El monolito es Dios

17 10 2023

Los días pasados vi Golpe de suerte, la última de Woody Allen. Leo que esta Coupe de chance, rodada en París e íntegramente en francés, hace la película número 50 en su producción. Y acompañan el dato conjeturas sobre si será su obra final. Ignoro de dónde sale la cifra porque basta consultar su filmografía para comprobar que el neoyorquino ha rodado alguna más de ese medio centenar. El número no encaja ni sacando de la lista los segmentos de filmes colectivos firmados junto a otros autores, algún corto, producciones para TV, etc. Ignoro si estoy descuidando algún criterio; o si el responsable de la confusión fue el propio Allen, al afirmar en la promoción de Golpe de suerte que había hecho 50 películas, redondeo que todo el mundo ha tomado de forma literal.

No importa gran cosa. De todos modos, lo más sorprendente de la hemorragia creativa anual de Woody Allen -a menudo sospechosa de impulsar la decadencia de su cine- viene cuando uno repara en su longevidad. Por error o pura desatención hacíamos corresponder las exuberantes demostraciones de fertilidad de Allen sólo con el último tramo de su carrera: las dos décadas y algo más de este siglo, por situar el corte en algún punto. Lo tomábamos por una obsesión de la edad provecta, la innecesaria demostración de vigencia autoral y física de alguien que ya está más allá de la moda dominante: igual que cuando Jack Palance se puso a hacer flexiones a una mano en el escenario de los Oscars.

Pero no. Una simple consulta revela la verdad: la costumbre de liberar un estreno anual arrancó nada menos que en 1971 -a partir de Bananas, su tercera obra después de What’s up Tiger Lily (1966) y Toma el dinero y corre (1969)-. Abarca la mayor parte de sus prodigiosos años 80/90 y se ha prolongado ya sin interrupción hasta la actualidad. A lo largo de cinco décadas, Woody Allen ha dejado apenas dos mínimos paréntesis sin estreno: 1974 y 1981. Desde La comedia sexual de una noche de verano (1982) ha entregado 40 filmes del tirón, con un portentoso ritmo sostenido de estreno cada doce meses… o menos: en 1987 fueron dos, Septiembre y Días de radio. Películas no precisamente menores aunque sí muy distintas. En fin, como los Beatles cuando hicieron aquello de grabar el álbum Please please me en un solo día.

 Lou de Laâge y Niels Schneider, en un plano de ‘Golpe de Suerte’.
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Las niñas, la madre

8 03 2021

A primera hora de la tarde del domingo veo Las niñas, la premiada película de Pilar Palomero. Historia de atmósfera delicada, envuelta en una hermosa metáfora visual acerca del hallazgo de la voz propia en el paso de la niñez a la adolescencia. La primera parte de la narración me resulta algo lineal: una exposición de paradas muy reconocibles en el viaje del crecimiento. Pero esa probable incomodidad de lo ya visto tantas veces queda redimida por algunos valores notables: la sutil ambientación, la familiaridad de las referencias y la ternura agridulce con que Palomero revisa ese tipo de cuentas pendientes que todos tenemos con nuestra memoria. Por encima de todo, a Las niñas la elevan precisamente sus niñas: el encantador trabajo de las jovencísimas actrices, animadas a un eficaz ejercicio de espontaneidad que subraya el mérito de la directora y su equipo. Las niñas están deliciosas, de la primera a la última, aunque el guion nos las muestre como un coro; aunque las líneas de fuga de su individualidad o de las relaciones entre ellas apenas se apunten o queden deshilachadas por el camino. Por encima y por debajo del desigual trazo narrativo prevalece un sutil halo de incertidumbre, muy reconocible, encarnado en la naturalidad realista de las escenas y en la honda extrañeza de la mirada de la niña protagonista, Andrea Fandos.

Es en la segunda mitad del filme, cuando crece la perplejidad de su conflicto íntimo, cuando me parece que el guion (tenue como la luz de los interiores) equivoca el foco. La historia quiere contar la incoherencia entre la España moderna de esos primeros 90 y los corsés sociales que permanecían latentes. En este caso, en torno a las madres solas. Creo que la eficacia de la narración se resiente porque la película necesitaba subrayar, mostrar el punto de vista de la madre. Al menos, haberlo emparejado, complementado o contrapuesto al de su hija, para que recorrieran juntas su camino de aprendizaje y resistencia común. Se ha insistido mucho en el relato de las inquietudes del tránsito a la edad adulta. Pero hay en la vida un paso mucho más complejo, que aquí siento que debió completar el cuadro: el de la maternidad/paternidad, inmensidad emocional a la que uno se ve abocado sin coordenadas seguras; un territorio en el que confluyen el mayor grado de responsabilidad, las más sombrías inseguridades y los temores más siniestros a los que una persona se enfrenta a lo largo de su existencia. Pese a encarnar el centro de esa tensión, la madre de Las niñas se muestra apenas como un frontón receptor de los temores post infantiles. Pero nada sabemos de cómo los gestiona, ni de sus propios miedos, de sus anhelos, de su conciencia, de su múltiple batalla interior contra el rechazo, el abandono, la frustración y la soledad. Nada sabemos del material oscuro del que proceden las contestaciones de rompeolas con las que se defiende del creciente extravío de su hija.

Ignoro si las niñas de doce años de los primeros noventa escuchaban a Héroes del Silencio, Más Birras o Los Niños del Brasil. O si lo hacía Pilar Palomero. Entiendo que hay ahí una licencia, un guiño generacional que no puede molestarme. Me gusta, por supuesto, el subrayado de la música como contrapunto aperturista (incluso con el cierre de El aborto de la gallina, de Manolo Kabezabolo). Con esos y otros materiales, por fortuna, generamos un mundo propio, aislado de la miseria o la grandeza incomprensible del universo que nos rodea. Después se produce una quiebra cuando nos encaramos con él. Y al crecer, podemos ajustar cuentas. Y hasta ser ventajistas. En realidad, este proceso compone un ciclo que se repite en muy diferentes momentos a lo largo de los años. La esencia de las respuestas es la misma. A menudo incurrimos en una cierta injusticia que tal vez sea necesaria, pero que debemos matizar: cuando miremos atrás siempre nos veremos menos modernos, coherentes, rompedores y auténticos de lo que nos pensábamos en el momento. También cuando desde el futuro miremos a este ahora. Si en alguna ocasión tuvimos la tentación de pensarnos especiales, distintos o definitivos, el tiempo nos enseñó la verdad. Hay que estar dispuesto a aprenderla. Ninguna generación ha sido, es ni será mejor que las anteriores. Ni las precedentes mejores que las de ahora.

