Ayer te vi cuando pasabas, a través del cristal del bar, ligera como siempre bajo tu paraguas. Llevabas la cabeza baja pero no era por el agua. Era porque eras tú, nada más. No es grave ser uno mismo. Lo que pasa es que no hay otra posibilidad y eso siempre afecta un poco. Podría haber salido para avisarte, pero me gustó verte atravesar la escena, de lado a lado, como en una pantalla transparente. Eras el personaje principal de esa historia de dos segundos que quedó representada ahí mismo, en un instante en la calle. No me culpes por no llamar.
Una voz me anunciaba que el edificio se va a derrumbar. Y yo estoy dentro. Y, mientras lo decía, tú pasaste de un lado a otro del cristal. Y yo dejé de escuchar y me quedé mirando.
Hay gente que con menos hace cine.
Hay gente que con menos vive.
Yo soy uno de ellos.
Ocurrió a esta misma hora de la mañana. Esta hora a la que escribo porque la mañana se me va haciendo cada minuto más opresiva, y necesitaba un plan de evasión, una desesperada huida. Saltar por la ventana. Por esa ventana cinematográfica sin títulos de crédito o apenas una referencia de palabra solitaria. Protagonista principal: Tú. Un único espectador: Yo. Y todo el mundo ciego.
Son raras las mañanas, porque pasan muy despacio por encima de tu cuerpo, como un minucioso rodillo de masaje. Y al contacto te sacan todos los dolores, los que tenías cercanos y aquéllos que ya no recordabas. Trabajo aquí, frente a la ventana. Otra ventana. Enfrentado a una y mil mañanas de rectángulos verticales: la espalda de los edificios, con sus terrazas acristaladas que son como la trastienda de una vida. A veces ahí asoma alguien, gente que sale a gestionar residuos o tomar de la alacena un bote de conservas. Todo en bata de estar por casa. La misma bata de los artistas cuando dejan el escenario, vuelven al camerino y fuman contra el espejo mientras se quitan el maquillaje con una mirada enérgica.
Son crueles las mañanas. Después las tardes me apaciguan. Pero las mañanas son crueles porque extienden ante ti todas las las posibilidades del día, generosas, y durante un rato tomas café y te parece que podrías invadir el mundo completo armado sólo con tus planes. Pero luego viene ese silencio tan de las mañanas que uno pasa en casa; tan de bambalinas de la existencia cotidiana. Y uno le encuentra la espalda a los días y se da cuenta de que no hay nada, ni tampoco grandes motivos. Y no es que esto suponga una tragedia ni un descubrimiento lamentable. Es que simplemente uno mira al desfiladero de libros a su espalda y recuerda que lo que trae la mañana es, en efecto, un fracaso.
Lo dijo uno de los Panero en El desencanto: «El fracaso es la más resplandeciente de las victorias».
La mañana es el más resplandeciente de los fracasos. Por eso por la tarde salimos a las calles. Y para cuando llega la noche ya estamos celebrando frente a la fachada de las casas.
Ya te dije que no sabría cómo escribir este relato. Sólo se me ocurren principios de historias. Historias que no tienen nudo, desenlace ni final.
Pd: «Hoy han dicho / que los que estén más tristes han ganado / una nueva vida en cualquier lado». Aquí.
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