Diario no diario (XXIV)

1 05 2022

Lunes

Primavera. La última canción en Winter Bone fue Impossible, de Röyksopp y Alison Goldfrapp.

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Jueves

La primera canción de Spring Up ha sido Wasted, de The War on Drugs.

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Viernes

He releído algunos pasajes que escribí en aquellos artefactos de literatura portátil que pensábamos que podrían llegar a ser las redes sociales. Naturalmente, hace tiempo que dimitimos del social media y que incluso nos atrevemos a pensar que no estar en las redes sociales se ha convertido casi en una obligación cívica y, cuidado, hasta moral. A menudo cuestiono esta opinión y me veo a mí mismo desde fuera, exagerado y obsesivo.

De entre esos fragmentos escritos en un tiempo y ahora leídos con extrañada distancia, me ha gustado este:

«Rick y Elsa tenían París. A nosotros nos queda la Antártida, mucho más inalcanzable. Nos quedan apenas restos de algún naufragio. Y las noches: noches larguísimas como las que conocen los hielos del sur, noches de apariencia infinita si las escribimos. Los evocadores e imposibles territorios que la creciente temperatura del planeta va derritiendo de forma inexorable. La Antártida se agota, igual que a nosotros nos agota el tiempo. Somos todos, pienso ahora, paisajes de hielo sin esperanza. Nos consumirán el sol y los días pero, mientras sigamos vivos, nos conservaremos inexplicablemente hermosos».

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Miércoles

Acabo de leer La liebre, de César Aira. Pocos días antes completé El cumpleaños, también del autor argentino. Desde que tomo los libros de la biblioteca pública, mi ritmo de lectura se ha visto beneficiado por las obligaciones del plazo de devolución. Creo que ya he dicho esto. Escrito. Tal vez sólo lo haya pensado. Con frecuencia descubro que algo que pensé haberle contado a una persona quedó en realidad atrapado en mi pensamiento y nunca lo dije. Imagino los pensamientos, o las palabras que componen esos pensamientos, moviéndose de lado a lado del cráneo como centellas enloquecidas de azogue. Ansiando conexiones mientras rebotan en el pin-ball de mi conciencia.

De Aira solo había leído antes Las noches de Flores, una historia desconcertante por su viraje desde lo realista hasta la intromisión de un aliento fantástico y surreal, en un tono al que me costó encontrarle coherencia. Me resultó demasiado arbitrario. Para situar bien a Aira eché mano de las recomendaciones de L., que clavó la definición de su compatriota en una frase, como el entomólogo que sujeta un coleóptero en el panel de su colección: «Aira. No es fácil porque siempre escribe distinto y al mismo tiempo sigue siendo él mismo». En efecto, los tres libros que leí no tienen un continuo, como dirían en La liebre, que permita caracterizar al autor o resumirlo en un mínimo común denominador. La liebre, con su profusa ironía encarnada en «indios que hablan como Leibniz en los tiempos de Rosas», me ha parecido una obra mayor, original y asombrosa por la minuciosa construcción de una realidad alucinada. Todo soportado en una escritura para la que prefiero usar esa palabra que, en mi nomenclatura, designa un escalón bien alto: portentosa.

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Jueves

He empezado a John Dos Pasos: Paralelo 42, el punto geográfico donde nacen las tormentas que recorren desatadas el inmenso Estados Unidos.

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Viernes

«Lo explican muy bien Edward Lucas y Peter Pomerantsev en un documento del Center for European Policy Analysis: «El uso que hace el Gobierno ruso de la guerra de la información –la ‘desinformación’– difiere de las formas tradicionales de propaganda. Su objetivo no es convencer o persuadir, sino desautorizar. En lugar de agitar al público para que actúe, busca mantenerlo enganchado y distraído, pasivo y paranoico». Es decir: en vez de convencerte y persuadirte de algo, la propaganda rusa intenta desconvencerte, extender la sospecha sobre lo establecido o relativamente obvio y promover un relativismo epistémico absoluto. La propaganda rusa contemporánea no ofrece un modelo alternativo al occidental como ocurría durante la URSS. Simplemente agita las aguas del descontento y explota las contradicciones del modelo occidental.  Es una estrategia, en principio, inteligente. Busca explotar el escepticismo liberal de los ciudadanos occidentales, que se sienten orgullosos de su pensamiento crítico y de su libertad para formarse un criterio de manera independiente. Si te lo cuestionas todo, acabas paralizado». 

Instrucciones para no convertirte en un propagandista ruso,
por Ricardo Dudda en The Objective

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«(…) el presidente del Gobierno afirmaba recientemente que, si descontamos la inflación, el precio de la electricidad no ha subido. Lo que viene a ser lo mismo que decir que, si descontamos los dos últimos años, no somos dos años más viejos. Una mentira más, aunque con vis cómica, de las muchas que se proyectan sobre una sociedad acostumbrada a que la mientan y a mentirse a sí misma, y para la que la mentira y el mentiroso se han convertido en parte del paisaje y del paisanaje, respectivamente».

Decir la verdad, un acto revolucionario, por Javier Benegas en The Objective

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Miércoles

Para mejorar el mundo son necesarios un optimista con determinación y un pragmático empedernido.

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Jueves

P. se ha contagiado de COVID. Aplazamos la actuación de mañana, a favor de una asociación de exiliados ucranianos. Las mascarillas han dejado de ser obligatorias en todos los ámbitos, incluso interiores, aunque todavía se recomiendan. Ya no se publican cifras de incidencia, de modo que la responsabilidad individual se basa en una pura especulación. No sé si la pandemia ha terminado de manera oficial, pero se parece bastante. Ha bastado dejar de contar. Y de contarla.

Pienso en la incoherencia de contribuir con un concierto a la causa de Ucrania mientras ignoro de forma sistemática las noticias de la guerra en Ucrania. Les tengo miedo, esa es la verdad. Escucho de pasada en la radio el fragmento de un reportaje sobre los cientos de personas refugiadas desde hace más de dos meses en la acería de Mariúpol, sitiada por las tropas rusas. Hablan niños que quieren salir y jugar, ver la luz del sol. Tengo que quitarlo. No soporto los detalles.

Me siento muy cobarde. Y me acuerdo del recluta Tim O’Brien, autor de Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, y de su cobardía inversa: no se atrevió a cruzar el río que lo llevaba a Canadá para desertar de Vietnam. No se atrevió a no ir a la guerra. Allí acabó luchando y al tiempo escribiría un libro formidable, un inventario de lo que los muertos llevaban en sus bolsillos y en sus mochilas mientras luchaban.

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Viernes

Día de la madre. El banco me envía al correo una publicidad que dice: Si quieres algo para tu madre, consíguelo.

Lo que pasa cuando no tienes actualizada la base de datos de tus clientes.

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Sábado

Por la tarde, aburrido durante la transmisión del partido, descubro a Peter Bruntnell porque esta misma noche ofrece un concierto en una salita de la ciudad. Escucho una canción, la primera que me entrega el algoritmo (Where the snakes hang out) y decido que me voy a verlo. Me cuesta encontrar el lugar, que se llama El corazón verde, porque no había estado nunca y porque la decisión ha sido tan rápida que ni siquiera sabía a dónde iba. Cuando por fin llego, después de dar inútiles vueltas en busca de aparcamiento por el barrio, la chica de la puerta me dice que está lleno.

He venido a buscar paz en medio de una guerra, tienes que dejarme entrar. ¿Vienes solo? Mírame: esencialmente solo. Nunca nadie ha venido tan solo… Bueno, no te voy a dejar fuera habiendo venido así de solo. A veces me gusta ir a los sitios así de solo. Si llegas a venir con alguien más, imposible. El privilegio de la soledad, ya sabes. Lo que no tendrás será sitio para sentarte. Mientras haya cerveza… Hay cerveza. Entonces no necesito nada más. Somos lo que necesitas. Por eso me ha costado un rato encontraos.

La ventaja de escribir es que puedes reinventar lo que de verdad ha pasado. Y los diálogos de la escena. Inventar un recuerdo. Hacerlo mejor. A veces.

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El lugar tiene una puesta en escena deliciosa: una fragante terracita exterior al costado del canal, mirando al gran parque de pinos y jardines. El conjunto adquiere, a esta hora de una noche primaveral, la suave calidad acariciadora de los refugios imprevistos. Como una cabaña en un bosque a la que puedes irte a darle la espalda al mundo. A eso he venido.

La sala cuadrada, con la barra en un lado y el escenario en el fondo opuesto, mesas y sillas donde se arremolina la audiencia, construye un sincero auditorio de luces indirectas. La enorme cristalera funde el inmenso bosque de afuera con la intimidad de la música, un acústico de sonoridades nítidas, meloso pero lejos de cualquier amenaza de monotonía. A menudo los recitales sin una banda completa (aquí solo las diferentes acústicas de Bruntnell, a las que se suman un bajo y una guitarra solista) tienden a hacerse demasiado largos en mi oído, que prefiere algo de ruido instrumental. No en este caso. El sonido y la voz de Bruntnell envuelven el ámbito en un dulce manto que la chica de la barra modula con ternura mientras atiende de cuando en cuando las peticiones de los clientes. Familia galesa, nacido en Nueva Zelanda, regresado al año de vida a Inglaterra. Practica algo que parece americana pero vive en Kingston upon Thames. Hace country alternativo. Le gusta Son Volt.

Yo escuchaba a Son Volt cuando descubrí a Uncle Tupello: Son Volt fue la banda que fundó Jay Farrar cuando él y Jeff Tweedy se enfrentaron y acabaron disolviendo Uncle Tupello en 1994. Tweedy montó entonces Wilco con otros dos miembros del grupo: el bajista John Stirratt y Ken Coomer, su primer batería. Además de Jay Bennett, multiinstrumentista. Al igual que con Jay Farrar, Tweedy también se enfrentó y echó del grupo a Jay Bennett, que moriría un tiempo después. A Coomer se lo cargó por la brava cuando conoció a Glenn Kotche y con él grabaron Yankee Hotel Foxtrot. Jim O’Rourke, guitarrista, también fue eliminado después de la grabación de A ghost is born. Se incorporó Nels Cline. Mikael Jorgensen ya estaba. Aún vendría Pat Sansone. Stirratt sigue en la banda, el único miembro original junto a Tweedy. Casi siempre -salvo cuando hace segundas voces- Stirratt toca girado de perfil hacia Kotche.

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No, no me pongas copa. Siempre bebo de la botella.

Los artistas piden tres bourbon con hielo.

