Leer está sobrevalorado

16 02 2024

Hace un tiempo encontré un artículo dedicado a ciertos superlectores: gente que devoraba cien o más libros al año. Me causó curiosidad la cifra. Vale decir asombro, claro. Algo nos interpela siempre en la estadística: compararnos con el resto. Estos días también leímos sobre la media de encuentros sexuales de los aragoneses (siete cohetes por mes, si no recuerdo mal) y ahí aún habrá sido más inevitable para todos compulsar el baremo para contrastarlo con el rango propio. Como cuando los niños van al pediatra y les sitúan sus medidas en el percentil. Ese momento en que la ciencia te detalla la posición de desarrollo de tu vástago frente al rebaño y tú adviertes ahí el peso del desafío, un cierto prestigio de la familia en juego, hasta el anuncio del facultativo: «En altura el niño está en el tramo alto… pero usted viene follando poco, oiga».

Hablábamos de libros. Cien libros al año me pareció una cifra notabilísima y entré al detalle. Pronto temí el conflicto. Como es costumbre en la sociedad de hoy, en la actitud de los superlectores -o tal vez se la atribuyera el propio diario con entusiasmo mimético- había implícita una brizna de superioridad moral: ese orgullo injustificado, la insolencia que parece impregnar hasta los más nimios comportamientos o costumbres privadas. Con esta mierda de la marca personal, todo el mundo anda vendiéndose a sí mismo como proyecto de vida y se piensa un gurú de sus propias obsesiones. Resulta agotador.

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Dormir con la abuela

5 03 2023

Dormir en casa de la abuela estará entre las cosas más felices que la mayoría hayamos hecho a lo largo de la vida. En nuestro caso ocurría con frecuencia, o así lo recuerdo yo. Casi siempre por gusto, pero supongo que también en algún momento les convendría a mis padres, si es que querían salir por la noche. No es algo que hicieran a menudo, al menos en mi memoria. Y, como cualquier niño, uno ignoraba casi todo lo que tuviera que ver con el ocio y la diversión de los mayores, todo aquello que no nos incluyera. Cuando eres niño, la vida real de tus padres simplemente no existe o resulta prescindible. Nada de lo que hacen es en primera persona porque todo lo engulle el nosotros. Con los años, uno va queriendo saber o explicarse como adulto lo que sólo miró desde el punto de vista insuficiente del pequeño. Ver aquello a través de sus ojos. A menudo he pensado en la edad que tenían mis padres en cada momento más o menos relevante que yo recuerdo de mi vida, y de la suya, para imaginarme sus pensamientos, sus necesidades, sus inquietudes y temores, comparándolos con los míos a la misma edad. Tuvieron a su primer hijo con 26 años y lo vieron morir con apenas 30, cuando ya había nacido el segundo. A los 36 habían traído al mundo a dos más. A esa misma edad yo aún apuraba mi gastada condición de bachelor; y me faltaban cerca de diez años para atravesar una bisagra que podamos considerar equivalente, aunque con los términos muy matizados: en poco tiempo me quedé en el paro, vi morir a mi padre, asistí de forma vicaria al nacimiento de mi hijo y, por fin, abandoné la práctica del rugby. Cuatro hitos que sucedieron casi de forma consecutiva, en menos de un año, y que bien pudieron marcar mi definitivo y reticente ingreso en la condición de adulto. Esta segunda edad en la que el yo se desvanece en el devorador torbellino del nosotros.

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Subrayados

26 09 2022

Hace unos pocos años que empecé a subrayar los libros. No supe por qué me había crecido la necesidad de hacerlo, pero me generaba sentimientos encontrados. Siempre miro los libros en los estantes de las casas ajenas, y si alguno me llama la atención me permito la licencia de abrirlo e interrogar algunas páginas. Cuando encontraba fragmentos subrayados asomaba en mí una borrosa impaciencia: ¿Me estaré perdiendo algo? Luego, yo rehusaba incurrir en esa costumbre. Manchar las páginas con rayas torcidas bajo las líneas de texto siempre me pareció poco pulcro. Pero eso cambió, como tantas cosas. Así que, cuando por fin cedí a la tentación, sustituí las rayas horizontales por corchetes, que juzgaba menos invasivos. Para incrementar los niveles de lectura, agregué anotaciones diversas sobre los márgenes; a veces, también otros signos aleatorios, para los que no había establecido ninguna nomenclatura: entusiasmados círculos alrededor de algunas palabras; fulgurantes flechas que querían ser una advertencia enfática; paréntesis que encerraban frases dentro de los párrafos… Todo sin jerarquía alguna que ordenara o ayudase a distinguir el significado último de cada llamada.

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Diario no diario (XXIV)

1 05 2022

Lunes

Primavera. La última canción en Winter Bone fue Impossible, de Röyksopp y Alison Goldfrapp.

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Jueves

La primera canción de Spring Up ha sido Wasted, de The War on Drugs.

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Viernes

He releído algunos pasajes que escribí en aquellos artefactos de literatura portátil que pensábamos que podrían llegar a ser las redes sociales. Naturalmente, hace tiempo que dimitimos del social media y que incluso nos atrevemos a pensar que no estar en las redes sociales se ha convertido casi en una obligación cívica y, cuidado, hasta moral. A menudo cuestiono esta opinión y me veo a mí mismo desde fuera, exagerado y obsesivo.

De entre esos fragmentos escritos en un tiempo y ahora leídos con extrañada distancia, me ha gustado este:

«Rick y Elsa tenían París. A nosotros nos queda la Antártida, mucho más inalcanzable. Nos quedan apenas restos de algún naufragio. Y las noches: noches larguísimas como las que conocen los hielos del sur, noches de apariencia infinita si las escribimos. Los evocadores e imposibles territorios que la creciente temperatura del planeta va derritiendo de forma inexorable. La Antártida se agota, igual que a nosotros nos agota el tiempo. Somos todos, pienso ahora, paisajes de hielo sin esperanza. Nos consumirán el sol y los días pero, mientras sigamos vivos, nos conservaremos inexplicablemente hermosos».

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Miércoles

Acabo de leer La liebre, de César Aira. Pocos días antes completé El cumpleaños, también del autor argentino. Desde que tomo los libros de la biblioteca pública, mi ritmo de lectura se ha visto beneficiado por las obligaciones del plazo de devolución. Creo que ya he dicho esto. Escrito. Tal vez sólo lo haya pensado. Con frecuencia descubro que algo que pensé haberle contado a una persona quedó en realidad atrapado en mi pensamiento y nunca lo dije. Imagino los pensamientos, o las palabras que componen esos pensamientos, moviéndose de lado a lado del cráneo como centellas enloquecidas de azogue. Ansiando conexiones mientras rebotan en el pin-ball de mi conciencia.

De Aira solo había leído antes Las noches de Flores, una historia desconcertante por su viraje desde lo realista hasta la intromisión de un aliento fantástico y surreal, en un tono al que me costó encontrarle coherencia. Me resultó demasiado arbitrario. Para situar bien a Aira eché mano de las recomendaciones de L., que clavó la definición de su compatriota en una frase, como el entomólogo que sujeta un coleóptero en el panel de su colección: «Aira. No es fácil porque siempre escribe distinto y al mismo tiempo sigue siendo él mismo». En efecto, los tres libros que leí no tienen un continuo, como dirían en La liebre, que permita caracterizar al autor o resumirlo en un mínimo común denominador. La liebre, con su profusa ironía encarnada en «indios que hablan como Leibniz en los tiempos de Rosas», me ha parecido una obra mayor, original y asombrosa por la minuciosa construcción de una realidad alucinada. Todo soportado en una escritura para la que prefiero usar esa palabra que, en mi nomenclatura, designa un escalón bien alto: portentosa.

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Jueves

He empezado a John Dos Pasos: Paralelo 42, el punto geográfico donde nacen las tormentas que recorren desatadas el inmenso Estados Unidos.

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Viernes

«Lo explican muy bien Edward Lucas y Peter Pomerantsev en un documento del Center for European Policy Analysis: «El uso que hace el Gobierno ruso de la guerra de la información –la ‘desinformación’– difiere de las formas tradicionales de propaganda. Su objetivo no es convencer o persuadir, sino desautorizar. En lugar de agitar al público para que actúe, busca mantenerlo enganchado y distraído, pasivo y paranoico». Es decir: en vez de convencerte y persuadirte de algo, la propaganda rusa intenta desconvencerte, extender la sospecha sobre lo establecido o relativamente obvio y promover un relativismo epistémico absoluto. La propaganda rusa contemporánea no ofrece un modelo alternativo al occidental como ocurría durante la URSS. Simplemente agita las aguas del descontento y explota las contradicciones del modelo occidental.  Es una estrategia, en principio, inteligente. Busca explotar el escepticismo liberal de los ciudadanos occidentales, que se sienten orgullosos de su pensamiento crítico y de su libertad para formarse un criterio de manera independiente. Si te lo cuestionas todo, acabas paralizado». 

Instrucciones para no convertirte en un propagandista ruso,
por Ricardo Dudda en The Objective

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«(…) el presidente del Gobierno afirmaba recientemente que, si descontamos la inflación, el precio de la electricidad no ha subido. Lo que viene a ser lo mismo que decir que, si descontamos los dos últimos años, no somos dos años más viejos. Una mentira más, aunque con vis cómica, de las muchas que se proyectan sobre una sociedad acostumbrada a que la mientan y a mentirse a sí misma, y para la que la mentira y el mentiroso se han convertido en parte del paisaje y del paisanaje, respectivamente».

Decir la verdad, un acto revolucionario, por Javier Benegas en The Objective

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Miércoles

Para mejorar el mundo son necesarios un optimista con determinación y un pragmático empedernido.

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Jueves

P. se ha contagiado de COVID. Aplazamos la actuación de mañana, a favor de una asociación de exiliados ucranianos. Las mascarillas han dejado de ser obligatorias en todos los ámbitos, incluso interiores, aunque todavía se recomiendan. Ya no se publican cifras de incidencia, de modo que la responsabilidad individual se basa en una pura especulación. No sé si la pandemia ha terminado de manera oficial, pero se parece bastante. Ha bastado dejar de contar. Y de contarla.

Pienso en la incoherencia de contribuir con un concierto a la causa de Ucrania mientras ignoro de forma sistemática las noticias de la guerra en Ucrania. Les tengo miedo, esa es la verdad. Escucho de pasada en la radio el fragmento de un reportaje sobre los cientos de personas refugiadas desde hace más de dos meses en la acería de Mariúpol, sitiada por las tropas rusas. Hablan niños que quieren salir y jugar, ver la luz del sol. Tengo que quitarlo. No soporto los detalles.

Me siento muy cobarde. Y me acuerdo del recluta Tim O’Brien, autor de Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, y de su cobardía inversa: no se atrevió a cruzar el río que lo llevaba a Canadá para desertar de Vietnam. No se atrevió a no ir a la guerra. Allí acabó luchando y al tiempo escribiría un libro formidable, un inventario de lo que los muertos llevaban en sus bolsillos y en sus mochilas mientras luchaban.

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Viernes

Día de la madre. El banco me envía al correo una publicidad que dice: Si quieres algo para tu madre, consíguelo.

Lo que pasa cuando no tienes actualizada la base de datos de tus clientes.

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Sábado

Por la tarde, aburrido durante la transmisión del partido, descubro a Peter Bruntnell porque esta misma noche ofrece un concierto en una salita de la ciudad. Escucho una canción, la primera que me entrega el algoritmo (Where the snakes hang out) y decido que me voy a verlo. Me cuesta encontrar el lugar, que se llama El corazón verde, porque no había estado nunca y porque la decisión ha sido tan rápida que ni siquiera sabía a dónde iba. Cuando por fin llego, después de dar inútiles vueltas en busca de aparcamiento por el barrio, la chica de la puerta me dice que está lleno.

He venido a buscar paz en medio de una guerra, tienes que dejarme entrar. ¿Vienes solo? Mírame: esencialmente solo. Nunca nadie ha venido tan solo… Bueno, no te voy a dejar fuera habiendo venido así de solo. A veces me gusta ir a los sitios así de solo. Si llegas a venir con alguien más, imposible. El privilegio de la soledad, ya sabes. Lo que no tendrás será sitio para sentarte. Mientras haya cerveza… Hay cerveza. Entonces no necesito nada más. Somos lo que necesitas. Por eso me ha costado un rato encontraos.

