El Largo adiós

30 06 2011

El Lobo Diarte, parado en el medio de La Romareda, inmune al tiempo con su vestimenta del Real Zaragoza. Descanse en paz, ídolo y legendario.

Si no escribí ayer de la muerte del Lobo fue porque andaba apurando los agotadores ensayos de mi primera actuación en público a la batería, y me bullían en la cabeza corcheas de manos cruzadas con negras de pies. Un puré que a duras penas logré ordenar a la hora de subir al escenario. Parafraseando aquel chiste de Eugenio sobre el juego del poker: me encanta tocar mal la batería. ¿Y tocarla bien? Bueno, tocarla bien debe de ser la hostia… Así que andaba emulando con torpeza a Doug Cosmo Clifford, el baterista de Creedence Clearwater Revival, y peleándome con ocho compases del Time Is Running Out de Muse, cuando el Pele me dio noticia del fallecimiento de Diarte. Durante estos últimos días me han impresionado algunos episodios diversos. A saber… el violento descenso de River Plate, que me hizo acordarme de una fría tarde en el Monumental de Núñez en que los Borrachos del Tablón (la barra brava de River ahora acusada de amenazar de muerte al árbitro de su último encuentro), le cantaban a Nueva Chicago, que iba camino de bajar, este tema: «De la mano de Giunta / se van a la B / De la mano de Giunta / se van a la B  / Para nunca… para nunca más volveeeeer…». Giunta, entonces técnico de Chicago, era el objeto de su chanza por su pasado en Boca. Hoy River está en la B, nada menos que con Passarella de presidente. En un orden muy distinto (o no), quedé asombrado por el discurso tabernario y pendenciero de Belloch a la hora de valorar la elección de San Sebastián como Capital Europea de la Cultura 2016. Su pestilente razonamiento de perdedor etílico y tramposo en una taberna del oeste, cuando a la vista de su derrota voltea la mesa y saca los revólveres acusándo de trilero al de enfrente, me dio ganas de gritarle aquélla de Amanece que no es poco: «¡Viva el Munícipe por antonomasiaaaa!». Como el personaje de Cuerda que hacía Rafael Alonso, por lo visto en Zaragoza todos somos contingentes, pero Belloch es necesario. O al menos eso han pensado los muchachotes enrocados en el ménage-à-trois consistorial para mantenerlo de aquello para lo que la ciudad ya lo había rechazado: de alcalde. Hablando de hombres desastrados, se murió Peter Colombo Falk… y nos quedan Los Misterios de Laura y Chávez resistiéndose al cáncer bolivariano de la mano de Fidel. Confirmación doble de mi teoría de la involución. Pero es la muerte del Lobo Diarte la que me cruzó el ánimo de forma más rotunda. Carlos Diarte, el paraguayo al que la memoria siempre ha identificado como el primer ídolo que tuve en el fútbol zaragocista. Creo haber dicho ya que apenas recuerdo a Arrúa, proclamado seguramente el mejor futbolista del club en todos los tiempos. Guardo imágenes desleídas del Nino, más tocadas de leyenda que de recuerdos. Con el Lobo me ocurre lo contrario: después de tantos años aún perdura en mí su corte alargado de una pieza, consistente, imborrable. El tranco de caballo al galope con el que entraba en el área, esa forma de correr en la que cada zancada parecía el paso de una valla. Con el tiempo he pensado que en aquellos días yo sólo veía a Diarte, que me tapaba a todos los demás incluido al soberano Arrúa. A tal punto que su marcha me dolió de una forma rabiosa, y me enfermaba verlo vestido con la camiseta del Valencia y también con la del Betis. Esa historia de los 60 millones de pesetas que pagaron por el «formidable delantero centro paraguayo» está entre otras muchas en la semblanza que hoy le dedicó Pedro Luis Ferrer en el AS al Lobo Diarte. Un largo adiós para el Largo, como lo apodaban en su casa. Un perfil recortado contra el tiempo, sólo al alcance del periodista que podría pasar el resto de sus días relatando de un tirón -con caracterización precisa, anecdótica, fáctica y legendaria- la historia del Real Zaragoza y sus personajes. Así…

El cáncer se lleva al Lobo Diarte con 57 años

 El zaragocismo llora la muerte del formidable delantero centro paraguayo

 Carlos ‘Lobo’ Diarte falleció ayer, a los 57 años, en Valencia víctima de un cáncer que le venía devorando desde hace once meses. Se marcha probablemente el delantero centro más completo de la historia del Zaragoza, un ‘9’ que marcó una época enLa Romaredajunto a Nino Arrúa.