Miro a través de la cristalera de la sala. Ahí sobre esa colina de enfrente actuarán Wilco en apenas dos meses, al otro lado de la pasarela que he cruzado para llegar hasta aquí.

Varias veces pienso en aquel concierto de Damien Jurado en La Lata. También en los de Steve Earle en Oasis, que tanto le gustaron a Per. Pienso en el mediodía en que quedamos a comer, cuando ya no trabajábamos juntos, y apareció con una copia tostada de Yankee Hotel Foxtrot, en una funda de plástico duro de color verde transparente.

Y en la primera vez que vi a Wilco en Oasis, en marzo de 2005.

Busco mi foto con ellos, en la tienda de discos Revolver, en Barcelona, en 2012.

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Termino mi botella afuera, tras el concierto de Peter Bruntnell. Su biografía en Spotify la ha escrito él mismo. Bruntnell no tiene quien le escriba. O sí. Dice una crítica de The Guardian: «Si viviéramos en un mundo justo, Peter Bruntnell estaría ahora mismo embarcado en su tercera o cuarta gira mundial en grandes estadios; y su mayor preocupación sería cómo enviar por mensajero el último puñado de premios Grammy para hacerlos llegar a Reino Unido, con el fin de que su mayordomo los instalara en el ala oeste de una gran mansión a tiempo para su regreso». Bruntnell aparece fotografiado, con un traje azul de raya diplomática, en los bajos de un edificio abandonado.

Nada suena más irónico que los ditirambos. Sobre todo si comienzan con un «si el mundo fuera justo…».

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Es casi medianoche y suena smooth jazz en la terraza. Una pareja habla, los dos sentados en la valla que jalona la orilla del traicionero cauce del canal. Un chico regresa a casa con dos perros de cuerpo alargado y chato. Miro a los que aún quedan arriba, al otro lado de la cristalera, y me dan ganas de subir y quedarme hasta que cierren. Bebiendo dentro y mirando afuera.

Hago lo contrario de lo que querría.

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Domingo

«Para empezar, vale la pena recordar cuál es el producto que las redes sociales venden, porque si hay algo que no son es un «espacio de debate” o la “plaza pública” que dicen ser. Una red social es, como todas las páginas gratuitas de internet, un mercado publicitario. El producto que venden son la gente que visita, escribe, y lee lo que unos y otros están diciendo en la página. Los clientes son los anunciantes que pagan dinero a la red social para poner publicidad delante de esos ciudadanos aguerridos defendiendo el honor de su partido político/ equipo de fútbol/ personaje famoso favorito con un entusiasmo encomiable.

Los objetivos de las redes sociales que quieran ganar dinero, entonces, no es “proteger la libertad de expresión”, o “defender unos valores”, o “crear espacios para el diálogo”. Lo que quieren es, primero, crear una estructura de contenidos que haga que sus usuarios se pasen tantas horas metidos en este antro como sea posible, y segundo, recopilar tantos datos de dichos usuarios como sea humanamente posible para poder vender a los anunciantes una audiencia bien segmentada, delimitada y que compre lo que venden».

Musk y la lógica de las redes sociales, por Roger Senserrich en Vozpopuli

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La vida no ayuda.

[…]





I’d like to rest…

22 04 2014

Esta noche me gustaría reposar mi pesada cabeza
en un lecho de estrellas de California
Desearía esparcir mis huesos cansados, esta noche,
sobre un lecho de estrellas de California

Ojalá pudiera sentir
tu mano acariciar la mía
y que me dijeras por qué
he de seguir adelante

La verdad, daría la vida entera
por apoyar mi cabeza sobre una cama
hecha de las estrellas de California
Y soñar que todos mis problemas
se desvanecen sobre ese lecho
de estrellas de California

Saltar después de mi cama celestial
y construir un día diferente
bajo las estrellas de California,
que cuelgan del cielo como uvas
suspendidas de sus luminosas parras
y dan calor a la copa de los amantes
como los vinos amigables

Así entregaría el mundo entero
por un sueño compartido:
Tú y yo, en un lecho de estrellas de California.

 

[Siento admitir que sólo me reconozco completo en el viaje, como acabo de hacerlo. Cuando me pierdo y te encuentro, en calles desconocidas, cuando alcanzo a vislumbrar lo que me era desconocido, las voces extrañas, el rincón ignorado, y en silencio voy dejando que mi pesada cabeza construya el prodigio de los recuerdos que habrán de ser. Y que yo trataré de forma inútil, mas emocionada, de levantar en canciones que los hagan brotar. Hay tantas cosas que ya no puedo contarte… Y tantas veces he preguntado, te he preguntado, por qué he de seguir. En el mientras tanto, me refugio en esta pequeña habitación cuadrada, mi infantil castillo de libros, el único lugar que es todos los lugares y todas las personas y todos los momentos y todos los veranos y los inviernos, noches y días al mismo tiempo; el único al que puedo volver para vislumbrar todo lo que me fue desconocido, las voces extrañas, el rincón ignorado. Y callado, o imbuido de estas músicas, convocar el inagotable prodigio de mis recuerdos, donde nada ocurre en el orden prefijado de los relojes o el calendario].





Músicas aleatorias

27 06 2013

Ahora que los días parecen una reunión de concéntricos vacíos, conviene llenarlos de música. Uno cree en la posibilidad de que las canciones determinen cómo será el día; o al menos que puedan interceder en nuestro favor, si fuera posible. El primer sonido de la mañana tendría, así, una relevancia fundamental, un peso decisivo en la arquitectura de las horas; como el primer pensamiento; como la primera luz; como el primer paso cuando uno ingresa en la mañana. Algunos se santiguan, encomendados a la Providencia en su tentativa de regreso; todo consiste apenas en regresar, cada vez, poder regresar al punto de partida y quedar autorizados a un nuevo comienzo. Ante tal tesitura, no exenta de peligros evidentes y de otros, muchos más, ignorados, podríamos dirigirnos al reproductor y elegir un tema conveniente, seguro como una oración, inapelable en su facilidad para disponernos de cara a lo que viene, viento a favor, todo de nuestro lado. Pero entonces, anulado el peligro con el que jugamos cada segundo de respiración, no habría lugar para el sortilegio, que también incluye el riesgo de la equivocación, del paso en falso, de que suene algo indeseable: hay que enfrentarse al abismo relativo de cada día en modo aleatorio y aguardar. Vivir con el botón del shuffle prendido.

A falta de cualquier otra posteridad, hemos resuelto acoger en listas etéreas la sustancia de cada jornada, las músicas (al menos una selección de ellas) que nos enmarcan y nos llevan por las horas. Las primeras y las que siguen. Hoy no fue un mal día. Fue al menos diverso. Fue al menos algo más sereno que la honda pesadumbre del anterior, tan concreta, tan empeñada en recordarnos la artificialidad de tantas cosas y la espesa certeza de otras: el peso de la renuncia, de la imposibilidad. La oquedad tremenda del espacio físico. La distancia. La muchedumbre del tiempo cuando la cuenta atrás se anuncia insoportablemente larga. Hay que esperar y seguir viviendo. Europe, de Allo Darlin’, y luego algo de rock progresivo (Mogwai, Do Make Say Think), la inevitabilidad estadística de Wilco (The Late Greats), algo de funky en un paseo bajo el sol, pensando en Nassau, Rubber Bullets de un clásico recuperado en una emisora (10cc), y la rabiosa melancolía que siempre acecha en Manic Street Preachers: «Cada día vivido como una mentira / La vida se vende barata… siempre, siempre, siempre». El 26 de junio sólo fue un día. Sonó así.

 





Wilco en una tienda de discos

2 06 2012

El día que Somniloquios conoció a Wilco: ampliada, la escena adquiere el patetismo referido… El hombre acaba de ponerle delante a Jeff Tweedy el «ya legendario» billete de cinco euros y, mientras el líder de Wilco observa un momento con extrañeza antes de firmarlo, posa lastimosamente ufano frente a la cámara.

Una llamada de J: «Voy a decirte algo que cambiará tu vida». Solemos hablar en ese tono sentencioso, un modo de expandir las bromas al lenguaje cotidiano de forma que, como ocurre en las noches Primaverales, nos asista la magia de trasponer los límites de la realidad. «Me han dicho que Jeff Tweedy da un concierto a la una y media de la tarde en Discos Revólver». No era seguro, me dijo. «Si llegas y no está, no me mates». Creo que debí de colgarle casi sobre esa misma palabra que solicitaba clemencia. Me vestí a una velocidad desconocida para alguien como yo, que ni por asomo incurre en una mínima precipitación cuando, cada mañana, se trata de ingresar en el día que comienza. Me vestí, digo; o tal vez ya estuviera vestido. En la calle Tallers, en Barcelona, hay un puñado de tiendas de discos a la vieja usanza, con vinilos, intercambio, compra-venta… ese tipo de lugares en los que siempre caigo cuando vengo a esta ciudad y que permiten saborear el gusto de buscar sin saber bien qué; y sobre todo, porque yo en verdad no soy uno de ellos, de admirar a los coleccionistas con sus minuciosas obsesiones. Entré y salí del metro, camino de Revólver,  con el tambor del corazón cargado. Jeff Tweedy, podía ser, en uno de esos Tiny Desk Concerts que yo he aprendido a admirar y envidiar en su web. Por la Rambla se derramaba ya, arrastrado por el sol, el desordenado ejército multinacional de potenciales-hinchas-del-Barça-nacidos-en-cualquier-otro-lugar-del-mundo: el turista de camiseta azulgrana. Enseguida, la esquina de la calle oculta como un recoveco de arcanos; y, apenas unos metros adelante en el estrecho corredor… ahí estaba la gente arremolinada, ya esperando. Unos en fila; otros sobre la pared frente a la entradita mínima del comercio; y un rebullo que surgía de adentro en un borbotón desordenado. La información era buena, pero yo había llegado tarde. Yo nunca llegué pronto a nada, ya se sabe.

