Augurios

21 04 2011

Va a hacer cuatro años que en el viejo Somniloquios arriesgamos una conjetura.  Lo escribimos así, como sigue:

Todos los caballos son del Barça

«Tengo dicho hace tiempo que si verdaderamente el Real Madrid quiere desmontar el garito azulgrana durante unos años, al modo en que lo hizo Florentino con el fichaje de Luiz Figo, debería fichar a Mourinho. Otra cosa es si la crítica soportaría la colección de tractores que el portugués despliega en cada partido, al menos en el Chelsea, donde unos jugadores se parecen mucho a otros y todos se hacen borrosos en el conjunto de un equipo que suele comportarse como un agujero negro: se traga todo el fútbol del contrario y lo reduce a polvo cósmico. No sé si eso funcionaría en un lugar en el que Capello ya es anatema; ignoro si Mou

(AP Photo/Manu Fernandez)

Mourinho, entrenador de títulos, le palmea la espalda condescendiente a Guardiola, entrenador de fútbol (con títulos).

tiene más registros como entrenador. Pero su mezcla de agitación, enfrentamiento, denuncia, sospecha, psicología, ansiedad, competitividad, ambición y talento convertiría la rivalidad de estos cien últimos años entre Madrid y Barcelona en un juego de niños. Yo creo que el Barcelona no podría superar el martillo que supone Mourinho y se derrumbaría a la mínima. Pese al evidente dominio de las dos últimas décadas, de Cruyff aquí, a la imposición de un estilo que ha mejorado el fútbol español, a las victorias y a los jugadores, el Barcelona aún se siente menor, vulnerable, agraviado y, por qué no decirlo, perdedor. Es el peso de la historia. ¿Por qué los caballos son desconfiados y tienen los ojos en los lados de la cabeza? Porque durante miles de años de evolución natural fueron presa de otros bichos nada equitativos (precisamente), y permanece en ellos ese acollono atávico tan barcelonista. Conclusión: todos los caballos son del Barça».

[Somniloquios original, 2 de mayo de 2007]

No, no aplaudan todavía. Como cualquier magia, la adivinación tiene truco, una explicación de lo más racional: primero, el fútbol es un deporte en el que, al final, todo el mundo acaba teniendo la razón alguna vez, de modo que no hace falta entusiasmarse por un acierto; y, además, los muchachos que dirigen el fútbol español en su versión ‘los dos grandes’ son previsibles al máximo. Que el Madrid fichase a Mourinho sólo era cuestión de tiempo: le bastó eliminar al Barcelona de las semifinales del año pasado, con el Inter, para ser declarado la gran esperanza blanca. Para el madridismo, nada posee el valor místico de la conquista de una Copa de Europa. Antes, cuando Mourinho lloriqueaba semifinales de Champions contra el Barcelona (o contra el Liverpool o el Manchester United) no le hicieron tanto caso. No digamos, desde luego, cuando hizo campeón al Oporto. Y sin embargo ya estaban ahí todas sus virtudes, entremezcladas con el sabor a falacia de muchos de sus razonamientos, sostenidos aquí como antes lo fue allá. Su habilidad para introducir a los futbolistas, y al entorno, en un estado de excepción cuando llega la hora de disputar los títulos constituye una amenaza muy severa, porque queda licuado en un fútbol pelado de concesiones, sin otra estética que la de la victoria y sus pasos intermedios. Los analistas (los pocos que quedan decentes, en el más amplio sentido de la palabra, atropellados por el baboseo gritón del puntopelota y su sucedánea caverna de hurones forofos en el papel de periodistas) se preguntan si viene un cambio de ciclo. La Copa no da para proclamar tanto -la Liga refleja mucho mejor una tendencia-, pero si el Mou sacude también la Champions van sonar las trompetas del Apocalipsis. Por lo demás, uno vive aferrado al augurio de otro visionario, el doctor Reyes, que hace días apuntó en román paladino: «Están el Barcelona y el Madrid mirándose a ver quién la tiene más larga, y la Champions la va a ganar el Manchester United». Y sí, ojalá. Mi desarraigo ha crecido hasta tales niveles que el otro día me encontré pensando si no sería mejor que el Zaragoza dejara de ser el Zaragoza para llamarse Team Dubai, de forma que pudiéramos despreciarlo a gusto y sin remordimientos sentimentales (que es lo que se ha ganado). Y de tal desarraigo provienen adhesiones inquebrantables que son puros monstruos de la razón. Éste es otro ejemplo: hasta el día en que el muchacho se vaya a su casa a hacer calceta, para lo cual no debe quedar ya mucho, suspendo cualquier otra militancia y me hago sólo del equipo en el que juegue el señor Ryan Giggs. Se llame Man United o Glentoran…