En una escena, las niñas de Pilar Palomero saltan en las camas elásticas del parque Pignatelli, en Zaragoza. Una reconstrucción de la memoria de la directora, quien lo frecuentaría en algún momento de su niñez en los años 80. A ese mismo rincón íbamos también nosotros, como niños, de la mano de mi abuelo, en la ciudad perdida de los 70. Y a ese lugar vamos ahora, como padres, en estos domingos pandémicos en que la primavera asoma de nuevo sus promesas. Somos la consecuencia del tiempo. Y del tiempo suspendemos lo que somos.





Tiempo recuperado

31 12 2020

A primera hora de la mañana, P. me envía el tema de Brandon Marsalis para Mo’ better blues, la película de Spike Lee sobre un atormentado trompetista de jazz. La escucho y me parece una estremecedora delicia, una trampa para elefantes. ¿Cuánto hacía que no escuchaba esa melodía? Creí haberla olvidado y, sin embargo, ahora comprendo hasta qué punto aguardaba en mi inconsciente todos estos años, como una espoleta dormida. Me dejo arrastrar por la suave corriente de las notas, hacia lugares que una vez fueron un universo en la palma de mi mano y que, ahora, componen el inmenso páramo del tiempo perdido. La música como evocación de episodios personales. Una (parte de la) vida que se aleja y se hace cada vez más pequeña. Un lejano punto de luz. El día acaba apenas de empezar y ya lo miro subido al tobogán en espiral de la nostalgia.

Vimos por primera vez Mo’ better blues en la Filmoteca, en algún momento de principios de los años 90, cuando tenía su sede en el cine Elíseos. Después, algunas veces más en esos pisos desastrados en los que uno se acomoda en los días primeros de la independencia, donde acumulábamos decenas de cintas de vídeo VHS que aún llenan armarios enteros en la casa familiar. Lo más probable es que nunca volvamos a meter ninguna de esas en un reproductor, pero siempre fantaseamos con hacerlo y por eso siguen ahí, ocultas, latentes frente a la tentación de considerarlas un desecho del tiempo.

En ocasiones hemos hablado de esto con la misma actitud resignada con la que hablaríamos acerca de un sueño imposible: lo extraordinario que sería armarnos otra vez una larga sesión de películas, sin ninguna otra obligación que nos aguarde. Empezar por la mañana, a la vuelta de una larga noche en la que P. decide no regresar a su casa y quedarse en la mía. Comer cualquier cosa después de las dos primeras, y que la tarde pase apenas como un leve murmullo de reflejos decadentes en la ventana, resbalando hacia la noche y luego la madrugada. Tal vez dormir un rato en medio de alguna de ellas y, sin que importe mucho, rebobinar y volver a empezar, acordando más o menos dónde nos habíamos quedado. Así hasta que por las cortinas asome la vieja claridad del día y rindamos el fuerte. Me voy a la piltra. Pero sólo para recuperar fuerzas antes de volver a empezar. Como las partidas interminables de póker. Como las noches inaugurales de los amantes.

Aunque en aquellos días viéramos decenas de ellas, por algún motivo incierto hay dos películas que quedaron en la memoria como símbolos de ese tiempo. La de Spike Lee, ya está dicho, era una. La otra se titula Huida a medianoche, una extraordinaria comedia, imposible thriller y buddie-road movie, de la que no mucha gente se acuerda… pese a que bordea la maestría con la naturalidad de las películas cuya pretensión parece superficial y, sin embargo, alcanzan las cosas esenciales. En ellas el mero entretenimiento se transforma, para convertir la narración en una aventura perdurable. Vista hoy, funciona con la misma sencillez de siempre, sin que los años hayan generado nada más que la singularidad de ver que todos los personajes fuman en cualquier lado; y que, para hablar por teléfono desde la calle, en aquellos tiempos había que buscar una cabina telefónica, meter monedas y discar un número.

Midnight run, su título original, marcó la cúspide de un director de terrible irregularidad como Martin Brest, autor de aquella ¿Conoces a Joe Black?, que me llevó a hacer algo rarísimo: irme del cine a mitad de la proyección, saltando por cierto casi de manera literal por encima de una fila completa en la sala abarrotada. Sin embargo, Huida a medianoche la clavó, de principio a fin, en todos y cada uno de los personajes, los diálogos y las escenas. Por no hablar de la música, una maravilla de matices cambiantes, evocadora de los distintos tonos que mezcla la narración y compuesta por Danny Elfman.

Durante años, y aún hoy, nos reíamos a mandíbula batiente con las frases y las situaciones de Huida a medianoche. Y la citábamos sin descanso. En respuesta a la música de Marsalis para Mo’ Better Blues, durante los días siguientes revisaré y enviaré por el mismo canal un buen número de ellas. Aquel recurrente «¡Cuidado, Marvin!», frase de advertencia que se repite en varias ocasiones desternillantes, y que entre nosotros quedó como grito común ante situaciones diversas. El movimiento 2 y la configuración del tornasol, un momento cumbre entre los muchos y sensacionales toques de comedia del filme. «¿Eres el imbécil número 1? Que se ponga el imbécil número 2». Y así con varias más.

La he vuelto a ver estos días y aún se me mezcla la risa incontenible y una emoción extraña. Confirmo de qué modo todos los personajes contribuyen a un catálogo de interacciones paródicas que no se detiene nunca: Jack Walsh, el cazarrecompensas interpretado con adusto humor por Robert de Niro; su némesis y burdo ganavidas, Marvin Dofler, defendido por el actor John Ashton; Charles Grodin como el contable Jonathan Mardukas, un somarda inefable cuyo nombre me viene a la cabeza siempre que pienso o alguien nombra a un contable; Mardukas había estafado a Jimmy Serrano, el villano incorporado por Dennis Farina. Los dos asistentes del mafioso son como una pareja de circo: Augusto y el clown de carablanca, en versión wise guys de Las Vegas. Al otro lado, Yaphett Koto contribuye al retablo de absurdos como el agente del FBI Alonzo Moseley, secundado por una ineficiente corte de federales.