Rastreé información entre mis semejantes: el concierto no había empezado, no era Tweedy solo sino Wilco al completo, lo de adentro ya estaba repleto. ¿Y toda esta gente en fila paralela al muro de la calle? Gente sin esperanza, vinieron a contestarme. Pero con sentido del orden, objeté para mis adentros. Los miré. Yo era uno de ellos y no era uno de ellos. Esto es, tampoco para mí había esperanza de entrar donde quería, pero… eso sí: yo no iba a dejarme vencer por una fila sin porvenir. En el supermercado, sí; en un concierto sorpresa de Wilco, no. Así que, en el entretiempo hasta que el concierto dio comienzo, me pegué al marco de la entrada y estudié a los rivales. El panorama no era malo: sonrisas, buena disposición, empújame un poco más a un lado si quieres, yo te agarro el smartphone y te grabo, ¿tú tienes twitter?, me pasas esa foto… Y entre medias, un ratito de codos para ir ganando mínimo espacio en el umbral. Al principio sólo oía. Luego empecé a ver el ala del sombrero que Tweedy ya no se quita nunca, subido en puntas de pie. Y escudriñábamos las pantallitas de los móviles que elevaban los de delante, para ahí ver lo que no veíamos. Una foto era una decepción: «¡Deja de hacer fotos y graba en vídeo!», pedían atrás los descarados. Toma mi móvil: dispara tú que a mí me da la risa. I Might… Así fui ganando terreno, con lentitud pero eficacia: en un momento acabé por localizar a Nels Cline al fondo y al adusto Stirrat a un lado. Sonaba Whole Love. La sensación de oírlos tan próximos, sin el intermedio de un sonido o un escenario, algo tan orgánico o inmediato o analógico o como queramos decirlo ahora, la intimidad, esa timidez de levantar la voz o acompañarlos murmurando las letras, temiendo quebrar el hilo de oro de los sonidos… «Gracias por cantar nuestras canciones con nosotros», ironizaba Jeff Tweedy ante el silencio reconcentrado de la audiencia. Joder, qué rato pasé ahí tan, pero tan inolvidable. Después de haber visto la noche anterior por sexta vez a Wilco en directo, esta séptima ocasión traspasaba la realidad. Wilco en una tienda de discos. Y no había discos de Wilco; eran ellos los que estaban ahí… Algo así:

Y bueno, luego vinieron las escenas cómicas, cuando puse a volar la mitomanía de la que tienen noticia todos los que me conocen un poco. Pasamos en fila, en grupos pequeñitos como si entrásemos a visitar las cuevas de Altamira, con cuidado para no amenazar el equilibrio ecológico, que en casos como éste viene definido por el humor de la señora de la discográfica, el manager en España y el muchachote de seguridad. Ellos, Wilco, habían subido a la pieza superior de la tienda, donde recibían en un besamanos veloz. Antes tenías unos minutos para comprar un disco o lo que quisieras y subir para que te lo firmaran. Cuando entré, se habían agotado los vinilos, me informaron. ¿Y los cedés? No ha quedado nada. ¿Y qué hago? ¿Compro un disco de Dover y se lo doy a firmar a Jeff Tweedy? No podía ser. Me palpé los bolsillos, no fuera que me hubiese traído A Ghost is Born enredado en el dobladillo. Nada. Ni un miserable papel, una cuartilla, el recibo del supermercado, nada. El hombre Somniloquio frente a Wilco y no tenía nada encima que esos tipos me pudieran firmar. Había que decidir rápido, porque el tiempo era muy limitado y me apretaban el de seguridad, que era de sonrientes amenazas, y los otros. Así que cuando llegué arriba y me planté delante de esos tíos, que son una de las bandas que han contribuido a hacer de mi vida un lugar infinitamente mejor de lo que pudiera ser, me planté delante de ellos, le di la mano a Jeff Tweedy, «it’s a great pleasure meeting you, Jeff» , me metí la mano al bolsillo y puse sobre el tablero que rodeaban los seis músicos lo único que llevaba encima: un mísero billete de cinco euros. El manager me miró desaprobadoramente: «Tío, no les puedes dar eso…». Y claro… haber traído vuestros propios discos de casa, muchacho, no puedo llegar a este instante definitivo, a este indudable highlight de mi existencia, y que no haya quedado nada en la tienda susceptible de ser autografiado. Pero Tweedy miró el billete, se sonrió mientras yo me giraba para una foto, lo firmó y empezó a pasarlo de mano en mano a los otros: Pat Sansone, Mickael Jorgensen, Nels Cline… Tienes que irte, me advirtió una voz autorizada. Tomó la palabra la señora: «You’ve got to leave… now». Pensé, como en el chiste de Eugenio: está usted nerviosa y me está poniendo nervioso a mí. La interpelé: sí, ya me voy a ir, pero… dígame, ¿y mi billete de cinco euros? Bien está que estos muchachos sean Wilco, pero esos que ve usted ahí en manos de Cline, el fiero guitarrista autor la noche anterior de un espeluznante solo en Impossible Germany son mis cinco euros. Y ahora ya están firmados por Wilco, lo quieran o no; es decir, que el valor viene subiendo como la espuma, algo que en estos tiempos de crisis un hombre como yo no puede pasar por alto. Y usted no debería… Todo eso lo pensé; si se lo digo, el hombrón de seguridad pierde la sonrisa y yo los dientes. «Go, move over, leave now», repitió ella.
No me moví. A esa hora el billete había doblado la esquina del tablero y venía ya de vuelta. Lo tenía John Stirrat, que salió a defenderme como buen bajo comprensivo que es: «Espera, que estamos firmando su billete». Ahí, ahí. Grande Stirrat. Aproveché el hueco para saludar a Glenn Kotche, batería por el que siento una predilección extraordinaria:«No importa que hayas empezado tarde con la batería: seguro que a tu edad te lo tomas mucho más en serio y te concentras en ello más que un chico joven», me diría después Kotche, en un aparte que tuvimos, ya en la calle. Eso es elegancia en una contestación, ponderé. Alguien nos fotografiaba hombro junto a hombro mientras Kotche y yo comentábamos nuestras respectivas carreras con las baquetas en la mano: él en Wilco y otros proyectos, grandes escenarios del mundo, giras internacionales, un músico soberbio, un reconocimiento mundial. Yo, en mi trastero, cuidando de no tocar a deshoras no me expulsen los vecinos junto al portero al que le quieren dar la papela. Recogí el billete. Gracias por todo, les dije. Son ustedes una gran inspiración. No, me contestaron Stirrat y Kotche. Y enfatizaron: «Gracias a ti».
Cuando, de vuelta en la calle, pude empezar a pensar con claridad, fui a la tienda de al lado, compré Summerteeth, tomé prestado un bolígrafo de la caja y completé la escena conforme fueron saliendo, en un goteo muy conveniente, hasta lograr el kit entero del mitómano. Las fotos, las firmas, la breve conversación. El tremendo momento, pueril por antonomasia. Quedábamos apenas los más conspicuos y la gente pasaba preguntando: «¿Quiénes son?». Wilco. Ah, Wilco… ¿y? «Hacen música». Y eso es todo. Para mucha gente es nada; para otra, son un hype injustificado, una niña bonita de los críticos, que ya les dicen clásicos de la música americana e hipérboles equivalentes. Para otros, como alguno que yo he leído, Wilco son apenas «Neil Young haciendo caras B». La definición me parece ingeniosa. Estar de acuerdo o no es una cuestión que no importa demasiado. Yo no puedo explicar lo personal ni traspasar lo íntimo. Nadie puede. Cada uno está hecho de sus propios materiales y funciona de acuerdo a un mecanismo emocional insondable. En el fondo, cada uno se enamora de quien quiere. O de quien le corresponde: en el más amplio sentido del término.




Cómo luchar contra la soledad

3 11 2011

Es por la tristeza, nos dijo Jeff Tweedy. Puede que una parte de la audiencia no comprendiera del todo, que le chirriase la caracterización de España como país afecto a las hermosuras de la aflicción. Para mí, era evidente: los estaba viendo desde el balconcillo de la grada alta del Price, en Madrid. Cansado de un primer tramo de concierto sentado sobre una aterciopelada butaca lateral y del hueco sonido de las primeras interpretaciones, en las que los ingenieros hubieron de bajar notablemente el volumen para no incurrir en el caos al que invita el recinto circular -a medias teatro, a medias carpa de circo- del Price. A Diego Manrique le parece que los precios (70 euros esa localidad) eran adecuados y en consonancia con los del resto de la gira europea. A mí no… y con razón. Vi los precios en los recitales de Manchester o varios de Alemania, donde estuve considerando ir, y no pasaban de los 50 euros ni las treintaitantas libras. Bien está la proximidad íntima que procura la graciosa disposición del Teatro Circo Price y su chiquito ruedo de tarima; y su mínimo espacio para montar el escenario, encajonado en la salida de artistas, pegado a la esquina del semicírculo de gradas. Bien está: «¡Ese tío está subido con nosotros en el escenario!», gritó una vez Tweedy, señalando a la esquina más cercana de la primera fila, en la que el crítico de cine Carlos Boyero se entregaba con los ojos cerrados a los riffs y los slides de Nels Cline. No sé si se refería a él o a un tipo a su lado, que bailaba de pie coreando los temas. Yo pensé que, por ese precio, uno debería tener derecho, en efecto, a estar con Wilco encima del escenario. El precio de la perfección, escribe mi admirado Manrique… Pero no se refiere a eso.

Glenn Kotche by Richie Wireman

Glenn Kotche, el fantástico batería de Wilco, en su laberinto de sonidos: de esta forma tan sugerente lo fotografió Richie Wireman para Wilcoworld.net durante la gira norteamericana del mes pasado.

Y eso hice: ponerme tan cerca del escenario como pude. Cansado de la butaca estanco, me fui al balconcillo a ver la parte más sabrosa del concierto. He visto suficientes veces a Wilco para tener ya muy definidas las preferencias, y sentarme a mirarlos como si estuvieran en una pantalla de cine no está entre ellas. Desde el lateral diestro, a ratos veía un poco de espaldas la delantera de cuerdas y voz, pero a cambio tenía a Nels Cline a apenas tres metros y la posibilidad de disfrutar cada uno de sus punteos con una nitidez espeluznante. Su monitor no debía de andar lejos y se oía perfectamente cada mínimo detalle. Un poco más allá, Tweedy con su gris sombrero hongo, tocado que a David Lafferty, el crítico del Manchester Evening News, le pareció muestra de impostura innecesaria para una banda como Wilco: «Forget the glitz, Jeff… just play the tunes» («Déjate de artificios, Jeff… limítate a las canciones»). Stirrat entraba y salía de la primera línea, con ese aire ajeno, humilde y filantrópico de casi todos los tipos que tocan el bajo, como si hubieran somatizado el tono grave de sus acordes y la condición de sostén rítmico de las alucinaciones del resto; y al otro lado Pat Sansone, con sus vivaces trasteos a la guitarra o sus juegos sónicos de multiinstrumentista. Justo debajo de mí, Jorgensen se afanaba en los teclados. Y en línea tenía, sobre todo, al tipo al que más me interesó seguir durante todo el recital; en línea como si yo fuera el asistente del árbitro en la banda y él ese delantero centro que bordea el fuera de juego: Glenn Kotche, un batería sinceramente admirable, un luthier de los tambores, el secreto oculto del muro de sonido sobre el que Wilco apoyan la brutalidad experimental de sus composiciones: con sus baquetas, sus escobillas, sus maracas, los platillos vueltos sobre los platos mayores, la búsqueda de registros, texturas y ambientes que enmarquen cada canción.