Pedro Luis Ferrer

El cáncer que lo consumía desde hace once meses se llevó ayer a Carlos Diarte, gloria del Real Zaragoza y figura estelar, junto al excepcional Nino Arrúa, del mítico equipo de los Zaraguayos. El Lobo tenía sólo 57 años y luchaba a brazo partido contra la muerte en el hospital Doctor Peset de Valencia: “Soy un guerrero guaraní. El Lobo nunca se rinde”, no se cansaba de repetir en los últimos días. Al final la enfermedad pudo con él, pero el fútbol lo hará eterno. Diarte, el Lobo Diarte, fue un delantero centro completísimo: valiente, veloz y goleador, con una zancada larga y sostenida, dotado de una buena técnica y con un portentoso golpeo de balón con las dos piernas. En el Zaragoza cantó 39 goles en  87 partidos oficiales, logró un subcampeonato de Liga (1974-75) y otro de Copa (1976), y fue un gran ídolo.

Carlos Diarte Martínez nació en Asunción (Paraguay) el 26 de enero de 1954. Fue el último de ocho hermanos de un matrimonio que se divorció cuando el Largo o el Lobo —apelativo que le puso su compañero en el Olimpia Mario Rivarola— tenía sólo dos años de edad. Con 16 debutaría con el Olimpia de Asunción en la primera división paraguaya. Un año después, en 1971, lo haría con la selección absoluta de Paraguay en Maracaná y frente al Brasil de Pelé, Rivelinho, Jairzinho y Tostao. Diarte fue internacional con la albirroja en 18 partidos, además de otros 27 como juvenil.

Su fichaje por el Real Zaragoza se empezó a gestar en julio de 1973 cuando el gran Avelino Chaves acudió a Asunción para cerrar la contratación de Saturnino Arrúa. Éste lo recomendó insistentemente y el secretario técnico del Zaragoza, tras verlo jugar en un partido con su selección, lo dejó atado con una opción de compra válida para tres meses. Todo quedó a expensas de que el Lobo consiguiese la documentación de oriundo, ya que el Zaragoza tenía cubiertas las dos plazas de extranjero con el propio Arrúa y el uruguayo Cacho Blanco. Cinco meses después y ante el declinar de Felipe Ocampos en el eje de la delantera, Chaves regresó el 12 de diciembre de1973 aParaguay para concretarla Operación Diarte, pese a que la opción ya había caducado. Diarte firmó por tres años y medio y el Zaragoza abonó al Olimpia 5.796.000 pesetas (unos 35.000 euros), a la espera, eso sí, de quela Federación Españolavalidara su condición de oriundo, circunstancia que se consiguió en un mes, después de que en Asunción se le falsificara su partida de nacimiento. Aquí llegó como Carlos Martínez Diarte y como hijo de un emigrante bilbaíno en Paraguay.

A Zaragoza llegó el 9 de enero de 1974, todavía con 19 años, para completar el célebre equipo de los Zaraguayos, junto a grandes compañeros como Violeta, González, Blanco, Planas, García Castany, Ocampos, Arrúa… Su llegada a la ciudad fue todo un acontecimiento. Se presentó con su larga cabellera negra, un traje color mostaza, camisa negra y zapatos rojizos. “Lo que más me gusta es entrar en el área con el balón controlado y definir contra el portero. Pese a mi altura, no hago muchos goles de cabeza”, anunció en sus primeras declaraciones.

Carriega lo hizo debutar el 17 de febrero de 1974 en Castalia (Castellón-Zaragoza, 2-1). Diarte estuvo bullidor y valiente, pero le faltó acierto en sus tres remates. El grifo de sus goles en el Zaragoza lo abrió una semana después frente al Granada, con una jugada de bandera que todavía recuerdan los aficionados veteranos deLa Romareday que condensó toda su categoría. A los 18 minutos, recibió un pase en profundidad de Arrúa y, tras una portentosa cabalgada desde el centro del campo y un regate en seco a su compatriota Fernández, que venía empujándole, batió a Izcoa de un formidable zurdazo sin ángulo en la portería del gol de Jerusalén.

