Los libros (XIV)

24 05 2024

Nuestros ayeres – Natalia Ginzburg

“Ahora los alemanes habían ganado y ya no podía hacerse ninguna revolución, vendría una guerra de pocos días y luego alemanes y más alemanes, carros de combate alemanes por toda la tierra. Y sobre aquella tierra plagada de carros alemanes, la historia suya con Giuma no tenía la menor importancia, no era nada, no era nada y al mismo tiempo era algo tan triste”.

La guerra es siempre el fracaso colectivo del ser humano, pero sobre todo su eco de dolores expuestos en el campo de batalla, sumados a las tragedias íntimas. Esta última es la guerra contada por Natalia Ginzburg: de paredes adentro, en la intimidad de los hogares. La autora observa, disecciona y muestra con su delicadeza habitual la vida de dos familias vecinas en el norte de Italia, desde los años previos a la II Guerra Mundial: sus casi pueriles ensoñaciones de rebelión contra el fascismo, los juegos del amor incipiente, el drama volátil de los jóvenes en sus ritos de paso hacia la complejidad de la vida. Aunque hasta bien avanzada la historia no percibimos la concreción ominosa de la guerra, de fondo advertimos en todo momento el anuncio y la reverberación de los cañonazos, con su estruendo cada vez más próximo, más nítido y concreto, hasta acallar el coro de voces bajo la panoplia bélica. Mientras el foco transita de uno a otro de los personajes en sus afanes cotidianos, la narración se construye sobre las más humanas nimiedades. Después, cuando se adensa el teatro de desventuras de la guerra, la presencia de los alemanes en las ciudades, aldeas y campos, Ginzburg cierra su mirada sobre el personaje de Anna, la más callada en medio de las voces confundidas. La fanfarria de muerte de las bombas atardece la escena; la vida se hace más vulnerable. Desaparecen quienes se van a la lucha, manda el temor, la necesidad de huir o de sobrevivir. Cada uno combate como mejor puede la conciencia de la repentina fugacidad, perdido el gobierno de su existencia bajo el manto de una fatalidad impuesta. Ginzburg condensa así la conmoción universal en escenas de interior que evocan la gran tragedia humana de sus protagonistas. Y a todos los eleva con la dignidad involuntaria de la resistencia frente a lo inexorable. Mientras la desdicha ensombrece los días, esta novela ilumina las habitaciones recónditas del alma, el abatimiento de una generación completa.


El ruido de las cosas al caer – Juan Gabriel Vásquez

«¿Puede un espejo conservar una impronta en él? ¿Puede uno mirarse en un espejo y ver a alguien distinto? ¿Puede uno atravesar un espejo y ser otra persona? El reloj de pie dio las dos. Ella no sabía que él ya estaba muerto«.

Vásquez es un campeón de la biografía memorística, si vale el término. Uno advierte su habilidad para convertir las vidas ajenas en un relato vigoroso de evocaciones, con personajes cuya existencia subraya el relieve de sombras del antihéroe. El trabajo se lo encarga a sus protagonistas, como ocurre en esta El ruido de las cosas al caer (título envidiable, por otra parte): en ella, Vásquez reconstruye la decadencia social de una Colombia ganada por la fiebre de negocio y crimen en torno a la droga, y el modo en que la vorágine de poderes alternativos devora a los institucionales, impregna a la sociedad y arrastra a los individuos. Esas fuerzas están expresas a través de una adecuada superposición de símbolos. Por ejemplo, la poderosa imagen de apertura de la novela: los hipopótamos huidos de la finca de Pablo Escobar vagando por las tierras del país entre el entusiasmo y el pavor de la gente, alegoría del monstruo de la violencia arrolladora. Bien avanzada la trama, los personajes principales visitan años después las ruinas abandonadas de aquella hacienda del capo del narcotráfico. De la megalomanía a la decadencia, el ascenso y caída de Escobar como decorado de fondo de una historia íntima: Antonio Yarumma apenas traba relación con Ricardo Laverde, con quien comparte la afición por el billar y una incierta amistad sin anclajes; pero se ve envuelto en su asesinato y emprende una febril indagación entre sus conocidos, para desentrañar las circunstancias de una vida en sombras y el fogonazo de su muerte violenta. Yarumma es de esos personajes de Vásquez apenas sujetos a una existencia a punto de desmoronarse, obsesionados por dotar de sentido su íntimo vacío con el fulgor equívoco de otros. En la enigmática vida de Laverde se le aparecen cifradas todas las heridas de aquella sociedad. Y aun las propias.


Serena Cruz o la verdadera justicia – Natalia Ginzburg

«El fin de proteger a la totalidad de los niños no justifica la acción cruel cometida contra la persona de un solo niño, inerme, inocente, ignorante».

En 1989, Italia vivió con honda conmoción el casol de Serena Cruz: la niña, abandonada en un cubo de la basura en Filipinas cuando era un bebé, fue adoptada por una modesta familia turinesa. Pero los jueces detectaron irregularidades en el proceso de adopción y traslado de la pequeña a Italia -ante su deplorable estado en el orfanato donde la conoció, Francesco Giubergia la anotó como hija suya de una relación adúltera en la embajada italiana en Manila-, y sentenciaron su separación forzosa de la familia Giubergia. Como diputada del Partido Comunista en el parlamento de la República entre 1987 y 1991, Natalia Ginzburg participó en el debate político suscitado en torno a Serena Cruz y sus intervenciones, junto a los artículos de opinión publicados en la prensa, conformaron este ensayo. El país se dividió entre los defensores de la abstracción legalista (la ley debe ser siempre observada con el fin de proteger a todos los niños de posibles adopciones ilegales) y la concreción de quienes consideraban más importante cuidar del bienestar de una niña en concreto: Serena Cruz había sido amada, cuidada y curada por los Giubergia, al punto de recuperarla del deplorable estado físico en que se encontraba cuando la adoptaron. Convivía feliz en la familia con otro hermano, también adoptado. La decisión de los jueces forzó una separación traumática para todos los afectados y Ginzburg tomó partido. Sus argumentos en contra de la decisión legal son apasionados, de profunda humanidad y -aunque uno pueda encontrar trazas ocasionales de demagogia, casi inevitables- están anclados en principios firmes y razonamientos trabados sobre la base de la coherencia y la compasión: «Las leyes no deben ser siempre duras, deben ser justas. Y quien las aplica debe dotarlas de ojos y oídos para oír y discernir cuándo hay que emplear la firmeza y cuándo la tolerancia y la comprensión», escribe la autora italiana. Sus páginas, aunque reiterativas por momentos, exponen una profunda reflexión sobre los mecanismos de radicalización del debate público (se espantaría Natalia Ginzburg si descubriera hasta dónde hemos llegado en ese campo gracias a la democratización de las redes sociales) y la colisión entre ley y moral. En el fondo, se juzga el concepto mismo de justicia, el poder de quienes la imparten y su responsabilidad en la vida privada de las personas.


Mayo 2024

(Para ver el diario completo de lecturas, aquí).


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