En la película, todos tienen como objetivo cazar a otro o cazar la pasta. O ambas cosas, si es posible. Son caricaturas, pero dibujadas con mucho cuidado. De un modo distinto, Billy Wilder ya probó a cruzar a la mafia en una comedia cuando hizo Con faldas y a lo loco. Scorsese es mucho más violento, pero en sus chicos también hay algo de negro humor autoconsciente. Brest hace algo similar: la tensión siempre permanece en el fondo, entre risotadas. Y el reparto coral muestra las diversas formas en las que un hombre puede ser un perdedor con encanto. En el ojo del huracán está Mardukas, que se deja arrastrar de un lado a otro de Estados Unidos como un peso muerto, demorando de todas las formas posibles la misión de Jack Walsh. En esa larga huida a medianoche, llena de quiebros, la trama construye el improbable encuentro entre ambos personajes: el cazador y la presa. De Niro venía entonces de hacer en poco tiempo de Al Capone en Los Intocables de Elliott Ness y del demonio en El Corazón del Ángel (con Lisa Bonet, ay, Lisa Bonet). Huida a Medianoche fue su primer papel de comedia, género que ha prodigado mucho en la parte última de su carrera, aunque a menudo con la misma mueca todo el tiempo. En esta película, hecha de guion y personajes soberbios, su vis cómica aún resulta bien convincente. Una diversión que aún hoy funciona como lo hacen las grandes comedias: con la precisión de un reloj suizo.

***

Lo de Mo’ Better Blues era algo bien distinto. Nunca la proclamaría como una gran película, pero nuestra relación con ella es puramente íntima, imposible de intercambiar: nos prendamos, de manera platónica y paralela, del personaje de Clarke, una de las dos chicas entre las que se debate -y a las que explota emocionalmente- el inestable Bleek Gilliam, talentoso intérprete de jazz al que daba vida Denzel Washington.

Clarke era Cynda Williams, joven cantante en un restaurante de NY que interpretó su primer y gran papel. Su recuerdo de la película es mucho menos edificante que el nuestro. Entonces tenía apenas 22 o 23 años. En sus fotos de hoy muestra la evolución delicada desde el atractivo juvenil a la serena belleza de una larga madurez. En su personaje de Clarke Betancourt convivían un encanto voluptuoso y a la vez tierno, expreso en la secuencia en la que fundamentamos nuestro crush por esta película.

Se trata de una escena en los primeros minutos del filme. Ella llama de madrugada al vídeo portero automático de Bleek, que practica con el instrumento en su apartamento. Denzel Washington aparece terriblemente cool en manos de Spike Lee. También el loft en el que vive, un espacio diáfano con la cubierta de A love supreme, el álbum del pianista John Coltrane, entre la decoración de las paredes; y un envidiable marcador antiguo de un partido de béisbol entre Brooklyn y los Yanks. La interrupción de la práctica del trompetista desemboca en un seductor diálogo a través de la pantalla, en el que Clarke no puede aparecer más sugerente. Este intercambio lo repetíamos una y otra vez en el VHS. Busco la escena, la grabo en el vídeo del móvil y se la remito a P. Cambiamos nostálgicas consideraciones y admirativos comentarios.

Después reparo en que también nos enamoramos a medias de Rosario Dawson como Naturelle en The 25th Hour, otra película de Spike Lee. ¿Conocerá el neoyorquino nuestros gustos? No encuentro sin embargo la actuación de Butterbean, un comediante que aparece de manera fugaz en el club musical en el que se desarrolla Mo’ Better Blues, haciendo lo que ahora todos llamamos monólogo y entonces era stand-up comedy. Butterbean supone un fugaz contrapunto de humor gamberro en un filme muy de los ochenta de Spike Lee, donde lo negro domina el escenario hasta bordear la parodia: Denzel Washington, el propio Spike Lee, Wesley Snipes y Samuel L. Jackson eran los actores.

***

Siempre que me detengo en los recuerdos, como en estos días y estas líneas, pienso en la frase de aquel personaje de Magnolia: «Puede que tú hayas terminado con el pasado, pero el pasado no ha terminado contigo». Si me fuera dada la gracia de recobrar un tiempo, un pasaje concreto de mi vida, creo que abarcaría de forma aproximada los años que van de 1990 a 1994. No fueron ni mucho menos perfectos, eso lo sé de sobra; ni siquiera podría defender que fueran mejores que otros muchos momentos de mi vida, o que los actuales. Pero son los que evoco de manera inconsciente.

Danzamos toda la vida sobre una incierta red de instantes, en expresión que leí a Cuartango. La inmediata caducidad de cada momento conforma, con el paso del tiempo, una malla informe de memoria y recuerdos, un conjunto en el que se confunden la verdad de lo que fue y nuestra recreación, todas las modificaciones, la idealización, los sesgos, las inconcreciones y el olvido de aquellos detalles que nuestro cerebro considera superfluos para su relato. Somos autores e intérpretes de una historia que protagonizamos a ciegas, y de la que extraemos una narración que nos contamos en la intimidad creciente de los años. Escribimos, así, por el mismo motivo por el que recordamos: para salvar los días de su condición fugaz. Para que el tiempo adquiera, como anotó Mann, un peso y una profundidad que lo hagan algo más que eso que precisamente es: sólo tiempo.

Seguimos sin poder celebrar nuestra anhelada sesión de días y noches, pero ahora hemos trazado un plan de huida ocasional. Al menos un plan. En el fondo, yo sigo pensando en Zihuatanejo. El mar, una playa, una vida sencilla. Get busy living or get busy dying. I hope I can make it across the border; I hope to see my friend and shake his hand; I hope the Pacific is as beautiful as it has been in my dreams. I hope…

Aún hoy, cuando hablamos lo hacemos muchas veces sólo de películas. Otros se pondrían al día sobre todas las cosas cotidianas que componen el extenso vacío de la ausencia. Bueno, a veces también ocurre. Pero, en general, solemos hablar de películas. Igual que siempre. Es nuestro modo de combatir al tiempo.