Yo lo dije antes…

30 04 2010

No es por nada ni por señalar, pero un 2 de mayo de 2007 (!), en el viejo Somniloquios, el incesante velocista publicó esto:

Todos los caballos son del Barça

Tengo dicho hace tiempo que si verdaderamente el Real Madrid quiere desmontar el garito azulgrana durante unos años, al modo en que lo hizo Florentino con el fichaje de Luiz Figo, debería fichar a Mourinho. Otra cosa es si la crítica soportaría la colección de tractores que el portugués despliega en cada partido, al menos en el Chelsea, donde unos jugadores se parecen mucho a otros y todos se hacen borrosos en el conjunto de un equipo que suele comportarse como un agujero negro: se traga todo el fútbol del contrario y lo reduce a polvo cósmico. No sé si eso funcionaría en un lugar en el que Capello ya es anatema; ignoro si Mourinho tiene más registros como entrenador. Pero su mezcla de agitación, enfrentamiento, denuncia, sospecha, psicología, ansiedad, competitividad, ambición y talento convertiría la rivalidad de estos cien últimos años entre Madrid y Barcelona en un juego de niños. Yo creo que el Barcelona no podría superar el martillo que supone Mourinho y se derrumbaría a la mínima. Pese al evidente dominio de las dos últimas décadas, de Cruyff aquí, a la imposición de un estilo que ha mejorado el fútbol español, a las victorias y a los jugadores, el Barcelona aún se siente menor, vulnerable, agraviado y, por qué no decirlo, perdedor. Es el peso de la historia. ¿Por qué los caballos son desconfiados y tienen los ojos en los lados de la cabeza? Porque durante miles de años de evolución natural fueron presa de otros bichos nada equitativos (precisamente), y permanece en ellos ese acollono atávico tan barcelonista. Conclusión: todos los caballos son del Barça.

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N. del A.: Cuando Maicon protagonizó su escenita del hombro, apenas al cuarto de hora de partido, y todos los barcelonistas exhibieron su ansiosa indignación, le dije al cuello de mi camisa: «Ruina». Y ruina fue.





El atroz encanto de los malos

17 12 2009

Le conocieron en Perugia como L'Assassino y más tarde como Matrix. Marco Materazzi, el futbolista de los 25 tatuajes (récord mundial por delante de los 18 de su antagonista estético, Beckham) afirma: "Yo no soy un diablo; júzguenme como a un hombre".

Venía encapuchado en su chándal interista de cabezal blanco, grande y oscuro, siempre acunando la fiera que le duerme adentro como un volcán; venía con la mirada al frente igual que un soldado, erguido en la dignidad disuasoria de los villanos. Podría llamarse Jack Palance o Lee van Cleef. Pero en sus días de oscura gloria teatral en los campos de fútbol lo apodaron El Asesino y luego, cuando ya había traspasado las barreras para convertirse en un icono pop, pasaron a decirle Matrix por sus patadas voladoras. El tipo que quería no tanto ocultar su rostro como subrayar la distancia de su figura portentosa venía caminando por la zona mixta de San Siro y dejaba pequeños a los de alrededor. Uno de los empleados le cruzó a su zancada de tumbador un saludo de admirativa familiaridad: «Grande Marco!, ciao Marco!». Entonces supe que era él y que se me había escapado: Marco Materazzi.

