El Mundo en sus manos…

12 07 2010

El Mundo, resumido en una hermosa Copa de macizo dorado. La imagen que siempre quisimos ver y que nunca vamos a olvidar.

Fue un grito largo, un grito torrencial, un grito de bestia liberada, de estómago partido por la mitad, un grito de 90 años capaz de hacer arena la garganta, el grito elaborado durante un mes o a lo largo de mil partidos o de un millón. Todos los partidos de fútbol que vimos confluían en éste; y desde este mismo instante todos los que veamos habrán nacido en la noche del 11 de julio y aspirarán a su imposible repetición. Las decenas de miles de goles que miramos o nos fue otorgado soñar (yo soñé anteanoche uno de Cesc que negaría Sketelenburg), los que imaginamos o recordamos desde el momento inicial en el que vimos que el juego del fútbol tenía algo para nosotros, aunque tan chiquitos -y ahora tan grandes- sigamos sin saber bien qué o para qué es. Los goles que no vimos porque estábamos en algún lado, haciendo algo por lo demás inconveniente, tal vez los que metimos en la infancia en la que todos queremos ser lo que ellos fueron anoche, lo que nunca dejarán de ser. Había que pegar ese grito y cruzarlo contra la tremenda lluvia desatada de la noche, ahogarnos en la tormenta y chapotear por una terraza inundada, tratando de comprender por qué sólo alcanzábamos a gritar. Gritar que somos campeones del Mundo. Siempre me pregunté cómo sonaría, qué forma había de tener el júbilo más grande de todos los imaginados. Ahora he creído saber que tiene la forma de un grito y su eco interminable.

No sé si queda algo que decir. El partido no parece necesario contarlo. Fue la victoria de la Bella contra la Bestia. Lo evidente tiene una forma que no hace falta ya interrogar, por sabida, por conocida, por repetida: la serenidad del arranque español, el papel secundario de Holanda y su previsible conversión de equipo de fútbol en escuadra patibularia. Holanda jugó así todo el Mundial: con un ánimo competitivo inquebrantable que levantó sus mediocres niveles individuales; y con una dosis de violencia implícita en cada disputa, que elevaron a un punto cumbre en el día en que más inferiores se sintieron. El árbitro inglés permitió una final sucia, la tercera guerra bóer si queremos exagerar el tono con la unidad de lugar y protagonistas. En el fútbol, estas cosas también pasan a la historia. El fútbol, desmemoriado tal vez, jamás olvida los episodios culminantes de uno y otro signo. A la memoria de la Holanda de los setenta la acompañará siempre ya el apóstrofe de esta Holanda perversa. A la vista de la tentativa de carnicería, España se extravió en el bosque de leñadores y sólo de cuando en cuando hizo claros suficientes para establecer su superioridad. A este equipo tan soberbio lo acecha una contradicción que en el triunfo podemos pasar por alto: cada gol le cuesta demasiado. Su generosidad queda recortada en el área, pese a la diversidad de recursos. Tal falla multiplica la agonía en una noche así, definitiva. Temimos la contra cimarrona unas cuantas veces a lo largo del partido. Temimos el carácter arbitrario del fútbol y su ausencia de lógica. Al final supimos que los buenos también ganan. Iniesta, un muchacho callado, acabó por gritar el gol. Antes lo tuvieron Villa, Cesc, Sergio Ramos, el mismo Iniesta… Y desde luego Robben, que durante 20 metros (huido por el ojo de una aguja que descuidaron Puyol y Piqué) construyó en su cabeza el gol que no iba a meter, el gol que lo perseguirá de ahora en adelante, como una sombra, en cada una de sus escapadas con la pelota.