Luego vendrían 38 dianas más, algunas tan famosos como el gol 1.000 del Real Zaragoza en Primera División, el 20 de abril de 1975, frente al Elche enLa Romareda(3-3). A los veinte segundos de la segunda parte, Rubial avanzó por la banda izquierda, pasó a Arrúa, quien, ya dentro del área, envió de cuchara a Diarte, que avanzó unos pasos con el balón y de remate raso lo introdujo en las mallas.

Pero sus mejores goles y su mejor partido se condensaron el 4 de enero de 1976 frente al Barcelona, en un espectacular 4-4 que dio la vuelta al mundo. Diarte, con tres goles, le trató aquella tarde de tú al mismísimo Cruyff. Fue la mayor exhibición del Lobo, que se despediría del Zaragoza seis meses después en la fatídica final de Copa frente al Atlético de Madrid, la del robo de Segrelles. El 27 de junio de 1976 se hacía oficial su traspaso al Valencia por 60 millones de pesetas (360.000 euros), una cifra récord entre clubes españoles.

Sólo muere quien cae en el olvido. Y los que vieron jugar a Diarte no lo olvidarán nunca. Descanse en paz el Lobo, probablemente el mejor delantero centro de la historia del Real Zaragoza.





El Puerto-Sancti Petri-El Puerto

19 06 2011
 
A mis tíos, a cambio de sus incansables relatos de tiempos, lugares e individuos, y por su condición de anfitriones de la gloria.

En cuanto la autoridad competente declaró el estado de Ley Concursal, le tiré tres preguntas mal medidas a Agapito encima de la mesa y, mientras aún contestaba, rajé camino del Sur. Yo soy débil. A mí los estados excepcionales me impresionan demasiado: esas entrevistas a letrados, abecedarios prácticos para que el lector se maneje en las modernas suspensiones de pagos, términos como quitas, el cash flow y otros conceptos que yo no aprobaba en la carrera ni a martillazos, las ruedas de prensa de los administradores judiciales, pormenorizadas listas de acreedores… Oigan, todo demasiado concreto para mi gusto de artificioso alegorista del juego llamado fútbol. Si al final del año llegué ya medio aburrido, este proceso ha acabado con mi párvula resistencia.

La Cala del Frailecillo, en Roche, tomada por el sol, la bravura del agua y al abrigo de los vientos.

De modo que me subí al estribo de un tren y, pocas horas y unos álbumes de Shed Seven después, me dejé caer suavemente entre las arenas tibias y las calles encaladas. Primero el Puerto de Santa María, un lugar atractivo desde su mismo nombre. Hay que creer, como decía un señor Borges, en el prestigio de las palabras. También en el de los nombres. No en vano, es en la elección de apellidos y patronímicos donde un autor arriesga buena parte de la credibilidad (que no la innecesaria verosimilitud) de su narración. El Puerto de Santa María, entonces, cuando uno lo pronuncia, es nombre que viene como cantado, con esa cadencia de vaivén fonético que lo pone a uno en paz de inmediato, como una orden. Y además, aunque en el Puerto aparezca de forma obvia el nombre de Alberti, uno lo asocia mejor con otro autor que nada tuvo que ver con el poeta, salvo la juguetona desinencia del apellido, ni desde luego con su tierra: el uruguayo Onetti. El viejo Onetti vino de otro Sur, de Montevideo y Buenos Aires, para vivir y morir en Madrid, y de un modo u otro siempre anda conmigo como una agradecida pero vigilante presencia de ojos saltones, descreídos detrás de sus gafas negras de concha; y esta vez lo ha hecho literalmente, en la forma rotunda de sus Cuentos Completos, prologados con brillante sensibilidad por Antonio Muñoz Molina. La razón para esta hermandad íntima que yo fundo entre Onetti y el Puerto no es otra que el nombre de Santa María. Porque yo escucho Santa María y ya pienso no más que en El Astillero, en Larsen, el Juntacadáveres, el doctor Díaz Grey y los desesperados personajes, entre bocanadas de humo en la cama, del viejo Onetti acostado, escribiendo el relato que leí anoche, Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo. Hay que creer en los nombres. Y en el poder del relato para la colonización de territorios ajenos entre sí.

