Lunes
Primavera. La última canción en Winter Bone fue Impossible, de Röyksopp y Alison Goldfrapp.
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Jueves
La primera canción de Spring Up ha sido Wasted, de The War on Drugs.
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Viernes
He releído algunos pasajes que escribí en aquellos artefactos de literatura portátil que pensábamos que podrían llegar a ser las redes sociales. Naturalmente, hace tiempo que dimitimos del social media y que incluso nos atrevemos a pensar que no estar en las redes sociales se ha convertido casi en una obligación cívica y, cuidado, hasta moral. A menudo cuestiono esta opinión y me veo a mí mismo desde fuera, exagerado y obsesivo.
De entre esos fragmentos escritos en un tiempo y ahora leídos con extrañada distancia, me ha gustado este:
«Rick y Elsa tenían París. A nosotros nos queda la Antártida, mucho más inalcanzable. Nos quedan apenas restos de algún naufragio. Y las noches: noches larguísimas como las que conocen los hielos del sur, noches de apariencia infinita si las escribimos. Los evocadores e imposibles territorios que la creciente temperatura del planeta va derritiendo de forma inexorable. La Antártida se agota, igual que a nosotros nos agota el tiempo. Somos todos, pienso ahora, paisajes de hielo sin esperanza. Nos consumirán el sol y los días pero, mientras sigamos vivos, nos conservaremos inexplicablemente hermosos».
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Miércoles
Acabo de leer La liebre, de César Aira. Pocos días antes completé El cumpleaños, también del autor argentino. Desde que tomo los libros de la biblioteca pública, mi ritmo de lectura se ha visto beneficiado por las obligaciones del plazo de devolución. Creo que ya he dicho esto. Escrito. Tal vez sólo lo haya pensado. Con frecuencia descubro que algo que pensé haberle contado a una persona quedó en realidad atrapado en mi pensamiento y nunca lo dije. Imagino los pensamientos, o las palabras que componen esos pensamientos, moviéndose de lado a lado del cráneo como centellas enloquecidas de azogue. Ansiando conexiones mientras rebotan en el pin-ball de mi conciencia.
De Aira solo había leído antes Las noches de Flores, una historia desconcertante por su viraje desde lo realista hasta la intromisión de un aliento fantástico y surreal, en un tono al que me costó encontrarle coherencia. Me resultó demasiado arbitrario. Para situar bien a Aira eché mano de las recomendaciones de L., que clavó la definición de su compatriota en una frase, como el entomólogo que sujeta un coleóptero en el panel de su colección: «Aira. No es fácil porque siempre escribe distinto y al mismo tiempo sigue siendo él mismo». En efecto, los tres libros que leí no tienen un continuo, como dirían en La liebre, que permita caracterizar al autor o resumirlo en un mínimo común denominador. La liebre, con su profusa ironía encarnada en «indios que hablan como Leibniz en los tiempos de Rosas», me ha parecido una obra mayor, original y asombrosa por la minuciosa construcción de una realidad alucinada. Todo soportado en una escritura para la que prefiero usar esa palabra que, en mi nomenclatura, designa un escalón bien alto: portentosa.
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Jueves
He empezado a John Dos Pasos: Paralelo 42, el punto geográfico donde nacen las tormentas que recorren desatadas el inmenso Estados Unidos.
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Viernes
«Lo explican muy bien Edward Lucas y Peter Pomerantsev en un documento del Center for European Policy Analysis: «El uso que hace el Gobierno ruso de la guerra de la información –la ‘desinformación’– difiere de las formas tradicionales de propaganda. Su objetivo no es convencer o persuadir, sino desautorizar. En lugar de agitar al público para que actúe, busca mantenerlo enganchado y distraído, pasivo y paranoico». Es decir: en vez de convencerte y persuadirte de algo, la propaganda rusa intenta desconvencerte, extender la sospecha sobre lo establecido o relativamente obvio y promover un relativismo epistémico absoluto. La propaganda rusa contemporánea no ofrece un modelo alternativo al occidental como ocurría durante la URSS. Simplemente agita las aguas del descontento y explota las contradicciones del modelo occidental. Es una estrategia, en principio, inteligente. Busca explotar el escepticismo liberal de los ciudadanos occidentales, que se sienten orgullosos de su pensamiento crítico y de su libertad para formarse un criterio de manera independiente. Si te lo cuestionas todo, acabas paralizado».