Me gustó la apuesta inicial, con el despacioso torrente de cuerda española de One Sunday Morning, el tema de 12 minutos, de cadencioso ritmo en un puente de guitarra repetido, cierre para The Whole Love, su último disco. Siguieron con Poor Places, otro tiempo lento de Yankee Hotel Foxtrot, en el que ya asoman algunos apuntes, amenazas del ruidismo que aparece en ese disco y que iba a hacer presencia innegable en este concierto. Luego, celebrada aunque con un epílogo instrumental menos apabullante de lo que yo esperaba, el trallazo electro-psicodélico de Art of Almost… Y una cuarta, I Might, con sus jueguecitos de órgano, tercer ingreso de la noche en TWL. Detrás de todo eso, había algo nuevo para mí: la incómoda sensación, durante los 20 o 25 minutos del arranque sentí que no me llenaba lo que veía ni cómo sonaba. Empecé a preguntarme si no había visto demasiadas veces a Wilco. Si no habría traspasado los límites recomendables de la admiración. Era la butaca, era el precio (yo pensando en los precios, yo…. siempre tan despiadadamente manirroto), era la oquedad del sonido, el muchacho que a mi lado le llamaba la atención a otro que se ponía de pie para aplaudir y bailar, el volumen… O la adusta puesta en escena, sin siquiera saludar. ¿Era tensión de los músicos? ¿Era un temor mío? ¿Tendrían razón los que consideran que Sky Blue Sky y Wilco (The Album) son obras menores que anunciaron un declive, cuando a mí me gustan tantísimo… sobre todo el primero? Entonces tocaron At Least That’s What You Said. Una de las canciones que más quise siempre. Con el ojo tumefacto del novio sentado al borde de la cama mientras ella llora, esas separaciones de las que las dos partes salen heridas: «Cuando me senté a tu lado en la cama / te pusiste a llorar… / Puede que, si me marcho, / desees que vuelva a casa. / Tal vez sólo necesitas / que te deje sola… O eso fue lo que dijiste… /Fue precioso que me besaras / el ojo que se me había puesto morado / Fue precioso incluso aunque fuiste tú la que me lo puso así». Y luego el largo guitarreo. Fue At Least… y luego vino Bull Black Nova, la escena de carretera, la sangre en el asiento, el acoso y la desesperación Y después Via Chicago con su tormenta diabólica ahogando las voces en el camino de vuelta a casa. Y después Jesus, etc… Y ahí me levanté de la butaca y me fui al balconcillo. Fue por ahí, después de Born Alone o antes de War on War, o quizás en la delicada Hummingbird. Ahí dijo Jeff Tweedy lo de la tristeza y me reconocí desarmado en sus palabras. Y se puso a cantar Impossible Germany.

Pat Sansone, de espaldas, y Jeff Tweedy -con su asabinado sombrero hongo-, interpretan mano a mano el diálogo de guitarras que hace de brillante epílogo para su mejor interpretación de la noche del martes en Madrid: Impossible Germany.

He oído cien mil veces esa maravilla («el mejor solo de guitarra del siglo», proclamaba ayer un crítico), y la he escuchado hasta tres veces en directo. Ninguna como ésta. La mejor versión que he visto de un tema en sí memorable. Es raro haber oído tantas veces lo mismo y reconocer cuándo la interpretación de un tema ofrece algo definitivamente distintivo. Pero no estaba solo en esa impresión. Porque cuando Nels Cline, Tweedy y Pat Sansone (estos dos mano a mano, el otro en solitario sobre la esquina del escenario) finalizaron su audaz diálogo de guitarras, el teatro entero se levantó en pie y produjo una ovación estruendosa. Pero no el tipo de ovación gamberra, admirativa, incandescente… el tipo de ovación que da el público en un concierto de rock. No. Fue, en cambio, uno de esos largos aplausos que corresponden a la interpretación de un aria portentosa en la ópera o al mutis sagrado de un actor en el teatro o a la reverencia final de una compañía triunfal. Fue un tipo de aplauso que yo jamás había escuchado salvo en la música clásica. De todo el concierto voy a recordar siempre ese momento, que previaba con el tono y la forma debidos un pasaje absolutamente magistral de los seis músicos.

Wilco habían vuelto a hacerlo. Del opinable titubeo inicial, arriesgado de por sí, a la conquista absoluta gracias a la maquinaria interpretativa de una banda sensacional en todos los sentidos del término. Wilco no se toma noches libres cuando se trata de tocar, miden perfectamente los impactos y ponen en juego su prestigio durante cada minuto de los directos. Los discos pueden ser opinables; sus conciertos no admiten réplicas. Ninguno de los cinco, y pienso seguir, que yo he visto en estos años. Ahora entiendo a aquel melómano que, una noche en la barra del hotel en el que yo trabajaba en Londres, me contaba entre tragos a sus escoceses que llevaba siete noches seguidas viendo a Eric Clapton en el Royal Albert Hall, armado con unos binoculares para seguir sus manos. Ahora entiendo… Los tres cuartos de hora que cerraron el set establecido el martes en Madrid edificaron un recital formidable, en el que Wilco pusieron todo el potente empeño de su destreza para mezclar sabores, tradiciones clásicas y ejercicios experimentales, la vulnerable quietud de las piezas y la transgresión estimulante de sus creaciones más altas. No fue, como temí, una mera reunión de hits. Interpretaron hasta siete temas de su discutido (ya por molesta costumbre) último elepé. Repasaron algunas de las cumbres de Yankee Hotel Foxtrot o A Ghost Is Born. Y nos dieron ganas de ir a Barcelona, a San Sebastián, a Vigo y someternos una vez y otra a la prueba de la fe. Puede que, como dice Manrique, todo en los directos de Wilco esté perfectamente calculado para la creación de un efecto. Una actuación ha de buscar eso. Pero cualquiera sabe que hay cientos de bandas a los que, cuando se ponen a calcular cosas así, no les salen ni siquiera las sumas y las restas. A Wilco les bastaría con interpretar cada noche Spiders (Kidsmoke) para enfatizar los conciertos y darle a la gente lo que más reclama de esta banda: la expresividad arrolladora de A Ghost is Born. Pero esa no sonó. No lo hace siempre. Cada recital suyo que yo he visto puedo recordarlo por un distinto argumento central que revienta en líneas de fuga diferentes. Buscan caminos alternativos (¿no lo es iniciar un concierto con doce minutos de murmullo acústico?); rebuscan en el catálogo y encuentran esos temas menos considerados, esos que uno pasa por alto en los primeros días y crecen con el tiempo, y los someten (nos someten) a un redescubrimiento que de pronto vuelve a hacer obligatorio meter en el reproductor el hace tiempo no escuchado Being There y atravesar las áridas tierras camino de Madrid mecido por sus acordes; o proclamar que el Foxtrot ya aguardaba latente en Summerteeth.

La parte de los bises fueron esos himnos tan recitables que cantan a la juventud extraviada en Heavy Metal Drummer («Echo de menos la inocencia que conocí / Tocar versiones de los Kiss / Guapos y colocados…»); o las torcidas enseñanzas vitales de imperfección y vida en War on War: «Tienes que perder / tienes que aprender a perder / Tienes que aprender a morir… / si quieres saber cómo seguir vivo». Ese tipo de frases que nos han enredado. La música, sí, pero sobre todo la hermosura de la tristeza en las letras; y los torrentes de putrefacción anímica que corre por la tramoya oculta de los días, convertidos en un muro de sonido contra el que podemos apoyarnos. «A sonic shoulder for you to cry», como proclamaba Wilco (The Song). Lo que no vemos pero está ahí, detrás de la presunta belleza de los días. La cloaca y las ratas que corren por las orillas, bajo los jardines en los que juegan los niños. El sumidero embarrado de mierda que sigue a la poética de la lluvia. El óxido de los metales en el trastero húmedo que dejan las riadas. La opresiva blancura de los muros en las noches de soledad. «Vosotros entendéis la tristeza y por eso nos queréis tanto», dijo Jeff Tweedy. Eso fue. Eso es. Armamento contra la soledad.

Agrego el setlist
One Sunday Morning, Poor Places, Art of Almost, I Might, At Least That’s What You Said, Bull Black Nova, Via Chicago, Jesus, etc, Born Alone, War on War, Hummingbird, Whole Love, Impossible Germany, Red Rising Lung, Standing O, Handshake Drugs, Dawned on Me, A Shot in the Arm. Bises: Heavy Metal Drummer, The Late Greats, I’m the Man Who Loves You, Red-Eyed and Blue, I Got You (At the End of the Century).





Wilson Wilco

1 11 2011

El jueves pasado, Mogwai estuvieron a punto de reventar las paredes de la Oasis y me dejaron un zumbido que se quedó ahí toda la noche, de esos que te ayudan a dormir. Sin querer ser peyorativo, uno ha tenido con los escoceses la relación de un bebé con su sonajero o sus ingenios móviles: en noches muy cerradas, apoyaba la cabeza en sus progresiones concéntricas y así quedaba seco, babeando contra la almohada con la mirada del cerebro perdida. Esta vez caí con el zumbido puesto. Al fondo, como una sicofonía, como un agua de lluvia insistente en el cristal, una voz parecía decir: soy Jim Morrison y estoy muerto.

Acabo de conocer a Jonathan Wilson y sospecho que esto es the beggining of a beatiful friendship. Un tipo con ese aspecto de Costa Oeste americana en los años de Haight y Ashbury por fuerza me ha de caer bien o yo no me conozco en absoluto después de tantos años. Esta noche lo saludaré, a ver si me lleva a una fiesta.

Por supuesto, después celebraré la tradición de la emoción admirativa, felizmente casi anual. Wilco: el arte del casi…





Cocaína para las contracturas

31 05 2010

Jeff Tweedy, flanqueado por Wilco y con Alfredito, el camello, al fondo.

