El afilador y otras bestias

8 06 2011

A pesar de haberse afeitado su acometedor bigote en herradura, la conclusión no cambia: Nick Cave es un hombre. Los demás apenas lo intentamos. Podemos pasar desapercibidos, entreverarnos en el grupo y adoptar las actitudes comunes de la especie. Está bien. Incluso ellas nos aceptarán como cambiantes modelos, posibles versiones, una variación aceptable… Tales circunstancias no autorizan el orgullo. Digámoslo claro: el gusto femenino para los hombres está sobrevalorado, presenta una volatilidad que es preciso deplorar y no se atiene a cánones razonados. Basta con mirarse al espejo. Yo lo hago. En el fondo, todos sabemos la verdad: cuando uno ve al afilador en el escenario, ha de admitirlo. He ahí un macho con todas los atributos: rockero, poeta, salvaje, descarado, sensible y brutal. Alguien capaz de cantar así: «Estamos hartos ya / de su tan conveniente lloriqueo / Sólo queríamos un poco de violación consensuada por la mañana / y otro poco más por la noche… / Ve a decirle a las mujeres que nos largamos». En el PS’11, Grinderman hicieron cosas como este áspero Get It On, subrayado por el indisimulado gamberrismo de Warren Ellis con las maracas (nótese el control de diestra que hace de una de ellas en un momento dado, habilidad que le facultaría para actuar como defensa central en el Zaragoza y sacar el balón jugado desde atrás) y el abuso de jefatura que practica el bully Cave.

Grinderman nacieron como una mera distorsión de la realidad, una confesada tentativa de escapada. Nick Cave trasteaba con escasa destreza la guitarra en el intermedio de un ensayo con los Bad Seeds y su ineptitud para matizar acordes en el instrumento produjo un desorden melódico que llamó la atención de los otros, Ellis y el baterista Jim Sclavunos. Cansados de la exigencia de la calidad del proyecto Nick Cave & The Bad Seeds, se entregaron a jugar con la deformación abierta por Cave. Así, como un mero error, surgió Grinderman. Para darle forma, despojaron a la banda de todas las imposiciones de la celebridad que implicaba su otro proyecto y se dispusieron a afilar las guitarras, practicar la travesura sonora y promover el alboroto de las letras. O sea, hacer lo que les viniera en gana. Ni siquiera titularon los discos: fueron Grinderman y Grinderman 2. La versión desvergonzada del sensible crooner tenebrista que siempre ha sido Nick Cave.

Así, el afilador le hace el amor a la mujer a la que desea (y no tiene) diciendo cosas como éstas: «¿Qué es lo que te ha dado ese marido tuyo? / ¿A Oprah Winfrey en una pantalla de plasma? / ¿Una camada de imbéciles con dientes de conejo? /Los putos niños más feos que he visto en mi vida… / Oh, nena, te quiero / Quiero que seas mi novia». Y una vez escritas declaraciones de amor tan disfuncionales, el hombre de la cuchilla sale al escenario vestido con el traje de raya diplomática, la camisa abierta hasta la depresión del vientre y una medalla dorada en triángulo sobre el pecho. Por otro lado, ya dije una vez que yo de mayor quería ser Jim Sclavunos, batería de Grinderman. Me refería al tipo barbado de antaño. Pero Sclavunos apareció en el PS’11 con aspecto de adulto reformado, el pelo contenido en un flequillo muy chic, apenas una sombra de barba sobre los pómulos y un apetitoso terno rosa a juego con la batería, también rosa. Mezclados con el estilo de hippie trasnochado, de ángel del infierno de Warren Ellis, el combinado resulta en un trallazo de desafiante energía. Fue un concierto descarnado, poderoso al principio, algo decadente más tarde. Instantes lúcidos y hasta hermosos en su radicalidad, como en The Palaces of Moctezuma. Con pasajes llameantes y otros con debilidades en las que no incurrirían los Bad Seeds. La arrebatadora presencia de Nick Cave en el escenario tiene el empuje suficiente para electrificar un vallado de varias hectáreas. No será exagerado decir que Grinderman eran mi primera motivación para asistir al festival. Tampoco lo es objetar que me dejaron una satisfacción matizada.