Sean Connery (1930-2020)

16 11 2020

«Todos esos lugares / tuvieron sus momentos
con amantes y amigos / a los que aún recuerdo
algunos están vivos / otros ya se fueron
a lo largo de mi vida / los he amado a todos…»

In my life, de Lennon y McCartney





Hello, darkness…

2 06 2020

Hemos vivido parcialmente entre los pliegues de muchas películas, de numerosos libros y de interminables canciones. Nos hemos acomodado en ámbitos secretos, hechos de frases subrayadas y un asterisco en la esquina superior de la página, como miga de pan, para no perder nunca más el camino de regreso. Hemos saboreado un breve instante de la realidad que evoca por mágica sinapsis la línea de una canción, y la luminosidad del momento en que ambos lados quedan ya en conexión permanente, igual que si hubiéramos encontrado la puerta invisible en una pared. Y al otro lado, eso que de forma común llamamos la vida paralela, que no es culpable de otra cosa sino de la reivindicación de un universo personal…

Ya he contado alguna vez que tardé años en ver El Graduado. Y que después nunca he podido salir del todo de ella. A veces no somos nosotros los que ingresamos en esas creaciones diversas a las que me refiero, para incorporarlas como sustancia de vida. A veces, algunas gloriosas veces, son ellas las que nos toman al asalto. Apelan a tantas emociones que reconocemos como propias que hasta nos empujan a formular en voz baja esa cursilada que todos hemos sentido alguna vez: «Es como si alguien la hubiera escrito pensando en mí». Es el caso. Y no por la trama epidérmica, no por la huida final, no por la señora Robinson, ni siquiera por la incomparable sonrisa de Katharine Ross, lugar en el que uno podría quedarse a vivir, como Ben. Hay algo más profundo, por momentos mucho más letal, en el fondo de esta película. Un conmovedor milagro de composición e interpretaciones con el que Mike Nichols consigue que los personajes nos muestren, por debajo de todo lo aparente de su acción, la trama universal de la más íntimas confusiones.

Desde ese punto de vista, siempre me pregunto cómo es posible que algunas escenas de El graduado se aproximen de forma tan escrupulosa a lo que parece una efusión de mi inconsciente. Las imágenes de Ben en la piscina, los resplandores del sol en el agua, el querido aislamiento del fondo, las voces allá afuera, en el borde de la pileta, en la superficie de los días… Y los últimos cinco minutos, que están entre lo más extraordinario que uno haya visto nunca. En todos los sentidos. Cada plano, cruzado con la música, el ritmo decadente del riff de guitarra, la energía desesperada de Ben (Dustin Hoffman) en su carrera por el borde polvoriento de la calzada, hasta la iglesia; el subrayado de los guitarrazos, contra un marco de silencio ambiente. La soledad, tal vez el sinsentido, expresa en el cambio en los puntos de vista. El gesto de trance con el que Elaine camina desde el altar hacia su destino, o lo que en ese momento enajenado interpreta como su destino… Aún no es tarde para mí. ¿Hasta cuándo no es tarde?. Los insultos, los rostros crispados en primer plano, el forcejeo. Y una cruz dorada que mantiene a raya a los invitados, la espada de la fe individual, elevada en la violación de un sacramento.

Siempre juntos. Contra todo. Y contra todos.

Un autobús que pasa. Cosas que pasan. Las cosas que ocurren, como si surgieran de un sueño, para variar todo lo que sabíamos, todo lo que esperábamos. El grito de liberada felicidad. El juego hermoso y terrible de las sonrisas y las miradas…

Nichols podría haber acabado ahí su película, con un final feliz al que no cabría hacerle ninguna pregunta. Pero decide prolongar el momento y convocar a la realidad del tiempo. Resulta portentoso observar de qué manera tan nítida logra contar todo lo que no vemos, el futuro de Elaine y Ben, de todos, en apenas unos segundos y sólo a través de los gestos. Toda la intrincada complejidad a la que nos enfrentamos está ahí. Y en la primera línea de The Sound of Silence: «Hello darkness, my old friend…». Elaine va a buscar los ojos de Ben porque advierte que la oscuridad está ya ahí delante. Pero Ben ha dejado la mirada perdida en un lugar indefinido al que ambos se dirigen. Forzar la sonrisa, que el instante perdure (que nunca nada se pierda, que siempre seamos lo que somos ahora). Y mirar adelante sin mirar a ningún sitio. O a ese punto inconcreto en el que las cosas no tienen remedio y son. Para bien o para mal. Son. O tal vez no. «Porque una visión, suavemente se deslizó en mi sueño para plantar una semilla. Y esa visión permanece en mi cerebro. Y todavía lo hace. En el sonido del silencio».

El veneno de los días. La progresiva invasión de las palabras que no se dicen. El creciente diálogo interior. El aislamiento en las piscinas metafóricas. Y la extrañeza de las voces en la superficie de la existencia. Todas las inseguridades. El momento decisivo en que entendemos que todo aquello que comienza está siempre más próximo a terminarse. Que cada culminación inaugura su propia corrupción. Que la belleza, el amor y la felicidad… tal vez sólo pueden funcionar como aspiración. Que vamos en un autobús, con el que nos cruzamos por casualidad, y nos pareció que nos podría llevar a algún sitio. No sabíamos a cuál. Y si lo supiéramos, tal vez querríamos que su destino siempre fuera otro.

Esta noche ponen ‘El graduado’.





Peter Fonda (1940-2019)

20 08 2019

Waitress: You’re stoned out of your mind, aren’t you? Oh man…. What’s the matter with you guys, isn’t the real world good enough for you, love freak?

[Este verano he visto por primera vez Easy Rider, justo a tiempo porque hace unos días se acaba de morir Peter Fonda, uno de sus dos protagonistas. El otro era, claro, Dennis Hopper; y el triángulo lo completaba Jack Nicholson, el abogado contracultural que pasa más tiempo en el calabozo que sus propios clientes y que acaba por subirse a la moto de Hopper para enfilar camino a New Orleans y el Mardi Grass, que es el destino final -en el más amplio sentido del término- de los tres motoristas hippies: Wyatt, Billy y George Hanson. Este último, el personaje de Nicholson, no llegará lejos, pero antes protagoniza el monólogo más célebre de la película, una brillante digresión sobre la libertad individual y sus disfraces; y, de forma implícita, sobre la intolerancia que procede del miedo.

«No te tienen miedo a ti… tienen miedo de lo que representas para ellos», le dice Hanson a Billy cuando éste se queja de que no pueden siquiera permanecer en un motel, porque los habitantes del pueblo los han amenazado con echarles a palos y han acabado durmiendo en el bosque, alrededor de una hoguera, fumando hierba (que por otro lado es lo que hacen toda la película). La postrera lucidez del borrachín Hanson ilumina la noche y, desde luego, la película, como si estuviera ahí para que todo lo que ocurre durante el filme, que no es mucho pero sí altamente expresivo, adquiera su pleno significado. «Lo único que representamos para ellos es a alguien que necesita un corte de pelo», trata de razonar el personaje de Hopper, un tipo suspicaz, que habla todo el tiempo con frases que parecen quedar a medias, licuadas por la marihuana o a punto de una ingenua incoherencia. Le replica Hanson: «No, no… lo que representas para ellos es la libertad. Y una cosa es hablar de la libertad y otra muy distinta ser libre. Quiero decir, es muy complicado ser libre cuando no eres más que una mercancía que se compra y se vende en el mercado. Pero no les digas a esos tipos -remata Nicholson- que ellos no son libres. Porque son capaces de matar y mutilar para demostrarte que lo son. Es así: se pasan el tiempo hablando y hablando y hablando de la libertad. Pero cuando ven a alguien de verdad libre… entonces se asustan».