Instrucciones para no convertirte en un propagandista ruso,
por Ricardo Dudda en The Objective
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«(…) el presidente del Gobierno afirmaba recientemente que, si descontamos la inflación, el precio de la electricidad no ha subido. Lo que viene a ser lo mismo que decir que, si descontamos los dos últimos años, no somos dos años más viejos. Una mentira más, aunque con vis cómica, de las muchas que se proyectan sobre una sociedad acostumbrada a que la mientan y a mentirse a sí misma, y para la que la mentira y el mentiroso se han convertido en parte del paisaje y del paisanaje, respectivamente».
Decir la verdad, un acto revolucionario, por Javier Benegas en The Objective
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Miércoles
Para mejorar el mundo son necesarios un optimista con determinación y un pragmático empedernido.
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Jueves
P. se ha contagiado de COVID. Aplazamos la actuación de mañana, a favor de una asociación de exiliados ucranianos. Las mascarillas han dejado de ser obligatorias en todos los ámbitos, incluso interiores, aunque todavía se recomiendan. Ya no se publican cifras de incidencia, de modo que la responsabilidad individual se basa en una pura especulación. No sé si la pandemia ha terminado de manera oficial, pero se parece bastante. Ha bastado dejar de contar. Y de contarla.
Pienso en la incoherencia de contribuir con un concierto a la causa de Ucrania mientras ignoro de forma sistemática las noticias de la guerra en Ucrania. Les tengo miedo, esa es la verdad. Escucho de pasada en la radio el fragmento de un reportaje sobre los cientos de personas refugiadas desde hace más de dos meses en la acería de Mariúpol, sitiada por las tropas rusas. Hablan niños que quieren salir y jugar, ver la luz del sol. Tengo que quitarlo. No soporto los detalles.
Me siento muy cobarde. Y me acuerdo del recluta Tim O’Brien, autor de Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, y de su cobardía inversa: no se atrevió a cruzar el río que lo llevaba a Canadá para desertar de Vietnam. No se atrevió a no ir a la guerra. Allí acabó luchando y al tiempo escribiría un libro formidable, un inventario de lo que los muertos llevaban en sus bolsillos y en sus mochilas mientras luchaban.
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Viernes
Día de la madre. El banco me envía al correo una publicidad que dice: Si quieres algo para tu madre, consíguelo.
Lo que pasa cuando no tienes actualizada la base de datos de tus clientes.
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Sábado
Por la tarde, aburrido durante la transmisión del partido, descubro a Peter Bruntnell porque esta misma noche ofrece un concierto en una salita de la ciudad. Escucho una canción, la primera que me entrega el algoritmo (Where the snakes hang out) y decido que me voy a verlo. Me cuesta encontrar el lugar, que se llama El corazón verde, porque no había estado nunca y porque la decisión ha sido tan rápida que ni siquiera sabía a dónde iba. Cuando por fin llego, después de dar inútiles vueltas en busca de aparcamiento por el barrio, la chica de la puerta me dice que está lleno.
He venido a buscar paz en medio de una guerra, tienes que dejarme entrar. ¿Vienes solo? Mírame: esencialmente solo. Nunca nadie ha venido tan solo… Bueno, no te voy a dejar fuera habiendo venido así de solo. A veces me gusta ir a los sitios así de solo. Si llegas a venir con alguien más, imposible. El privilegio de la soledad, ya sabes. Lo que no tendrás será sitio para sentarte. Mientras haya cerveza… Hay cerveza. Entonces no necesito nada más. Somos lo que necesitas. Por eso me ha costado un rato encontraos.
La ventaja de escribir es que puedes reinventar lo que de verdad ha pasado. Y los diálogos de la escena. Inventar un recuerdo. Hacerlo mejor. A veces.
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El lugar tiene una puesta en escena deliciosa: una fragante terracita exterior al costado del canal, mirando al gran parque de pinos y jardines. El conjunto adquiere, a esta hora de una noche primaveral, la suave calidad acariciadora de los refugios imprevistos. Como una cabaña en un bosque a la que puedes irte a darle la espalda al mundo. A eso he venido.
La sala cuadrada, con la barra en un lado y el escenario en el fondo opuesto, mesas y sillas donde se arremolina la audiencia, construye un sincero auditorio de luces indirectas. La enorme cristalera funde el inmenso bosque de afuera con la intimidad de la música, un acústico de sonoridades nítidas, meloso pero lejos de cualquier amenaza de monotonía. A menudo los recitales sin una banda completa (aquí solo las diferentes acústicas de Bruntnell, a las que se suman un bajo y una guitarra solista) tienden a hacerse demasiado largos en mi oído, que prefiere algo de ruido instrumental. No en este caso. El sonido y la voz de Bruntnell envuelven el ámbito en un dulce manto que la chica de la barra modula con ternura mientras atiende de cuando en cuando las peticiones de los clientes. Familia galesa, nacido en Nueva Zelanda, regresado al año de vida a Inglaterra. Practica algo que parece americana pero vive en Kingston upon Thames. Hace country alternativo. Le gusta Son Volt.