Trenzado de arboladuras en los amarres de Puerto Sherry, un lugar en el que los atardeceres pueden durar días enteros.

Un viaje es un lugar, claro, pero es también y desde luego un libro o más de un libro, la música que los rodea y las palabras de quienes cuentan el lugar para darle la forma que los sentidos no alcanzan. Las personas, sus relatos, los acentos que te rodean y los sabores. Fue primero el Puerto con el remate de De Vidas Ajenas, de Emmanuel Carrère, un libro de amor y felicidad arrebatada a la desesperación. Un relato de no ficción sobre vidas, muertes, amores, miedos y dudas ciertas y verdaderas. De esos que, como todos los de Carrère, al acabar uno no deja en el estante y se olvida, sino que al devolverlo a la habitación de los relatos, sabe que el gesto sólo responde a un hábito o una convención de órdenes hogareños, pero en realidad inútiles: porque ésta de Carrère es una de esas historias de inaudita potencia que uno se lleva ya clavada dentro. Y ahogado con él dentro, rematado en la Puntilla y los muros soleados de Villa de Calpe, salí del Puerto para llegar a Sancti Petri, otro nombre sobre el que no es preciso decir apenas nada porque resume todas las historias y todos los espacios, de Roma al Castillo por la calzada, de los piratas berberiscos a las almadrabas, del almirante Nelson al faro, de París a Londres, Trocadero y Trafalgar, la guerra al moro, Galdós, la Constitución Liberal, la duna móvil de Bolonia, aquel refrescar manzanilla de los versos, el Teatro Falla, el Mar la Mar, la Caleta, la bahía, la leyenda del tiempo de un Camarón, las tortillitas de Balbino, el Lute escapando del penal del Puerto, la Casa de Castrillón y la Tacita de Plata, un joven de 18 años dormido en un cine o sentado contra el atardecer en la Corredera, mirando abajo Medina, más allá de la vega, pero rozando mientras la piel de la joven que lo acompaña… Y las mujeres cobijás de Vejer, los zaguanes embaldosados, las almenas moriscas, la frontera, la isla de las Palomas, la Punta Marroquí, la defensa de Tarifa y el cuchillo arrojado a la leyenda de Alonso Pérez de Guzmán…

Como si flotara en medio del agua, como un espigón olvidado por la historia en un punto inaccesible, el castillo recuerda que todos los caminos de Roma conducían a Sancti Petri.

Eso y más está aquí, entre las piedras sagradas. Y un centenar de navíos franceses y españoles y británicos, los 63 cañones de un naufragio enseñoreados de vida marina y de pérfidas corrientes entre las que aprendí a jugar, como un astronauta en órbita lunar (Bunbury, también en el Puerto), entre los seis y los 23 metros de profundidad, mar abierto frente al cabo de Roche. Por la mañana los restos bicentenarios (octubre de 1805) de la batalla, las sombras de los navíos, la munición depositada en el lecho marino y las poderosas anclas rendidas al juego de los peces. De vuelta, la bajamar desvelaba la augusta calzada que un día vino a los pies del castillo. Por la tarde, el faro legendario sobre el cortado, y desde allá arriba enfocar con los prismáticos la muchedumbre del agua e imaginar los fogonazos de aquellos cañones hundidos, en el mismo mar en el que ahora cuatro muchachos juegan a hacer Hawaii sobre sus tablas en los rompeolas bohemios de los Caños de Meca.

Todo eso. Lo consignado y lo intuido. Esas cosas que se escapan no porque uno no las sepa ver, de tan evidentes, sino porque no las sabría decir. Estos rincones preferidos son una tierra y son el agua, serranía y mar, pero por encima de cualquier otra cosa son el cielo pintado de luz que define a la costa y que aspiran a repetir los cazadores de lo etéreo. Dígase un pintor o dígase alguien que, como yo, pasa siete días mirándolo y ahora quiere reflejarlo de forma tan torpe como impune en esta otra luz de silicio azul.