Estos días los periódicos han hablado mucho de Peter Fonda y de Easy Rider. Por supuesto, también de The Wild Angels (aquí traducida como Los Ángeles del Infierno), otra de las actuaciones capitales de Fonda (hijo de Henry, hermano de Jane y padre de Bridget). Es en el tramo final de The Wild Angels donde Fonda protagoniza otro de los hitos discursivos de la contracultura en el cine de los años 60, durante el funeral de un ‘ángel caído’ ante cuyo ataúd, envuelto en una bandera con la esvástica, debate con el predicador sobre la noción de Dios y la noción de la libertad. Antes de anunciar que lo que quieren es ser libres para hacer lo que les dé la gana, para montar sus motos sin que nadie los moleste, ponerse hasta las cejas (aullidos aprobatorios) y pasarlo bien. «Y eso es lo que vamos a hacer. Montar una fiesta». Angelitos.

Para los melómanos alternativos, el discurso de Peter Fonda remite de manera inevitable al disco Screamadelica, de Primal Scream, y el hipnótico sampleado que montaron en su tema Loaded. Más curioso es que también hicieron lo mismo Mudhoney, una de las bandas que iniciaron en Seattle el movimiento grunge, tendencia que tanto me dio de lado en aquellos días. Contra el hedonismo ácido que propugnaban Primal Scream, la lectura de Mudhoney en In and Out of Grace exhibe mucha más crudeza, lo que seguramente encaja mejor en la línea del tipo de fiesta que se acaban corriendo Heavenly Blues (el sobrenombre del personaje de Peter Fonda), su novia Mike Monkey (Nancy Sinatra) y Gaysh, interpretada por Diane Ladd, la esposa entonces de Bruce Dern (Joe ‘loser’ Kearns, que es el difunto de la esvástica). Todos actores capitales en ese cine contracultura del que Peter Fonda fue campeón, de la mano de, entre otros, el ‘rey de las películas de serie B’ Roger Corman.

Ha sido un verano muy de cine en casa en sesiones nocturnas, porque ya se sabe que uno elige destinos vacacionales de sol y playa pero, sobre todo, nos vamos de vacaciones a las películas y los libros. Así, el visionado de Easy Rider provocó un efecto dominó que me llevó a buscar otras películas ‘generacionales’: cambiando las ‘chopper ‘ por las Lambrettas en Quadrophenia y después por los interminables automóviles americanos en American Graffiti. La muerte de Peter Fonda -y un poco también el estreno de Érase una vez en Hollywood, la última de Tarantino-, me ha devuelto en estos últimos días a la contracultura y los sesenta, y a Roger Corman y algunas de sus películas: La pequeña tienda de los horrores, La matanza del día de San Valentín (que entronca, claro, con la serie documental de Ken Burns sobre la ley seca, titulada Prohibition, que también me entretiene estos días); y esa otra perla cultivada alrededor de Peter Fonda, Bruce Dern y Dennis Hopper, titulada The Trip (El viaje): en ella, Fonda protagoniza un iniciático recorrido alucinatorio por las autopistas ácidas de su cerebro, y la película consiste en un 90% en la arriesgada representación visual del ‘viaje’ de LSD que hizo Roger Corman antes de rodarla: colores y formas kaleidoscópicos, ensoñaciones flasheadas, voluptuosidad psicodélica, música sexual, laberintos oníricos de los que el personaje quiere escapar, obsesivas figuras amenazantes. Y, de nuevo, Bruce Dern como ‘guía espiritual’ (y eso que el actor confesó que nunca había tomado ácido y tuvo que pedir referencias para incorporar a su papel); y, de nuevo, un Dennis Hopper que parece medio lerdo. ¿Y quién escribió la película mano a mano con Corman? Pues Jack Nicholson, claro… Otra de las ‘musas’ del director. Por momentos, The Trip parece tender a la caricatura: la escena de la lavandería o el monólogo imposiblemente shakesperiano con la naranja no pueden sino ser una broma autoconsciente que acaba siendo divertida. Pero esa sensación de ingenuas trascendencias e imposturas vacuas también son los años 60, cuyos excesos formales han envejecido regular y enmascaran la tremenda y perdurable (r)evolución social y cultural que supusieron. Peter Fonda, entre otros, le puso su cara, inexpresiva en muchas ocasiones detrás de esos anteojos tan kitsch con los que se solía vestir (y que uno quiere envidiar, a menudo). Y dando vida con sus sutiles interpretaciones a personajes que, por lo general, hablaban poco… pero decían mucho].





Alan Rickman (1946-2016)

16 01 2016

DieHard

Hans Gruber: This time John Wayne does not walk off into the sunset with Grace Kelly.

John McClane: That was Gary Cooper, asshole.

[Alan Rickman Bruce Willis sostienen su largo duelo dialéctico a través del walkie en La jungla de cristal, uno de esos papeles que Rickman sabía bordar al punto de que parecía haberlos escrito él con plena autoconciencia. El terrorista que desprecia el estilo de vida americano y se ríe, con paródica torpeza a veces, de sus mitos -los héroes del western clásico, en este caso-. La atracción de los papeles de Rickman por frases de este tipo parece poco casual. Resulta fácil encontrarlas en otras de sus interpretaciones más populares, películas en las que el villano está construido a mayor gloria del héroe o de su propia caricatura. Así se comporta su Juez Turpin en Sweeney Todd, y desde luego el fastidiado sheriff de Nottingham de Robin Hood, príncipe de los ladrones. No puedo hacer consideraciones acerca de sus papeles en la serie de Harry Potter, porque solo visité una y recuerdo haber aprovechado una conveniente visita al baño para encontrarme con alguien conocido en los pasillos y perderme cuanto metraje pude. En su fallecimiento, sin embargo, fue su trabajo más renombrado. La popularidad final para un actor de contrapunto. Uno de los más familiares que pudieran encontrarse hoy en la pantalla, reconocible como los malos de siempre, dueño de un arquetipo que nunca ha dejado de gustarnos y que hoy puede que esté más en boga que nunca: el malo atractivo. El que, a menudo, recordamos con más filiación que al héroe. El que nos permite saborear el placer culpable de la moral en suspenso, uno de las más felices creaciones de la narrativa cinematográfica].