La ventaja de escribir es que puedes reinventar lo que de verdad ha pasado. Y los diálogos de la escena. Inventar un recuerdo. Hacerlo mejor. A veces.

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El lugar tiene una puesta en escena deliciosa: una fragante terracita exterior al costado del canal, mirando al gran parque de pinos y jardines. El conjunto adquiere, a esta hora de una noche primaveral, la suave calidad acariciadora de los refugios imprevistos. Como una cabaña en un bosque a la que puedes irte a darle la espalda al mundo. A eso he venido.

La sala cuadrada, con la barra en un lado y el escenario en el fondo opuesto, mesas y sillas donde se arremolina la audiencia, construye un sincero auditorio de luces indirectas. La enorme cristalera funde el inmenso bosque de afuera con la intimidad de la música, un acústico de sonoridades nítidas, meloso pero lejos de cualquier amenaza de monotonía. A menudo los recitales sin una banda completa (aquí solo las diferentes acústicas de Bruntnell, a las que se suman un bajo y una guitarra solista) tienden a hacerse demasiado largos en mi oído, que prefiere algo de ruido instrumental. No en este caso. El sonido y la voz de Bruntnell envuelven el ámbito en un dulce manto que la chica de la barra modula con ternura mientras atiende de cuando en cuando las peticiones de los clientes. Familia galesa, nacido en Nueva Zelanda, regresado al año de vida a Inglaterra. Practica algo que parece americana pero vive en Kingston upon Thames. Hace country alternativo. Le gusta Son Volt.

Yo escuchaba a Son Volt cuando descubrí a Uncle Tupello: Son Volt fue la banda que fundó Jay Farrar cuando él y Jeff Tweedy se enfrentaron y acabaron disolviendo Uncle Tupello en 1994. Tweedy montó entonces Wilco con otros dos miembros del grupo: el bajista John Stirratt y Ken Coomer, su primer batería. Además de Jay Bennett, multiinstrumentista. Al igual que con Jay Farrar, Tweedy también se enfrentó y echó del grupo a Jay Bennett, que moriría un tiempo después. A Coomer se lo cargó por la brava cuando conoció a Glenn Kotche y con él grabaron Yankee Hotel Foxtrot. Jim O’Rourke, guitarrista, también fue eliminado después de la grabación de A ghost is born. Se incorporó Nels Cline. Mikael Jorgensen ya estaba. Aún vendría Pat Sansone. Stirratt sigue en la banda, el único miembro original junto a Tweedy. Casi siempre -salvo cuando hace segundas voces- Stirratt toca girado de perfil hacia Kotche.

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No, no me pongas copa. Siempre bebo de la botella.

Los artistas piden tres bourbon con hielo.

Miro a través de la cristalera de la sala. Ahí sobre esa colina de enfrente actuarán Wilco en apenas dos meses, al otro lado de la pasarela que he cruzado para llegar hasta aquí.

Varias veces pienso en aquel concierto de Damien Jurado en La Lata. También en los de Steve Earle en Oasis, que tanto le gustaron a Per. Pienso en el mediodía en que quedamos a comer, cuando ya no trabajábamos juntos, y apareció con una copia tostada de Yankee Hotel Foxtrot, en una funda de plástico duro de color verde transparente.

Y en la primera vez que vi a Wilco en Oasis, en marzo de 2005.

Busco mi foto con ellos, en la tienda de discos Revolver, en Barcelona, en 2012.

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Termino mi botella afuera, tras el concierto de Peter Bruntnell. Su biografía en Spotify la ha escrito él mismo. Bruntnell no tiene quien le escriba. O sí. Dice una crítica de The Guardian: «Si viviéramos en un mundo justo, Peter Bruntnell estaría ahora mismo embarcado en su tercera o cuarta gira mundial en grandes estadios; y su mayor preocupación sería cómo enviar por mensajero el último puñado de premios Grammy para hacerlos llegar a Reino Unido, con el fin de que su mayordomo los instalara en el ala oeste de una gran mansión a tiempo para su regreso». Bruntnell aparece fotografiado, con un traje azul de raya diplomática, en los bajos de un edificio abandonado.

Nada suena más irónico que los ditirambos. Sobre todo si comienzan con un «si el mundo fuera justo…».

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Es casi medianoche y suena smooth jazz en la terraza. Una pareja habla, los dos sentados en la valla que jalona la orilla del traicionero cauce del canal. Un chico regresa a casa con dos perros de cuerpo alargado y chato. Miro a los que aún quedan arriba, al otro lado de la cristalera, y me dan ganas de subir y quedarme hasta que cierren. Bebiendo dentro y mirando afuera.

Hago lo contrario de lo que querría.

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Domingo

«Para empezar, vale la pena recordar cuál es el producto que las redes sociales venden, porque si hay algo que no son es un «espacio de debate” o la “plaza pública” que dicen ser. Una red social es, como todas las páginas gratuitas de internet, un mercado publicitario. El producto que venden son la gente que visita, escribe, y lee lo que unos y otros están diciendo en la página. Los clientes son los anunciantes que pagan dinero a la red social para poner publicidad delante de esos ciudadanos aguerridos defendiendo el honor de su partido político/ equipo de fútbol/ personaje famoso favorito con un entusiasmo encomiable.

Los objetivos de las redes sociales que quieran ganar dinero, entonces, no es “proteger la libertad de expresión”, o “defender unos valores”, o “crear espacios para el diálogo”. Lo que quieren es, primero, crear una estructura de contenidos que haga que sus usuarios se pasen tantas horas metidos en este antro como sea posible, y segundo, recopilar tantos datos de dichos usuarios como sea humanamente posible para poder vender a los anunciantes una audiencia bien segmentada, delimitada y que compre lo que venden».

Musk y la lógica de las redes sociales, por Roger Senserrich en Vozpopuli

***

La vida no ayuda.

[…]





Diario no diario (XXIII)

13 03 2022

Lunes

Vamos al cine, a las afueras de la ciudad, a ver la última de Spiderman. En el coche, Sidekick me mira desde el asiento de atrás. Observa el rectángulo de mi cara en el retrovisor -a veces juega a adoptar diferentes posiciones y me pregunta si puedo verlo, hasta que descubre una en la que se me hace invisible- y la imagen le devuelve mis ojos enmarcados en ese espacio. Me dice:

¿Por qué tienes los ojos así?

– ¿Cómo los tengo?

– Los tienes así como hacia abajo… como cuando me dijiste que la yaya se había muerto.

– ¿Ah, sí? ¿Los tengo igual?

– Sí, hace ya días que los tienes así.

– Debe de ser que estoy cansado, cariño…

¿Estás cansado o triste?

– Bueno, no lo sé… a veces se parecen mucho.

– ¿Y eso por qué es?

– No estoy seguro, pero ya se pasará… ¿Me avisarás cuando ya no tenga los ojos así?

– Claro.

– Gracias, mi vida.

***

Jueves

Vuelvo a casa de mamá, ya de noche, para llevarme un par de cosas que había dejado pendientes. Sí, hace ya meses que este proceso debería haber culminado, pero aún no lo está del todo y sigo llevando conmigo las llaves del piso. Acordamos con la propietaria dejar algunos muebles que estaban hechos a medida y ver si era posible alquilar el piso semi amueblado. Ese proceso se ha alargado más tiempo del previsto. Y por eso ahí siguen los armarios, las estanterías y la mesa que diseñó M., un vecino, para el despacho en el que me instalé en un penúltimo regreso a la vivienda familiar, con ocasión de una de mis frecuentes rupturas en aquellos agitados años noventa. Recuerdo bien cuándo fue la vuelta, y por qué, pero me cuesta más definir lo que duró aquella estancia. Después de obligarme a seguir solo durante algún tiempo en el piso que había compartido, acuciado por la culpabilidad que tan bien supe alimentar siempre, aún pasaría por otra relación fugaz antes de resbalar por un tobogán de auto compasión y pena. Cuando resolví volver a casa de mis padres, en busca de protección, había caído ya al fondo oscuro. De ahí me sacaron algunas visitas a un psiquiatra, la farmacopea, otro amor y, claro, sobre todo el tiempo y la madurez y varias personas. Pienso en lo que sufriría mi madre cuando me negaba a salir de la cama pasado el mediodía. No era ningún adolescente. Había rebasado los treinta y ahora aquel tormento me resulta patético si lo recuerdo. Pero fue muy real.

Después de que los tres hermanos hubiéramos dejado la casa para arrancar la trayectoria independiente de nuestras vidas, mis padres reformaron la vivienda. Derribaron el tabique que separaba el cuarto de estar clásico del dormitorio que mi hermano y yo compartíamos en nuestro último periodo de vida en común. Y habilitaron un amplio salón de dos ambientes. Desaparecidos nuestros dormitorios, en mi frustrante regreso yo tenía que dormir en la cama abatible que compraron cuando mi abuela L., ya muy mayor, debió dejar su piso en la calle Lavapiés en Madrid para pasar sus últimos años en Zaragoza. Después, cuando ella fue trasladada a una residencia en la que fallecería con 101 años, la habitación adaptada para ella se tornó un espacio híbrido, mezcla de dormitorio de circunstancias y sala de estar. Casi siempre, salvo cuando yo pasé por allí en aquel último regreso, fue más lo segundo que lo primero: mi madre pegó un sillón a la pared, completó con una mesita de apoyo, y en ese ámbito mínimo pasaba las horas viendo una pequeña televisión y haciendo autodefinidos; a veces leyendo algún libro y, en general, aburriéndose mientras mi padre hacía lo mismo en el salón. Así siguieron hasta que ella enviudó y pudimos convencerla, tiempo después, de que saliera y tomase el puesto de mi padre, un espacio más luminoso y cómodo para la vida diaria y para acogernos a los demás cuando la visitábamos. Entonces trasladaron la cama de mi padre a la sala/dormitorio. Y en ella solía dormir N., el nieto mayor, en las semanas en que necesitó aislarse del trasiego de su casa para estudiar el examen de acceso a la universidad… O en fines de semana en los que elegía hacerle compañía a la abuela.

Ahora esos últimos muebles, como decía, hay que sacarlos, porque el alquiler se hará más sencillo ganando habitaciones que puedan ser convertidas en dormitorios por los nuevos inquilinos. A nosotros igual nos da, salvo porque otra vez tenemos que buscar solución a los enseres que no ha sido posible vender, ni siquiera a precio de saldo: la pandemia se llevó tanta gente mayor que, allí donde intentas colocar libros o muebles, encuentras respuestas similares: no nos cabe nada más. Alguno, sobre todo lo que queda del tresillo de piel, quedará arrumbado en un trastero, si encontramos dónde (tampoco a nosotros nos cabe nada más). Lo demás no habrá más remedio que destruirlo y ya encontramos a quien lo haga y se lleve los restos. Después de eso, no quedará nada, ni polvo en la memoria.

No sé si esta será la última vez que pase por este lugar, algo que aún hoy me resulta inasumible, irreal. Pero me comporto como si lo fuera. Lo más probable es que lo sea. Recorro la casa, vacía de silencio, las paredes desnudas y las estancias huecas. Abro el frigorífico y veo que aún quedan dos botellas de cristal con agua, de las que mi madre usaba; y una lata de cocacola a medio consumir, que seguramente dejamos alguno de nosotros en visitas anteriores, hace meses. Camino hasta la habitación del fondo, la que era el dormitorio de mi madre, y antes de los dos, cuando mi padre aún vivía. Allí la visitó el médico que me recomendó llevarla a Urgencias al principio de la última tarde en que estuvimos juntos. Allí me dijo, como siempre, que no quería ir al hospital porque la iban a dejar ingresada, que mejor le dieran un calmante y que enseguida se le iba a pasar el dolor. Ella enfrentaba con un irracional temor -y sobre todo, con gigantesca pereza- la posibilidad de quedar varada durante semanas en una de esas camas de sábanas blancas y verdes, envuelta en el áspero camisón sudoroso que se le subía hasta el cuello por delante y le dejaba la espalda y el culo al aire. Le tuve que decir que no había alternativa, y al rato se la llevaron en una ambulancia y yo me fui para allá. Y durante mi trayecto al hospital llamé o les escribí a mis hermanos, que pasaban juntos unos días de vacaciones, para que estuvieran al tanto. «Ve diciéndonos». Y hasta el final tuve que ir diciéndoles. Hasta contarles, ya de madrugada, lo indecible.