¿Por qué no te callas?

13 06 2011

El equipo médico habitual posa con el inconfundible Borbón para el cuadro de Goya intitulado 'La Rodilla de Carlos IV'. El primero de los españoles aparece jovial y dicharachero, como suele, con aspecto de decir algún chiste sobre la pérdida de su invicto por enema y epidural.

El pueblo soberano prefiere creer que tiene un Rey, un Rey honesto, justo y, sobre todo, repleto de una bonhomía campechana de acuerdo a la cual tranquilamente podríamos una mañana cualquiera llamar a Zarzuela y solicitar que el monarca se viniera a comer huevos fritos con chorizo a nuestro almuerzo de los sábados después del picadito. Y el Borbón vendría, qué coño no va a venir, si lo que más le gusta -o así parece creerlo el común- es un vaso de vino peleón con gaseosa. No como la Reina de Inglaterra, capaz de desplantes como éste:

Juan Carlos no es así. Juan Carlos se bajaba la Guinness de un trago, siempre sin mancillarse las corbatas ni el blazer porque ahí, para no engañarnos, ahí está su fuerte: qué capacidad de conjuntamiento me tiene este hombre. Portentoso. Esas corbatas florecidas en el nudo y esas camisas que no le pierden el apresto. Y además, si bien le viene una noche cualquiera se viste de uniforme en la madrugada, como si fuera Batman, y salva la democracia y luego le hacen una serie. Sin embargo, mira tú que al pavo últimamente le busca achaques la prensa, y al monarca le ha salido la vena borbónica y le ha hervido la sangre azul, y ahora cada vez que se cruza un micrófono se queja de lo mal que lo tratan los lacayos, que le quieren (sic)  «poner un pino en el pecho». Yo sólo había oído lo de «colgar de un pino», pero no será esto lo que quiso decir el monarca ni lo que pensemos los demás, válgame. Personalmente yo no había escuchado nunca la expresión, que debe de ser muy borbónica o muy rocasolano, vaya usted a saber. Porque esta gente, a sus muchos servicios a España, siempre han añadido el de hacer idioma (todos sabemos, sin necesidad de decir más, las varias acepciones del verbo «marichalear»). Idioma leído, claro. Porque precisan todos, desde hace tres generaciones, al logopeda del Discurso del Rey. Que el Rey proteste de cómo se le trata en la prensa viene a ser la demostración última de la jeta y el desparpajo familiares, tan paradigmáticos de su Reino, por otro lado. Qué gente tan maja y productiva, a los que ahora por lo visto no se les puede ni especular, aunque sí puedan casarse con quien quieran siempre que sea por amor. Primero fue la protesta, luego la prohibición de las cámaras en las audiencias y, al salir de la clínica el otro día, ese lamento en voz alta: «Al menos estos días me han dejado tranquilo».

Yo, la verdad, los dejaría a todos muy tranquilos: padres, hijos, nueras y cuñados. También y desde luego los nietos, que son muy ricos. De una vez por todas los dejaba tranquilos e hilando seda en alguna loma soleada. Se me ocurre hasta destino: Estoril, por ejemplo. Yo no es que sea ni deje de ser, pero llevo muy mal los derechos adquiridos y los mesianismos heredados. A la prensa se le está bien empleado todo esto, por papanatas y cortesana. Me he tenido que morder los nudillos varias veces desde la primera queja, pero ahora ya no me puedo aguantar. Suerte que como es un Rey tan sencillo y campechano, no se va a tomar a mal (con el debido respeto, como en Los Soprano) esto que le digo: Señor, váyase usted a la mierda.