La victoria final resume algo que siempre procuro recordar. El fútbol, como la vida, está hecho de instantes. De ese pie de Casillas frente a Robben, de la horrible salida de Claudio Bravo, el portero de Chile, que le permitió a Villa imaginarse un tanto lejano y abrió un camino hacia la final que España recorrió con creciente convicción. Evitado el cruce con Brasil, España afiló el colmillo para imponerse a los sucesivos ejercicios de contención de selecciones que la obligaron a trabajar y a no desfallecer en sus ideas ni en la ejecución. No se me quita de la cabeza, no se me ha quitado en todo el campeonato, el balón que le rebotó a Puyol en la rodilla frente a Portugal y que salió al ladito del palo de Casillas. Pudo ser gol en propia meta. Yo lo esperaba, anticipé el pedacito de infortunio que subraya cada fracaso o cada decepción. Pero salió el balón a un lado y tuve un pensamiento nítido: estas cosas hacen los triunfos porque impiden las derrotas. Lo que se llama el cachito de suerte que uno siempre necesita. Como los 22 centímetros del presunto fuera de juego de Villa en el tanto que resolvió aquel mismo partido. Y cada una de las escasas posibilidades que los rivales han tenido de meter un gol, sin que lo lograran. A partir de ahí, el equipo del gran fútbol ganó desde octavos por 1-0, todos los días. Se ve que el 1-0 no es propiedad de Italia; que el 1-0 también puede ocultar la propuesta grande de un fútbol como el de España. Este juego tiene demasiadas líneas de fuga, como para contenerlo entre el paréntesis de los lugares comunes.

La victoria ha tenido un componente de momentos puntuales resueltos a favor del equipo nacional y desde luego el impulso de seis, siete, ocho jugadores irrepetibles. En todos los años que llevo viendo fútbol crucé la mirada en jugadores maravillosos, extraordinarios, elegantes, eficaces, jugadores que lograban lo imposible, futbolistas a los que nadie podía parar por potencia, por velocidad, por habilidad, por una combinación de todas. Ahora diré algo: jamás vi a nadie que jugara tan esencialmente bien al fútbol como Xavi. A nadie. A nadie capaz de simplificar el juego hasta sus mismas esencias, de interpretarlo en la pura sencillez del acto rutinario de tomar una pelota, impedirle al rival su conquista, guardarla y jugarla. Siempre bien, siempre en tiempo, siempre del modo. Hacer cada vez lo correcto. En el fútbol, como en la Literatura, existen grandes fabuladores capaces de armar una historia repleta de maravillas. Otros nacieron con la música de las palabras en los dedos, una música sencilla que provoca esta sensación: la de que una frase jamás pudo ser mejor escrita. Eso hace Xavi: jugar el balón de la mejor manera posible. No con el movimiento del hombre hacia adelante, sino con el movimiento de la pelota imaginado por el hombre.

Empezando por Xavi, estamos no sólo ante la mejor Selección de la historia de España, sino ante un grupo que va a quedar en la memoria del fútbol mundial como uno de los grandes equipos de la historia de este juego. Como ocurrió en la Eurocopa, cada rival ha quedado pequeño, cada uno se ha sabido inferior, aunque todos elevaron hasta donde pudieron su nivel de competitividad para dificultarle su anunciada victoria. España ha sido tan grande que ha logrado sobrevivir a todas las exageraciones, algunas patéticas, que la han rodeado. Ha sabido levantarse por encima incluso del desacierto de los juicios: no hablo de los ataques, que a esos es fácil resistir, sino a la ausencia de criterio para juzgar con sentido común a este equipo. Aunque sólo sea por costumbre, es mucho más sencillo sobrevivir a los dardos envenenados que al jabón en la espalda. España lo ha logrado. Ha sido capaz de ponerse a la estatura de todas las exigencias. Porque parecía que ser campeones del Mundo consistía en viajar a Sudáfrica y ponerse a jugar. No. La gloria cuesta mucho. Muchísimo. La gran obra de este equipo, para siempre ya, será la semifinal contra Alemania, el mejor partido que le vi jamás a un equipo de España. Por significación y por forma. Por la grandeza convocada en el momento. Por la respuesta, la resolución, la seguridad, la estatura de la puesta en escena. España ha construido un arquetipo de juego y lo ha cubierto con el oro de la victoria: Eurocopa y Copa del Mundo, la combinación de los grandes, el tejido de un ciclo que corrobora la radical eficacia de la propuesta. Ha sabido mantenerlo en la transición entre dos entrenadores y agregando futbolistas de un torneo a otro. Y con tal vigencia coronada en Sudáfrica, reclama ya su puesto junto a los grandes equipos que tuvo este deporte. Esta España campeona del Mundo no se detiene en la construcción de una Leyenda, porque en las leyendas interviene la pasión de quien observa, la nuestra, la de aquéllos que consideramos nuestra la victoria porque forma ya parte de nuestras vidas. Una Leyenda es subjetiva. Estos chicos han hecho algo más perdurable, más consistente. Su irrevocable grandeza consiste en haber añadido un capítulo a la Historia Universal del fútbol.