Un rato antes vi a Public Image Limited (PIL), la banda que lidera John Lydon, aka Johnny Rotten, el que fuera cantante de los Sex Pistols. Fue, como el encuentro con Mr. Cocker, un rapto de mitomanía de los que me son tan comunes. Sólo que el estudiado dandismo de Jarvis contrasta (o tal vez no) con la gastada vulgaridad que rezuma Lydon, que escupe sobre la tarima, se suena los mocos por oclusión de uno de los caños, como los deportistas, y entretanto recita poesía desestabilizadora. La visita al abuelo protopunk fue un movimiento exigente, por cuanto hube de viajar en solitario, arrastrando mi tendón de Aquiles como la bola de acero de un condenado, hasta el escenario más alejado del meollo. En el PS uno ha de estar dispuesto a estos penosos peregrinajes, cuyo peso decae con la relativa anestesia que van procurando las horas y las barras. Sin embargo, ese primer día ocurrió la tragicomedia de los iPads, encargados del cobro electrónico de las consumiciones en todas las barras mediante escáner visual de una camarita ad hoc. Demasiado tecnología para el prosaico alcohol. No se puede dejar la cerveza en manos del 2.0. Hubo un largo suspenso sin servicio que provocó tensión indisimulada en el ambiente, aunque el pueblo es algo más que pacífico. Durante varias horas regresó la ley seca. El sistema digitalizado no se recuperaría del todo en los tres días y acabó rigiendo el papel moneda, como en la antigüedad previa al miserable invento de los ticket. Lo hizo a tiempo para que no se constituyeran mafias en los barrios oscuros del festival y acabara la cosa en tableteo de ametralladoras Thompson desde el estribo de los autos. Nosotros habíamos colado Jaggermeister de estraperlo y manejábamos las contraseñas de algunas puertas en callejones oscuros, de modo que la noche duró lo suficiente como para lamentarlo. Me cuentan que acabamos viendo a Interpol, un grupo que siempre me gustó, pero de los que recuerdo haber pensado en su carencia de emoción y negarles cualquier legitimidad para ser comparados con mis untouchables Joy Division. Se ve que luego pasamos a saludar a los Flaming Lips, de los que si ustedes me disculpan no daré razón por incomparecencia de la conciencia, bonito sintagma. Horas antes había mirado con cierta atención a Of Montreal, unos chicos de Athens (Georgia) con melodías vodevilescas y esas escenografías desmesuradas de los grupos filogays. Me gustó, por contraste, la sencillez de The Fresh&Onlys, lo que me ratificó en que uno puede confiar en casi todo lo que venga de la ciudad de San Francisco. No pude consignar la visita de The Walkmen por coincidencia con otros asuntos, y confirmé desde la embarrada ladera que asoma sobre el escenario principal que Belle & Sebastian hacen muy bien de Belle & Sebastian: un grupo siempre necesario, que no precisa de entusiasmos para agradar. Es el discreto encanto de la burguesía indie: y si te sientes siniestro, vas y visitas a un pastor.