***

Ahora, en esta habitación me fijo en el marco de la ventana, con la pintura blanca descolorida, el tirador dorado, desnudo ya el conjunto sin la cortina blanca que celaba la ventana. Y de repente, al mirarlo ingreso como en un tubo de tiempo, y veo los lejanísimos días en que esa habitación fue nuestro cuarto de jugar. Es una extraña sensación porque he estado aquí muchas veces antes, pero solo en este momento siento con nitidez que estoy mirando exactamente la misma ventana al patio de luces que miraba cuando, de muy niños, mi hermano y yo pasábamos las horas en este cuarto de jugar.

Lo llamábamos así. Y a eso estaba dedicado. Estuvo en esa habitación y luego en otras, porque por algún motivo mis padres a lo largo de los años fueron cambiando la distribución del piso. Creo que ahora puedo intentar reconstruir la secuencia, aunque no sé si acertaré. El cuarto de jugar, a mediados de los setenta, desapareció para que ahí se instalara el dormitorio de mis padres y mi hermana tuviera su propia habitación. Fueron los tiempos en que papá compró una modernísima cama que en el cabecero, además de lamparillas de noche, tenía un sintonizador de radio con altavoces incorporados. Él era un extraordinario aficionado a la radio, que escuchaba noches enteras, incluso mientras dormía, siempre con uno de aquellos mono auriculares blancos que precedieron a los estéreo que hoy son moneda común. La cama con radio ha sido siempre una de esas singularidades que me han servido para explicar a mi padre. Y muy en concreto, su tremenda pasión por la radio, el destino periodístico que siempre quiso para mí… y que se cumplió en gran parte, aunque no a tiempo completo, solo después de que él nos dejara.

Deduzco ahora que aquella variación en el orden de la casa tuvo que ver con el momento en que mi hermana salió de la cuna y pasó a tener su propia habitación. La instalaron en lo que hasta entonces había sido una estancia auxiliar, como una sala de espera, que en realidad ejercía de cuarto del teléfono. Ahí se sentaban mis padres a hablar cuando alguien llamaba, en dos gloriosos sillones de piel negra de diseño profesional, muy estiloso, de líneas muy rectas y un punto, así los recuerdo yo, de minimalismo funcional. Ese tipo de asientos que uno solo esperaba encontrar en oficinas o en alguna de aquellas project houses de los arquitectos más modernos. Aquellos sillones fueron más tarde re tapizados en blanco y siguieron con nosotros muchos años, hasta adquirir una condición legendaria. Yo me llevé al menos uno, que recuerde, a uno de mis pisos de soltero. Luego ya no sé qué se hizo de ellos.

Con aquella evolución, decía, mi hermana pasó a tener su propio dormitorio, con decenas de muñecas que reposaban sobre el edredón de su cama nido. Y el cuarto de jugar se trasladó a lo que hasta entonces había sido la habitación de mis padres, que asomaba a la calle Carrica. Allí quedó durante muchos años, hasta la siguiente transformación. La pieza la presidía un mueble multifuncional, con dos camas abatibles que solo usaban las visitas, que no eran tanto visitas sino apoyos femeninos -tías, amigas de la familia- que cuando éramos muy pequeños se quedaban a veces a dormir en casa para acompañar a mi madre mientras mi padre estaba ausente, en sus constantes viajes de trabajo. Y, además de las camas, había una mesa redonda, de madera oscura, con unas patas cilíndricas que hacia el final se apoyaban en el suelo en forma de cubo. El bureau, un escritorio en cuyos cajones mi padre guardaba papeles y cintas de cassette de las cuales siempre recuerdo las de Jesucristo Superstar, alguna de Pablo Abraira, otras de Pachi Andión y varias, que me gustaban mucho, de los Pequeniques. Debajo de la mesa ocultábamos un cesto que entonces a mí me parecía enorme, y en el que estaban metidos los juguetes. La rodeaban cuatro sillas, de respaldo y asiento negros y el contorno claveteado. Siguieron en casa durante décadas, resistentes al tiempo, renovados los respaldos y asientos en otros colores, pero siempre las mismas. Y ahí estaban todavía, alrededor de la mesa comedor de libro que desplegábamos para las reuniones familiares, cuando todo acabó.

La habitación de mi hermana siguió en el mismo lugar hasta que, en uno de mis regresos, mi padre encargó montar el despacho. En realidad, mi hermana se había marchado de facto de casa mucho antes cuando, al morir mi abuelo M., pasó a vivir casi todo el tiempo en el piso de la abuela P. en la calle Coímbra, para hacerle compañía. Eran sus días en la universidad. A mi regreso de la facultad, mi hermano y yo acabaríamos nuestros días en un dormitorio montado en la misma habitación donde primero estuvo el de mis padres y luego la pieza de los juegos. Y más tarde, la zona ampliada del salón. Supongo que nadie que no seamos nosotros puede seguir esta secuencia, pero a mí me ha servido para ordenar la memoria. Así que, durante años, unas habitaciones se fueron subsumiendo en otras. Por eso mis recuerdos de épocas distintas suceden en el mismo escenario, con un decorado diferente: la vez en que pasé el sarampión en la cama de matrimonio de mis padres; los partidos de fútbol con una pelota de tenis contra mi hermano, con las sillas por porterías, en los días de juegos; la madrugada en que me invitaron, junto con su amigo A., a participar de sus gamberradas, tirando globos de agua desde la ventana a los noctámbulos que salían del bar de abajo entre semana. Y, por fin, el espacio en que mi padre pasó sus últimos años mirando la televisión y oyendo la radio, todo a la vez. El mismo salón al que salió mi madre cuando él ya no estaba allí.

Y en ese proceso en que nos íbamos y volvíamos y la casa se transformaba, cada tanto mi madre incorporaba algún mueble rescatado de los pisos de familiares mayores que también iban yéndose (librerías, tíos, mesitas, abuelos, un centenario reloj de pared, tías…), hasta que el piso Torre Nueva se acabó tornando (esto lo supe cuando ya me había convertido en un lector relativamente serio) en una suerte de aleph familiar, en el que a la manera borgiana habían quedado convocados todos los tiempos, todas las personas, todos los lugares, todas las voces. Un punto más allá del reloj y los calendarios, en el que las vidas, como las habitaciones, se consumían unas sobre otras, confundidas en el recuerdo, hasta hacerse una sola.

***

Ahora me doy cuenta de que lo que he hecho en mi actual despacho en casa es exactamente eso: reproducir la una magia involuntaria que consiste en reunirlos a todos en un único tiempo y un lugar. Unidad de acción, se le dice en la ficción escrita. Mi reconstrucción de ese espacio común, imposible por demás, tampoco ha resultado deliberada. Sólo me di cuenta después de culminarla: entonces vi que había ido juntando en el mismo rincón la cama en que mi madre dormía cuando pasaba algún fin de semana con nosotros; y que, a su lado, dispuse la mecedora en la que mi padre se sentaba en sus últimos años en casa, en esos días en que no encontraba alivio a sus frecuentes lumbalgias en el sillón habitual. Después, en la pared colgué el retrato de los tres hermanos, niños aún, que ampliaron y enmarcaron a tamaño poster, y que a lo largo de las décadas también fue pasando de habitación en habitación, según conviniera, mientras la casa cambiaba. Finalmente, sobre la cama, apoyado en la almohada, dejé descansar a Tato, el muñeco bebé con el que jugaba mi hermano Juan en sus pocos años de vida, y que mi madre conservó siempre como encarnación del imposible olvido de su hijo muerto.

Cuando vaciamos la casa de mi madre, Tato aguardaba inmóvil allí donde lo tenía ella en los últimos años, en la salita a la que se había recluido. El muñeco nos miraba pasar con la misma sonrisa indiferente, algo traviesa, y el baby blanco que vestía hace sesenta años, cuando Juan lo miraba y jugaba con él. En el desalojo final nadie parecía querer llevárselo, así que me lo traje yo porque, desde luego, a Tato no me parecía posible dejarlo atrás. Tato es el recuerdo, o la forma del recuerdo más terrible que jamás se haya construido en la familia. Constituye seguramente el símbolo de todo aquello que nunca hablamos con mi padre, porque jamás le oí decir una palabra acerca de aquel episodio de sus vidas, al que solo mi madre hacía referencia alguna rara vez. Yo a menudo miro a Tato ahora y creo entender lo que representa. Veo por qué siguió todos estos años entre nosotros. Lo tomo entre mis manos y miro sus ojos inertes. Miro esa sonrisa inmóvil de muñeco antiguo, hecho de plástico duro. Muevo sus brazos y las piernecitas de bebé rechoncho, que se desencajan, y me imagino que mi hermano haría lo mismo, alguna vez, muchas veces, mientras estuvo en casa. Y supongo que mis padres también lo mirarían, deshechos sin remedio en la pérdida. Y que por eso lo guardaron. Porque tenerlo ahí, sonriendo fatal pero eternamente, facilitaba el duelo y el consuelo, que son los dos lados necesarios de la ausencia. Porque con él, como con nosotros, combatieron el vacío y siguieron viviendo.

Cuando tengo a Tato entre los brazos siento, no sin angustia, que sostengo de algún modo algo infantil, pero muy cierto una buena parte de la historia de mi familia. Y que debo hablar de ello, pensar en ello y escribir sobre ello. Conjurar el silencio. Releer las notas de pésame por la muerte del pequeño que recibieron y guardaron entre muchos otros documentos. Papeles de los que nunca supe. Que nunca había visto antes. Y con los que me crucé cuando vaciaba cajones, hace unos meses. La carta manuscrita, con sello de la compañía, que mi padre recibió de su jefe. Los escritos apenados de familiares… La cuartilla de la monja del jardín de infancia al que asistía Juan: «Habíamos notado su ausencia en estos últimos meses, pero pensamos que sería algo pasajero, cómo íbamos a imaginarnos lo que ha ocurrido». Y que nuestro Señor lo acoja en el cielo como a un ángel. Y ahí, leyendo, entreveo al fin, en medio de una angustia infinita, la vida que no viví de mis padres. Todo lo que jamás supe de ellos, porque era imposible de decir. Todo lo que cambió con el tiempo, como las habitaciones, hasta llegar a este lugar en el que aún hoy seguimos juntos, representados en objetos, en el despacho silencioso en que paso la mayor parte de mis días. En el que escribo ahora esta orfandad de domingo, tan pesada.

Si las personas, como afirman, somos en esencia alguna clase de energía, y si esa energía invisible se corresponde con el perfil de nuestra alma, entonces todos sobrevivimos en este rincón, tomados como de un cometa de ese flujo común que traspasa las dimensiones y se hace cama, mecedora, retrato en blanco y negro y muñeco de ojos azules que es un ángel muerto. El niño de sesenta años al que se le salen las piernas de la cadera.

***

Domingo

Mientras acabó de corregir estas líneas, oigo a Sidekick cantar en su habitación. C. lee en el salón, blanqueado por la mañana. Me balanceo en la mecedora. T. descansa a mis pies.

Afuera sigue la guerra y esta tarde va a llover.

[…]





Diario no diario (XXII)

7 03 2022

Martes

Dime, dime qué puedo yo hacer con todo este amor, con esta debilidad profunda, con esta venenosa dependencia. Cuando todo esto que es hoy, este tiempo, se desvanezca o se transforme y ya no sea esto. Será, claro, otra cosa que adoraremos.

Pero qué será. Cómo será.

¿Y cuánto nos hará sufrir?

***

Lunes

J. me propone que escriba un libro: la biografía de un actor al que, por casualidad, hace pocas noches vi como secundario fugaz, pero siempre notorio, en un par de viejas películas españolas: El indulto y Mariona Rebull.