Achtung baby!

5 07 2010

Los teóricos del periodismo -una gente muy peligrosa- sostienen que la estructura clásica de las noticias de acuerdo a las cinco uves dobles (What, Who, When, Where, How o Why) debió morir con el telégrafo, que fue su razón de ser. Otros teóricos del periodismo -igual de peligrosos- advierten de que el why (por qué) es ahora el que manda, cuando el why jamás debió ser incluido en la estructura jerárquica de una información. El por qué tiende a ocultarse o a ser opinable. Una cosa es el análisis y otra establecer por qué ha sucedido algo un minuto después de que haya ocurrido. En el periodismo deportivo, la reflexión y las autopsias tienen lugar sobre un terreno muy resbaladizo: el de un juego, digamos el fútbol, con escasa dependencia de las lógicas mundanas y una filiación más próxima a lo casual, lo arbitrario, lo repentino y, sobre todo, el implacable error humano. El resultado de la obsesión analítica deviene en una actividad en la que el acierto resulta más complicado que enhebrar una aguja a media luz mientras uno patina sobre hielo. 

Tomemos el ejemplo de Brasil. Al mundo no le vale que Brasil fuera eliminado con todas las de la ley por Holanda en un partido radicalmente inexplicable. No por cómo ocurrió, sino por qué ocurrió. Al mundo no le basta con decir que hubo un gol en propia meta y que, sin que aún sepamos por qué, los brasileños deshicieron su figura hasta convertirse en monigotes. El mundo quiere más: sobre todo, quiere una cabeza en la bandeja a la hora de cenar. A uno le pareció de verdad que el Scratch iba destinado a la final y seguramente la Copa. Resulta evidente que tengo el punto de mira girado. Ningún otro equipo me pareció tan completo en todo el Mundial: es más, me lo sigue pareciendo. O tal vez ya no, porque el ejercicio defensivo de los alemanes contra Argentina ha redondeado a esa selección, a la que me parecía advertirle ahí atrás una leve tendencia a la vulgaridad y la vulnerabilidad. Es obvio que que sobreestimé a Brasil; tan obvio como que Brasil sigue siendo un equipo notablemente mejor que Holanda, que son Robben, Sneijder, un Van Persie en versión recortada y un grupo de buenos jugadores del montón. Y sin embargo, Holanda debió hacerle no menos de tres goles al penta. Que a Brasil, equipo ordenado en función de un millar de detalles tácticos, le hagan un gol de pelota parada, y que ese gol ocurra además en propia meta…; y que el equipo entre en un derrumbe estrepitoso, incapaz de racionalizar su ansiedad y de sostener el hálito competitivo que lo había animado hasta entonces… todo eso supone el colmo de un técnico obsesivo como Dunga. En todo caso, Brasil estaba condenado de antemano por todo aquél que ha considerado una perversión el viraje estilístico de Dunga. Ni siquiera un sexto campeonato habría liberado al entrenador brasileño del peso moral de su traición: durante estos años Brasil ha perdido por Dunga y ha ganado a pesar de Dunga. A buena parte del periodismo, y de la hinchada, tan endeble explicación le sirve de por qué. ¿Por qué se ha ido Brasil en cuartos? Por no ser Brasil. Ah, bueno… 

Joachim Löw, el entrenador alemán: pocos habrían imaginado un equipo germano tan diverso y casi ninguno sería capaz de llevar un conjunto de traje resuelto con cuello azulón en pico como lo viste Löw. Imaginen con este terno a Del Bosque, Maradona o Dunga y verán de lo que hablo...

Lo mismo valdría para Argentina, aunque por motivos opuestos. Dunga es demasiado táctico; Maradona, excesivamente intuitivo. Pensó que Argentina podría ser campeón sobre dos pilares: el presunto genio hereditario de Messi y el expansivo amor que como entrenador él les ha profesado a sus futbolistas. Con esa receta casera, hasta cuartos no le tosió nadie, por más que ahora digan que México anticipó los problemas. Pero apareció Alemania con su reunión de tanques y caballería ligera y aplanó la falacia voluntarista de los albicelestes. Hay un lugar muy común en el fútbol, ese que defiende que a un grupo de buenos jugadores no hace falta sino ponerlos en el campo y dejarlos que se expresen. Que el entrenador sobra. Cualquiera que haya vivido próximo a un equipo de fútbol sabe que la realidad opera de modo bien diferente. Para bien o para mal, los entrenadores definen a sus grupos. 