Lobos

7 10 2010

El fútbol y el periodismo me parecen dos asuntos patéticos. Tal vez el único modo de soportarlos resida en sus mayores expresiones: recorrer la cuadrícula africana entre los años 60 y 70, en plena descolonización revolucionaria, al modo de Kapuscinsky (versión aventura) o alicatarse el riñón con billetes en un no-hacer-gran-cosa, viendo la vida pasar a través del cristal del despacho de una gran ciudad, en la conciencia de que todo está hecho, cumplido el tránsito de ascensos, promociones y aumentos de sueldo (versión materialista). Como perfecto hombre imperfecto, yo he fatigado tiempos en anhelar las dos en orden alternativo, inútilmente en los dos casos. En el lado del fútbol, ya escribí que me negaba a que ni un solo gramo de mi vida dependiera del acierto de Arizmendi. Ahora digo lo mismo con el nombre de cualquiera de los que hay, salvo excepciones, las menos. No se trata de triunfar, sino de ser dignos. Aquí somos dignos por intercesión de otros. Sólo hay un modo de aguantar el fútbol: ganar un Mundial o una Recopa en París, en la prórroga y con un gol imposible. Después de lo de Sudáfrica, insisto, este año no debería haberse jugado la Liga. Del mismo modo retrospectivo he alcanzado la conclusión de que el Zaragoza debió disolverse en la bruma de aquel mayo francés, evaporarse como un sueño o en un lento fade-out la tarde siguiente en la plaza del Pilar. A lo mejor es que yo no valgo para este tipo de pasiones tan inquebrantables. A lo mejor es que soy deudor del modo ficticio de mirar la vida. Las novelas y las películas terminan así, no siguen y siguen y siguen hasta permitir que la cruda realidad les dé alcance. Para que tenga sentido, todo ha de acabarse y debemos saber cuándo acabarlo. En la cama y con grandeza sólo murió Quijote. Ahora sé que el Zaragoza acabó aquella noche, sólo que nos hemos empeñado en este largo adiós sin sentido. Hay que tener claro cuándo la historia queda escrita, cuándo no cabe una línea más.

El hecho de que mi vida diaria consista en una ración compuesta de fútbol y periodismo me obliga a una tercera vía: la deserción intelectual, por un lado; la dimisión emocional, por el otro. En ello ando, con desiguales resultados. Del peso del Zaragoza me he desecho con bastante éxito. Si algún torquemada viene a afearme la renuncia, lo acepto. No me importa lo más mínimo. Desde que el periodismo ha consentido que lectores anónimos comenten nuestro trabajo de manera pública en las webs, el lector ha pasado de ser una abstracción respetable a revelar su fondo más débil. Hay acotaciones atendibles. Cómo no. Pero abunda quien, como denuncian los estudios, apenas alcanza a comprender el sentido de lo que lee. ¿Cómo voy a preocuparme o a respetar yo todo eso? El lector, tal cual, se ha ganado mi indiferencia. No vean altanería, no se me da bien. En realidad, se trata de otra dimisión. Me he vuelto tan condescendiente que hasta comprendo que un especulador me siente frente a él una tarde de martes de octubre y me proporcione lecciones de periodismo. Los actores del sainete reclaman la venganza de lo mutuo y es justo que sea así. Los periodistas estamos dedicados a decirle al mundo cómo debe funcionar, a hacer juicios profesionales y morales, a participar del mangoneo con apariencia de respetabilidad (siempre en el piso de arriba, a veces también en el de abajo). No está mal que alguien nos ponga del otro lado. Por supuesto ese alguien no tiene ni idea de lo que ha de decirnos; no sabe ni de lo que habla, pero esto forma parte de las reglas del juego. Se aprenden tres palabras: contrastar, fuentes, ética. U otras parecidas. Las barajan y juegan a ser deontólogos del oficio, a pedir respeto, profesionalidad, tiempo o cualquier otro de esos valores etéreos. Bien está. Aun con errores de base, lo admito. El único problema que tengo con todo esto es uno, muy pertinaz: me aburre.

Contra el aburrimiento, J. me regaló hace unos días un elepé del Lobo Diarte. Su primer tema, Ibiza, cantado en inglés, compone un clásico instantáneo de las discotecas. Está lleno de joyas kitsch. El Lobo supuso mi primera gran frustración de zaragocista, siendo niño: lo veía con otra camiseta, la del Valencia, y me enfermaba. El Lobo, feroz goleador, melódico cantante, aullaba así en el programa de fin de año de 1976.