Parece ser que el camello vestido de fiesta que preside la portada de Wilco (The Album) se llama Alfred. Allí estaba el viernes, sobre el escenario, una pequeña réplica de Alfred a los pies del teclado de Mikael Jorgensen, cuando Wilco atacaron el que ya ha quedado como su band-theme, Wilco (The Song), para echar a rodar la tercera de sus apariciones en el Primavera Sound y el cuarto recital que yo les veo desde la epifánica explosión que viví, creo que en 2005, en la sala Oasis. Todos me han parecido memorables de un modo u otro, como ya he dicho alguna vez. Vistos en perspectiva, éste me ha dejado un impacto comparable al de aquella primera experiencia. Lo voy a decir de manera que no quede duda al respecto: los vi rotundamente perfectos. Desbordantes de energía y hasta de rabia, sonaron tan bien como siempre y elevaron el diapasón de la intensidad a cotas espectaculares. El baterista Glenn Kotche (uno de los ocultos fenómenos de esta banda) volvió a dar un recital y acabó, bañado en sudor, subido en lo alto de su taburete sobre la batería. Y todo hecho con la precisa suavidad instrumental con las que Wilco hacen todo. El cronista de El País escribió: «Es oficial. No se puede sonar mejor que Wilco». Siempre me pareció la característica que mejor describe a este grupo, al margen de estilos, referentes, escritura o lírica de las canciones. Y mucho más allá del inexplicable proceso de identificación que se produce entre alguien que hace música y quienes la escuchan. Los gustos tal vez no sean objetivables; la armonización de una banda en directo, la ejecución técnica, la sonoridad, el manejo de los registros, aun el virtuosismo sí lo son. O deberían. Wilco suena como muy poca gente puede hacerlo. 

El delicadísimo principio del concierto del año pasado en el Auditori no cabía aquí, porque esta vez habían de tomar una profunda explanada rampante. El asalto precisaba carros de combate, una división acorazada de temas, y desde luego la guitarra de Nels Cline, arma de potencia abrasiva. Pero la guitarra de Nels Cline no atendió la orden de fuego y durante las dos primeras canciones asistimos a la tensión desatada del músico que, desesperado por las dificultades para hacerla sonar, levantaba el instrumento por encima de la cabeza y parecía a punto de estrellarlo contra el suelo hasta que apenas quedaran astillas. Jeff Tweedy dirigió a la infantería en I Am Trying To Break Your Heart, y mantuvo la calma mientras aguardaba refuerzos. En la intro del tercer tema (nada menos que el muy emotivo Jesus, etc.) anunció: «I think we’re back». Y Nels Cline pasó a convertirse en la trituradora habitual, con toda la banda a su alrededor, a su espalda, delante y en marcha. En la presentación de Wilco (The Album) el año último lo habíamos visto contenido, en un papel menos arrollador, en consonancia con el delicado repertorio ideado para una gira en salas de teatro. Este viernes, sin embargo, el escenario lo reclamaba. El desgraciado episodio inicial conspiró a favor de su virtuosa brutalidad: nunca vi de cerca un éxtasis tan sostenido. 

Kim Deal, al frente, Joey Santiago, Frank Black y el baterista David Lovering... Los Pixies, cada uno mirando a un lado como si no se conocieran de nada. La película 'QuietLoudQuiet' insiste en esa idea.

 Y así se rindió la colina de la hamburguesa, la misma que un rato más tarde conquistarían a tierra quemada los Pixies para convertirse, creo, en la banda con la actuación más multitudinaria de todo el fin de semana. El poderoso influjo de los Pixies se mantiene inalterable, a pesar de que continúan instalados en la cómoda revisitación de su viejo catálogo. Sus conciertos son conciertos de grandes éxitos, a la manera de los Rolling pero en el universo alternativo y con una puesta en escena, claro, mucho menos apabullante. El de Wilco lo vi literalmente a los pies de Nels Cline; para el de los Pixies me subí al fondo de la explanada y escuché temas memorables como los escucho en sus discos. Con la misma relajada distancia. Son los Pixies. Y sus canciones… Si usted tiene curiosidad por saber qué interpretaron, digamos que interpretaron todo lo que uno espera. ¿Monkey Gone to Heaven? La tocaron. Caribou… la tocaron y cantó Kim Deal. ¿Velouria? Desde luego, cómo no. ¿Cecilia Ann? Abrió la noche. Gouge Away, Bone Machine, Gigantic, Where Is My Mind. Todas, faltaba más. ¿Debaser? Sería como preguntar si los Stones tocaron Satisfaction… Hasta la bailoteamos. Hay que insistir en la idea: son los Pixies. Tres calvos y una madre disfuncional de película indie americana, sí, pero los Pixies. Si uno jamás los ha visto antes en directo, la experiencia incorpora el agregado de ocasión para el recuerdo, porque hablamos de una de las bandas más poderosas e influyentes de los últimos veinte años. Frank Black sonó agresivo y no hubo complacencia dentro de los límites establecidos. Muchos festival-goers y algunos cronistas incurren en el (comprensible) juicio de orden moral:  vivir aún de las mismas canciones, yendo de festival en festival, se parece  bastante a una escenificación avanzada de toma el dinero y corre. Por lo demás, el concierto no se juzga. Todo en él es previsible (o casi), pero son los Pixies. O casi. 

De vuelta de su concierto, alguien me tomó por Alfred, el camello de Wilco. Fue un muchacho que me interpeló con una frase de intención tranquilizadora: «No te emociones, no te conozco», me dijo antes de rodearme el hombro con un brazo para decirme: «Tío, no tendrás algo de farlopa para pasarme…». Le dije: «Chico, tienes una vista de lince: lo más lisérgico que me he metido yo en mi vida ha sido un vasito de bourbon para acompañar la cerveza». Venían de Valencia. Su explicación me enterneció: «He traído a unos amigos al Primavera y los tengo a los pobres que hay que levantarlos como sea… Yo no hubiera venido, tengo una contractura horrible en la espalda, así que unos tiritos me vendrían de coña». Y después de hacerle una gestión que no viene al caso y que, por supuesto, no salió adelante, me largué pensando en que sí, joder, claro que sí: para las contracturas en la espalda no debe haber mejor remedio que la cocaína. No sé si decírselo a mi pobre madre, mira… 

[Nota: Éste fue el set-list de Wilco: 1 Wilco (The Song), 2 I Am Trying To Break Your Heart, 3 Jesus, etc. 4 Bull Black Nova, 5 You Are My Face, 6 One Wing, 7 Shot In The Arm, 8 Country Disappeared*, 9 Handshake Drugs, 10 Impossible Germany, 10 Via Chicago, 11 I’ll Fight, 12 Misunderstood, 13 Hate It Here, 14 Heavy Metal Drummer, 15 The Late Greats, 16 I’m The Man Who Loves You, 17 Kickin’ Television]. 

*Gracias y saludos a los chicos, la futura mamá y el bebé ‘Wilco’ en gestación junto a los que vimos el concierto. Finalizada la actuación uno de ellos fue capaz de recordar el título de ‘Country Disappeared’, que yo no lograba traer a la memoria, con apenas dos pistas: que era del último disco y que había sonado entre ‘Shot In The Arm’ y ‘Handshake Drugs’.





Primavera sónica

27 05 2010

Sepa el pueblo, si le importa, que Somniloquios se va de vacaciones al Primavera Sound, un lugar donde la asamblea de majaras se ha reunido y ha decidido que mañana hará sol y buen tiempo, porque vuelven Wilco y va a ser la cuarta vez que vea a esos muchachos a los que paso el tiempo siguiéndoles la pista, para caer donde caigan ellos. En el laberinto de horarios y escenarios tengo subrayados para esta noche a gente como Broken Social Scene, Mission of Burma (más punk redivivo), Pavement, The Wave Pictures, los lampiños The XX y… THE FALL. Venga otra ración de proto-punk en vena… Y mañana, entre otras muchas cosas como decía, Wilco (ahora que hace un año de su último concierto en Barcelona, aquella delicada noche en el Auditori) y nada menos que los Pixies: otro renacimiento de dimensión legendaria: comprobaremos cuánto se estropean los cuerpos y las cabezas, y el efecto que eso tenga en la oscura rabia de la música. Aún con la película QuietLoudQuiet, que retrataba su vuelta a los escenarios, muy fresca. Y comprobaremos cómo se llevan Black Francis y Kim Deal, pareja que en los días de Doolittle y Surfer Rosa o Bossanova terminaron por hablarse más en los conciertos que en la vida real. «No es que no nos gustemos», matiza escéptico Black Francis en un instante de la película-documental aludida. «Es que somos ese tipo de personas. Como subraya Kelly, la hermana de Kim Deal, «las cuatro personas que peor se comunican entre sí de la historia».

Así que, primavera sónica. Epi y Blas (aquí José Luis Cabeza Mandarina y Cejakas) ya estuvieron y lo cuentan…

Y se ve que Cejakas pasó una mala noche:

Pues eso, que ya llamaré con lo que sea.





La Década de un Infame en Canciones (y 5)

2 02 2010

Los diez mejores, en este orden ascendente: 10- The Gospel of Progress, de Micah P. Hinson; 9- Neon Bible, de Arcade Fire; 8- I Am a Bird Now, de Antony and The Johnsons; 7- Grinderman, de Grinderman; 6- Elephant, de White Stripes; 5- A Ghost is Born, de Wilco. 4- Funeral, de Arcade Fire; 3- The Man Comes Around, de Johnny Cash; 2-  In Rainbows, de Radiohead; 1- Yankee Hotel Foxtrot, de Wilco. Los diez discos que no salen de mi iPod ni aunque caiga una bomba atómica. Una década más, una década menos.