Si le damos la vuelta al argumento y miramos a España, habrá que preguntarse qué sentido tiene todo. España está en las semifinales después de protagonizar un alejamiento cada vez más acusado del estilo de juego que la llevó a ser campeona de Europa. Resulta que el partido que más se pareció a aquello fue el de Suiza. Como se sabe, el único que terminó en derrota. La insistencia de Vicente del Bosque en considerar titular indiscutible a Fernando Torres desplazó a Villa a la izquierda y a Silva al banquillo. Hay otra variación, ya comentada: la reunión de Busquets y Xabi Alonso, que hurta otro espacio a los pequeños. En la Eurocopa, el modelo lo sostenía la disonancia entre Senna y Xavi en el espacio creativo. Aquel equipo ha quedado idealizado, como modelo de funcionamiento y de ejecución. Inútilmente, la crítica ha pasado el Mundial discutiendo si España se aproximaba más o menos al canon de Luis Aragonés. Acerca de Torres han amortiguado los disparos: el chico no está bien, pero hay que darle partidos para que llegue a estar bien.Como si esto fuera un torneo de 38 jornadas. ¿Y a Silva no hay que dárselos? ¿Y a Cesc no hay que dárselos? La conjetura surge sola: criticar a Torres -que es de la casa- significa lo mismo que criticar a Zapater cuando jugaba en el Zaragoza. Una traición a la sangre. Un acto sin ética ni humanidad. 

Los chiquitos españoles se reúnen para formar una montaña: en la base de esa pirámide está Villa, rutilante con sus cinco goles para llevar a España al terreno desconocido de las semifinales.

Yo soy de los que cree (si es que hubiera alguno más) que Luis Aragónes se fue encontrando el extraordinario equipo español que hoy tenemos un poco por mérito propio -intentar versionar un modelo-, otro poco porque los futbolistas se imponen a sí mismos con sus actuaciones y algo más por evolución colectiva. Un mes antes de la Eurocopa nadie podría intuir, o al menos yo desde luego no lo hice, que aquel juego moroso de toque que practicaba España, con una molesta tendencia a las líneas horizontales y el manierismo, iba a evolucionar en una máquina diabólica de hilar seda. Todo esto no supone una crítica a Luis, sino la tentativa de razonar que en el fútbol, precisamente, no todo se puede razonar. Y menos cada tres días. Eso de que a un entrenador se le vaya haciendo solo el equipo supone un proceso mucho más común de lo que parece: a veces ser entrenador consiste en ver lo que no es evidente, lo que nadie anticipa; a veces, se trata de aceptar que lo evidente, lo que cualquiera ve, es lo necesario. Ninguna de las dos posibilidades se da a tiempo completo. España está en semifinales por primera vez. ¿A quién le importa ya si juega más o menos parecido a como lo hacía dos años atrás? La victoria contra Paraguay fue tan imperfecta como las demás, pero fue victoria igual que las demás. Con Alemania aparece ya un rival temible, como no podía ser de otro modo, que seguramente planteará un partido similar al de Argentina, sin ceder espacios de tres cuartos del campo en adelante. Faltará Müller, un alivio porque es, con permiso de Villa, el mejor jugador del Mundial. Pero los alemanes no son sólo sus medias puntas y un tallo al que se le caen los goles del bolsillo. Es también el carrete interminable de Schweinsteiger, una exuberancia física envidiable, el juego cuidadoso de Khedira, la llegada de Lahm y desde luego el percutor Klose, un tipo hecho para los Mundiales. Particularmente temo el desajuste de España en el fondo cada vez que el incontintente Sergio Ramos practica una de sus salidas en manada por la banda: cada pelota larga a la contra suele crearle problemas a España por ese lado, al que ha de caer Piqué para la cobertura. Busquets está jugando un gran Mundial, pero no maneja aún, pienso con humildad, el metrónomo táctico y posicional de un Senna para anticipar esos cierres. Es verdad que Alemania ha jugado al ataque más que Chile, Paraguay o Portugal: pero lo ha hecho hasta que ha necesitado otra cosa. Temo que con España se pondrá también cínica, porque el gran peligro de España es su inigualable capacidad de asociación en espacios pequeños alrededor del área.