Maureen O’Hara (1920-2015)

26 10 2015

Michaeleen Flynn ¡Calma, calma chicooos! ¿Qué es esto, un noviazgo o un combate? Ten paciencia y no le sacudas hasta que sea tu marido y pueda devolverte los golpes.

[Michaleen Flynn, el personaje interpretado por Barry Fitzgerald en El hombre tranquilo, aconseja desde el pescante de su carreta a Sean Mary Kate, en su primer paseo como novios. Apenas unos minutos antes el hermano de ella, el bruto e impetuoso Red Will que incorporase Victor McLaglen, había declarado oficialmente inaugurado el cortejo a las puertas de la casa de la familia Danaher, gente de temperamento. Aunque la frase pertenece a Flynn, resume a la perfección la naturaleza tumultuosa de la relación entre Sean Thornton y Mary Kate Danaher, la pareja interpretada por John Wayne y la inolvidable Maureen O’Hara. Nunca he podido evitar una terrible debilidad, enamoradiza, por Maureen O’Hara, la actriz pelirroja que fue protagonista de cinco películas de John Ford  y novia de Duke, el sobrenombre que todos le daban a John Wayne, en tres de ellas: El hombre tranquilo, Escrito bajo el sol Río Grande. Es seguramente culpa de Ford, que nos traspasaba sus propios sentimientos hacia la actriz al filmarla en las películas, que yo me sintiera así. O culpa de John Wayne cuando decía aquello de: «Mi mujer preferida es Maureen O’Hara… porque es un tío cojonudo». Una frase que viene a resumir la extraordinaria proximidad afectiva, emocional y amistosa entre ambos. En su biografía de John Ford, titulada ‘Print the legend’ (como la célebre frase de El hombre que mató a Liberty Valance), Scott Eyman sostiene la idea de un relativo triángulo de afectos (que no amoroso ni sexual, hasta donde sabemos) en el que John Ford usaba en cierto modo a Wayne como intermediario cinematográfico de sus sentimientos hacia Maureen O’Hara. Como en la escena del beso bajo la lluvia, en la que insistía en repetir las tomas bajo el pretexto de que Sean debía besar de forma más apasionada a Mary Kate. En el fondo, ese grupo de amigos se comportaba como una familia, gente unida por ese tipo de lazos que se establecen en la película entre los personajes: fogosos, vehementes, sentimentales y, en ocasiones, impetuosos hasta el roce físico. Harta de que le tomaran el pelo -algo que los dos hombres hacían con frecuencia- Maureen O’Hara llegó a intentar golpear de verdad a Wayne en una escena. Lanzó su puño con toda la fuerza de la que fue capaz, decidida a alcanzar al grandote en el rostro, pero éste esquivo el impacto con un manotazo que apartó el puño de ella y que la dejó dolorida: «Me golpeé la muñeca, él supo que quería pegarle y luego me lo dijo… tuve que meter la mano en el delantal porque me estaba muriendo de dolor».

Este sábado, Maureen O’Hara se murió, a los 95 años, dicen los periódicos que escuchando la banda sonora de aquel filme, como si quisiera despedirse de todo desde la imaginaria Innisfree. Y con su fallecimiento nos dejó para siempre prendidos de la eternidad incuestionable que son las películas. De su cabellera rojiza y esos ojos verdes, a los que dio gloria el technicolor, y que son los tonos predominantes en El hombre tranquilo, una de las más felices obras de Ford. Es inexplicable de qué modo trabajan en nuestras emociones las películas. Al punto de que llevamos dos días con nostalgia de aquel viaje a Cong, en Irlanda, donde recorrimos los escenarios donde fue rodada, el puente, la casa y los alrededores de la iglesia del padre Lonergan. Con nostalgia de Mary Kate. De su mirada de refilón y su boca entreabierta. De sus rizos llameantes y la mirada huidiza de gacela, que se transforma en furia. De su rebeldía y su entrega, de la madurez y la ingenuidad. De su impulsiva, desordenada pelea por ser ella misma y ser amada, por darlo todo pero sin ceder su dignidad. De las bicicletas. De los delantales, las faldas, las boinas y los pañuelos, que enmarcaban un rostro que siempre nos pareció de una hermosura perturbadora, y de una débil franqueza emocionante. Nostalgia profundamente inexplicable, inexplicablemente profunda. Nostalgia de Maureen O’Hara. Una actriz a la que adoramos en el más amplio significado del término].





Dear Mister Loach…

29 09 2015

Buena parte del silencio en el que dejé sumida esta ventana durante los dos últimos años tuvo que ver con algo que de forma genérica llamaríamos inventarse una nueva vida, tentativa que -de acuerdo a lo aprendido- no siempre resulta posible, en la mayoría de los casos se hace terriblemente laborioso y que, de cualquier modo, no garantiza ninguna clase de éxito. Pero es un proceso. Una experiencia. El recorrido por un laberinto personal en el que uno descubre algunas cosas de sí mismo que ignoraba, porque las circunstancias no habían determinado la necesidad de sacarlas a la luz. Y abismos a los que nunca habría querido someterse. Además, nunca tuvimos ni idea de qué cosa es el éxito ni tampoco la conciencia. Así que entre los días y las noches, los metafóricos y los reales, en este tiempo escribí un libro que no sé si es de cine, sobre cine o alrededor del cine, pero que le he entregado al mundo con la misma inconsciencia entusiasmada con la que acepté escribirlo: Bienvenido, Mister Loach… la reconstrucción del rodaje de Tierra y libertadla película de Ken Loach. Lo presentaremos mañana miércoles, 30 de septiembre, a las 20:00 horas en el Teatro de la Estación. Después se celebrará una proyección de la película, porque el acto está enmarcado en el ciclo ProjectAragón, y tiene como invitada excepcional a Rosana Pastor, la actriz protagonista y Premio Goya por este trabajo. Y a Miguel Ángel Aladrén, uno de los actores no profesionales a los que Loach reclutó -y el término es totalmente pertinente- para conformar su milicia cinematográfica. Si hay alguien que lea esto, que sepa que está invitado.

foto_bienvenido_mister_loach

Durante estas semanas -desde el preestreno de Bienvenido, Mister Loach en Mirambel, el pasado 15 de agosto-, he respondido a unas cuantas preguntas de periodistas sobre la naturaleza, las intenciones y el contenido del libro… y he descubierto que -como sospechaba mientras estuve al otro lado- los periodistas nunca les hacemos a los autores las preguntas que ellos esperan. O las que ellos (nosotros) nos haríamos en caso de entrevistarnos a nosotros mismos. Así que, como la autoentrevista me parecería un género muy vanidoso (aunque no sería el primero ni el último en practicarla, doy fe), al menos voy a aprovechar este espacio para responderme a mí mismo qué es en realidad Bienvenido, Mister Loach; qué he querido contar y en qué ha resultado; cómo se ha hecho; y hasta qué punto soy incapaz de juzgar el resultado. Ni quiero hacerlo porque el libro lo firmo yo, pero ya no es mío. Es de quien lo lea. Que para eso ha pagado el precio…