El diálogo entre Materazzi y Zidane en la final de la Copa del Mundo valdría para una película de cine negro postmoderno o para un western futbolístico, si Tarantino o Scorsese se pusieran alguna vez a ello. Ese cruce de provocación, réplica y cabezazo en el pecho posee la enferma grandeza de los silbantes guiones de los años 40. Algo de este tipo, mi diálogo favorito de El Sueño Eterno, cuando el malevaje Eddie Mars descubre al detective Marlowe en el caserón donde todo huele a podrido y desaparecen los cadáveres.

Eddie Mars: -Qué coincidencia, eh… usted no tenía una llave y la puerta estaba abierta.
Marlowe: -¿Verdad que sí? A propósito… ¿cómo es que usted sí que tenía llave?
Mars: -¿Es asunto suyo?
Marlowe: -Podría hacer que fuera asunto mio.
Mars: -Y yo podría convertir sus asuntos en asuntos míos.
Marlowe: -Oh, no lo haga… No lo pagan demasiado bien.

Todo esto a una velocidad de metrónomo enloquecido, con una frase que se encaja en la anterior con el ruido metálico de los cerrojos de una mazmorra. La de aquella noche germánica fue así. Materazzi le agarra la camiseta a Zidane. Y Zidane, con prosopopeya de barrio marsellés y fútbol de toda la vida, le invita:

-Si quieres, cuando termine el partido te la regalo.
-Prefiero a la puta de tu hermana.

O al menos eso le leyeron en los labios los intérpretes sordomudos que contrató para el caso una televisión brasileña. Chandler, o Faulkner que escribió el guión, hubieran obviado el insulto en El Sueño Eterno. Tiene un aire más de Scorsese o Tarantino, está claro. Pero posee la misma estatura dramática, ingenio y velocidad de reacción, por las dos partes. Además nos permitió -como afirma un conocido argentino- observar la mejor escena de retirada del fútbol que ha producido la historia de este juego: «Un grande no se va del campo con flores; un grande contribuye de manera dramática a que su equipo se vaya derrotado, sale expulsado por pegar un cabezazo y entra en el vestuario puteando y dándole patadas a las botellas de agua y las puertas de los retretes». Uno sólo puede asentir. Matrix contribuyó a la gloriosa leyenda de Zidane. Aún mejor salir del campo a la marsellesa que irse de la mano de una enfermera.

Si digo que se me escapó Materazzi es porque quería fotografiarme con Materazzi. Tengo un irrefrenable lado canalla. Sentí al verlo la misma oscura atracción que me llevó a ponerme aquel día frente a Mike Tyson en Las Vegas y estrecharle la rugosa mano agresora, detenerme en la sonrisa caníbal, en sus ojos como de bestia irracional. Poco antes de que saliera Materazzi había atravesado el mismo pasillo Luiz Figo, impecable con su mandíbula cuadrada de hombre bello. En los bajos del Comunale de Turín también me crucé con Michael Laudrup, impoluto en el trato como lo fue en el campo, serenamente elegante de madurez y franqueza en las facciones. Le propuse que se viniera al Real Zaragoza. Me pareció que tal vez su prestancia nos ayudaría a salir del previsible fango. Me replicó a la broma con tanta corrección que tuve que dejarlo por perfecto: me hacía parecer un gañán y me fui a darle mordiscos a la torta de frutas con la que la Juventus agasajó a los periodistas al final del partido.

Frente a tanta lucidez presencial, Materazzi ejerce sobre mí un tipo de seducción mucho más perversa. Me gustan los malos, sobre todo los malos italianos, tal vez porque siempre los he considerado personajes de una película que se llama fútbol, y son precisamente los villanos los que mayor rotundidad alcanzan en la composición de sus caracteres. Para qué nos vamos a engañar: entre John Wayne y Alan Ladd nos tenemos que quedar con Wayne a la fuerza, porque el dramático hervor íntimo del hombre tiene mucho más que decirnos que la rubia transparencia del tímido Shane. Enric González, en sus fabulosas Historias del Calcio, califica a los futbolistas en dos tipos: los violentos desorganizados (ese Iniesta que de repente, en un acceso de ira, larga una patada alevosa y torpe) y los violentos organizados, que le agregan a su violencia la alevosía del pensamiento anticipado. Naturalmente, Materazzi pertenece al segundo grupo. Su personaje tiene una potencia tan enorme que roba cualquier escena. A veces es tan atroz como otras gran defensa. O lo fue. Tiene 36 años y le cuelga del tiempo una leyenda culminada en el Mundial de Alemania.

