Lunes
Vamos al cine, a las afueras de la ciudad, a ver la última de Spiderman. En el coche, Sidekick me mira desde el asiento de atrás. Observa el rectángulo de mi cara en el retrovisor -a veces juega a adoptar diferentes posiciones y me pregunta si puedo verlo, hasta que descubre una en la que se me hace invisible- y la imagen le devuelve mis ojos enmarcados en ese espacio. Me dice:
– ¿Por qué tienes los ojos así?
– ¿Cómo los tengo?
– Los tienes así como hacia abajo… como cuando me dijiste que la yaya se había muerto.
– ¿Ah, sí? ¿Los tengo igual?
– Sí, hace ya días que los tienes así.
– Debe de ser que estoy cansado, cariño…
– ¿Estás cansado o triste?
– Bueno, no lo sé… a veces se parecen mucho.
– ¿Y eso por qué es?
– No estoy seguro, pero ya se pasará… ¿Me avisarás cuando ya no tenga los ojos así?
– Claro.
– Gracias, mi vida.
***
Jueves
Vuelvo a casa de mamá, ya de noche, para llevarme un par de cosas que había dejado pendientes. Sí, hace ya meses que este proceso debería haber culminado, pero aún no lo está del todo y sigo llevando conmigo las llaves del piso. Acordamos con la propietaria dejar algunos muebles que estaban hechos a medida y ver si era posible alquilar el piso semi amueblado. Ese proceso se ha alargado más tiempo del previsto. Y por eso ahí siguen los armarios, las estanterías y la mesa que diseñó M., un vecino, para el despacho en el que me instalé en un penúltimo regreso a la vivienda familiar, con ocasión de una de mis frecuentes rupturas en aquellos agitados años noventa. Recuerdo bien cuándo fue la vuelta, y por qué, pero me cuesta más definir lo que duró aquella estancia. Después de obligarme a seguir solo durante algún tiempo en el piso que había compartido, acuciado por la culpabilidad que tan bien supe alimentar siempre, aún pasaría por otra relación fugaz antes de resbalar por un tobogán de auto compasión y pena. Cuando resolví volver a casa de mis padres, en busca de protección, había caído ya al fondo oscuro. De ahí me sacaron algunas visitas a un psiquiatra, la farmacopea, otro amor y, claro, sobre todo el tiempo y la madurez y varias personas. Pienso en lo que sufriría mi madre cuando me negaba a salir de la cama pasado el mediodía. No era ningún adolescente. Había rebasado los treinta y ahora aquel tormento me resulta patético si lo recuerdo. Pero fue muy real.
Después de que los tres hermanos hubiéramos dejado la casa para arrancar la trayectoria independiente de nuestras vidas, mis padres reformaron la vivienda. Derribaron el tabique que separaba el cuarto de estar clásico del dormitorio que mi hermano y yo compartíamos en nuestro último periodo de vida en común. Y habilitaron un amplio salón de dos ambientes. Desaparecidos nuestros dormitorios, en mi frustrante regreso yo tenía que dormir en la cama abatible que compraron cuando mi abuela L., ya muy mayor, debió dejar su piso en la calle Lavapiés en Madrid para pasar sus últimos años en Zaragoza. Después, cuando ella fue trasladada a una residencia en la que fallecería con 101 años, la habitación adaptada para ella se tornó un espacio híbrido, mezcla de dormitorio de circunstancias y sala de estar. Casi siempre, salvo cuando yo pasé por allí en aquel último regreso, fue más lo segundo que lo primero: mi madre pegó un sillón a la pared, completó con una mesita de apoyo, y en ese ámbito mínimo pasaba las horas viendo una pequeña televisión y haciendo autodefinidos; a veces leyendo algún libro y, en general, aburriéndose mientras mi padre hacía lo mismo en el salón. Así siguieron hasta que ella enviudó y pudimos convencerla, tiempo después, de que saliera y tomase el puesto de mi padre, un espacio más luminoso y cómodo para la vida diaria y para acogernos a los demás cuando la visitábamos. Entonces trasladaron la cama de mi padre a la sala/dormitorio. Y en ella solía dormir N., el nieto mayor, en las semanas en que necesitó aislarse del trasiego de su casa para estudiar el examen de acceso a la universidad… O en fines de semana en los que elegía hacerle compañía a la abuela.