El afilador y otras bestias

8 06 2011

A pesar de haberse afeitado su acometedor bigote en herradura, la conclusión no cambia: Nick Cave es un hombre. Los demás apenas lo intentamos. Podemos pasar desapercibidos, entreverarnos en el grupo y adoptar las actitudes comunes de la especie. Está bien. Incluso ellas nos aceptarán como cambiantes modelos, posibles versiones, una variación aceptable… Tales circunstancias no autorizan el orgullo. Digámoslo claro: el gusto femenino para los hombres está sobrevalorado, presenta una volatilidad que es preciso deplorar y no se atiene a cánones razonados. Basta con mirarse al espejo. Yo lo hago. En el fondo, todos sabemos la verdad: cuando uno ve al afilador en el escenario, ha de admitirlo. He ahí un macho con todas los atributos: rockero, poeta, salvaje, descarado, sensible y brutal. Alguien capaz de cantar así: «Estamos hartos ya / de su tan conveniente lloriqueo / Sólo queríamos un poco de violación consensuada por la mañana / y otro poco más por la noche… / Ve a decirle a las mujeres que nos largamos». En el PS’11, Grinderman hicieron cosas como este áspero Get It On, subrayado por el indisimulado gamberrismo de Warren Ellis con las maracas (nótese el control de diestra que hace de una de ellas en un momento dado, habilidad que le facultaría para actuar como defensa central en el Zaragoza y sacar el balón jugado desde atrás) y el abuso de jefatura que practica el bully Cave.

Grinderman nacieron como una mera distorsión de la realidad, una confesada tentativa de escapada. Nick Cave trasteaba con escasa destreza la guitarra en el intermedio de un ensayo con los Bad Seeds y su ineptitud para matizar acordes en el instrumento produjo un desorden melódico que llamó la atención de los otros, Ellis y el baterista Jim Sclavunos. Cansados de la exigencia de la calidad del proyecto Nick Cave & The Bad Seeds, se entregaron a jugar con la deformación abierta por Cave. Así, como un mero error, surgió Grinderman. Para darle forma, despojaron a la banda de todas las imposiciones de la celebridad que implicaba su otro proyecto y se dispusieron a afilar las guitarras, practicar la travesura sonora y promover el alboroto de las letras. O sea, hacer lo que les viniera en gana. Ni siquiera titularon los discos: fueron Grinderman y Grinderman 2. La versión desvergonzada del sensible crooner tenebrista que siempre ha sido Nick Cave.

Así, el afilador le hace el amor a la mujer a la que desea (y no tiene) diciendo cosas como éstas: «¿Qué es lo que te ha dado ese marido tuyo? / ¿A Oprah Winfrey en una pantalla de plasma? / ¿Una camada de imbéciles con dientes de conejo? /Los putos niños más feos que he visto en mi vida… / Oh, nena, te quiero / Quiero que seas mi novia». Y una vez escritas declaraciones de amor tan disfuncionales, el hombre de la cuchilla sale al escenario vestido con el traje de raya diplomática, la camisa abierta hasta la depresión del vientre y una medalla dorada en triángulo sobre el pecho. Por otro lado, ya dije una vez que yo de mayor quería ser Jim Sclavunos, batería de Grinderman. Me refería al tipo barbado de antaño. Pero Sclavunos apareció en el PS’11 con aspecto de adulto reformado, el pelo contenido en un flequillo muy chic, apenas una sombra de barba sobre los pómulos y un apetitoso terno rosa a juego con la batería, también rosa. Mezclados con el estilo de hippie trasnochado, de ángel del infierno de Warren Ellis, el combinado resulta en un trallazo de desafiante energía. Fue un concierto descarnado, poderoso al principio, algo decadente más tarde. Instantes lúcidos y hasta hermosos en su radicalidad, como en The Palaces of Moctezuma. Con pasajes llameantes y otros con debilidades en las que no incurrirían los Bad Seeds. La arrebatadora presencia de Nick Cave en el escenario tiene el empuje suficiente para electrificar un vallado de varias hectáreas. No será exagerado decir que Grinderman eran mi primera motivación para asistir al festival. Tampoco lo es objetar que me dejaron una satisfacción matizada.