La pregunta que más veces me han repetido ha sido ésta: «Pero… ¿cómo se te ocurrió escribir un libro sobre ‘Tierra y libertad’?». Tan repetida que no queda otro remedio que considerarla pertinente. Y lo es. Uno puede atribuir la cuestión a la legítima curiosidad del entrevistador por el hecho creativo, algo muy halagador porque eleva el rutinario proceso de ponerse a escribir al enmarcarlo en un halo de alucinado misterio. De ahí nace el mito del Creador, con mayúsculas. La mayoría de las veces, sin embargo, ese no es el motivo de la pregunta. Parece mucho más probable, y el autor lo ve de inmediato en su cara, que lo que busque el entrevistador con ese planteamiento lateral sea discernir el tipo de locura a la que vive adscrito el tipo que firma la cubierta; y si, como sospecha, habita en una realidad paralela en la que, mágicamente, al público le interesan las cosas que él escribe. O sea que la traducción no verbalizada de la pregunta vendría a ser: «¿Pero tú de verdad crees que un libro sobre ‘Tierra y libertad’ le interesa a alguien?

En realidad, he de ser condescendiente con esa posibilidad porque yo mismo me la planteé, para qué negarlo. La idea de escribir este libro me la propuso Javier Lafuente, editor de Doce Robles, y se trata claramente de un exceso de optimismo cinéfilo debido a las perturbaciones que genera el insomnio. En efecto, Bienvenido, Mister Loach es hijo de la falta de sueño y otras perversiones intelectuales. Javier pasa noches enteras sin dormir haciendo dos cosas que el resto de los mortales jamás alcanzaríamos a lograr: ver películas mientras escribe libros. No es una metáfora, es literal: según él mismo me ha confesado, divide la pantalla del ordenador en dos… con el filme en una mitad y el procesador de textos en la otra. Así escribió, junto a Pedro Luis Ferrer, la historia del Real Zaragoza: mientras se veía una tras otra todas las películas de Charlot. Del mismo modo, fue en una de esas epifanías de madrugada cuando se le vino a la cabeza que en este 2015 Tierra y libertad cumplía 20 años y que se había rodado en el Maestrazgo aragonés. Así que, a las seis de la mañana, antes de acostarse, me escribió un mail en el que me proponía reconstruir la historia de ese rodaje.

Naturalmente yo acepté, con el mismo arrebato febril. Javier jugaba con ventaja porque sabía que yo también paso las noches en vela. A las cinco de la mañana todo parece posible y los libros se escriben solos. Naturalmente, cuando se hizo de día y me puse a hacer las primeras leves averiguaciones acerca de la película y de cómo podría enfocar el libro, me vino el juicio y di en pensar si no habría calculado mal mis posibilidades… y las de la historia que que pensaba dar a la imprenta, por decirlo en un tono muy autoral. Así que, un poco por ponerme en marcha y espantar la incomodidad, esa misma mañana escribí un educado y entusiasta correo electrónico a la dirección de la encargada de relaciones públicas de Ken Loach en Sixteen Films, contándole lo que pretendíamos y que me gustaría entrevistar al señor Loach en Londres para hablar de la película. Uno no le escribe todas las mañanas un mail a un director de prestigio internacional («Dear Mister Loach…», comenzaba aquel mail), y menos para pedirle una entrevista sobre una película que rodó 20 años atrás. Enseguida una respuesta automatizada de cortesía, el primero de los cortafuegos de cualquier encargado de comunicación de un autor con prestigio internacional. Para mi sorpresa, a la media hora vino otro mail, este sí personal, que me levantó del asiento: a Mister Loach le encantaría recibirme y dialogar conmigo sobre Tierra y Libertad. Y me animaba a buscar una fecha para viajar a Londres.1 (1)

Fue la primera indicación de lo que me iba a encontrar, algo inesperado: que Tierra y Libertad constituía un recuerdo muy preciado para el director inglés, que su disposición a contribuir con el trabajo que yo había ideado era absoluta, casi apasionada (y el término no es exagerado). Me recibió, en efecto, en su oficina en Londres, y después mantuvimos algunas conversaciones más por teléfono y por mail. La respuesta de Loach prefiguró lo que me encontré después: cada uno de los actores y participantes en la película a los que fui localizando –Rosana Pastor, Iciar Bollaín, Marc Martínez, Raffa Cantatore, Josep Magem, Sergi Calleja, Ian Hart, la directora de casting Marta Valsecchi, los extras aragoneses y castellonenses, productores, director artístico, etc.- desenredaban ante mis torpes preguntas una madeja de emociones, sensaciones, recuerdos, imágenes, historias, reflexiones y anécdotas que contaban una historia que a mí me parecía mucho más que digna de ser relatada. Que me provocaban una emoción creciente, comunicada por el fervor con el que ellos descargaban su relato. Hablábamos durante horas de cine, de ideas, de historia, de amistad, de interpretación, de directores, de técnica narrativa, de dirección de actores, de cinematografía, de geografía humana, de guiones, de juventud e inconsciencia, de posiciones de cámara, de improvisación y técnica actoral, de frustraciones y temores, de rodajes, fiestas, premios…