Últimamente pienso mucho en lobos. Si yo pudiera ser una fiera, preferiría ser un lobo. Estepario, por supuesto. Lobo estepario, animal de fábula infantil, animal de existencialismo serio, literario de verdad. Ya sé que los delfines son muy simpáticos, pero quién puede armar ninguna metáfora filosófica con un delfín. Hay que ser lobo. Ser lobo de pelo áspero, hocico largo, caninos afilados, molares que crujen huesos. Ser un lobo y recorrer las praderas heladas, mancillar la nieve con sangre ajena, desgarrar la carne de los miembros, pintarme los colmillos con sus entrañas, amenazar, manipular los miedos, correr en manadas, discutir la supremacía del jefe por el mero gusto instintivo de hacerlo, invitándolo al cuerpo a cuerpo, aceptar la derrota, cubrir a la hembra en la victoria, levantar las orejas, erizar el pelaje, caminar agachado, matar y morir de forma rápida y violenta. La última música que he comprado es música para lobos: Grinderman, la banda salvaje de Nick Cave, ha publicado su Grinderman 2, y en su portada aparece un lobo amenazante que enseña los colmillos en medio de un salón de estar. El primero tenía a un mono radiactivo: estos días, cuando veo a Chavez o a Evo Morales, pienso en el mono radiactivo de Grinderman, con su desafío de destrozarlo todo, de enfermarnos, de dirigir los destinos de alguien armado con una sartén y un palo. Monos con jersey de punto y chándales de Venezuela. Enfrentaría a un lobo con esos chimpancés. Un lobo como el de Nick Cave, que a gusto sería yo mismo. En una habitación cerrada, sin ventanas.

Como todo lo que hace Grinderman, el disco es una colección de trallazos despiadados. El lobo es protagonista del primer tema, encarnado en un hermano mayor que huye: Mickey Mouse And The Goodbye Man. Me enerva la distorsión estridente de las guitarras, la pulsación amenazadora del bombo al fondo y la tensión cruzada con el charles, que va ganando fiereza mientras aúlla Nick Cave: «[Mi hermano] La lamió y la lamió / hasta dejarla seca. A mí me pegó un mordisco / y luego se largó. Ahí arriba, en lo alto del piso 29». Es la música que necesito en estos días. Justo esa.

Nos ha ganado la mediocridad, pero no hay que permitirle que nos someta. La mayoría de los lobos mueren a manos de otros lobos, aplastados por automóviles, tiroteados por furtivos, heridos por sus presas. Ninguno muere en la cama. Ningún hijo de puta debería morir en la cama. Deberían morirse aplastados por la inteligencia, la dignidad y la entereza. Olvidados. Empujados al suicidio. Un tiro en la cabeza de su mano derecha proclamaría nuestra victoria. La vida es a dentelladas o no es.





La Década de un Infame en Canciones (y 5)

2 02 2010

Los diez mejores, en este orden ascendente: 10- The Gospel of Progress, de Micah P. Hinson; 9- Neon Bible, de Arcade Fire; 8- I Am a Bird Now, de Antony and The Johnsons; 7- Grinderman, de Grinderman; 6- Elephant, de White Stripes; 5- A Ghost is Born, de Wilco. 4- Funeral, de Arcade Fire; 3- The Man Comes Around, de Johnny Cash; 2-  In Rainbows, de Radiohead; 1- Yankee Hotel Foxtrot, de Wilco. Los diez discos que no salen de mi iPod ni aunque caiga una bomba atómica. Una década más, una década menos.