Ahora esos últimos muebles, como decía, hay que sacarlos, porque el alquiler se hará más sencillo ganando habitaciones que puedan ser convertidas en dormitorios por los nuevos inquilinos. A nosotros igual nos da, salvo porque otra vez tenemos que buscar solución a los enseres que no ha sido posible vender, ni siquiera a precio de saldo: la pandemia se llevó tanta gente mayor que, allí donde intentas colocar libros o muebles, encuentras respuestas similares: no nos cabe nada más. Alguno, sobre todo lo que queda del tresillo de piel, quedará arrumbado en un trastero, si encontramos dónde (tampoco a nosotros nos cabe nada más). Lo demás no habrá más remedio que destruirlo y ya encontramos a quien lo haga y se lleve los restos. Después de eso, no quedará nada, ni polvo en la memoria.
No sé si esta será la última vez que pase por este lugar, algo que aún hoy me resulta inasumible, irreal. Pero me comporto como si lo fuera. Lo más probable es que lo sea. Recorro la casa, vacía de silencio, las paredes desnudas y las estancias huecas. Abro el frigorífico y veo que aún quedan dos botellas de cristal con agua, de las que mi madre usaba; y una lata de cocacola a medio consumir, que seguramente dejamos alguno de nosotros en visitas anteriores, hace meses. Camino hasta la habitación del fondo, la que era el dormitorio de mi madre, y antes de los dos, cuando mi padre aún vivía. Allí la visitó el médico que me recomendó llevarla a Urgencias al principio de la última tarde en que estuvimos juntos. Allí me dijo, como siempre, que no quería ir al hospital porque la iban a dejar ingresada, que mejor le dieran un calmante y que enseguida se le iba a pasar el dolor. Ella enfrentaba con un irracional temor -y sobre todo, con gigantesca pereza- la posibilidad de quedar varada durante semanas en una de esas camas de sábanas blancas y verdes, envuelta en el áspero camisón sudoroso que se le subía hasta el cuello por delante y le dejaba la espalda y el culo al aire. Le tuve que decir que no había alternativa, y al rato se la llevaron en una ambulancia y yo me fui para allá. Y durante mi trayecto al hospital llamé o les escribí a mis hermanos, que pasaban juntos unos días de vacaciones, para que estuvieran al tanto. «Ve diciéndonos». Y hasta el final tuve que ir diciéndoles. Hasta contarles, ya de madrugada, lo indecible.
***
Ahora, en esta habitación me fijo en el marco de la ventana, con la pintura blanca descolorida, el tirador dorado, desnudo ya el conjunto sin la cortina blanca que celaba la ventana. Y de repente, al mirarlo ingreso como en un tubo de tiempo, y veo los lejanísimos días en que esa habitación fue nuestro cuarto de jugar. Es una extraña sensación porque he estado aquí muchas veces antes, pero solo en este momento siento con nitidez que estoy mirando exactamente la misma ventana al patio de luces que miraba cuando, de muy niños, mi hermano y yo pasábamos las horas en este cuarto de jugar.
Lo llamábamos así. Y a eso estaba dedicado. Estuvo en esa habitación y luego en otras, porque por algún motivo mis padres a lo largo de los años fueron cambiando la distribución del piso. Creo que ahora puedo intentar reconstruir la secuencia, aunque no sé si acertaré. El cuarto de jugar, a mediados de los setenta, desapareció para que ahí se instalara el dormitorio de mis padres y mi hermana tuviera su propia habitación. Fueron los tiempos en que papá compró una modernísima cama que en el cabecero, además de lamparillas de noche, tenía un sintonizador de radio con altavoces incorporados. Él era un extraordinario aficionado a la radio, que escuchaba noches enteras, incluso mientras dormía, siempre con uno de aquellos mono auriculares blancos que precedieron a los estéreo que hoy son moneda común. La cama con radio ha sido siempre una de esas singularidades que me han servido para explicar a mi padre. Y muy en concreto, su tremenda pasión por la radio, el destino periodístico que siempre quiso para mí… y que se cumplió en gran parte, aunque no a tiempo completo, solo después de que él nos dejara.
Deduzco ahora que aquella variación en el orden de la casa tuvo que ver con el momento en que mi hermana salió de la cuna y pasó a tener su propia habitación. La instalaron en lo que hasta entonces había sido una estancia auxiliar, como una sala de espera, que en realidad ejercía de cuarto del teléfono. Ahí se sentaban mis padres a hablar cuando alguien llamaba, en dos gloriosos sillones de piel negra de diseño profesional, muy estiloso, de líneas muy rectas y un punto, así los recuerdo yo, de minimalismo funcional. Ese tipo de asientos que uno solo esperaba encontrar en oficinas o en alguna de aquellas project houses de los arquitectos más modernos. Aquellos sillones fueron más tarde re tapizados en blanco y siguieron con nosotros muchos años, hasta adquirir una condición legendaria. Yo me llevé al menos uno, que recuerde, a uno de mis pisos de soltero. Luego ya no sé qué se hizo de ellos.