Un rato antes vi a Public Image Limited (PIL), la banda que lidera John Lydon, aka Johnny Rotten, el que fuera cantante de los Sex Pistols. Fue, como el encuentro con Mr. Cocker, un rapto de mitomanía de los que me son tan comunes. Sólo que el estudiado dandismo de Jarvis contrasta (o tal vez no) con la gastada vulgaridad que rezuma Lydon, que escupe sobre la tarima, se suena los mocos por oclusión de uno de los caños, como los deportistas, y entretanto recita poesía desestabilizadora. La visita al abuelo protopunk fue un movimiento exigente, por cuanto hube de viajar en solitario, arrastrando mi tendón de Aquiles como la bola de acero de un condenado, hasta el escenario más alejado del meollo. En el PS uno ha de estar dispuesto a estos penosos peregrinajes, cuyo peso decae con la relativa anestesia que van procurando las horas y las barras. Sin embargo, ese primer día ocurrió la tragicomedia de los iPads, encargados del cobro electrónico de las consumiciones en todas las barras mediante escáner visual de una camarita ad hoc. Demasiado tecnología para el prosaico alcohol. No se puede dejar la cerveza en manos del 2.0. Hubo un largo suspenso sin servicio que provocó tensión indisimulada en el ambiente, aunque el pueblo es algo más que pacífico. Durante varias horas regresó la ley seca. El sistema digitalizado no se recuperaría del todo en los tres días y acabó rigiendo el papel moneda, como en la antigüedad previa al miserable invento de los ticket. Lo hizo a tiempo para que no se constituyeran mafias en los barrios oscuros del festival y acabara la cosa en tableteo de ametralladoras Thompson desde el estribo de los autos. Nosotros habíamos colado Jaggermeister de estraperlo y manejábamos las contraseñas de algunas puertas en callejones oscuros, de modo que la noche duró lo suficiente como para lamentarlo. Me cuentan que acabamos viendo a Interpol, un grupo que siempre me gustó, pero de los que recuerdo haber pensado en su carencia de emoción y negarles cualquier legitimidad para ser comparados con mis untouchables Joy Division. Se ve que luego pasamos a saludar a los Flaming Lips, de los que si ustedes me disculpan no daré razón por incomparecencia de la conciencia, bonito sintagma. Horas antes había mirado con cierta atención a Of Montreal, unos chicos de Athens (Georgia) con melodías vodevilescas y esas escenografías desmesuradas de los grupos filogays. Me gustó, por contraste, la sencillez de The Fresh&Onlys, lo que me ratificó en que uno puede confiar en casi todo lo que venga de la ciudad de San Francisco. No pude consignar la visita de The Walkmen por coincidencia con otros asuntos, y confirmé desde la embarrada ladera que asoma sobre el escenario principal que Belle & Sebastian hacen muy bien de Belle & Sebastian: un grupo siempre necesario, que no precisa de entusiasmos para agradar. Es el discreto encanto de la burguesía indie: y si te sientes siniestro, vas y visitas a un pastor.





La gent normal

6 06 2011

A la una y media de la tarde del sábado 28 de mayo, acompañado por una sonriente pelirroja, Jarvis Cocker observaba rigurosa fila en perpendicular a la puerta de Cal Pep. Enseñoreada la cara por la excesiva pasta negra de sus gafas, él mismo se levantaba escurrido y vertical como un silbido contra el embaldosado gris. Anónimo en medio de la Plaza de las Ollas, su hidalguía canalla lo revelaba con parquedad de gnomon despeinado de un reloj de sol. Nadie le prestaba la menor atención al desaliño indumentario, a las evidencias del tiempo en la barbita encanecida, a la prestancia liviana del quijote diletante metido a estrella del pop. Tampoco nadie lo diría el hombre que, doce horas antes, había incendiado la conciencia colectiva del Primavera Sound con una sensual apelación a la memoria de los instantes perdidos. Peor aún, los nunca atrapados. Una frase como una espoleta y el reventón cósmico. Algo así como: «Dices que tienes que irte a casa… / Porque esta noche se ha quedado otra vez solo».