Aquello, que había parecido una idea imposible, de pronto adoptó la forma de folios y folios de notas desordenadas, repartidas por cuadernos, hojas sueltas, documentos de word, anotaciones al margen y apuntes revueltos. Un caos burbujeante que amenazaba con explotarme en las manos si no lo dominaba. Porque los testimonios entrecruzaban historias y situaciones, unos completaban a otros, o los corregían, o añadían matices; al mismo tiempo, yo avanzaba en la recogida de material, en la investigación documental que había de ser la argamasa del libro; leía a Orwell, Víctor Alba, miraba documentales de libertarios, investigaba sobre Staff Cottman, leía entrevistas a Loach, libros sobre Loach, cuadernos acerca de Loach, estudios críticos del cine de Loach, vídeos de rodajes de Loach… y me peleaba con el calendario y con la estructura, pendiente de ponerme a escribir porque el tiempo se echaba encima, y porque había que domesticar, dar una idea, dibujar líneas de fuga, ordenar las historias y su relato. Sobre todo, había que ponerse a escribir y tratar de hacerlo aceptablemente bien… y no olvidar nada de lo esencial. Por fortuna, el oficio del periodismo vino en mi auxilio. Y me sirvió para poner cada cosa en su sitio e hilar todas las voces, incluida la mía, en una sola. Y a tiempo. Bueno, más o menos…

epaLo que ha quedado es esto: Bienvenido, Mister Loach. Un libro sobre, alrededor, del y con el cine de Loach. Un volumen de nula aspiración académica, que nadie se asuste, en el que hay un poco de estudio crítico, otro poco de historia, un tanto de geografía, algo de técnica narrativa, el relato de una filmación, la semblanza de un director y de sus actores, apuntes de interpretación, de escritura, de estilo… Vivencias, anécdotas, curiosidades, emociones, conflictos, sabotajes, enfrentamientos. Todo contado con la intención de hilar una narración de boca de otros. Y girando en torno a Ken Loach, el demiurgo que convirtió a un grupo de actores en una milicia y que los llevó a derribar el muro entre la ficción que estaban filmando y la realidad que la rodeaba. Bienvenido, Mister Loach tenía, así varios objetivos: 1) Con respecto a Loach, aproximar una semblanza del autor y de su cine, a través de la experiencia de quienes trabajaron con él y conocieron sus singulares métodos: la ausencia de guion, el rodaje en orden cronológico, la intromisión de la realidad en la ficción, la improvisación, la provocación de emociones filmadas a partir de sentimientos e implicaciones reales. 2) Por supuesto, la mayor fidelidad a las experiencias que actores profesionales y no profesionales vivieron durante los 54 días de filmación en el Maestrazgo, y que lo que se contara en el libro se correspondiera, en la medida de lo posible y en su inevitable modestia, con lo que vivieron en aquellos dos meses. Y 3) sobre todo, la que considero obligación de cualquiera que firme un libro: no abusar de la confianza de los lectores y, desde luego, no aburrirlos.

Espero haber alcanzado al menos alguno de todos esos fines.





Héroes del tiempo

10 10 2014

En ‘Boyhood’ lo único que pasa es el tiempo.

Lo que ocurre es que cuando hablamos del tiempo, hablamos de uno de los conceptos más radicalmente inaprensibles de la existencia. Y puede que lleguemos a concluir que la misma existencia es tiempo, nada más; tiempo y nuestros vanos intentos por obtener perspectivas que nos concedan alguna pista sobre lo que el tiempo ha hecho, está haciendo o hará con nosotros.

Cuando alguien me dice, mirándose despacio una herida e intentando apartar la vista: «Necesito tiempo; el tiempo me curará». Yo advierto (sí, yo también hago advertencias, aunque me doy un asco muy concreto a mí mismo cuando incurro en esa vulgaridad). Decía que advierto: «Olvídate del tiempo. El tiempo no te va a curar: curarte es cosa tuya. El tiempo sólo pasa… nada más».

En ‘Boyhood’, el tiempo es la materia insondable del relato. Quien hace y determina. El tiempo modela a las personas en su apariencia externa y en su crecimiento interior, que también implica decadencia. Richard Linklater, el director, compone una película filmada sin artificios elípticos, emocionales ni narrativos. Solo dejando que el tiempo haga su trabajo (es decir, que pase… sin más) y acomodando el discurso de la historia al crecimiento real de cada uno de los personajes. No hay un solo énfasis, escasísimas concesiones a fórmulas de relato conocidas, a lugares comunes a este tipo de películas de crecimiento vital: el primer beso, las primeras decepciones, el atisbo inicial del sinsentido de tantas cosas, el vértigo de haber intuido la imperfección que nos es natural, el fracaso o la victoria.

boyhood

Así, durante 12 años, filmó la historia de Mason, su hermana, su madre y su padre divorciados, sus amigos (los perdidos y los encontrados), novias, trabajos, angustias, diversiones. En cerca de tres horas están contados esos 12 años, encapsulados en las filmaciones que el equipo llevaba a cabo una semana al año. Para evitar la autoconciencia, las variaciones de perspectivas íntimas de los actores en su evolución como seres humanos, Linklater nunca les permitió visionar lo que ya estaba rodado, hasta que acabó y montó la película. No es un documental, pero está escrito y filmado con un naturalismo tan eficaz, que en ocasiones lo parece. Patricia Arquette se puso a llorar al ver el film. No lloraba porque la historia lo reclamase. Lloraba por sí misma, sometida al vaivén del tiempo. Como cualquiera. A Ellar Coltrane, el protagonista, le impresionó.

En ‘Boyhood’ no ocurre gran cosa. Es decir, sucede todo en sordina. Más o menos como en la vida. Después, pasado el tiempo, puede que comprendamos algo. O tal vez no. Nadie sabe qué es mejor ni cuál es el patrón preferible. Ningún niño sabe qué es la infancia. Ningún adulto sabe qué es la vida. Se vive. Así sin más. Con naturalidad mejor o peor sobrellevada. No hay ningún énfasis salvo el que nosotros le otorguemos en el recuerdo. Igual en la película que en la vida.

‘Boyhood’ te puede aburrir. Y ‘Boyhood’ te puede emocionar con una intensidad dolorosa. Si a usted le aburre, a mí no me culpe: somos personas distintas. Me responsabilizo, apenas, de lo propio.

Yo no tengo por qué explicar, ni hay modo de hacerlo, qué mecanismo activa en mi conciencia esa escena en la que Ethan Hawke, el padre divorciado, le explica a su hijo adolescente la magia de una canción de Wilco que suena en la radio: ‘Hate It Here’. O por qué me puse a llorar cuando le regala para su 15º cumpleaños una colección de cds con una recopilación personalísima de las mejores canciones de cada uno de los Beatles en solitario, metidas en una misma caja que llama ‘The Black Album’. Y le razona: «No hay Beatle favorito». Después, Ethan Hawke ha jugado al transmedia y continúa la historia de la ficción en la realidad: le regaló a su propia hija un Black Album y añadió estas notas.

Supongo que me resulta fácil imaginarme diciendo cosas así, o parecidas.

Supongo que, en mi cabeza, ya lo he hecho. Traspasando la línea del tiempo. El que vino y el que ha de venir.

En ‘Boyhood’ nadie quiere ser un héroe, como dice la canción de abajo. Sólo queremos pelear, como todos los demás.

‘Boyhood’ nos asoma a ese precipicio ineludible que el tiempo construye dentro de cada uno de nosotros.