He aceptado el encargo con tanto entusiasmo como aprensión. Ese tipo de decisiones a las que uno se obliga por lealtad a los instintos esenciales: ¿Cómo no voy a hacerlo si es lo que he sido llamado a hacer? Naturalmente, esta elevada consideración acerca del sentido último de la existencia choca con estrépito con la prosaica realidad, que se empeña en recordarte que está bien cumplir anhelos o perseguir tus sueños. Está bien, en definitiva, ser uno mismo. Pero no te vayas a olvidar de que hay que ganar dinero. Ser productivo. Tender la ropa, ir a la compra y repasar las características que diferencian a los artrópodos de los cefalópodos, y a los anfibios de los moluscos.

Cuando escribí sobre el rodaje de Tierra y libertad , entre 2014 y 2015, mi vida no había alcanzado todavía tan elevados estadios de la madurez humana. Y además, las circunstancias invitaban a cumplir los altos designios de nuestro destino porque, en realidad, no había nada mejor que hacer. Si uno tiene garantizado el hambre (se dice aquí hambre en un irónico sentido figurado), no ha de preocuparse de alimentar el cuerpo. Y así, puede con alegre ligereza dedicar el tiempo a engordar el espíritu. En esos días, y ahora pasamos de lo metafórico a una descripción realista, no estaba estrictamente desempleado, pero carecía de un trabajo fijo y mis ingresos resultaban escasos y precarios. No tenía mucho que defender salvo la subsistencia, a la espera de algún milagro que rescatara a un hombre ya pasada la mediana edad de su incierto futuro laboral. Si es que lo había, en cualquier caso. Además, el transcurso de la vida adquirió la forma estricta de una bisagra: en pocos meses había muerto mi padre y nació mi hijo.

Como sabe cualquiera que haya leído algo de mi escasa producción escrita de aquellos días -y me voy a permitir suponer que ese cualquiera tiende a cero-, mi estado emocional de entonces consistía en un agudo extrañamiento de mí mismo -ya nunca solventado del todo- y en la legítima supervivencia, entendido el término en su más amplia variedad de acepciones. Publicar un trabajo como aquel, con la inversión de tiempo necesaria para su elaboración, me permitió en cierto modo agarrarme a una actividad (entrevistar a personas, recopilar información, ordenar ideas, redactar páginas) en la que podía reconocerme. Si había de ser un trabajo alimenticio, sería un frugal alimento del alma.

Hoy día necesito igualmente esta reconexión que favorece la escritura, aunque las circunstancias han variado. El hombre de mediana edad salvó el orgullo o la dignidad de encontrar a alguien que quisiera emplearlo, a pesar de los años, y defiende un puesto de trabajo y su sueldo. Dudo si defiende alguna cosa más y si esas dos bastan para otorgarle significado a los días. Hace años me preguntaba para qué me levantaba de la cama, si no había ahí, fuera de las sábanas, un propósito discernible. Ahora salgo con toda la decisión que exigen las obligaciones propias y ajenas. Pero enseguida -casi siempre, cuando dejo a sidekick en el colegio y la línea de nuestro día se separa- asoma la boca negra de una trampa. Me pregunto por mi destino imaginado, en contraposición a la pesada realidad.

Y por eso acepto encargos así, aunque tengo mucho menos tiempo y casi ninguna energía. Y por eso sigo viniendo aquí, a este espacio en el que, parafraseando a Chesterton, dibujo garabatos de bebé en la pizarra inmensa de la noche.

***

Jueves

La vida es todo lo que sucede mientras suena la música.

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Martes

Visito a L. en Madrid. «Hacía dos pandemias y media que no nos veíamos», bromeo. Me pregunta qué hago por allá y, en realidad, qué hago en el transcurso de los días. Como casi siempre, las bromas serias. A la hora de explicarle en qué consiste mi trabajo -es decir, en qué consisto yo a día de hoy- le resumo: «Llevo unos cuantos años ya viviendo la vida de otra persona». Nos reímos, porque para qué enredarnos en las severas derivaciones a las que nos conduciría darle vueltas a la afirmación. Enseguida estamos hablando de las cosas de siempre. Le pregunto qué le parece la literatura de Virginia Woolf: «No es la literatura que me gusta, pero era original y era buena». Antes y después nos acordamos de R., siempre lo hacemos. Nos acordamos de nosotros mismos cuando estábamos con R. Cuando nos escribíamos larguísimos emails en los que nos tratábamos de usted con indisimulada sorna, como si fuéramos dos famosos autores dándole forma involuntaria a alguna cumbre de la literatura epistolar. Me pregunta si aún escribo. «¡No me digas que dejaste de escribir!», me apremia antes de dejarme que responda. Sigo, sigo… confirmo. Comemos un bocadillo, bebemos una cerveza. Una animada plaza en el viejo Madrid de siempre. En el último bar, un par de chicos cortejan a medias a una muchacha que se marchará a casa antes que ellos. De vez en cuando salen a fumar cigarrillos liados a una noche fría. Los miro afuera, a través del ventanal, y comprendo que hemos ingresado en una noche de otro tiempo. De otro tiempo nuestro. De otro momento de nuestras vidas. Una madrugada entre semana, sin temor a la mañana, sin interés por nada que no fuera el preciso instante, el siguiente trago a la cerveza y la hora incierta en que el camarero empezaría a subir sillas con las patas arriba sobre las mesas. Esos bares en los que la noche siempre parece reproducirse a sí misma, interminable.

Cuando vuelvo en el metro hacia el hotel me alcanza una aguda nostalgia.

***

Miércoles

Las cuarentenas van a quedar suprimidas. Han desaparecido las restricciones, que durante tanto tiempo constituyeron el escenario cotidiano de nuestros días. Entro por la tarde en un bar y por el bullicio, la cantidad de público y la ausencia de mascarillas se diría que la pandemia nunca existió, que el virus jamás ha existido en el aire que respiramos. Parecen las dos de la mañana de un sábado, pero son apenas las ocho de la tarde de cualquier miércoles.

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Martes

Un partido político (PP) acaba de acuchillar al mismo líder al que hace cuatro días servía.

El líder al que hace dos días, cuando se declaró la guerra interna, cacarearon lealtad.

El mismo líder al que, en su último discurso, aplauden con servil estridencia en el parlamento.

Cuchilladas y aplausos, en escenas contiguas. Los mismos personajes. Idéntico entusiasmo.

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Regreso conduciendo, ya de noche, y oigo en la radio que ha muerto Mark Lanegan, a los 57 años. Hablan de Screaming Trees, su banda de grunge, una desviación de rock nihilista que nunca me interesó gran cosa, ni siquiera como parte de las muchas miradas retrospectivas que acostumbro a dedicar a grupos o corrientes que pasé por alto en su momento, y que hoy rescato con mayor gusto.

Me acuerdo enseguida de la noche de 2017 en que no fui a ver su concierto en la ciudad, por motivos cotidianos que nunca debieron imponerse. Lanegan, y su disco Blues Funeral, me tenían subyugado desde la primera vez que, sobrecogido, sucumbí a la poderosa The gravedigger’s song: aún es una de mis canciones favoritas de cualquier tiempo. Por su cavernosa profundidad. Por la palpitación amenazadora de los instrumentos y esa voz de arena desvanecida que eleva Lanegan desde la tumba de una pesadilla: Te he soñado / con dientes de piraña / y el sabor de tu amor, tan dulce / De verdad, así ha sido. La inquietud del vídeoclip, habitado por fantasmas y rostros que se borran, completa un conjunto sobrecogedor, que aún hoy miro con el gusto incómodo con el que se mira una escena terrorífica.

Adicto casi desde niño, miembro de una familia deshecha, Lanegan atravesó en su vida (casi) todos los episodios clásicos en el manual de excesos de una estrella del rock. Lo ayudó a la rehabilitación la viuda de Kurt Cobain, la gran estrella del grunge de Seattle. Lanegan volvió limpio de su internamiento, pero felizmente las canciones ya nunca dejaron de brotarle del profundo sumidero de la vida, un cielo interior sucio de negruras, hecho de nubes de ceniza y horizontes vaciados.

Descreído del virus, al final el demonio lo atrapó y Lanegan hubo de revisar todas sus negaciones cuando una cepa exótica de la enfermedad lo puso en coma. El relato de ese tiempo reciente, antesala de su fallecimiento, quedó recogido en un libro, Devil in a coma, que recrea al detalle su largo paseo por un infierno repentino, delirante y surreal. Tras sentirse unos días enfermo, Lanegan despertó cierta mañana completamente sordo. “Con mi equilibrio inestable y mi mente en un estado de sueño surrealista y psicodélico, perdí el equilibrio en la parte superior de las escaleras. De cabeza, me desmayé en el alféizar de la ventana mientras bajaba la estrecha escalera de mi casa. Estallido. Mi esposa había salido a montar a caballo durante el día, y me desperté horas después sin poder escuchar nada, incapaz de moverme, dos enormes ronchas abiertas en mi cabeza y mi rodilla que no soportaba ningún peso”.

Durante algunos días se negó a ir al hospital, aunque la caída lo había dejado magullado y con las costillas rotas. Apenas podía respirar. Su mujer llamó a sus espaldas a una ambulancia que lo trasladó al hospital. Pronto estaba en cuidados intensivos y los médicos, ante la gravedad de la situación, le indujeron el coma. Desde fuera, a la vista de los doctores y todo el personal que lo atendía, Mark Lanegan se debatía entre la vida y la muerte. En el interior de su conciencia ausente, el músico se embarcó en un singular viaje alucinatorio cuya descripción en el libro resulta portentosa:

“Me preguntaban tres veces al día si sabía dónde estaba y rara vez daba una respuesta correcta. A veces, conducía millas para entregar drogas a alguien en otra ciudad, o desmantelaba un automóvil robado después de la medianoche para vender o cambiar piezas. A veces, estaba encajonando papas y apilándolas en tarimas en la fábrica de papas o usando ganchos de metal para subir fardos de heno a un tractor bajo el intenso sol de verano del este de Washington, o estaba borracho cocinando panqueques y desayunos con huevos en un ajetreado restaurante después de beber y juerga toda la noche; algunas de las actividades entre muchas en las que había participado en mi juventud». (…)

“A veces sentía que estaba en un autobús turístico en los Estados Unidos o el Reino Unido, y recuerdo haber pensado que estaba en un tren, viajando por Australia por un tiempo. China, Medio Oriente, las llanuras de Canadá, y donde me había criado en el noroeste del Pacífico (…). No tenía idea de dónde venían estos delirios, pero estaban siempre presentes”.

Así pasó varios meses, hasta que se recuperó lo suficiente para regresar a casa. Estos últimos años vivió en Killarney (Irlanda), país al que lo unían raíces familiares. En medio del dolor, acuciado por la decadencia de varios meses convaleciente, confesó haber deseado volver a aquellos viajes inconscientes de su delirio.

La vida construye a menudo el más inhóspito de los paisajes.

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Miércoles

Rusia ha entrado en Ucrania.

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Jueves

Hoy es Jueves Lardero y tengo un guiso de longaniza en el puchero al que ahora mismo, en cuanto suba, le voy a pegar un samugazo que va a arder el misterio.

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Viernes

Los corresponsales toman partido en sus crónicas, desacreditan la versión rusa. La enviada especial de RTVE habla de explicaciones «delirantes» de parte del gobierno de Putin.

«La UE apoya firmemente a Ucrania y a su pueblo en esta crisis sin precedentes y proporcionará más ayuda política, financiera y humanitaria«, afirma en su declaración el Consejo Europeo.

Deeply concerned, solidarity… Las palabras, y las sanciones, mientras los tanques avanzan y la población huye.

Veo imágenes de Kiev, la capital. Padres con sus bebés en brazos, buscando las bocas del metro para guaracerse de las bombas. Pienso en mis padres, en brazos de sus padres, en los primeros días de la guerra civil española. Cruzando las calles como sombras negras, con los pequeños hechos un rebullo entre los brazos, en busca de los refugios bajo tierra.