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Yankee Hotel Foxtrot – Wilco (2002)
En mis días por Chicago pasé el tiempo mirando y fotografiando las dos torres de Marina City, objeto de la portada de Yankee Hotel Foxtrot. Una imagen pálida, en violento contrapicado, de lo que  parece una colmena de cemento y es, en realidad, un complejo residencial de arquitectura singular en la desembocadura del río Chicago. El título del disco es aún más críptico: Yankee Hotel Foxtrot son tres palabras usadas en el alfabeto fonético de las emisoras numéricas de onda corta. Cada palabra representa su letra inicial. Un juego de acrónimos que tendría que ver con mensajes cifrados para espías, enviados hasta su destinatario a través de frecuencias ocultas en el dial. Nadie confirmó jamás esa teoría y el enigma permanece vivo. En el disco de Wilco, hacia el final de la sombría Poor Places, una voz infantil recita las tres palabras con tono hipnótico. Hay algo definitivamente misterioso en este disco. La gestación de Yankee Hotel Foxtrot parece una leyenda concebida por algún publicista post-moderno. La narra con pulso muy firme Sam Jones en el documental I Am Trying To Break Your Heart. La atrevida factura del disco le costó a Wilco la ruptura con su discográfica, que le pedía a Tweedy y sus chicos un trabajo mucho más accesible para las masas. Tweedy no aceptó. Expulsó a su antagonista Jay Bennett del grupo, consumió las migrañas en vómitos entre grabaciones, hizo malabares para no derrumbar su vida de pareja y convenció a los demás de pagar 50.000 dólares y quedarse con los derechos de publicación del álbum futuro. Con las manos en un bolsillo y una colección de tortuosas canciones en la otra, Wilco salieron a la vía pública con el disco bajo el brazo, y con él se lanzaron a la autopista virtual: descargable en internet, Yankee Hotel Foxtrot recabó adeptos con la velocidad de un trueno. Las discográficas volaron a por él y le dieron cuerpo. Es un disco en verdad extraordinario, que avanza la personalidad posterior de un grupo que ya había publicado el seminal A. M., un doloroso (a veces brillante) Being There, y el promisorio Summerteeth. De modo impensable, Yankee Hotel Foxtrot –disco nada complaciente, cruzado de norte a sur por la poética del quebranto que tan bien maneja Tweedy en sus letras, hecho de potentes diálogos sonoros, de soliloquios miserables y epílogos estridentes- catapultó a Wilco hacia el culto masivo. Y elevó al infinito su consideración como creadores de un sonido distintivo, deudor de viejas tradiciones rebasadas por una sabia experimentación e interpretadas con una finura prodigiosa.       

       

In Rainbows – Radiohead (2008)
Tal vez Noel Gallagher tuviera razón en aquella macarrónica apreciación que hizo acerca de la música de Radiohead: «Thom Yorke se sienta al piano y durante media hora canta lo mismo: ‘Se va todo a tomar por el culo, estamos condenados, se va a tomar por el culo…’. Ya… sólo hace falta ver las noticias, tío. Pero al final, su público siempre acabará pidiéndoles que toquen ‘Creep’. Que se hagan a la idea». Así es Radiohead, un grupo que siempre ha tratado de ir mucho más lejos cuando todos pensábamos que ya habían llegado hacía rato. En este In Rainbows, puesto a disposición del público primero en internet y más tarde en los formatos normales, Radiohead supera (por fin) la abstracción sonora de los discos precedentes y entra de lleno en ese tipo de vigoroso rock electrónico que tan bien dominan (15 Step, Bodysnatchers), y en las esquizofrénicas falsas baladas en las que la angustia de Thom Yorke se apodera progresivamente de todo (All I Need). El resultado es un disco que, a mí, me saca la cabeza de su sitio. Una colección de canciones que he escuchado incansablemente durante los últimos años, y aún lo hago. De entre todos los méritos que le atribuyo, éste no es el menor: haberme devuelto a uno de mis grupos preferidos de todos los tiempos. Si no lo considero el mejor disco de los últimos diez años no es tanto por una cuestión musical (durante mucho tiempo pensé que lo era) sino porque al reescuchar Yankee Hotel Foxtrot me di cuenta de hasta qué punto Wilco han cambiado mi percepción de la música y de todas las demás cosas.