La reunión de Pulp tantos años después comportaba, para quienes nos pusimos delante de semejante aplanadora emocional, el serio peligro de que la energética elevación tribal del arranque nos aplastara vivos, en todos los sentidos y también en el físico. El recuento visual expresa el inmoderado pandemónium que se armó cuando cayó ese telón de gasa: «¿Te acuerdas de la primera vez? / Yo no puedo pensar en una peor…». Estábamos ante el grupo que más alto llevó la corriente múltiple del pop británico de los noventa, el que definió lo más perdurable de una idea con muchas aproximaciones, el que más allá de los gustos alcanzó a entrever y dibujar el perfil de la generación que escuchaba, tal vez sin discernir del todo hasta qué punto ese flaco de ahí arriba y sus muchachos les estaban dibujando un retrato al natural, contra el que habríamos de enfrentarnos con el paso de los años: nosotros, un Dorian Gray multitudinario. En estas imágenes arrebatadas al caos se intuye exactamente lo que cualquiera vivió ahí adentro, en la ceremonia incruenta de arrancamiento general del alma y venta a cambio de dos horas de música. Arriba, la delgada silueta en contraluz de Jarvis aparecía y desaparecía, resplandeciente pero incierta como una centella, y sólo la música conocida servía para sujetarse en medio del tumulto. La única posibilidad consistía en aferrarse unos a otros, en la necesidad ineludible de no caer al suelo, que era un abismo. El milagro del rock, también abajo del escenario, consiste en la mera supervivencia.

Parado en medio de la plaza, sin embargo, el ladrón de almas Jarvis comunicaba una calma engañosa. Precisamente él, aguardando la apertura de la puerta del restaurante, en medio del alambique de callejuelas del Borne, confundido, nada sobresaliente… mezclado con el mediodía, a la espera de que se levantara la persiana para pasar a esa barra en la que alinean las tapas. Jugando a no ser nadie, jugando a los bolsillos vacíos, jugando a mirar las cucarachas subir por la pared. Jugando a lo que juega la gente normal.

El encuentro de la gente normal, pero menos... Como los torpes e insatisfactorios amantes de sus canciones, yo temblaba y él sonreía forzadamente.

Yo había almorzado el día anterior en Cal Pep. Yo había hecho, aunque no demasiado, esa misma fila. Pasado a la espalda de quienes se afanaban en sus butacas contra la barra, hasta el fondo, donde el mínimo cubículo de mesas conforma uno de los comedores más apetecidos de Barcelona. Cortesía, esta vez, de Ortiga. Afectado por un adolescente temblor, enfrenté a Jarvis para que le quedase claro que ahí, en esa plaza, al menos uno tenía la deferencia de conocerlo y aun molestarlo con la petición de una foto. Me sentí culpable de antemano, como aquella vez que reparé en Ricardo Darín comiéndose un bocadillo en el Museo del Jamón de la Gran Vía de Madrid, y me dije que ese hombre, ocupado en destazar con los molares la media barra con pernil, no merecía ser incomodado. Jarvis culebreó igual que en el escenario, aunque fue un cimbreo verbal y poco convincente, subrayado por la obviedad: «Estamos haciendo fila y vamos a entrar ahora a comer…». Muy bien. Pude haberle recomendado no perderse los chipirones con garbanzos, el rape Cal Pep, considerar con cierta distancia el steak tartar, pero sobre todo no perderse la tortilla trampera, con chorizo y una fina capa de alioli sobre el lomo. En lugar de hacer eso, retrocedí en una disculpa. Fue un gran concierto, eso sí podía decirlo. Y lo ablandé lo suficiente. Me abstuve de pasarle la mano por atrás mientras aguardábamos el silencioso disparo smartphónico. Ahí pude obtener otra ventaja, o tal vez no, tal vez hubiera constituido el peor error: no se le pregunta a un autor por el significado de su obra. Pero era mi ocasión de plantearle el diverso punto de vista que un íntimo amigo y yo tenemos acerca de la historia que cuenta Common People: esa chica snob que viene de cuna pudiente y quiere acabar en cama barrial con un bohemio estudiante de arte. Al señor T. la canción le sugiere un polvo de una noche con una niña pija; a mí, sin embargo, me produce la dulce amargura de la desesperanza generacional, el desarraigo que me acechaba en aquellas madrugadas cuando descendía la prosaica arquitectura urbana de Harrow Road para salir al paso del 52. Pero no le expliqué a Jarvis nuestras teorías. Apelmazado, sólo subrayé, como saboreando el momento,  una torpe interjección admirativa, declamada como si alguien me escuchara: «El gran Jarvis…». Y la pelirroja soltó una carcajada que rebotó contra la plaza. Porque todo el mundo detesta a un turista, aunque sea un turista que quiere fotos con las estatuas vivientes del rock. Uno de esos que se creen que todo es muy gracioso…