El Guaje va a marcar una época, a pesar de la miopía que lo ha rodeado casi siempre en el fútbol español. Con indisimulado orgullo confesaré que yo guardo (y visto en días como el pasado sábado) la primera camiseta de España que Villa se puso nunca: una que yo mismo le compré para hacer la tradicional foto en La Romareda el día que lo seleccionaron por primera vez.

Y Villa, claro, camino de ser el mejor goleador de la historia de este país: un delantero que ha tenido que acercarse a la treintena para que, por fin, uno de los grandes se decida a pagar por él lo que sin pensar han pagado por antojadizos suecos o franceses autistas. Un goleador superlativo del que, por cierto, hasta se dudó en Zaragoza a su llegada. Sí, sí: uno recuerda haber escrito un artículo en defensa del Guaje titulado El goleador indudable. Porque había quien cuestionaba si estaba capacitado para anotar en Primera. Pero ese es otro tema. Si miramos el Mundial en perspectiva, podemos subrayar hasta qué punto fue importante la boutade de Claudio Bravo, el portero de Chile, en aquella salida extemporánea que le permitió al Guaje abrir el marcador. Podemos pensar que España hubiera acabado ganando de cualquier modo; podemos pensar que no… lo que la habría dejado segunda del grupo, con el consiguiente cruce en octavos frente a Brasil. Si Chile no se dispara dos veces en el pie, todo hubiese sido diferente. O tal vez no. Porque siempre cabe la posibilidad de que los africanos tiren a la mierda un penalti en el último minuto de la prórroga, como sabe Uruguay. Que el Loco Abreu haga la de Panenka y Zidane. O incluso que Brasil, pregúntenle a Holanda, se dispare un tiro en la cabeza.





No le disparen al pianista… aún

17 06 2010

El fútbol es un asunto muy viejo, de modo que la mayoría de la gente ha tenido tiempo de aprender bastante acerca de cómo opera este juego. Qué cosas sí y qué cosas no. En España, país contumaz donde los haya, la miopía raya lo patológico. El asunto del Mundial expone hasta qué punto no aprendimos casi nada de lo necesario para jugarlos. De acuerdo que la experiencia de un ganador no la tenemos, pero sí la del fracaso, que enseña tanto o más; y otra cosa: basta mirar alrededor. Todos vimos del orden de cuatro o cinco mundiales. Algunos contamos ya hasta una decena o más… Entonces, ¿cómo es que aún no entendimos en qué consiste la primera fase de una Copa del Mundo? ¿A qué viene eso de andar calculando los cruces de octavos y cuartos antes del primer partido? ¿Nadie se dio cuenta todavía que la primera fase no es el arranque de la Liga, no son tres partiditos para ir estirando las piernas, no es un calentamiento para las grandes ocasiones, no es una cuchipanda de trompeteros a los que golear? La primera fase es la madriguera de los supervivientes, es el torneo de los pobres, es el camino de los salteadores. La primera fase es EL MUNDIAL, amigos… El Mundial. Es decir, que si no pasas, se terminó. Que en la primera fase lo que hay que hacer, o sea, es sobre todo no perder. No perder. Simple. No perder contra Suiza, por ejemplo.

Andrés Iniesta, que venía rodeado por las dudas, fue con Xabi Alonso el mejor del equipo hasta que agotó el físico. Extrañó más ayuda de Silva por el otro lado, para equilibrar la amenaza, y de un tímido Capdevila por el suyo para generar espacios en la asociación.