Neon Bible – Arcade Fire (2007)
Eso que llaman art-rock es una mezcla de lo más resbaladiza. Sólo con la denominación uno corre el peligro serio de ponerse interesante y de que el fundamentalismo guitarrero arremeta contra esas tricotas instrumentales en las que lo mismo suena un oboe que el percusionista aporrea alternativamente un timbal y una pandereta. Arcade Fire gestionan todos esos peligros con ligereza de actitud, conciencia rock, un cuidadoso sentido lírico a la hora de escribir las canciones y su modo torrencial de interpretarlas. El virtuosismo está muy bien resumido en su revisión de Neon Bible en el interior de un ascensor, con percusión rítmica en el cajón del elevador y las hojas rasgadas de una revista como divertido instrumento alternativo. Funeral parecía ocuparse de los pensamientos íntimos ocultos en un velatorio; Neon Bible nació concebido y destinado a la grandilocuencia. Su distancia es la que hay entre una iglesia románica y una catedral gótica. Sin embargo, en ambos casos el funcionamiento resulta inapelable. Neon Bible tiene un deliberado sonido trascendente, tentativa que siempre estará condenada a provocar adeptos y enemigos. Hay en él una indudable vanidad instrumental, pero Arcade Fire puede sostener la apuesta sin ponerse churriguerescos, porque sus edificios sonoros están construidos con materiales sólidos y arquitectura lógica. Su capacidad de sugerencia permanece intacta. El disco tiene menos unidad que Funeral, pero uno no acierta a entender por qué esa irregularidad ha de jugar en contra de la consideración de las canciones. Yo, de verdad, agradezco los cambios de rasante.    

     

The Man Comes Around (American Recordings IV) – Johnny Cash (2002)
En la primera canción de este álbum, Johnny Cash pinta el Apocalipsis con la misma ferocidad religiosa y poética con que lo hubiera hecho Miguel Ángel si llega a nacer en el siglo XX en lugar del Renacimiento. Sinceramente, uno querría ver un espectáculo de esa clase, sobre todo con la banda sonora de Cash al fondo. Cuando el Hombre se haga carne entre nosotros, sonarán trompetas celestiales, se abrirán las montañas, vaciarán las cuencas de los ríos y cabalgarán flamígeros ángeles sobre un fondo de enloquecida púrpura. Puede que todo eso sea verdad o puede que no, pero Johnny Cash lo cuenta de un modo indudable. Ésta es la música del Juicio Final, el último disco de la serie American Recordings, en la que Cash le refrescó al mundo entero la memoria de su grandeza. Reinventado mucho más allá del country, pero con los pies sobre la tierra musical que lo vio nacer, Johnny Cash recupera una de las figuras más clásicamente americanas: la del intérprete descomunal, capaz de hacer suyo cualquier ritmo, cualquier canción, no importa el estilo, y transformarla, redefinirla, ampliarla y otorgarle nuevos significados. Lo hace con Personal Jesus, el tema de Depeche Mode, al que le rebaja la ligereza tecno para darle una profundidad insondable. Con In My Life, de los Beatles, reinterpreta el bellísimo lamento nostálgico de Lennon y McCartney hasta hacerlo despiadada tristeza de adiós. Su versión de Hurt es la cumbre de ese juego prodigioso. El vídeo es una última confesión antes de la muerte. Una canción reinventada como epitafio. Y luego está el Cash de Give My Love to Rose, el cantante de modélicas melodías acerca de los perdedores (I Hung My Head) y de los amantes, y de los amantes perdedores. Con este álbum, Johnny Cash alcanzó un estadio aún superior a la inmortalidad que ya lo asistía. Y a continuación, como para dejar constancia de que nada dura demasiado, el tipo se murió.
     

Elephant – White Stripes (2003)
Si con una sola canción hubiera de representar la década completa, tal vez elegiría Seven Nation Army, con su batería machacona y el riff de guitarra (que suena a falso bajo) más famoso del milenio. Al punto que los italianos lo  representaron en una suerte de onomatopeya infantil (po popopo popo pooooo) y con ella construyeron un cántico célebre para su victoria en el Mundial de fútbol de 2006. Esta canción posee el poder hipnótico del icono, defendido en la complejidad de su aparente sencillez. Este disco, Elephant, presenta una colección de temas implacables en los que los (presuntos) hermanos White -se hacen llamar Jack y Meg White y existen multitud de teorías al respecto de la naturaleza verdadera de su relación, pero se sabe que no gastan los mismos apellidos en sus documentos- energetizan el ambiente trayendo a su terreno el garaje, el rock, un tanto de blues y otro de psicodelia, estribillos que rinden la conciencia colectiva sin empalagarla, una guitarra de afilada expresividad y todo con la dosis precisa de mugre para que suene agreste y como a los años setenta en algunos dichosos casos. Los White Stripes tienen humorística audacia, sonido, potencia, energía y actitud. Cuando aciertan, le pegan en la diana a todos nuestros gustos. Por eso Elephant nos parece un disco estupendo, que uno tiene ganas de oír muy a menudo, para sentirse campeón. 
   