Con aquella evolución, decía, mi hermana pasó a tener su propio dormitorio, con decenas de muñecas que reposaban sobre el edredón de su cama nido. Y el cuarto de jugar se trasladó a lo que hasta entonces había sido la habitación de mis padres, que asomaba a la calle Carrica. Allí quedó durante muchos años, hasta la siguiente transformación. La pieza la presidía un mueble multifuncional, con dos camas abatibles que solo usaban las visitas, que no eran tanto visitas sino apoyos femeninos -tías, amigas de la familia- que cuando éramos muy pequeños se quedaban a veces a dormir en casa para acompañar a mi madre mientras mi padre estaba ausente, en sus constantes viajes de trabajo. Y, además de las camas, había una mesa redonda, de madera oscura, con unas patas cilíndricas que hacia el final se apoyaban en el suelo en forma de cubo. El bureau, un escritorio en cuyos cajones mi padre guardaba papeles y cintas de cassette de las cuales siempre recuerdo las de Jesucristo Superstar, alguna de Pablo Abraira, otras de Pachi Andión y varias, que me gustaban mucho, de los Pequeniques. Debajo de la mesa ocultábamos un cesto que entonces a mí me parecía enorme, y en el que estaban metidos los juguetes. La rodeaban cuatro sillas, de respaldo y asiento negros y el contorno claveteado. Siguieron en casa durante décadas, resistentes al tiempo, renovados los respaldos y asientos en otros colores, pero siempre las mismas. Y ahí estaban todavía, alrededor de la mesa comedor de libro que desplegábamos para las reuniones familiares, cuando todo acabó.
La habitación de mi hermana siguió en el mismo lugar hasta que, en uno de mis regresos, mi padre encargó montar el despacho. En realidad, mi hermana se había marchado de facto de casa mucho antes cuando, al morir mi abuelo M., pasó a vivir casi todo el tiempo en el piso de la abuela P. en la calle Coímbra, para hacerle compañía. Eran sus días en la universidad. A mi regreso de la facultad, mi hermano y yo acabaríamos nuestros días en un dormitorio montado en la misma habitación donde primero estuvo el de mis padres y luego la pieza de los juegos. Y más tarde, la zona ampliada del salón. Supongo que nadie que no seamos nosotros puede seguir esta secuencia, pero a mí me ha servido para ordenar la memoria. Así que, durante años, unas habitaciones se fueron subsumiendo en otras. Por eso mis recuerdos de épocas distintas suceden en el mismo escenario, con un decorado diferente: la vez en que pasé el sarampión en la cama de matrimonio de mis padres; los partidos de fútbol con una pelota de tenis contra mi hermano, con las sillas por porterías, en los días de juegos; la madrugada en que me invitaron, junto con su amigo A., a participar de sus gamberradas, tirando globos de agua desde la ventana a los noctámbulos que salían del bar de abajo entre semana. Y, por fin, el espacio en que mi padre pasó sus últimos años mirando la televisión y oyendo la radio, todo a la vez. El mismo salón al que salió mi madre cuando él ya no estaba allí.
Y en ese proceso en que nos íbamos y volvíamos y la casa se transformaba, cada tanto mi madre incorporaba algún mueble rescatado de los pisos de familiares mayores que también iban yéndose (librerías, tíos, mesitas, abuelos, un centenario reloj de pared, tías…), hasta que el piso Torre Nueva se acabó tornando (esto lo supe cuando ya me había convertido en un lector relativamente serio) en una suerte de aleph familiar, en el que a la manera borgiana habían quedado convocados todos los tiempos, todas las personas, todos los lugares, todas las voces. Un punto más allá del reloj y los calendarios, en el que las vidas, como las habitaciones, se consumían unas sobre otras, confundidas en el recuerdo, hasta hacerse una sola.