A menudo imagino aquel miedo, como si pudiera recordar. Cada tanto, como en la imagen de la capital de Ucrania, lo veo en lugares lejanos. A menudo queremos creer, nos hacen creer, que todo lo atroz ocurrió en otro tiempo, o en otro lugar. Pero sucede, indudable, también en nuestro tiempo.

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«La peor forma de esclavitud es aquella denominada cesarismo -que implica la elección de algún hombre audaz o brillante como déspota porque parece el más adecuado-, pues eso significa que los hombres eligen a un representante no porque éste los represente, sino precisamente porque no los representa. (…) Los hombres confían en un hombre corriente cuando confían en ellos mismos. Y por eso la adoración de los grandes hombres siempre aparece en tiempos de debilidad y cobardía; no oímos hablar de los grandes hombres hasta el instante en que todos los demás se vuelven pequeños».

La novela naturalista y las clases bajas, de G. K. Chesterton
Incluido en el volumen La utilidad de leer. Ensayos escogidos

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Domingo

Hablo con P. Vendrá en junio. Hacemos planes para ir a ver algunos conciertos y pasar unos días de viaje. Un anhelo largamente demorado a punto de tomar forma.

En los días siguientes me he preguntado si será posible. Si dentro de tres meses los aviones aún podrán volar libremente por el mundo. Si Europa habrá rebasado el tiempo de las sanciones, si la OTAN habrá intervenido. Si Rusia habrá lanzado alguna ofensiva más, invadido algún otro país, amenazado a todos.

***

Lunes

Escucho a una madre ucraniana, entrevistada en la radio. Hace, en primera persona, la mejor crónica posible de la situación que viven los ciudadanos en Kiev, de su resistencia, y de las expectativas de su pueblo frente a los bombardeos rusos. El tono de sus palabras está exento de dramatismos. Tiene la crudeza justa de lo que se vive como cotidiano, sin el artificio de los relatos: «Hoy el día estuvo bastante tranquilo, aunque sonaron varias veces las sirenas y hemos oído explosiones en nuestra ciudad, pero no sabemos dónde. Salimos a hacer la compra, todo estaba calmado: hay alimentos que faltan en los supermercados, pero los básicos aún se encuentran todos. Tenemos las luces apagadas desde hace horas y ahora esperamos a ver cómo es la noche«.

Hacia el final de su intervención, afirma con severo aplomo: «Europa tiene que despertarse y darse cuenta: la tercera guerra mundial ya ha empezado. Esto es solo el principio».

***

Martes

Ya he dejado de preguntarme si sabré darle la forma adecuada al futuro.

Ahora me pregunto si hay futuro.

Pienso angustiado en como huiría. Y a dónde iríamos.

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Viernes

Dicen que en unas semanas las mascarillas van a dejar de ser obligatorias.

[…]





Diario no diario (XIX)

13 12 2021

Miércoles

Cada tanto hay alguna tarde en que salgo a comprar música. Armado sólo de una avidez creciente y ningún objetivo concreto, salgo de caza y rara vez vuelvo de vacío. No soy un gran coleccionista. De hecho no soy siquiera lo que uno podría llamar un coleccionista, y lo sé porque conozco a algunos y los he visto recorrer las cubetas de los singles y desenterrar con paciencia pepitas de oro que a mí me parecían poco más que excentricidades simpáticas. Hay en mis expediciones a las tiendas de discos algo más modesto: un intento de rellenar huecos, ausencias retrospectivas en mi discoteca. Pero, sobre todo, se trata del instinto de supervivencia, de una inquebrantable confianza en el poder reparador de la música. La necesidad de envolver los días en canciones, de rebajarles el peso, hacerlos flotar en melodías redentoras.

Hace años estas visitas a las tiendas de música eran mucho más frecuentes. Como era más frecuente casi todo. Las animaba la marcada conciencia de construcción de un mundo particular. También de atención por lo que se estaba haciendo. Qué se oía, qué merecía la pena. Ese interés se ha vaciado bastante a día de hoy. O más bien se ha acotado. Sigo con el oído pegado a lo que se hace en la medida que lo que se hace puede apelarme. Por lo general, el mainstream no está concebido para personas mayores de 35 años. O algo así. Puede que 40, da igual. Comprar discos -en cualquier formato, sin histerismos ni hipsterismos, por favor- se parece ahora mucho más a una defensa desesperada de un mundo aspiracional. De uno mismo. Si no sigo comprando música puede que haya dejado de ser quien soy.

Con los libros sucede algo muy parecido. Pocas novedades. Muchas de esas cosas que uno cree que deben ser leídas alguna vez. Al fondo, de nuevo, el empeño imposible de levantar una biblioteca como quien erige una catedral que nunca quedará terminada.

Si algún día hace falta ordenar mi despedida, déjenme quietecito ahí, en ese pequeño altar blanco. Al menos una parte de mí. No sea que el más allá sí incluya algún tipo de eternidad y me pille sin libros de los que echar mano.

***

Hace ya semanas, cuando aún era octubre, salí a dar uno de esos paseos y acabé comprando un par de discos. Rock Action, de Mogwai. Y Straight songs of sorrow, de Mark Lanegan. Un par de elecciones algo oscuras, que parecían anticipar la llegada de los meses más sombríos del año.

Aunque la temperatura de los días era todavía muy agradable en la ciudad, veíamos ya próximo el cambio de hora. Ese arranque oficioso del invierno que significa el fin de la luz, la noche que inunda la media tarde. La aprensión de quien ingresa en un largo túnel.

De entonces a ahora he logrado, al menos, despertarme entero por las mañanas. Descansado, tras semanas en las que cada día nacía con síntomas claros de agotamiento. Nunca he sabido qué pensar de las afecciones del cambio de estación en los cuerpos, pero la transición de los días parece tener algún efecto. Intuyo que mi cuerpo -o debería decir mi cerebro- termina por asimilar finalmente el largo adiós que siempre me provoca el fin del verano. Aceptado el otoño, que por otra parte este año nos ha vapuleado con vileza, uno puede ponerle ya un estudiado descuido al viaje anual hasta las sombras. Tomado si acaso de la mano de las canciones de Lanegan… y de las proposiciones paralelas del algoritmo digital.

Cuando pienso en esta rendición, me acuerdo de aquella fábula de la rana que placenteramente se cuece en una olla mientras le aumentan poquito a poco la temperatura. En este caso, te la reducen mientras todo se apaga poco a poco. A todo se acostumbra uno, de forma imperceptible. Hasta que es demasiado tarde y la noche y el frío te agarran en campo abierto.

***

Las anotaciones que componen este diario, se me ocurre a veces, bien podrían resumirse en una banda sonora de canciones que suenan mientras escribo o que evoco al escribir, y que quedan aquí nombradas. Ensayo un diario y me sale un audiolibro. A lo mejor todo esto es un Diaudio.

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Lunes

Hablo de las canciones, pero cada tanto la realidad me confirma que todas estas líneas se sostienen apenas en dos dimensiones intangibles: el tiempo y la muerte. Tiempo y muerte. Tiempo muerto. Suspensión. Ausencia.

Llevamos dos años viviendo en una monumental sala de espera.

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Martes

«Yo huyo de mí mismo… ¿Quiere usted acompañarme?».

Oído en Mariona Rebull, de José Luis Sáenz de Heredia.

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Domingo

Una tarde heladora de domingo en el cementerio del pueblo. A oscuras, casi a ciegas o iluminados por la insuficiente linterna de los móviles, hacemos descender a pulso, tomado por cuerdas, el féretro de P. Estos meses tú y yo hablábamos de muchas cosas, pero silenciosamente manteníamos un diálogo temeroso acerca de los sucesos inexplicables que nos acechan. En ese tiempo incierto en que muere el verano y triunfa el otoño, hemos despedido a tu abuela y a tu abuelo. Que eran nuestros padres, claro. Pero a pesar de ello he temido más por ti que por mí. Sé que puedo ensordecer mi grito y guardarlo dentro. Pero no encuentro la voz para decírtelo a ti sin que me destroce imaginar siquiera el sonido de las palabras mientras tú las escuchas y me miras.

En poco tiempo has aprendido que la enfermedad y la muerte no conocen ningún orden cronológico, esa posibilidad que te parecía asegurar una acogedora coherencia. Cuando murió el tío J., en abril, aceptaste el precio con naturalidad: «Es que era mayor». Ese argumento no te sirvió, sin embargo, para evitar el ahogo cuando te dije que la abuela nos había dejado para siempre. Hubo en tu reacción un fastidio, como de proyecto truncado, de planes sin terminar. Durante semanas oía en mi cabeza tu voz llamándola en el salón de su casa, a gritos para que ella se enterase, y ardía de lástima. Cuando tuve que decirte que el abuelo tampoco estaba ya, te enfadaste como si te recordase que tenías que hacer los deberes. «Que no, déjame, que estoy jugando…». Y durante unos minutos, hasta que se fueron todos, aguantaste mirándome en un silencio de enojo. Al quedarnos solos liberaste el llanto y tuvimos que abrazarnos para que nadie nos viera ni vernos a nosotros mismos.

Ahora quieres saber a qué edad murieron mis abuelos y mis abuelas. Y mi padre, tu abuelo, al que no llegaste a conocer. Ni él a ti. Ese desfase que de cuando en cuando me desata una tormenta de pena.

«¿También los niños pueden morirse, entonces?», me preguntas.

«Sí, también los niños».

***

Miércoles

Ya es diciembre. Aún es diciembre.

He leído Némesis, la novela de Philip Roth. Mientras en Europa se libra la II Guerra Mundial, en la «ecuatorial Newark» todos los veranos mueren niños a causa de una epidemia de poliomielitis. Bucky Cantor, un joven profesor de educación física, compone una figura referencial para los más jóvenes en medio de los días inciertos, de muerte acechante, calor de asfixia, sospecha, horror, tragedia y descreimiento. Otra epidemia. Como sucede en Muerte en Venecia. Tiempo detenido, el velo transparente que envuelve a los enfermos del sanatorio de La montaña mágica.

Hasta ahora una epidemia suponía para nosotros poco más que un relato imaginado. Un concienzudo mecanismo de expansión de enfermedad imposible de comprender, porque no pertenecía a nuestros días, o a los países de nuestro entorno. Porque no lo habíamos vivido y nunca pensamos que fuéramos a hacerlo. En todos estos meses hemos aprendido a la fuerza el significado verdadero de la palabra epidemia y su desconcertante poder. Le atribuíamos un matiz inocuo (las epidemias estacionales de la gripe, por ejemplo) o de anacronismo histórico: las epidemias medievales, la gripe española. Todo lo que nuestro mundo creía haber rebasado, con su vanidosa autoconciencia. No sólo eso hemos debido entender. No sólo una epidemia acotada en espacios geográficos manejables, como la del Newark de Roth. Vivimos en una pandemia, algo mucho más grande, más aterrador, en su implacable voracidad expansiva.

La esencia, sin embargo, no se altera. Todos los síntomas que definen este tiempo nuestro de hoy están contenidos ya en las páginas de Roth: la incertidumbre, la irracionalidad, el temor, la culpa, la sospecha. Todo batido en un bucle que nunca parece irse, que siempre regresa. Los padres de los niños del barrio de Weequahic acusan de la llegada del virus a sus calles a los italianos de otra zona de la ciudad. Después, miran con suspicacia al educador que mantiene su programa de actividades deportivas en medio del calor. Más tarde creen que el virus asesino mana de las fuentes en las que se refrescan los muchachos. Cuando un niño muere, se vuelven contra la autoridad sanitaria, claman frente a la desinformación, el descuido, la imprevisión.

En medio de ese escenario de duelo, Bucky Cantor rechaza la posibilidad de acusar al prójimo -cualquier prójimo a mano- por la expansión de la enfermedad. Y termina por girar su rabia indefensa contra la autoridad suprema: un Dios asesino que se entretiene matando niños. Es su particular viaje desde la razón hacia la emoción, un último recurso desesperado que dirige contra un enemigo invisible. Y también contra sí mismo. Dios como encarnación de la culpa individual.

Para la muerte siempre se necesitan culpables. Tal vez, para la vida también.