I Am a Bird Now – Antony and The Johnsons (2005)
En la voz de Antony Hegarty están contenidas todas las formas de la hermosura. El cautivador arrebato que provoca tiene que ver con lo desconocido, lo inasible o lo mágico: a pesar de su cadencia de lírico lamento, parece concebida para hacer del mundo un lugar más acogedor. Contra la impresión de martirio interior, de desnudo intimista, en su modo de interpretar, de relacionarse con las canciones y de apelar al público, Antony Hegarty convoca un afecto inevitable, pura dicha, la suavidad del encuentro deseado. Hay voces de terciopelo, hay voces torrenciales, hay voces portentosas, hay voces cristalinas, hay voces que ascienden escalas altísimas y otras capaces de arrastrar su milagro por las notas más bajas. La de Antony posee una musculosa delicadeza que no pretende la vanidad ni la exhibición. I Am a Bird Now está repleto de todas las sugerencias posibles, episódicas rendiciones a la belleza enigmática de las canciones. Nada se puede calificar en él, en sus autores, en la andrógina figura central de Antony ni en los Johnsons, el cuarteto de músicos de cámara que enmarcan con exactitud el extraordinario juego vocal y sonoro de este grupo.

Grinderman – Grinderman (2007)
Para mi próxima reencarnación yo elijo ser baterista de Grinderman. La década ha tratado de alimentar mi lado más sucio y canalla con gente como los Queens of The Stone Age o el reciente Them Crooked Vultures, pero a mí me conquistó hace rato la brutalidad de Nick Cave y los barbudos Bad Seeds reconvertidos en este tercer acto, llamado Grinderman: suena tan sabiamente descarnado como si el hombre hubiera retrocedido un par o tres de escalones en su evolución, hasta convertirse en el inquietante chimpancé radiactivo de la cubierta. Enfrentado entonces a los instrumentos, dotado del aprendizaje evolutivo de los milenios y de la musculosa vitalidad de las bestias, habría grabado un disco como éste. Poderoso en la mayor amplitud del término, vocalmente agresivo, líricamente animal, primario y sin embargo armónico, hasta en los desbarres  instrumentales que permiten las canciones. De qué otro modo se podrían escribir líneas como éstas: «Estamos hartos de sus lamentos ventajistas / Todo lo que queríamos era un poco de violación consensuada por la mañana / y si acaso algo más por la noche / Somos científicos, nos dedicamos a la genética / La religión se la dejamos a los psicópatas y los fanáticos / Pero estamos cansados, perdidos y sin nada en lo que creer… / Así que, diles a las chicas que nos largamos». Soberbio.

A Ghost Is Born – Wilco (2004)
Si no hubiera existido Yankee Hotel Foxtrot, este disco hubiera constituido la obra cumbre de Wilco y tal vez de la década. Sin perjuicio de ninguno de los otros, es mi álbum favorito de Wilco, porque apareció en un tiempo muy preciso y me provocó sensaciones inigualadas en las que pude zambullirme en su primer directo en la sala Oasis, donde literalmente su nítido salvajismo se me llevó por delante. A Ghost Is Born contiene un descomunal cacharrazo de energía, una explosión controlada, y viene a ser el big bang que conformó la banda que es Wilco tal y como hoy la conocemos: con la fiereza guitarrera de Nels Cline, desatado en este disco, y el poderoso lecho rítmico que le otorga a toda la banda su baterista, Glenn Kotche. En A Ghost Is Born los temas se mueven en un medio tiempo denso de sonoridad, concepto y letra, como en Hell Is Chrome; o bien progresan hacia deflagraciones del tipo Spiders (Kidsmoke);  o arrancan suaves e introspectivas para más adelante reventar en ordenada confusión instrumental. Ahora que admiramos tanto el diálogo de guitarras de Impossible Germany, merece la pena escuchar At Least That’s What You Said, una pieza arrebatadora que abre este álbum y marca el camino. Bajo la cobertura delicada de los inicios surge un cataclismo repleto de matices. Con letras menos abstractas que en YHF, pero con el poder de sugerencia y comunicación intacto, Wilco construyeron un disco lleno de riesgos que incurre en algunas irregularidades. Toda esta palabrería se resume así: es una puta maravilla.