A alguien le oí ayer subrayar algo que no me he molestado en comprobar: jamás un campeón del mundo perdió el primer partido. Si fuera cierto, el adagio convocaría un tanto de razón y otro de casualidad. Pero merece la pena atenderlo. Tanto denostar a los italianos cuando son los italianos quienes más enseñan acerca de los mecanismos que intervienen en asuntos como el que nos ocupa. Porque los italianos, grandes armadores de lo ficticio, se comportan en ocasiones así sin asomo de impostura. Salen y no pierden. De acuerdo, tampoco ganan, tal vez eso lo dejan para el último día o para alguno de los días, a menudo los importantes, pero sobre todo no pierden. Si los agarran en un despiste (léase Paraguay) empatan por lo civil o lo criminal. Y mientras los españoles nos ponemos huecos al mirarlos hacer esas cosas tan italianas (hasta criticamos a Argentina por vencer sólo por 1-0 a Nigeria), los azules recogen su punto y se van a cebarlo cinco o seis días hasta el segundo partido. Y así sucesivamente. El argentino Marlo, un amigo, vio no menos de diez mundiales. El argentino Marlo aprendió que las rachas triunfales de entreguerras -eliminatorias y cositas así- anticipan un equivocado triunfalismo. El argentino recuerda el equipazo de 1994 y su fracaso a manos del dopaje de Maradona y del pie incorrupto de Hagi con Rumanía; recuerda el paso marcial de la albiceleste dirigida por Marcelo Bielsa durante los años anteriores a Corea y Japón… y el regreso en la primera fase del Mundial de 2002. Aquí no aprendimos nada, aunque tuvimos mil ocasiones. Los análisis vuelven a incurrir en la vanidad y obvian lo más obvio. Es habitual: la última oportunidad que tuvimos de aprender algo fue la derrota con Estados Unidos en la Copa Confederaciones. Nadie tomó en serio aquello. Y sin embargo, aquel partido prefiguraba éste…

Dicho lo cual, todo esto tiene poco que ver con la Selección en sí. Tampoco aprendimos que no se le dispara al pianista mientras interpreta una de sus piezas, porque no hace ni un rato que al pianista lo estábamos revoleando en el aire después de cada tema que nos regalaba, vitoreándole la fragilidad de los dedos, la alegría ligera del tiempo, la belleza esencial de la armonía, las improvisaciones caballerosas, el puntillismo virtuosista. Bajemos la metáfora. España jugó como siempre, y basta. No le busquen pelos a la calavera. Tampoco aprendimos algo básico ya no sobre el Mundial, sino apenas sobre el fútbol: no todo ha de tener explicación. Es decir, la tiene pero no por razonamiento dominó. España jugó como siempre y lo que le faltó fue lo que le puede faltar a cualquiera en cualquier partido cualquier tarde. En mi opinión: espacios a la espalda de una defensa algo más que meritoria, velocidad en los últimos metros para remover a un equipo al que ni siquiera el tiempo descompuso y que se apelmazó todavía más alrededor de la ventaja, laterales con más precisión en las llegadas, y algunos ajustes a la hora de mezclar pase y remate. Sobre todo le faltó atención atrás en el gol de Suiza. Un equipo que quiere ganar ha de ser sobre todo un equipo difícil de vencer. España cayó abatida por dos contras que agarraron a Puyol fuera de sitio o presto a un error de cálculo. Ahora, hasta eso puede suceder. De hecho sucede. Como sucede que los suizos se lleven los tres rebotes de la jugada y Piqué, una patada en la cabeza.

Xavi, la pieza maestra que hace rular todo el fútbol a las velocidades y con la precisión adecuada: sin esa aceleración, España amansa su juego en una más previsible horizontalidad. No se trata de un problema de estilo, sino de ejecución. Cualquier rival sabe que Xavi es el hombre; Hitzfeld, desde luego, lo sabía.

No se trata de si jugó con dos medios (Xabi Alonso es mucho más que un medio defensivo, además de que con Iniesta estuvo en el mejor nivel de todo el equipo), no se trata de que se extraviase en la retórica, ni de que tenga que jugar con uno o dos puntas, ni de que la chica de Casillas esté detrás de la portería con un micrófono. Se trata de que faltó más de Silva, mucho más de Villa, bastante de los laterales, los dos centrales y el portero, retratados en la jugada del gol y la del poste. Y Xavi, por encima de todo: el secreto al aire de todo el entramado, se quiera o no.Y que Ottmar Hitzfeld, el preparador de los suizos, es un señor que ganó dos copas de Europa con dos equipos diferentes. Es decir, que no se levantó de la cama ayer por la mañana para dirigir a un equipo de fútbol. Como no lo había hecho, hace un año, el seleccionador americano. Como no lo ha hecho, desde luego, Marcelo Bielsa, el DT de Chile. Su biografía se tituló así: «Lo suficientemente loco». Si tienen cerca a algún aficionado conspicuo del Espanyol o a algún argentino, pregúntenle por Bielsa y a lo mejor entendemos a qué nos enfrentamos ahora…

Conclusión: con Suiza no se pierde. Así no más.