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Lunes

«Ahora se sabe que [la nueva normalidad] consiste en convivir largo tiempo con un equilibrio inestable entre el temor a nuevas variantes de la desdichada pandemia y la esperanza en dosis adicionales o vacunas definitivas. En otras palabras, en el fondo la expresión solo significa que hemos de acostumbrarnos a vivir en la incertidumbre. Aunque, ciertamente, esto no es cualquier cosa, porque a casi todos provoca desasosiego. Y hace reaccionar a algunos con un temor invencible, que disfrazan de prudencia, y a otros con el deseo irrefrenable de apurar la última copa, quizá solo miedo transformado en audacia. En todo caso, queda muy claro que lo racional tiene poco sitio en la nueva normalidad, así que, a esperar tiempos mejores, que la ciencia no fallará».

Incertidumbre, de José María Serrano Sanz, en Heraldo de Aragón

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Martes

La última variante se llama Ómicron. Es la quinta descrita. Enseguida genera una creciente ola (es la sexta) de contagios y todas las réplicas habituales: alarma en los medios de comunicación (justificada o no), dudas sobre la eficacia de las vacunas frente a esta nueva mutación (justificadas o no), cierre de países (justificados o no), aumento progresivo de las hospitalizaciones (aunque no hasta números críticos y con un porcentaje mayoritario de personas no vacunadas en los ingresos), generalización de las restricciones por parte de los gobiernos (justificadas o no).

Consulto la secuencia de variaciones del SARS-CoV-2 a lo largo del tiempo, su nomenclatura, fecha de designación y lugar de aparición documentadas:

  • Alpha: Reino Unido, diciembre 2020
  • Beta: Sudáfrica, diciembre 2020
  • Gamma: Brasil, enero 2021
  • Delta: India, abril-mayo 2021
  • Omicron: varios países, noviembre 2021

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Miércoles

Durante algunas noches miro, hipnotizado, la serie documental Get back, ocho horas que giran en torno a la desordenada grabación de las canciones que darían lugar al disco Let it be, y al célebre concierto en la azotea de la sede de Apple en Savile Row, Londres.

Alguna vez pensé que, si alguien me ofreciera la mágica posibilidad de visitar cualquier momento de la historia como espectador en primera fila, yo elegiría haber estado ese día en ese lugar. Si con el tiempo se me ocurrió alguna alternativa, no la recuerdo. El documental ratifica mi imposible anhelo.

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Jueves

«Quedan muchas incógnitas por resolver para saber el impacto que [la variante Ómicron] tendrá en la salud pública. Los primeros datos anticipan que contagia más, pero no se sabe a ciencia cierta cuánto; se cree que produce síntomas más leves, pero no hay la suficiente cantidad y variedad de población (en edades y estados inmunitarios) como para conocer si es así; cada vez parece más claro que puede esquivar las vacunas y la inmunidad natural a la hora de infectar, pero es muy probable que estas mantengan la protección frente a la enfermedad grave».

El artículo, firmado por Pablo Linde, ilustra a la perfección hasta qué punto se hace imposible para el ciudadano desentrañar al detalle el escenario en el que se mueve. El titular (Por qué la variante ómicron del coronavirus preocupa y a la vez podría ser una buena noticia) resume con involuntaria ironía el desconcierto, la incertidumbre, la carrera sin descanso de la ciencia por saber; y, claro, los vaivenes indescifrables en que se mueve el ciudadano: entre el desasosiego, la esperanza y la humana necesidad de seguir adelante sin mirar demasiado a los lados. Sin comprender del todo.

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Viernes

Algunos países ordenan el confinamiento de las personas que no se han vacunado. En España, los gobiernos regionales imponen poco a poco el llamado pasaporte COVID para el acceso a bares, restaurantes, teatros, cines, gimnasios, eventos deportivos y, en general, reuniones o celebraciones de más de 10 personas. Hay al fondo, de nuevo y como siempre, un incómodo fondo de interpretación jurídica de estas medidas, entre la defensa de los derechos fundamentales (el derecho a la igualdad, el derecho a la intimidad y el derecho a la protección de datos) frente a la necesidad de «salvaguardar la vida y la salud de los ciudadanos». Se suspende cautelarmente su aplicación. Y vuelta a empezar.

Mientras, ya se inoculan terceras dosis a los mayores de 60 años; y arranca la vacunación de los niños menores de 12 años. Hay protestas por la decisión de que se haga en los mismos colegios, un ámbito más proclive al señalamiento. El no vacunado se ha convertido en una persona que transita por la autopista en sentido contrario al de la circulación. Si en la quinta ola el enemigo público fueron los jóvenes con ganas de pasarlo bien, en esta sexta la culpa recae en los irresponsables e insolidarios que no han admitido el pinchazo y, por tanto, amenazan la vida de todos.

Cualquiera puede ahora «cargarse a la abuela en Navidad».

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Sábado

Esta tarde encendieron las luces navideñas en la ciudad y las calles estaban atestadas. Dicen las informaciones que el efecto de los contagios de este largo fin de semana empezarán a notarse cuando ya nos aproximemos a las fiestas.

Yo compré dos discos de Bowie: una reedición en CD de Hunky Dory y el vinilo de The rise and fall of Ziggy Stardust.

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Domingo

«Nadie será libre mientras haya plagas».

La peste, de Albert Camus

[…]





Diario no diario (XVIII)

14 10 2021

Domingo

Primer domingo de otoño.

Y hace un hermoso día de mierda.

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Lunes

Me doy cuenta de que suelo retomar estas notas los domingos. Es, claro, un movimiento de instinto defensivo: el zumbido melancólico de un domingo de otoño resulta opresivo de por sí. Si además llueve a mediodía, como hoy, entonces el atroz silencio se magnifica. Una quietud de asesino silencioso o de catástrofe que acecha; la podrida resignación contra la fatalidad acuciante de los lunes.

Las tardes de los domingos adquieren, así, la forma de una espera. Hay quien no puede soportarlo y se pone a trabajar. Si uno está sentenciado, deben de pensar, al menos podrá decidir en qué momento ejecutar la pena. Los que trabajan por norma en fiestas de guardar me parecen una suerte de club de suicidas del domingo, que entregan sin condiciones la declinante felicidad del fin de semana a la tan cacareada productividad.

Hace pocos días leía a teóricos del trabajo en fin de semana: aludían a la provechosa calma de las labores en día de fiesta, porque nadie te molesta y te puedes concentrar mucho mejor. Fascinante.

Entre trabajar y resignarme, prefiero resignarme.

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Miércoles

La orfandad, que atribuimos siempre a la edad infantil, es también una terrible realidad de adulto.

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Jueves

Veo estos días la serie documental Turning point: 9/11 and the War on Terror. cinco capítulos sobre los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York; los antecedentes y sus consecuencias. Lo que me interesa, además de la perspectiva que ofrece sobre todo lo ocurrido, mucho más allá del relato lineal, tiene que ver con las transformaciones de usos, hábitos y percepciones que generó el 11S en nuestra sociedad. Ese punto de inflexión al que se refiere el título. Cómo se desarrolló, qué pasos se dieron desde los gobiernos, cuál fue nuestra reacción como sociedad y hasta qué punto nos pudimos proteger del cambio. Qué queda del mundo de antes del 11S en el mundo después del atentado.

Y todo esto, porque a menudo me pregunto: qué quedará y qué habrá cambiado después de esta pandemia.

Hay un capítulo en la serie que se ocupa de eso que llama el lado oscuro del 11S: de forma vibrante, nada complaciente pero tampoco manipuladora, la narración analiza el modo en que el gobierno de George W. Bush, en aras de la seguridad y la legítima defensa de su país, transgredió los límites constitucionales y conculcó los derechos civiles a través de la promulgación de la llamada Patriot Act Law. Hacia el final del episodio, alguien deja esta reflexión:

«Any power without constraints always leads to abuse».

Cualquier poder sin límites siempre acaba llevando al abuso.

A continuación, apunta al modo en que el poder político alimenta y se beneficia de las pulsiones más elementales de la sociedad para transformarla… a menudo con nuestro beneplácito.

«El 11S hizo que la gente no quisiera ser benévola. Dicho de manera más directa, querían destrozar al enemigo. Era rabia. Normal. ¿Quién no querría acabar con quienes han asesinado a más de 3.000 personas? ¿Quién podría no estar enfadado?

Para eso es para lo que elegimos a gobernantes de cabeza fría, para que tengan mejor perspectiva y protejan los valores que proclamamos como principios fundamentales de nuestra organización en sociedad. Los elegimos para proteger todo eso y también para que el mundo en el que vivimos, después de que pase la crisis, no sea tan radicalmente diferente del mundo del que veníamos«.

¿Han hecho algo de esto nuestros políticos? ¿Han protegido los principios fundamentales de nuestra organización en sociedad? ¿Han respetado el ineludible balance entre seguridad (ahora llamada seguridad sanitaria) y libertad?

Por ahora, lo que sabemos seguro es que la parte más significativa de las medidas que tomaron -el llamado estado de alarma- ha sido declarado ilegal por los tribunales.

Ignoro si hemos ingresado o nos encaminamos hacia un mundo sustancialmente distinto del mundo del que veníamos antes de esta pandemia… Parece difícil que sea el mismo, pero aún debería haber parcelas que defender frente a este creciente intervencionismo de las clases dirigentes. Un ingenuo diría que hay un desorden inadmisible en el hecho de que un gobierno tome decisiones ilegales, y lo haga además sin consecuencias. Un cínico pondría los ojos en blanco: como queriendo decirnos que eso, como se suele decir, ha sido así de toda la vida de Dios.

***

Viernes

Solo en casa. Un raro silencio. Siento ganas de salir a caminar por las calles, mientras anochece. De recuperar algo de paz, pensar en lo que siento, sentir algo. Viajar ligero. Declina la tarde envuelta en la música de esta canción de Tindersticks, que extiende una plácida sensación de calma. Canción en diálogo a dos voces sobre el dolor, la culpa y los recuerdos.

-Hay lugares que ya no recuerdo
Hay horas y días, que ya no significan nada para mí
He estado mirando algunas de aquellas viejas fotos
Y no conducen a ningún lugar de mi memoria

Ahora ya no me despierto y me quedo mirando a las paredes
Ya ni me deshago de las cajas, andan todas por el suelo
He estado mirando viejas fotos
Y esas caras ya no me dicen nada

-Viajas ligera
-Tú viajas ligero
-Todo lo que he hecho…
-Dices que lo puedes justificar
Uhmmm, tú sí que viajas ligero.

-No puedo llevarme todo, no me cabe todo en estas bolsas tristes y viejas
Hay cosas que debes dejar atrás
-Son malos tiempos, no puedo escoger cuáles llevarme
Ojalá pudiera volver atrás
-Son buenos tiempos, y te alegrarás de haber escapado

-Viajas ligera
-No, tú viajas ligero
-Todo lo que he hecho
-Dices que puedes justicarlo
Uhmmm, viajas ligero

-¿Recuerdas cuánto me amaste?
Ahora dices que no te queda sitio en tu vieja cabezota

-Bueno, es lo que tienen el dolor, y la culpa y los recuerdos
Si los tuviera que llevar siempre conmigo, nunca saldría de la cama

-Hay una gotera en el techo por la que se cuela el agua
Y es justo ahí donde siempre decides sentarte
-Sí, ya sé que me paso ahí las horas, dejando que me caiga el agua por la cara
-¿De verdad crees que lo escondes tan bien?
-No, pero viajo ligero…

No, no viajas ligero
-Todo lo que he hecho…
-…es mentira, no viajas ligero
-Sí viajo ligero
-No, no lo haces.
-Sí viajo ligero
-No, no lo haces.
-Sí viajo ligero
-No, no viajas ligero.

Travelling light, de Tindersticks

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Domingo

Pienso en cómo me gustaría viajar ligero, como dice la canción. No tener ahora mismo frente a mí este muro de cajas amontonadas, de bolsas y sacos de plástico inflados de cachivaches, de zapatos, de jarrones, platos decorativos, cintas de vídeo, libros, figuras, lámparas, ropa, platos, vasos, tazas, cubiertos, vajillas. Cajas de gafas de sol, cajas de documentos, cajas de fotos, cajas de todo y nada.