   
Funeral – Arcade Fire (2004)
Hay algo diferencial en las canciones de esta agrupación de músicos diversos, que van mucho más allá del adorable conjunto guitarras, bajo, percusión. Algo muy personal, que no trataré de imponer como una experiencia obligatoria ni como demostración de superioridad alguna, sino como una impresión propia y no demasiado lógica: a mí, los temas de Arcade Fire -en este Funeral- me quedan dentro como experiencias vividas y vívidas, algo que no me ocurre con todo el mundo. Algo de lo que me di cuenta por primera vez con los Beatles, cuando escuchaba Mr. Kyte y conocía con todo detalle el circo que contaba Lennon; o desde luego en la muy visual Lucy In The Sky With Diamonds, repleta de imágenes tan bien definidas que actúan a modo de relato. Es decir: cuando escucho Neighboorhood #1 (Tunnels) realmente veo como en una película interior a esos amantes que se encuentran en túneles que comunican sus dormitorios; y siento la indefinida nostalgia de los suyos, en ese más allá subterráneo en el que consuman la pasión. Algo parecido ocurre con las soledades de Neighborhood #2 (Laika) y con otras tantas canciones de este Funeral apasionado, en cierto modo dichoso como los wake de los irlandeses, que primero entierran a sus muertos y luego se van a recordarlos bebiendo pintas de Guinness. Mientras escribían este disco, Arcade Fire vivieron el fallecimiento de miembros cercanos a su familia. Y todas las impresiones y pensamientos y hervores íntimos de esa experiencia quedaron impregnados en las canciones. La verdad… lo mejor que se puede decir de Funeral, el demoledor estreno de los canadienses, es que todo en él resulta memorable. Algo muy fácil de decir; bastante más complicado de lograr.    

     

M. P. Hinson and The Gospel of Progress – Micah P. Hinson (2004)
He aquí uno de nuestros arquetipos favoritos: un canalla con profundidad de campo en la mirada, armado de lamentos y con una guitarra entre las manos. A lo largo del tiempo uno va descubriendo músicos y canciones como descubre personas y días. Unos permanecen, otros pasan, con mayor o menor peaje por el medio. Al final, como supo Machado, todo queda, nada se va del todo. Micah P. Hinson ha sido, cronológicamente, el último descubrimiento de mi década, pero tiene un lugar fijo. Podría no hacer ningún disco más, perderse en alguna planicie árida de Texas, regresar a su natal Memphis para admirar el progreso de Marc Gasol o algo peor, pero su trilogía de álbumes hasta la fecha no necesitaría más añadidos: Micah P. Hinson and The Gospel of Progress, Micah P. Hinson and The Opera Circuit y Micah P. Hinson and The Red Empire Orchestra. Más el EP The Baby and The Satellite. Títulos juguetones e ininterpretables, con portadas blancas y negras de voluntaria insinuación (un omoplato en corsé, unas pantorrillas arqueadas con remate en tacón, un torso con forro negro de noche…) para un muchacho con una voz profunda y negra como una caverna. En The Gospel of Progress Micah bordea con sus letras y la interpretación abismos en los que nunca se deja caer del todo; canta a veces con dulzura de madurez desengañada y otras veces con desgarro adolescente, y en esa dualidad (más su pérfido trabajo a la guitarra) reside el indescifrable atractivo de su puesta en escena. El día en que uno tiene ganas de demoler hoteles (como diría Charly García), merece la pena canalizar esa energía escuchando algunos temas de Micah P. Hinson: encontrará que hay muchas formas de conjurar la hirviente locura íntima. Y que ésta, de verdad, resulta magnífica.