É un diavolo! Jose Mourinho, el entrenador que ha conseguido estilizar la perrería clásica del fútbol: tiene un aspecto atildado incluso con aquel abrigo de pordiosero que tanta fortuna hizo en sus días en el Chelsea.

Hay otro tipo de malo: el malo psicológico. El ideólogo, el villano racional, el estratega de la depravación, el consumado, ladino, astuto, malicioso, perspicaz, altanero, frontal, soberbio, hábil, fino y diestro hombre de la tiniebla. En el fútbol de hoy, ese tipo se llama Mourinho. Si alguien tuviera la destreza psicológica precisa para descomponer a un personaje así, habría que desgranar el modelo que ha permitido al entrenador portugués del Inter transformarse de traductor del entrañable Bobby Robson en la encarnación richeulieana que ahora representa. Si Materazzi refiere a un personaje tarantiniano (Guy Ritchie -un mediocre Tarantino a la británica- advirtió el potencial cinematográfico de otro enemigo social, Vinnie Jones, en Lock, Stock and Two Smoking Barrels), Mourinho sería el Robert Mitchum de La Noche del Cazador, con sus nudillos tatuados; o el Robert de Niro de El Cabo del Miedo cuando seduce con su pulgar a la adolescente carnosa Juliette Lewis. Un tipo cuya amenaza va más allá de lo físico para abarcar lo espiritual. Mourinho ensaya el miedo intelectual.

Cuando lo expulsaron en el duelo con la Juve en Turín, el portugués no se marchó al vestuario ni al palco del Olímpico bianconero. Al contrario, traspuso un portoncito de la gruesa cristalera que separa el campo de la grada y se quedó de pie en el centro de un cuadrado embutido frente a las tribunas. Las gradas aledañas se tornaron entonces el circo romano en pleno paroxismo: furibunda contra el tótem enemigo, la hinchada juventina cubrió de insultos y provocaciones al entrenador interista. Lo rodearon varios policías, pero Mourinho se hubiera quedado igual de tranquilo estando solo. En medio de la furia, de pie con su largo abrigo de paño marengo, hierático frente al infierno, Mourinho permaneció en su lugar sin moverse un centímetro y aguardó a que el mundo entero agotara su ira contra él. Y venció, claro. La gente se cansó de decirle de todo, agotó la rabia y se desmoronó. Mourinho seguía en pie, sin moverse. Estuvo así el resto del partido. Su equipo perdió, pero él había ganado. Porque Mourinho, en lo personal, nunca empata, y tal vez esa conciencia le haya permitido hacer dos veces consecutivas campeón al Inter, el equipo más frustrado de la historia de Italia y ahora dominador implacable. Cuando una hora después Mou atravesó la zona mixta del estadio, camino del autocar del Inter, caminaba flanqueado por tres adláteres que no le hacían tanto de protección como de marco. Él los dirigía. El plano era suyo. Traía las manos en los bolsillos del trasnochado gabán y caminó subido en su altanería barrial de compadrito. La mirada al frente, el asomo de levísima sonrisa en los labios, pisando con firmeza y con el cuerpo hamacado en una pérfida armonía. Cuando pasó, todo el mundo hizo un silencio repentino. Nadie dijo nada aunque cualquiera hubiera querido enfrentarlo. Los insultos no le rozan. Es etéreo. Tal vez ni siquiera sea real. Envuelto en ese respeto temeroso, caminó hasta perderse más allá del pórtico de hierro: hubo quien aseguró que había subido al autocar, pero juraríamos que se desvaneció en la noche. Parecía que hubiera pasado ante nosotros el demonio vestido de negro.