A veces, como hoy, salgo de aquí y me voy a nadar. Nado para no ahogarme. Para llenarme de la luz del sol que derrama la inmensa cristalera. Nado para enjugar la rabia de las pérdidas. Y aunque solo voy de pared a pared, cada brazada lleva mi imaginación a un inmenso océano y siento que nado sin rumbo, y sólo puedo esperar que cada impulso me aproxime un poco más a la orilla invisible donde estaré a salvo.

¿Cuánto tendría que nadar para ponerme a salvo si fuera un náufrago en medio del mar? ¿Me estaré entrenando para un naufragio?

Después regreso a la casa de mis padres. Y, como ahora, me siento frente a este caos en el que se han convertido 60 años de la existencia de mi familia. Esta destrucción informe en la que ya no gobierna la reina del orden supremo de nuestras vidas. Ha quedado aquí todo su infatigable tesoro. Y con cada caja que lleno me voy quedando más vacío.

No me cabe todo en estas bolsas tristes y viejas.

Sentado siempre donde cae el agua, aprendo desesperado que en el fondo estas lagrimas son preciosas y únicas porque nunca más, ya nunca más tendremos que hacer este despiadado trabajo: vaciar y destruir hasta el último centímetro de todo lo que fuimos, cada uno de los días que pasamos entre estas paredes, que hoy ya no devuelven ninguna voz querida. El largo pasillo a ninguna habitación. Los dormitorios que fueron. El cuarto de jugar. La pequeña salita del teléfono. Aquellos sillones negros de piel.

Estamos derribando un tiempo completo, una época. Estamos acabando con todo lo que aprendimos. Estamos desollando nuestra infancia como a un tierno animal indefenso. Destruimos las pruebas de la juventud y el aliento contenido del tiempo adulto. Decimos adiós a los recuerdos y a las leyendas. A las historias que siempre nos contamos y contamos. Vamos a cavar con nuestras propias manos la tumba de los días asesinados, de tantos y tantos días que ahora son sólo tierra y polvo y olvido.

Estamos despidiéndonos de la verdad, la única verdad a la que siempre pudimos volver.

Estamos construyendo un mito.

***

Martes

A las tres y media de la tarde de este día festivo, la piscina remansa en su lámina de agua toda la paz que es posible conservar en este mundo. Sólo dos nadadores. Y la tercera calle, irresistible, iluminada por un haz de luz que se cuela en diagonal desde los ventanales, como una bendición. Me dejo caer y voy al fondo, libero el aire y permanezco abajo, sentado unos segundos para admirar como siempre el evocador rectángulo azul, un espacio de calma que diluye mis turbulencias. Sobre el velo de la superficie, al otro lado, uno de los nadadores avanza con ritmo mecánico. El otro ejecuta leves maniobras de flotación y juega con su peso abandonado en la ingravidez de aquí abajo. Es una coreografía silenciosa, mitigada por los tapones que protegen mis oídos. Sé que lo conozco desde niño. Pienso en si aún vivirán sus padres. Los recuerdo tan bien a todos, en la pista de baloncesto, invierno y verano. Y las hojas derramadas de los otoños. Sus oníricos movimientos bajo el agua me hacen pensar que actúa para mí, como en un sueño.

Cuando por fin agoto el aire, me impulso hacia arriba y contra la pared, estiro el cuerpo y me siento ligero. Viajaré ligero, a partir de ahora. Recorreré esos primeros largos con la mirada en la larga franja negra, mientras disfruto de las juguetonas irisaciones que bailan bajo mi cuerpo, sobre el fondo embaldosado. Y a la luz de un sol que se inclina hacia la tarde y el lomo de los edificios, en la memoria repito aquel verso dedicado a un océano: «Albriciado de luz y pródigo espacio«. Durante casi una hora soy poco más que una ensoñación de agua.

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Diario no diario (XVII)

28 09 2021

Lunes

Me preguntan la fecha exacta y reparo en que va a cumplirse un mes desde que mamá se marchó. En realidad, habría dicho que hace mucho más tiempo. Me siento muy lejos de todo. Y de todos.

El tiempo en los relojes nos educa en la constancia circular del espacio que recorren sus manecillas: un segundo dura la fracción contenida en la separación entre las marcas de la esfera; un minuto es la distancia de una vuelta completa a ese círculo. Los minutos contienen a los segundos y las horas a los minutos y los días a las horas y las semanas a los días… y así hasta hacer vidas enteras, o fragmentos de vidas que duran más o menos de lo esperado; más o menos de lo deseable; más o menos de lo necesario.

Nos ordenamos por el tiempo registrado, mientras nuestro cerebro altera las percepciones comunes para arrebatar su vigencia y concedérsela a nuestro tiempo íntimo, que se dilata o encoge como los fuelles de un acordeón. Afectados por los hechos y las circunstancias, de forma involuntaria lo reconstruimos. A menudo la quiebra entre ambas medidas desemboca en esta desorientación.

No sabemos cómo sucede esta refutación del tiempo. Sólo advertimos sus consecuencias. Y con torpeza, como yo aquí ahora, reflexionamos acerca de esta cotidiana, y algo monstruosa, complejidad. Parafraseando a Borges: la vida, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Ornat.

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Miércoles

Hace tiempo que el tiempo no es lo que parece, como casi todo lo demás. Devorados como animalitos indefensos en el vientre temible de esta pandemia, nos vemos sometidos a una atroz distorsión. Por eso tengo dificultades para encajar la cronología de lo que hice a lo largo de todos estos meses, lo que terminé antes y lo que empezó después. Ya pensé hace tiempo en el después. Cuándo, si alguna vez, será después. Las sucesivas olas han dibujado círculos concéntricos que se repiten y orbitan en torno a un centro confuso. El tiempo se ha replegado sobre sí mismo, incierto como un bucle, y nos ha enrolado en un suspenso permanente, este largo paréntesis que siempre se alarga un poco más.

Queda amortizada la quinta oleada de contagios y las cifras dibujan un panorama de barbarie medianamente ignorada. «El verano ha dejado casi 4.000 fallecidos», leo. Casi 4.000 muertos. Y pensamos que hemos ganado. Nos hemos hecho indiferentes a la muerte como nos hemos hecho ajenos al tiempo. Esta certeza necesaria para la supervivencia.

Y la vida sigue, nos decimos. Como si no siguiera, también y sobre todo, la muerte. La vida sigue, pero lo hace sin referencias nítidas que nos ayuden a discernir si avanzamos y hacia dónde. Sabemos que habrá más muertos y seguiremos avanzando porque hay que aprender a vivir con el virus. Uno sabe que eso es verdad. ¿Qué otra cosa podríamos haber hecho y qué otra cosa hacemos como humanos sino vivir con el virus como siempre convivimos con la muerte? Ahora, eso sí, subrayamos de forma aún más clara nuestra condición de personajes de una pesadilla dilatada. Nos movemos por este paisaje brutal, pero nos movemos despacio, como los aviones colgados del cielo. Y miramos afuera por la ventana, con aprensión maravillada, igual que miraríamos a un mar de nubes, a un océano de días. No podemos preguntarle a nadie ni tomar referencia que nos aclare a qué velocidad navegamos. Ni con qué destino.

Por eso ya no recuerdo si hace dos años o cien meses. Por eso ya no sé cuándo nos vimos por última vez. Me parece que ayer aún estabas aquí. Aún pienso en llamarte hoy.

Te recuerdo en las piscinas iluminadas. Y luego en un mar oscuro, en el que te hundes entre gritos y yo alargo la mano para retenerte, sabiendo que pierdo para siempre los rasgos de tu cara.

Después camino, iluminado por neones vacíos. Este paisaje brutal. Camino por los pasillos y me miro los pies y el suelo es siempre el mismo y siempre es de noche. Y ahora todas las noches serán nunca.

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Jueves

Ayer terminó el verano.

Ya es otoño. Aún es otoño.

He pasado estas últimas semanas leyendo los Diarios de Viaje de Albert Camus y, todavía, sus Crónicas para la revista Combat: en realidad, si nos atenemos a la ortodoxia de los géneros, más que crónicas encontramos editoriales bien opinativos sobre la Francia de postguerra. Expiación de pecados comunales, acusaciones polarizadas, debate político, revisión de actitudes colaboracionistas y atribuciones de méritos de resistencia. En suma, un país liberado en diálogo con sus fantasmas.

Me interesa más el Camus viajero, que trata desesperado de aliviar su angustia (esa arcada de deseo de morir que le sobreviene) con solitarios paseos nocturnos en la cubierta de los barcos, mientras viaja hacia destino. Las páginas escritas durante las largas travesías en barco hacen casi un subgénero dentro del género de la literatura de viajes. Siempre pienso en Stevenson a bordo de un buque hacia los mares del Sur; y desde luego en Mark Twain en sus joviales crónicas siguiendo la línea del Ecuador.

En realidad, antes de eso me detuve en otro volumen de Camus: El verano, su ensayo sobre la estación y la ciudad de Orán como refugios. El verano se inicia con estas palabras.

«Ya no quedan desiertos. Ya no quedan islas. Y, sin embargo, se siente su deseo. Para
comprender el mundo, a veces es necesario apartarse de él; para servir mejor a los
hombres, mantenerlos a distancia un momento».

Camus, en sus viajes, se distanciaba de las conversaciones y las personas en sus paseos solitarios por cubierta, mientras contenía el ahogo de vómito existencial. El nítido deseo de la propia muerte, una certeza que, al leerla, nos resulta tan insondable. Frente a su anhelo de una nada liberadora, en la colección de ensayos que conforman El verano Camus invoca la felicidad de los días interminables, la muchedumbre tranquila del mar Mediterráneo, las tardes derramadas de sol, el contraste afilado de la sombra en los mediodías.

Camus escribe palabras hermosas, frases con las que armar un himno ahora que ha terminado el verano y ya es otoño y sabemos que hemos perdido algunas cosas que nunca regresarán. El ciclo de los días y las noches cumplirá su designio astronómico y nos traerá otro verano. Pero ya no será este. Podremos reproducir costumbres, renovar comportamientos. Pero nunca más será este.

«En medio del odio descubrí que había, dentro de mí, un amor invencible. En medio de las lágrimas descubrí que había, dentro de mí, una sonrisa invencible. En medio del caos descubrí que había, dentro de mí, una calma invencible. Me di cuenta a pesar de todo eso… En medio del invierno descubrí que había, dentro de mí, un verano invencible. Y eso me hace feliz. Porque esto dice que no importa lo duro que el mundo empuja contra mí; en mi interior hay algo más fuerte, algo mejor, empujando de vuelta».

Siempre hubo en mí un verano invencible. O siempre me pensé invencible en los veranos.

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Viernes

Día indeciso. Acecha la tristeza como un zumbido de fondo que acompaña la maquinaria de los días. No se decide el sol, ya tímido a estas alturas del año, ni tampoco las nubes. El resultado son esa clase de mañanas plomizas que parecen no terminarse ni siquiera a media tarde, como si la jornada no se decidiera a arrancar. Mediodías densos. Noches desplomadas en que cada uno se aferra a su mínima tabla. Días para saltar por la cubierta del barco. Y no, no como Camus. Sino como náufragos que no deseamos enfrentarnos al largo océano del invierno. Por eso ansiamos abandonar esta nave que se aleja de la orilla en que aún vemos levantarse, igual que la línea vacilante de los edificios de la ciudad, un horizonte conformado por humildes momentos de dicha.

Y nadar, queremos incansables nadar, hasta alcanzar el final de la piscina, y allí voltear el cuerpo y girar en dirección contraria; o movernos ligeros entre las olas, en dirección a un pedazo de tierra salvadora: la modesta isla en que refugiarnos.

Ya no quedan desiertos. Ya no quedan islas.

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Por la noche, escucho algunas de las canciones listadas durante este verano. En realidad la colección pertenece a varios veranos, no sólo al último. En algún momento pensé que debería registrar cada canción que escuchase a diario. Todas. Clasificarlas con la fecha. Y así tejer un interminable diario sonoro, de las músicas que ocupan cada jornada, que fuera como la historia paralela de mi vida en canciones. Imaginaba una gigantesca biblioteca interminable hecha de días y de títulos y grupos. No había vanidad alguna en la construcción de un anhelo semejante, nada que tuviera que ver con una tentativa de perdurar. No. Sólo pretendía lo imposible: saber qué día escuché tal canción por primera vez; o qué canción escuché tal día a tal hora. Y recordar dónde estaba cuando lo hice. Con quién. Cómo.