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Yankee Hotel Foxtrot – Wilco (2002)
En mis días por Chicago pasé el tiempo mirando y fotografiando las dos torres de Marina City, objeto de la portada de Yankee Hotel Foxtrot. Una imagen pálida, en violento contrapicado, de lo que  parece una colmena de cemento y es, en realidad, un complejo residencial de arquitectura singular en la desembocadura del río Chicago. El título del disco es aún más críptico: Yankee Hotel Foxtrot son tres palabras usadas en el alfabeto fonético de las emisoras numéricas de onda corta. Cada palabra representa su letra inicial. Un juego de acrónimos que tendría que ver con mensajes cifrados para espías, enviados hasta su destinatario a través de frecuencias ocultas en el dial. Nadie confirmó jamás esa teoría y el enigma permanece vivo. En el disco de Wilco, hacia el final de la sombría Poor Places, una voz infantil recita las tres palabras con tono hipnótico. Hay algo definitivamente misterioso en este disco. La gestación de Yankee Hotel Foxtrot parece una leyenda concebida por algún publicista post-moderno. La narra con pulso muy firme Sam Jones en el documental I Am Trying To Break Your Heart. La atrevida factura del disco le costó a Wilco la ruptura con su discográfica, que le pedía a Tweedy y sus chicos un trabajo mucho más accesible para las masas. Tweedy no aceptó. Expulsó a su antagonista Jay Bennett del grupo, consumió las migrañas en vómitos entre grabaciones, hizo malabares para no derrumbar su vida de pareja y convenció a los demás de pagar 50.000 dólares y quedarse con los derechos de publicación del álbum futuro. Con las manos en un bolsillo y una colección de tortuosas canciones en la otra, Wilco salieron a la vía pública con el disco bajo el brazo, y con él se lanzaron a la autopista virtual: descargable en internet, Yankee Hotel Foxtrot recabó adeptos con la velocidad de un trueno. Las discográficas volaron a por él y le dieron cuerpo. Es un disco en verdad extraordinario, que avanza la personalidad posterior de un grupo que ya había publicado el seminal A. M., un doloroso (a veces brillante) Being There, y el promisorio Summerteeth. De modo impensable, Yankee Hotel Foxtrot –disco nada complaciente, cruzado de norte a sur por la poética del quebranto que tan bien maneja Tweedy en sus letras, hecho de potentes diálogos sonoros, de soliloquios miserables y epílogos estridentes- catapultó a Wilco hacia el culto masivo. Y elevó al infinito su consideración como creadores de un sonido distintivo, deudor de viejas tradiciones rebasadas por una sabia experimentación e interpretadas con una finura prodigiosa.       

       

In Rainbows – Radiohead (2008)
Tal vez Noel Gallagher tuviera razón en aquella macarrónica apreciación que hizo acerca de la música de Radiohead: «Thom Yorke se sienta al piano y durante media hora canta lo mismo: ‘Se va todo a tomar por el culo, estamos condenados, se va a tomar por el culo…’. Ya… sólo hace falta ver las noticias, tío. Pero al final, su público siempre acabará pidiéndoles que toquen ‘Creep’. Que se hagan a la idea». Así es Radiohead, un grupo que siempre ha tratado de ir mucho más lejos cuando todos pensábamos que ya habían llegado hacía rato. En este In Rainbows, puesto a disposición del público primero en internet y más tarde en los formatos normales, Radiohead supera (por fin) la abstracción sonora de los discos precedentes y entra de lleno en ese tipo de vigoroso rock electrónico que tan bien dominan (15 Step, Bodysnatchers), y en las esquizofrénicas falsas baladas en las que la angustia de Thom Yorke se apodera progresivamente de todo (All I Need). El resultado es un disco que, a mí, me saca la cabeza de su sitio. Una colección de canciones que he escuchado incansablemente durante los últimos años, y aún lo hago. De entre todos los méritos que le atribuyo, éste no es el menor: haberme devuelto a uno de mis grupos preferidos de todos los tiempos. Si no lo considero el mejor disco de los últimos diez años no es tanto por una cuestión musical (durante mucho tiempo pensé que lo era) sino porque al reescuchar Yankee Hotel Foxtrot me di cuenta de hasta qué punto Wilco han cambiado mi percepción de la música y de todas las demás cosas.

Neon Bible – Arcade Fire (2007)
Eso que llaman art-rock es una mezcla de lo más resbaladiza. Sólo con la denominación uno corre el peligro serio de ponerse interesante y de que el fundamentalismo guitarrero arremeta contra esas tricotas instrumentales en las que lo mismo suena un oboe que el percusionista aporrea alternativamente un timbal y una pandereta. Arcade Fire gestionan todos esos peligros con ligereza de actitud, conciencia rock, un cuidadoso sentido lírico a la hora de escribir las canciones y su modo torrencial de interpretarlas. El virtuosismo está muy bien resumido en su revisión de Neon Bible en el interior de un ascensor, con percusión rítmica en el cajón del elevador y las hojas rasgadas de una revista como divertido instrumento alternativo. Funeral parecía ocuparse de los pensamientos íntimos ocultos en un velatorio; Neon Bible nació concebido y destinado a la grandilocuencia. Su distancia es la que hay entre una iglesia románica y una catedral gótica. Sin embargo, en ambos casos el funcionamiento resulta inapelable. Neon Bible tiene un deliberado sonido trascendente, tentativa que siempre estará condenada a provocar adeptos y enemigos. Hay en él una indudable vanidad instrumental, pero Arcade Fire puede sostener la apuesta sin ponerse churriguerescos, porque sus edificios sonoros están construidos con materiales sólidos y arquitectura lógica. Su capacidad de sugerencia permanece intacta. El disco tiene menos unidad que Funeral, pero uno no acierta a entender por qué esa irregularidad ha de jugar en contra de la consideración de las canciones. Yo, de verdad, agradezco los cambios de rasante.    

     

The Man Comes Around (American Recordings IV) – Johnny Cash (2002)
En la primera canción de este álbum, Johnny Cash pinta el Apocalipsis con la misma ferocidad religiosa y poética con que lo hubiera hecho Miguel Ángel si llega a nacer en el siglo XX en lugar del Renacimiento. Sinceramente, uno querría ver un espectáculo de esa clase, sobre todo con la banda sonora de Cash al fondo. Cuando el Hombre se haga carne entre nosotros, sonarán trompetas celestiales, se abrirán las montañas, vaciarán las cuencas de los ríos y cabalgarán flamígeros ángeles sobre un fondo de enloquecida púrpura. Puede que todo eso sea verdad o puede que no, pero Johnny Cash lo cuenta de un modo indudable. Ésta es la música del Juicio Final, el último disco de la serie American Recordings, en la que Cash le refrescó al mundo entero la memoria de su grandeza. Reinventado mucho más allá del country, pero con los pies sobre la tierra musical que lo vio nacer, Johnny Cash recupera una de las figuras más clásicamente americanas: la del intérprete descomunal, capaz de hacer suyo cualquier ritmo, cualquier canción, no importa el estilo, y transformarla, redefinirla, ampliarla y otorgarle nuevos significados. Lo hace con Personal Jesus, el tema de Depeche Mode, al que le rebaja la ligereza tecno para darle una profundidad insondable. Con In My Life, de los Beatles, reinterpreta el bellísimo lamento nostálgico de Lennon y McCartney hasta hacerlo despiadada tristeza de adiós. Su versión de Hurt es la cumbre de ese juego prodigioso. El vídeo es una última confesión antes de la muerte. Una canción reinventada como epitafio. Y luego está el Cash de Give My Love to Rose, el cantante de modélicas melodías acerca de los perdedores (I Hung My Head) y de los amantes, y de los amantes perdedores. Con este álbum, Johnny Cash alcanzó un estadio aún superior a la inmortalidad que ya lo asistía. Y a continuación, como para dejar constancia de que nada dura demasiado, el tipo se murió.
     

Elephant – White Stripes (2003)
Si con una sola canción hubiera de representar la década completa, tal vez elegiría Seven Nation Army, con su batería machacona y el riff de guitarra (que suena a falso bajo) más famoso del milenio. Al punto que los italianos lo  representaron en una suerte de onomatopeya infantil (po popopo popo pooooo) y con ella construyeron un cántico célebre para su victoria en el Mundial de fútbol de 2006. Esta canción posee el poder hipnótico del icono, defendido en la complejidad de su aparente sencillez. Este disco, Elephant, presenta una colección de temas implacables en los que los (presuntos) hermanos White -se hacen llamar Jack y Meg White y existen multitud de teorías al respecto de la naturaleza verdadera de su relación, pero se sabe que no gastan los mismos apellidos en sus documentos- energetizan el ambiente trayendo a su terreno el garaje, el rock, un tanto de blues y otro de psicodelia, estribillos que rinden la conciencia colectiva sin empalagarla, una guitarra de afilada expresividad y todo con la dosis precisa de mugre para que suene agreste y como a los años setenta en algunos dichosos casos. Los White Stripes tienen humorística audacia, sonido, potencia, energía y actitud. Cuando aciertan, le pegan en la diana a todos nuestros gustos. Por eso Elephant nos parece un disco estupendo, que uno tiene ganas de oír muy a menudo, para sentirse campeón. 
   

I Am a Bird Now – Antony and The Johnsons (2005)
En la voz de Antony Hegarty están contenidas todas las formas de la hermosura. El cautivador arrebato que provoca tiene que ver con lo desconocido, lo inasible o lo mágico: a pesar de su cadencia de lírico lamento, parece concebida para hacer del mundo un lugar más acogedor. Contra la impresión de martirio interior, de desnudo intimista, en su modo de interpretar, de relacionarse con las canciones y de apelar al público, Antony Hegarty convoca un afecto inevitable, pura dicha, la suavidad del encuentro deseado. Hay voces de terciopelo, hay voces torrenciales, hay voces portentosas, hay voces cristalinas, hay voces que ascienden escalas altísimas y otras capaces de arrastrar su milagro por las notas más bajas. La de Antony posee una musculosa delicadeza que no pretende la vanidad ni la exhibición. I Am a Bird Now está repleto de todas las sugerencias posibles, episódicas rendiciones a la belleza enigmática de las canciones. Nada se puede calificar en él, en sus autores, en la andrógina figura central de Antony ni en los Johnsons, el cuarteto de músicos de cámara que enmarcan con exactitud el extraordinario juego vocal y sonoro de este grupo.

Grinderman – Grinderman (2007)
Para mi próxima reencarnación yo elijo ser baterista de Grinderman. La década ha tratado de alimentar mi lado más sucio y canalla con gente como los Queens of The Stone Age o el reciente Them Crooked Vultures, pero a mí me conquistó hace rato la brutalidad de Nick Cave y los barbudos Bad Seeds reconvertidos en este tercer acto, llamado Grinderman: suena tan sabiamente descarnado como si el hombre hubiera retrocedido un par o tres de escalones en su evolución, hasta convertirse en el inquietante chimpancé radiactivo de la cubierta. Enfrentado entonces a los instrumentos, dotado del aprendizaje evolutivo de los milenios y de la musculosa vitalidad de las bestias, habría grabado un disco como éste. Poderoso en la mayor amplitud del término, vocalmente agresivo, líricamente animal, primario y sin embargo armónico, hasta en los desbarres  instrumentales que permiten las canciones. De qué otro modo se podrían escribir líneas como éstas: «Estamos hartos de sus lamentos ventajistas / Todo lo que queríamos era un poco de violación consensuada por la mañana / y si acaso algo más por la noche / Somos científicos, nos dedicamos a la genética / La religión se la dejamos a los psicópatas y los fanáticos / Pero estamos cansados, perdidos y sin nada en lo que creer… / Así que, diles a las chicas que nos largamos». Soberbio.