Yo escuchaba a Son Volt cuando descubrí a Uncle Tupello: Son Volt fue la banda que fundó Jay Farrar cuando él y Jeff Tweedy se enfrentaron y acabaron disolviendo Uncle Tupello en 1994. Tweedy montó entonces Wilco con otros dos miembros del grupo: el bajista John Stirratt y Ken Coomer, su primer batería. Además de Jay Bennett, multiinstrumentista. Al igual que con Jay Farrar, Tweedy también se enfrentó y echó del grupo a Jay Bennett, que moriría un tiempo después. A Coomer se lo cargó por la brava cuando conoció a Glenn Kotche y con él grabaron Yankee Hotel Foxtrot. Jim O’Rourke, guitarrista, también fue eliminado después de la grabación de A ghost is born. Se incorporó Nels Cline. Mikael Jorgensen ya estaba. Aún vendría Pat Sansone. Stirratt sigue en la banda, el único miembro original junto a Tweedy. Casi siempre -salvo cuando hace segundas voces- Stirratt toca girado de perfil hacia Kotche.
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No, no me pongas copa. Siempre bebo de la botella.
Los artistas piden tres bourbon con hielo.
Miro a través de la cristalera de la sala. Ahí sobre esa colina de enfrente actuarán Wilco en apenas dos meses, al otro lado de la pasarela que he cruzado para llegar hasta aquí.
Varias veces pienso en aquel concierto de Damien Jurado en La Lata. También en los de Steve Earle en Oasis, que tanto le gustaron a Per. Pienso en el mediodía en que quedamos a comer, cuando ya no trabajábamos juntos, y apareció con una copia tostada de Yankee Hotel Foxtrot, en una funda de plástico duro de color verde transparente.
Y en la primera vez que vi a Wilco en Oasis, en marzo de 2005.
Busco mi foto con ellos, en la tienda de discos Revolver, en Barcelona, en 2012.
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Termino mi botella afuera, tras el concierto de Peter Bruntnell. Su biografía en Spotify la ha escrito él mismo. Bruntnell no tiene quien le escriba. O sí. Dice una crítica de The Guardian: «Si viviéramos en un mundo justo, Peter Bruntnell estaría ahora mismo embarcado en su tercera o cuarta gira mundial en grandes estadios; y su mayor preocupación sería cómo enviar por mensajero el último puñado de premios Grammy para hacerlos llegar a Reino Unido, con el fin de que su mayordomo los instalara en el ala oeste de una gran mansión a tiempo para su regreso». Bruntnell aparece fotografiado, con un traje azul de raya diplomática, en los bajos de un edificio abandonado.
Nada suena más irónico que los ditirambos. Sobre todo si comienzan con un «si el mundo fuera justo…».
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Es casi medianoche y suena smooth jazz en la terraza. Una pareja habla, los dos sentados en la valla que jalona la orilla del traicionero cauce del canal. Un chico regresa a casa con dos perros de cuerpo alargado y chato. Miro a los que aún quedan arriba, al otro lado de la cristalera, y me dan ganas de subir y quedarme hasta que cierren. Bebiendo dentro y mirando afuera.
Hago lo contrario de lo que querría.
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Domingo
«Para empezar, vale la pena recordar cuál es el producto que las redes sociales venden, porque si hay algo que no son es un «espacio de debate” o la “plaza pública” que dicen ser. Una red social es, como todas las páginas gratuitas de internet, un mercado publicitario. El producto que venden son la gente que visita, escribe, y lee lo que unos y otros están diciendo en la página. Los clientes son los anunciantes que pagan dinero a la red social para poner publicidad delante de esos ciudadanos aguerridos defendiendo el honor de su partido político/ equipo de fútbol/ personaje famoso favorito con un entusiasmo encomiable.
Los objetivos de las redes sociales que quieran ganar dinero, entonces, no es “proteger la libertad de expresión”, o “defender unos valores”, o “crear espacios para el diálogo”. Lo que quieren es, primero, crear una estructura de contenidos que haga que sus usuarios se pasen tantas horas metidos en este antro como sea posible, y segundo, recopilar tantos datos de dichos usuarios como sea humanamente posible para poder vender a los anunciantes una audiencia bien segmentada, delimitada y que compre lo que venden».
Musk y la lógica de las redes sociales, por Roger Senserrich en Vozpopuli
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La vida no ayuda.
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