Para que una canción mereciera ser guardada en ese catálogo personal no importaba la procedencia: si las oía en la radio, si las programaba yo mismo, si aparecían frente a mí de modo aleatorio… No habría tampoco ningún filtro de preferencia ni de, por así decirlo, calidad. Pronto entendí que había elevado en mi cabeza un castillo que nunca podría sostener. Aún lo intenté durante varios días, pero la empresa rayaba la locura, porque el volumen de canciones se haría pronto tan vasto que apenas podría dedicar los días a nada más que a registrar títulos bajo un epígrafe. Sólo habría tiempo para la música y su minuciosa transcripción a una memoria escrita.

Considerado desde ese punto de vista, ahora lo veo como un plan ideal de vida.

A cambio, di con una solución intermedia, mucho más a mano, aunque sólo parcialmente satisfactoria: guardar canciones en listas ordenadas bajo un epígrafe cronológico, que correspondiera con cada una de las estaciones del año. Y a cada una de esas colecciones ponerles un nombre alusivo al tiempo en que las escuché. Así lo hago: no hay en esas listas intención temática o estilística alguna. Cabe todo siempre que haya sido escuchado y elegido durante el periodo acotado. De esa forma nacieron mis cuatro estaciones musicales: Winter Bone, Spring Up, Summer Suzie y Autumn Sweater. Habitadas por bandas, solistas y sonidos que a veces conozco bien y que, otras muchas, descubro en el momento de incorporarlas.

Siempre puedo volver a ellas y regresar a la estación en que escuché esa música. O buscar el significado, por qué la escogí, por qué la guardé.

Hace pocos días renombré Summer Suzie y ahora se llama de otra manera: Summer Juice. Por algún motivo me sonaba mejor o le encontré más sentido (¿qué sentido?). Estas noches he recorrido las calles en los paseos finales del día acompañado con el jugo de verano de esas canciones. Es un ritual de despedida como cualquier otro, un modo torpe de mudar la piel y el tiempo perdido. Aún suena, mientras escribo esto, Martha, de Tom Waits. Antes, la épica instrumental de Mogwai en Killing all the flies; la sensualidad de Polk Salad Annie en la interpretación de Tony Joe White; emulsiones de pop liviano y nítido como I’m a cuckoo, de Belle and Sebastian; o Hackensack, de Fountains of Wayne; o Tears are cool, de Teenage Fanclub.

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Sigue la música. sigue la noche.

Quiet heart, de The Go-Betweens. Y aún los Psychedelic Furs con All that money wants.

Por abajo pasan grupos de chicos y chicas, con sus grandes vasos de licores mezclados, en tránsito hacia otras zonas de la ciudad. Ha vuelto el ocio nocturno, en lenguaje pandémico, siempre pródigo en perífrasis ordenancistas, como buena nova lingua. Ahora los bares con la licencia correspondiente pueden permanecer abiertos hasta las cuatro de la mañana. Pero su público debe permanecer sentado. O afuera, que es donde mayormente se acumulan los jóvenes.

No han abierto todavía las pistas de baile. Y en casa, los ventiladores nos miran con sus aspas detenidas. Erguida su cabeza, ahí, de pie, como si esperaran alguna orden que ya no vamos a darles. Inmóviles en el mismo lugar en el que los dejamos la última tarde en que el calor nos obligó a ansiar su refrescante velocidad giratoria. Qué generosos me parecen siempre los ventiladores. Su airado zumbido me guarda las noches.

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Sábado

He salido a las librerías para buscar palabras que me ayuden a atravesar los meses que vienen. Acumulo más de media docena de volúmenes, diarios la mayoría de ellos, y me los llevo bajo el brazo y los amontono con las historias orales de The Clash y Joy Division y la biografía (largamente demorada ya) de Tom Petty. Los dejo encima de las novelas de Philip Roth que antes junté con los ejemplares de Camus. Y todos se superponen a los Ensayos de Montaigne, que siempre están ahí, dispuestos. Esta vez, ya dije, diarios: de Kafka, de Susan Sontag, de Thomas Mann, de Virginia Woolf… Central, París, Cálamo. Estos mínimos atracones, esta forma de arrastrar bellotas y amontonarlas en la cueva para pasar el invierno. Una defensa contra el desmayo y la oscuridad que viene. Refugiarse en la noche y devorar palabras de forma compulsiva, como si fueran chocolate, hasta la indigestión.

Y no sentir culpa alguna.

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Viernes

Otra noche escucho una versión de Where are we now?, canción postrera de David Bowie, y luego regreso al original. Es una composición, y una interpretación, que siempre me impresionan.

No estoy seguro de por qué ocurre, pero la canción me resulta altamente perturbadora. Puede ser autosugestión. Siempre roza algo muy dentro de mí, que no sé definir, algo muy presente en mi día a día. Una cuerda sensible como un músculo irritado, que libera una nota de lástima y melancolía. Ahí al fondo entreveo sensaciones objetivables, aunque ignoro de dónde vienen o cómo consigue la música liberarlas. Siento que al escucharla abro la puerta de una habitación evitada. Enseguida sobreviene la sensación de pérdida, el peso del tiempo, el modo en que la memoria trata de darle forma.

La letra de la canción es apenas una mención circular de momentos y lugares de Berlín, en forma de recuerdo. Ninguno de ellos supone una referencia conocida para mí ni me devuelven experiencias concretas. Pero la evocación envuelta en la pregunta (Where are we now?) me alcanza con muchos significados. Es como si mi cerebro comprendiese perfectamente el mensaje oculto de la canción de Bowie, la esencia íntima de su lamento, sin que yo alcance conscientemente a entenderla del todo. Me transmite la conmoción del extravío, la extrañeza de estar aquí, rodeado de todo lo que hubo antes, ahí latente, pero ya perdido. Todo lo que uno ha sido.

¿Qué fue de nosotros? ¿Qué fue de mí?

Una vez pasé por Berlín.

¿Dónde estamos ahora y dónde estuvimos antes?

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La madrugada ha desatado una tempestad y, en la cama, me inunda la tormenta.

Moody Relish, una delicada pieza de orfebrería electrónica de Maxine Funke, fue la última canción del verano en Summer Juice.

You said something, de PJ Harvey, ha inaugurado el otoño aún tibio de Autumn Sweater.

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Diario no diario (XVI)

14 09 2021

Lunes

Viene muriéndose el verano, que ya derramó sus últimos días en lentos crepúsculos al borde del agua. Y nos vamos un poco todos, resignados miramos el río que nos arrastra a la cruda realidad.

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Miércoles

Acabo de leer el primero de los dos volúmenes de los Diarios de Stephan Zweig: el que corresponde al periodo entre 1912 y 1914, culminado en los primeros días de la Gran Guerra. Estos dietarios del autor austriaco, y también algunas de sus narraciones de corte histórico y de ficción, han sido referenciales en medio de este tiempo absurdo que vivimos: de María Antonieta a 24 horas en la vida de una mujer. También sus Momentos estelares de la humanidad. Y, por fin, estos anotaciones inéditas, publicadas ahora en dos entregas por Ediciones 98.

En la primera serie encuentro a un Zweig contemplativo, entregado de forma discontinua a su trabajo, las lecturas, los encuentros de carácter literario e intelectual; y a una vida social que bascula entre los talentos coetáneos de la época y la conquista de cuantas damas aparecen en su ávido radar. Entre las hendiduras de la existencia pública asoman las confesiones procaces de un hombre vigoroso en el deseo y en la satisfacción de sus perversiones sexuales. Es un Zweig atrevido, mujeriego, casi siempre rijoso y alienado por una pulsión exhibicionista que liberaba con frecuencia en los parques vieneses. En un momento revela con discreción un apunte de algo que desde la perspectiva actual diríamos sin duda pederastia. Hay en el recuento del episodio una deliberada ausencia de detalles, pero por debajo de la pulcra escritura (formidable escritura), y de la naturalidad con la que lo cuenta Zweig, late una molesta violencia implícita.

Por lo demás, frente a esa vanidad de conquistador intelectual , un hombre taciturno que no reserva indulgencias para sus días: «Mi vida danza espectral entre recuerdos y expectativas. Me horroriza».

Convulsiones íntimas, convulsiones universales.

La guerra acecha y Zweig la teme. Es en la segunda parte de estos Diarios, que abarcan los años entre 1931 y 1940, cuando la aprensión del autor austriaco se adensa en las incertidumbres de una nueva guerra mundial. Zweig se siente amenazado en la Alemania nazi y en la Inglaterra que lo acoge. Asume y proclama su condición de sospechoso, de inminente perseguido en tierra propia y ajena. Constata: «Esta guerra se libra para salvaguardar los principios sobre los que descansa nuestra existencia; si esos principios se derrumbaran, también lo haría la existencia misma. Entonces ya no sabré para qué vivir ni dónde vivir». El trágico destino conocido del autor austriaco parece ya reunir sus justificaciones. Ante la agobiante estrechez de su mundo, descarnada Europa, en el horizonte se levanta la inabarcable América. El gigantesco Brasil. En sus páginas, cada nota configura una crónica involuntaria de la muerte que sabemos anunciada.

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Viernes

Mamá se ha ido en doce horas. Y sólo en las tres o cuatro últimas debimos admitir que había llegado el momento de despedirnos. E imposiblemente decir adiós. Hasta entonces era apenas un fastidioso episodio del que escaparíamos de algún modo, como siempre. De pronto, el momento atroz en que el plazo se termina.

En un momento le pedí que fuera valiente, solo un ratito, que enseguida volvería para quedarme. «Ya no quiero ser más valiente -me dijo ella-. Sólo quiero estar con vosotros».

Volví. Y así quedó: sin despedirnos del todo.

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Domingo

Nos llevamos los libros de las casas solo cuando el tiempo se ha hecho ya inaplazable y pasado. Los libros derribados de las estanterías son la muerte despreciable pero también el triunfo de nuestra permanencia. La memoria recobrada de sus dueños y de quienes los heredamos. Entre las páginas descansan las cenizas de su pensamiento, tal vez la voz que apenas murmuró una frase. Un subrayado, si lo hicieron, que recorreremos con los dedos como el relieve de una huella, para intuir el significado de esa señal, en esa página y no en otra. Libros de niñez, libros juveniles, libros de cuando nuestros mayores eran adultos y nosotros no entendíamos los títulos. Libros de madurez y otros que les regalamos. Dedicatorias autografiadas como un acto imperdible de amor.

Los libros nos mantienen vivos mientras vivimos y nos guardan en ellos al pasar. Queda prendido de las paginas el aliento, la brisa apenas de tu aroma. Nada conforma a un hombre mejor que el espíritu vaciado por sus lecturas. Ahí está el relato de tu vida porque somos lo que leímos. Tanto como seremos lo que dijimos.

Todos estos laberintos aguardan en el sencillo acto de despojar las estanterías de los que se van, llenar las cajas y cerrarlas como quien clausura un sepulcro. Y más tarde, un día, darlos de nuevo a la luz de nuestros anaqueles. Celebrar su resurrección. Fundirlos de nuevo con nosotros, para que nos presidan, como palabras eternas.

Los libros. El principio de lo que fuimos. Y el final de lo que seremos.

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La muerte es un implacable silencio.

Un concepto abstracto, construido sobre hechos muy concretos que parecen no pesar nada hasta que se reúnen para darle forma al tamaño insoportable de la ausencia.

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Lunes

Ha sido un verano luminoso, defendido hora a hora, de un modo inexplicable frente a la acechante oscuridad.

Ahora septiembre impone la grisalla pesada de sus mañanas repetidas, y tardes vacilantes que se apagan pronto.

Todo vuelve. Y todo se pierde en una lluvia inútil. En la estación de la añoranza.

«Es ahora cuando empieza de verdad el resto de mi vida».

[…]