A Ghost Is Born – Wilco (2004)
Si no hubiera existido Yankee Hotel Foxtrot, este disco hubiera constituido la obra cumbre de Wilco y tal vez de la década. Sin perjuicio de ninguno de los otros, es mi álbum favorito de Wilco, porque apareció en un tiempo muy preciso y me provocó sensaciones inigualadas en las que pude zambullirme en su primer directo en la sala Oasis, donde literalmente su nítido salvajismo se me llevó por delante. A Ghost Is Born contiene un descomunal cacharrazo de energía, una explosión controlada, y viene a ser el big bang que conformó la banda que es Wilco tal y como hoy la conocemos: con la fiereza guitarrera de Nels Cline, desatado en este disco, y el poderoso lecho rítmico que le otorga a toda la banda su baterista, Glenn Kotche. En A Ghost Is Born los temas se mueven en un medio tiempo denso de sonoridad, concepto y letra, como en Hell Is Chrome; o bien progresan hacia deflagraciones del tipo Spiders (Kidsmoke);  o arrancan suaves e introspectivas para más adelante reventar en ordenada confusión instrumental. Ahora que admiramos tanto el diálogo de guitarras de Impossible Germany, merece la pena escuchar At Least That’s What You Said, una pieza arrebatadora que abre este álbum y marca el camino. Bajo la cobertura delicada de los inicios surge un cataclismo repleto de matices. Con letras menos abstractas que en YHF, pero con el poder de sugerencia y comunicación intacto, Wilco construyeron un disco lleno de riesgos que incurre en algunas irregularidades. Toda esta palabrería se resume así: es una puta maravilla.

   
Funeral – Arcade Fire (2004)
Hay algo diferencial en las canciones de esta agrupación de músicos diversos, que van mucho más allá del adorable conjunto guitarras, bajo, percusión. Algo muy personal, que no trataré de imponer como una experiencia obligatoria ni como demostración de superioridad alguna, sino como una impresión propia y no demasiado lógica: a mí, los temas de Arcade Fire -en este Funeral- me quedan dentro como experiencias vividas y vívidas, algo que no me ocurre con todo el mundo. Algo de lo que me di cuenta por primera vez con los Beatles, cuando escuchaba Mr. Kyte y conocía con todo detalle el circo que contaba Lennon; o desde luego en la muy visual Lucy In The Sky With Diamonds, repleta de imágenes tan bien definidas que actúan a modo de relato. Es decir: cuando escucho Neighboorhood #1 (Tunnels) realmente veo como en una película interior a esos amantes que se encuentran en túneles que comunican sus dormitorios; y siento la indefinida nostalgia de los suyos, en ese más allá subterráneo en el que consuman la pasión. Algo parecido ocurre con las soledades de Neighborhood #2 (Laika) y con otras tantas canciones de este Funeral apasionado, en cierto modo dichoso como los wake de los irlandeses, que primero entierran a sus muertos y luego se van a recordarlos bebiendo pintas de Guinness. Mientras escribían este disco, Arcade Fire vivieron el fallecimiento de miembros cercanos a su familia. Y todas las impresiones y pensamientos y hervores íntimos de esa experiencia quedaron impregnados en las canciones. La verdad… lo mejor que se puede decir de Funeral, el demoledor estreno de los canadienses, es que todo en él resulta memorable. Algo muy fácil de decir; bastante más complicado de lograr.    

     

M. P. Hinson and The Gospel of Progress – Micah P. Hinson (2004)
He aquí uno de nuestros arquetipos favoritos: un canalla con profundidad de campo en la mirada, armado de lamentos y con una guitarra entre las manos. A lo largo del tiempo uno va descubriendo músicos y canciones como descubre personas y días. Unos permanecen, otros pasan, con mayor o menor peaje por el medio. Al final, como supo Machado, todo queda, nada se va del todo. Micah P. Hinson ha sido, cronológicamente, el último descubrimiento de mi década, pero tiene un lugar fijo. Podría no hacer ningún disco más, perderse en alguna planicie árida de Texas, regresar a su natal Memphis para admirar el progreso de Marc Gasol o algo peor, pero su trilogía de álbumes hasta la fecha no necesitaría más añadidos: Micah P. Hinson and The Gospel of Progress, Micah P. Hinson and The Opera Circuit y Micah P. Hinson and The Red Empire Orchestra. Más el EP The Baby and The Satellite. Títulos juguetones e ininterpretables, con portadas blancas y negras de voluntaria insinuación (un omoplato en corsé, unas pantorrillas arqueadas con remate en tacón, un torso con forro negro de noche…) para un muchacho con una voz profunda y negra como una caverna. En The Gospel of Progress Micah bordea con sus letras y la interpretación abismos en los que nunca se deja caer del todo; canta a veces con dulzura de madurez desengañada y otras veces con desgarro adolescente, y en esa dualidad (más su pérfido trabajo a la guitarra) reside el indescifrable atractivo de su puesta en escena. El día en que uno tiene ganas de demoler hoteles (como diría Charly García), merece la pena canalizar esa energía escuchando algunos temas de Micah P. Hinson: encontrará que hay muchas formas de conjurar la hirviente locura íntima. Y que ésta, de verdad, resulta magnífica.





Década infame para las canciones (4)

19 01 2010

La angustia del milenio viene a buscarnos en formas diversas. Del exterminador de Primal Scream al Niño A de Radiohead, el humor inteligente de Sufjan Stevens -uno de esos compositores norteamericanos que ven la realidad magnificada y la cuentan-, un Morrissey que regresa con crisantemos en la voz y la vuelta de Tim Booth y James a nuestros corazones. Por cada vuelta hay una despedida, como la de The Killers, grupo que pudimos amar para siempre y lo dejamos en un rato. Y algunas pequeñas locuras ambulantes de Calamaro o Bunbury, dos de nuestros personajes favoritos por razones bien distintas. Aquí hay de todo y todo bueno. Por supuesto, Wilco, que ya no nos va a dejar… Todos estos muchachos son subcampeones de mi década. Los diez ganadores, en la última y definitiva entrega de esta (tan innecesaria) serie.


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XTRMNTR – Primal Scream (2002)
Primal Scream lo han probado casi todo, con diversa fortuna. Pocos tipos en la música del cambio de siglo han provocado adhesiones tan innegociables y una fobia intensa como Bobby Gillespie, el líder de la banda escocesa, baterista también de un grupo de cultos oscuros como The Jesus and Mary Chain. En este disco de post moderno acrónimo consonante, Primal Scream construyeron una enérgica trinchera desde la que librar la guerra del cambio de siglo. La música explota con rabiosa agonía electrónica, pero la actitud es la de las batallas más antiguas: bayoneta calada y cuerpo a cuerpo frente al constante enemigo. Swastiska Eyes, Kill All Hippies, Accelerator… Áridas exposiciones de protesta ruidosa, sampleada, pregrabada, mezclada sobre un fondo de rock vitamínico. Un álbum catártico para las tardes en las que uno necesita olvidar por las malas o negociar los más bajos instintos con la propia conciencia. 

 

Kid A – Radiohead (2000)
El año 2000 conoció la refundación sonora de Radiohead, una de tantas, el instante fundacional del siglo en el que la banda de Thom Yorke rindió su esperanza sónica y entró en algo que podríamos llamar, o no, puro nihilismo musical. Parecía que quisieran vaciar de materialidad su sonido, para entregarlo al creciente vacío. OK Computer había constituido una cumbre difícil de rebasar; ahí la denuncia estaba viva, aunque iba ganando el silencio del que sabe que le aguarda una derrota implacable. Kid A es la crónica sonora de esa derrota, un valiente extravío que, por supuesto, provoca rechazo o adoración. Hay quien ve en él una petulancia innecesaria, hay quien extraña los días de guitarra y rock grueso atravesado de fino pop de Pablo Honey; hay quien llega a pensarlos innecesarios a partir de Kid A. Yo estuve un poco con todos ellos, pero también mucho con Radiohead. En Kid A habían bordeado la fina línea entre el visionario genial y la locura transitoria. Esa línea la atravesarían, en mi opinión, en Amnesiac y Hail To The Thief, discos en los que no pude soportar la deconstrucción sonora de Radiohead. Kid A, sin embargo, conserva la mágica potencia de un apocalipsis. Es extrañamente hermoso.

 

 Hellville Deluxe – Bunbury (2008)
Enrique Bunbury es un personaje excesivo al que a menudo le salen canciones excesivas. Pero si el ruido del plagio no hubiera tapado los trallazos de este disco, todos hubiéramos ganado mucho. Dice Bunbury que tenía ganas de subirse al escenario y por eso facturó un álbum con predominio de un rock protéico, con un cierto desgarro de estrella venida al cemento, por fin, y un sonido más pegado a las guitarras que al cabaret. El Hombre Delgado Que No Flaqueará Jamás o Bujías Para el Dolor resumen el sonido de este Hellville Deluxe en el que Bunbury hubo de explicar demasiadas cosas que no tenía ganas de explicar, en lugar de hablar de su libro como hubiera reclamado Umbral. Después de muchos años sin encontrarle la gracia al engolamiento vocal de Bunbury, ni a la opacidad progresiva de Héroes del Silencio, la carrera en solitario del artista zaragozano me ha gustado cada vez más. Me interesa menos su lado circense (que defiende sin embargo con teatral acierto en directo) que su lado rockero. Y Hellville Deluxe, sin perjuicio de magníficos momentos en discos anteriores, me parece el mejor disco de su carrera en solitario. Y, de paso, un disco con una pegada que muy poca gente puede reunir en este país de amaias de Van Gogh

 

Hot Fuss – The Killers (2004)
The Killers no me gustaron un poco, me gustaron muchísimo. Hot Fuss, su debut, pero también Sam’s Town, el segundo de 2006. Quiero decir que durante mucho tiempo los convertí en una referencia que pasó por encima de toda la producción británica y que me pareció duradera. Tenían todo: eran americanos de Las Vegas, su rock podía ser despiadado o melódico, tenían esa rítmica poderosa, de púgil golpeador, traída del post-punk… Territorios que me gustan como una natilla con galleta. Por desgracia, Sawdust me recuperó del delirio; y en el último, Day and Age, saqué los pañuelos para despedirlos, mientras ellos alegremente lanzaban serpentinas desde la elevada cubierta de su transatlántico de éxito mainstream interplanetario. No se trata de que el mainstream no pueda rozarnos; aquí no somos clasistas. Es una cuestión de que la conexión se partió por el lado más fuerte, la música, que es en realidad el más débil. Así que regresamos constantemente a este Hot Fuss para oír de nuevo a los Killers que nos gustan. No un poco; mucho.

