenía nada encima que esos tipos me pudieran firmar. Había que decidir rápido, porque el tiempo era muy limitado y me apretaban el de seguridad, que era de sonrientes amenazas, y los otros. Así que cuando llegué arriba y me planté delante de esos tíos, que son una de las bandas que han contribuido a hacer de mi vida un lugar infinitamente mejor de lo que pudiera ser, me planté delante de ellos, le di la mano a Jeff Tweedy, «it’s a great pleasure meeting you, Jeff» , me metí la mano al bolsillo y puse sobre el tablero que rodeaban los seis músicos lo único que llevaba encima: un mísero billete de cinco euros. El manager me miró desaprobadoramente: «Tío, no les puedes dar eso…». Y claro… haber traído vuestros propios discos de casa, muchacho, no puedo llegar a este instante definitivo, a este indudable highlight de mi existencia, y que no haya quedado nada en la tienda susceptible de ser autografiado. Pero Tweedy miró el billete, se sonrió mientras yo me giraba para una foto, lo firmó y empezó a pasarlo de mano en mano a los otros: Pat Sansone, Mickael Jorgensen, Nels Cline… Tienes que irte, me advirtió una voz autorizada. Tomó la palabra la señora: «You’ve got to leave… now». Pensé, como en el chiste de Eugenio: está usted nerviosa y me está poniendo nervioso a mí. La interpelé: sí, ya me voy a ir, pero… dígame, ¿y mi billete de cinco euros? Bien está que estos muchachos sean Wilco, pero esos que ve usted ahí en manos de Cline, el fiero guitarrista autor la noche anterior de un espeluznante solo en Impossible Germany son mis cinco euros. Y ahora ya están firmados por Wilco, lo quieran o no; es decir, que el valor viene subiendo como la espuma, algo que en estos tiempos de crisis un hombre como yo no puede pasar por alto. Y usted no debería… Todo eso lo pensé; si se lo digo, el hombrón de seguridad pierde la sonrisa y yo los dientes. «Go, move over, leave now», repitió ella.
No me moví. A esa hora el billete había doblado la esquina del tablero y venía ya de vuelta. Lo tenía John Stirrat, que salió a defenderme como buen bajo comprensivo que es: «Espera, que estamos firmando su billete». Ahí, ahí. Grande Stirrat. Aproveché el hueco para saludar a Glenn Kotche, batería por el que siento una predilección extraordinaria:«No importa que hayas empezado tarde con la batería: seguro que a tu edad te lo tomas mucho más en serio y te concentras en ello más que un chico joven», me diría después Kotche, en un aparte que tuvimos, ya en la calle. Eso es elegancia en una contestación, ponderé. Alguien nos fotografiaba hombro junto a hombro mientras Kotche y yo comentábamos nuestras respectivas carreras con las baquetas en la mano: él en Wilco y otros proyectos, grandes escenarios del mundo, giras internacionales, un músico soberbio, un reconocimiento mundial. Yo, en mi trastero, cuidando de no tocar a deshoras no me expulsen los vecinos junto al portero al que le quieren dar la papela. Recogí el billete. Gracias por todo, les dije. Son ustedes una gran inspiración. No, me contestaron Stirrat y Kotche. Y enfatizaron: «Gracias a ti».
Cuando, de vuelta en la calle, pude empezar a pensar con claridad, fui a la tienda de al lado, compré Summerteeth, tomé prestado un bolígrafo de la caja y completé la escena conforme fueron saliendo, en un goteo muy conveniente, hasta lograr el kit entero del mitómano. Las fotos, las firmas, la breve conversación. El tremendo momento, pueril por antonomasia. Quedábamos apenas los más conspicuos y la gente pasaba preguntando: «¿Quiénes son?». Wilco. Ah, Wilco… ¿y? «Hacen música». Y eso es todo. Para mucha gente es nada; para otra, son un hype injustificado, una niña bonita de los críticos, que ya les dicen clásicos de la música americana e hipérboles equivalentes. Para otros, como alguno que yo he leído, Wilco son apenas «Neil Young haciendo caras B». La definición me parece ingeniosa. Estar de acuerdo o no es una cuestión que no importa demasiado. Yo no puedo explicar lo personal ni traspasar lo íntimo. Nadie puede. Cada uno está hecho de sus propios materiales y funciona de acuerdo a un mecanismo emocional insondable. En el fondo, cada uno se enamora de quien quiere. O de quien le corresponde: en el más amplio sentido del término.