***
Ahora me doy cuenta de que lo que he hecho en mi actual despacho en casa es exactamente eso: reproducir la una magia involuntaria que consiste en reunirlos a todos en un único tiempo y un lugar. Unidad de acción, se le dice en la ficción escrita. Mi reconstrucción de ese espacio común, imposible por demás, tampoco ha resultado deliberada. Sólo me di cuenta después de culminarla: entonces vi que había ido juntando en el mismo rincón la cama en que mi madre dormía cuando pasaba algún fin de semana con nosotros; y que, a su lado, dispuse la mecedora en la que mi padre se sentaba en sus últimos años en casa, en esos días en que no encontraba alivio a sus frecuentes lumbalgias en el sillón habitual. Después, en la pared colgué el retrato de los tres hermanos, niños aún, que ampliaron y enmarcaron a tamaño poster, y que a lo largo de las décadas también fue pasando de habitación en habitación, según conviniera, mientras la casa cambiaba. Finalmente, sobre la cama, apoyado en la almohada, dejé descansar a Tato, el muñeco bebé con el que jugaba mi hermano Juan en sus pocos años de vida, y que mi madre conservó siempre como encarnación del imposible olvido de su hijo muerto.
Cuando vaciamos la casa de mi madre, Tato aguardaba inmóvil allí donde lo tenía ella en los últimos años, en la salita a la que se había recluido. El muñeco nos miraba pasar con la misma sonrisa indiferente, algo traviesa, y el baby blanco que vestía hace sesenta años, cuando Juan lo miraba y jugaba con él. En el desalojo final nadie parecía querer llevárselo, así que me lo traje yo porque, desde luego, a Tato no me parecía posible dejarlo atrás. Tato es el recuerdo, o la forma del recuerdo más terrible que jamás se haya construido en la familia. Constituye seguramente el símbolo de todo aquello que nunca hablamos con mi padre, porque jamás le oí decir una palabra acerca de aquel episodio de sus vidas, al que solo mi madre hacía referencia alguna rara vez. Yo a menudo miro a Tato ahora y creo entender lo que representa. Veo por qué siguió todos estos años entre nosotros. Lo tomo entre mis manos y miro sus ojos inertes. Miro esa sonrisa inmóvil de muñeco antiguo, hecho de plástico duro. Muevo sus brazos y las piernecitas de bebé rechoncho, que se desencajan, y me imagino que mi hermano haría lo mismo, alguna vez, muchas veces, mientras estuvo en casa. Y supongo que mis padres también lo mirarían, deshechos sin remedio en la pérdida. Y que por eso lo guardaron. Porque tenerlo ahí, sonriendo fatal pero eternamente, facilitaba el duelo y el consuelo, que son los dos lados necesarios de la ausencia. Porque con él, como con nosotros, combatieron el vacío y siguieron viviendo.
Cuando tengo a Tato entre los brazos siento, no sin angustia, que sostengo de algún modo algo infantil, pero muy cierto una buena parte de la historia de mi familia. Y que debo hablar de ello, pensar en ello y escribir sobre ello. Conjurar el silencio. Releer las notas de pésame por la muerte del pequeño que recibieron y guardaron entre muchos otros documentos. Papeles de los que nunca supe. Que nunca había visto antes. Y con los que me crucé cuando vaciaba cajones, hace unos meses. La carta manuscrita, con sello de la compañía, que mi padre recibió de su jefe. Los escritos apenados de familiares… La cuartilla de la monja del jardín de infancia al que asistía Juan: «Habíamos notado su ausencia en estos últimos meses, pero pensamos que sería algo pasajero, cómo íbamos a imaginarnos lo que ha ocurrido». Y que nuestro Señor lo acoja en el cielo como a un ángel. Y ahí, leyendo, entreveo al fin, en medio de una angustia infinita, la vida que no viví de mis padres. Todo lo que jamás supe de ellos, porque era imposible de decir. Todo lo que cambió con el tiempo, como las habitaciones, hasta llegar a este lugar en el que aún hoy seguimos juntos, representados en objetos, en el despacho silencioso en que paso la mayor parte de mis días. En el que escribo ahora esta orfandad de domingo, tan pesada.
Si las personas, como afirman, somos en esencia alguna clase de energía, y si esa energía invisible se corresponde con el perfil de nuestra alma, entonces todos sobrevivimos en este rincón, tomados como de un cometa de ese flujo común que traspasa las dimensiones y se hace cama, mecedora, retrato en blanco y negro y muñeco de ojos azules que es un ángel muerto. El niño de sesenta años al que se le salen las piernas de la cadera.
***
Domingo
Mientras acabó de corregir estas líneas, oigo a Sidekick cantar en su habitación. C. lee en el salón, blanqueado por la mañana. Me balanceo en la mecedora. T. descansa a mis pies.
Afuera sigue la guerra y esta tarde va a llover.
[…]
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