  

Hey Ma! – James (2008)
En 2001, los muchachos de James resolvieron separarse después de tocar fondo en el inicio de su tercera década juntos. Tim Booth, el inspirador líder vocal de James, quería iniciar una carrera en solitario. La historia es tan conocida, y comprensible, que no hace falta contarla. Hicieron una gira de despedida y su concierto final en Manchester completó un álbum y un dvd llamados Getting Away (With It All Messed Up), que estaría en los primeros puestos de esta reunión si no fuera por su condición recopilatoria, nada menos que de toda una carrera. Después de un hiato de siete años, de un flojísimo disco en solitario  (Bone) y de una sesión de jam de la que surgieron nuevas canciones, Tim Booth reinició el grupo. Convocaron a la misma formación de los días de Laid, probablemente su mejor álbum, y escribieron Hey Ma!, un disco tan de James que no hace falta ni describirlo. Su mayor logro tal vez sea la frescura del sonido, como si no llevaran veintitantos años mirándose las caras. Tiene lo que cualquier gran disco de James: letras intencionadas, un compromiso ideológico que recorre la epidermis del disco y de su canción Hey Ma! (himno sobre o contra la sociedad generada tras la caída de las Torres Gemelas del World Trade Center en NY). Tiene celebraciones de su modo desenfadado de entender la música y las cuestiones importantes (White Boy), o melancólicas disquisiciones acerca de la soledad pasajera del músico. En algún momento pensé si no me gustaba más, incluso, que Laid o Wiplash. Esa legítima duda entusiasta explica la estatura que este regreso de James ha alcanzado en mi década. 

  

Come On Feel The Illinoise – Sufjan Stevens (2005)
Come On Feel The Illinoise es lo que en el argot se llama un disco de concepto. La importancia que eso pueda tener no se duda en el caso del autor, que es quien se lo inventó y le dio forma, pero parece opinable desde la perspectiva de quien lo escucha. ¿Qué diferencia existe entre una canción de concepto y otra sin concepto? llinoise, eso sí, es tan amplio como lo pueden ser 22 canciones de títulos larguísimos, sardónicos o provocativos. Como por ejemplo: Let’s Hear That String Part Again, Because I Don’t Think They Heard It All the Way Out in Bushnell (que sería Escuchemos Otra Vez la Parte de las Cuerdas, Porque Me Parece Que Allá en Bushnell No Se Han Enterado). Así que conviene no afrontar éste como cualquier otro disco. Exige una cierta actitud de escucha y algo de paciencia. Cuando te quieres dar cuenta, te está agujereando el cerebro. Uno recomendaría tomarlo como uno de esos libros escritos al modo de dietarios, memorias parciales, absueltas de cualquier engarce temporal, que vienen muy bien para tenerlos en la mesilla porque permiten una lectura arbitraria. Uno abre cualquier página y empieza por ahí, sin que importe su localización en la geografía del volumen. Con Illinoise ocurre algo parecido: se puede agarrar por delante o por detrás. Precisamente de geografía (política, también humana, sobre todo cultural) habla Sufjan Stevens en este álbum. Su cacareada tentativa de componer un disco por cada uno de los 50 estados americanos tiene mucho de broma homérica, claro, pero hay al menos dos hasta ahora. Éste es el mejor que yo haya oído, porque no he oído el otro. Una reunión multitudinaria de sonidos tan distintos, irreverentes, cambiantes y originales que amenazan con convertir el disco en un clásico perdurable y a Sufjan Stevens en un prodigio de su tiempo; uno de esos muchachos de aspecto inocente que mira a la realidad a través de un vaso de cristal y que, de la obvia distorsión de la imagen, deduce una descripción hiperrealista llena de verdad. Además, una portada con Superman, Al Capone y la Torre Shears de fondo, un tema dedicado al asesino serial John Wayne Gacy Jr., más una canción (adorable) titulada Chicago… todo eso por fuerza había de gustarme.

 
Sound of Silver – LCD Soundsystem (2007)
La electrónica se hace entre dos o eso parece porque abundan las parejas creativas. Y por eso LCD Soundsystem es otra agrupación de dos hombres (los neoyorquinos llamados James Murphy y Tim Goldsworthy) dispuestos a hacer de la electrónica una rama accesoria de la filosofía post-milenio. ¿Hay mensaje? Podría ser, pero mejor no preguntar o uno se encuentra con explicaciones como ésta: «Quería que el disco sonara a plateado», dijo James Murphy, el (co)autor. «¿Qué es el sonido plateado?», le inquirieron, sagaces, los periodistas. «Bowie es plateado». Y, al leerlo, a mí me vino a la cabeza el Bowie de Blue Jean, claro, pero no sé si Murphy se refería a eso. Yo de electrónica entiendo entre nada y casi nada (de música, entre poco y nada, conviene advertirlo), así que no me aventuro a describir a qué suena Sound of Silver o LCD Soundsystem en sí mismos. Lo que puedo decir es que su sonido posee un vigoroso dinamismo robótico, repleto de sugerencias incluso para alguien tan decididamente carnal como yo. Me gusta y me llena de energía igual que las imágenes hipnóticas de 2001: Una Odisea del Espacio, pero ignoro cómo y por qué efectúa mi cerebro esa asociación. He oído por ahí que los LCD Soundsystem, más cercanos al rock que al solfeo metálico de los ordenadores, explotan como una bomba de tiempo en sus conciertos en directo. Y, la verdad, no me sorprende.

 You Are The Quarry – Morrissey (2004)
Recuperemos los cánones de nuestras propias vidas: Morrissey, agarrado grácilmente a la réplica de una ametralladora Thompson, sobre el fondo de un telón fucsia. Eso es You Are The Quarry, el mejor disco del que fuera líder de The Smiths desde Viva Hate! Eso es mucho decir, primero porque Viva Hate! constituye una maravilla intemporal capaz de sostener en pie el mito de Morrissey por sí mismo; segundo, porque entre aquél -su primer disco después de los Smiths- y éste You Are The Quarry pasaron nada menos que 16 años y cinco discos. Todos frustrantes (al menos para mí) en mayor o menor medida, algunos más recomendables que otros (hablo de Vauxhall and I), siempre con algún tema de brillo imperecedero pero sin la regularidad o la solidez precisas para rescatarnos de la nostalgia. You Are the Quarry significa pues, como cualquier reaparición de un personaje tan importante en nuestras vidas, una celebración en toda regla. Con un discurso entusiasta, con las letras hiladas de palabras que nadie más usaría en una canción, como siempre hizo, con cargas de profundidad socio-políticas del tono de America Is Not the World  o Irish Blood, English Heart; imaginarios cilicios sentimentales, tan conseguidos siempre, como I Have Forgiven Jesus, I’m Not Sorry o The World is Full of Crashing Bores… Y un tema para el panteón familiar, First Of The Gang To Die. El regreso de Morrissey. Con todo lo que eso significa. 

  

El Salmón – Andrés Calamaro (2000)
Parece que vino de algún otro siglo, pero no, cayó sobre nuestras cabezas en el arranque de éste. El Salmón es del año 2000, pero está tan metido entre nosotros que lo llevamos incorporado como si hubiera nacido 50 años antes. Además, este álbum contracorriente seguirá sonando igual de vigente (también igual de loco, de excesivo, de desesperado, de glorioso) en el año 3000 y en el 4500, al que esperamos no llegar. Eso sí, el que lo haga podrá decir que lo escuchó antes que nadie. Éste no es un disco de concepto; éstos son cinco discos sin otra idea que sacarse de dentro todas las balas, sin anestesia, y grabar lo que salga. El resultado es un Calamaro en trance sincopado de genialidad, locura, escarnio del espejo, memoria lacerante o ávida desesperanza. El resultado es una obra tan larga que nunca termina de ser escuchada, ni conocida, ni disfrutada, ni tal vez apreciada o juzgada en su medida exacta. Yo quiero El Salmón porque tiene la verdad en positivo y en negativo, porque es tan irregular, imperfecto y cierto como cualquier repaso de nuestras existencias. Porque en él Calamaro no dice ni una sola mentira, pero cuenta a su manera todas y cada una de sus verdades. Porque me recuerda demasiado a la intención del Doble Blanco de los Beatles. Y porque después de la maestría incontestable de Honestidad Brutal, Calamaro sólo podía hacer lo que hizo, tal vez: ser más honesto y más brutal que nunca. Soltarlo todo, arrojarse al abismo, subvertir el orden, darse vuelta como un calcetín y crucificarse frente a la audiencia. Lo raro fue que lo viese tan claro. Lo increíble es que lo  hiciera tan bien. 

 

Sky Blue Sky – Wilco (2007)
Wilco tuvieron una briosa infancia llamada Uncle Tupello, una sombría prepubertad resumida en Summerteeth, la petulante y brillante adolescencia de Yankee Hotel Foxtrot, la rabiosa confusión juvenil de A Ghost is Born y una madurez que se llama Sky Blue Sky. A los demás nos podrá parecer lo que queramos, pero en este disco Wilco alcanzó su cumbre expresiva íntima: habían encontrado su sonido, la unidad, la voz y el modo. Lo hicieron en tres pasos previos: primero, la expulsión de Jay Bennett, el antagonista creativo de Jeff Tweedy hasta Yankee Hotel Foxtrot; después, con el fichaje del guitarrista Nels Cline, que le dio a A Ghost is Born la árida textura bestial de su forma de interpretar el instrumento; el tercero tiene que ver con la pacificación personal de Tweedy, visible a través de la literatura intimista de Sky Blue Sky. Me atrevo a afirmar que, desde el punto de vista de Wilco, y desde el punto de vista de un apasionado de Wilco, Sky Blue Sky es un disco perfecto, en el que no sobra ni falta nada, en el que cada canción tiene la medida precisa, la palabra perfecta, la musicalidad exacta. Es lo que Wilco han querido ser, tan lejos pero tan cerca de su obra precedente. Naturalmente Impossible Germany es quizá la nota más alta de todo el álbum, pero yo he terminado por adorar todas y cada una de las doce canciones, por razones distintas, por necesidades diversas, por amores de improbable reconciliación. De la primera a la última, todas convocan mi fascinación. Sky Blue Sky me parece tan hermosamente perfecto, que no es el disco que más me gusta de Wilco.